miércoles, 1 de noviembre de 2017

D. QUIJOTE PARA TODOS



 Capítulo XXVII. De cómo salieron con su intención (consiguieron ) el cura y el barbero, con otras cosas dignas de que se cuenten en esta grande historia






          Al barbero le pareció tan buena la idea del cura, que enseguida la pusieron en práctica. Le pidieron a la ventera una saya y unas tocas (velos), por las que le dejaron en prenda una sotana nueva del cura. El barbero, de una cola rojiza de un buey, donde el ventero tenía colgado un peine, hizo una barba muy grande y espesa. La ventera le preguntó para qué querían aquellas cosas y el cura le contó muy brevemente la locura de don Quijote y cómo era necesario aquel disfraz para sacarle de la montaña donde ahora estaba. El ventero y la ventera se dieron cuenta  que el loco era su huesped, el del bálsamo, y el amo del manteado escudero, contándole al cura todo lo que les había pasado, incluído lo del manteo, que Sancho había callado.  En definitiva, la ventera vistió al cura como mejor le pareció, poniéndole una saya de paño llena de Cintas de terciopelo negro de un palmo de anchas todas y con aberturas y unos corpiños de terciopelo verde, guarnecidos con unos ribetes de raso blanco, que se debieron de hacer, ellos y la saya, en tiempo del rey Wamba (que eran muy antiguos).Pero el cura no consintió que le peinasen ni adornasen el cabello, sino que se puso en la cabeza un gorro que utilizaba para dormir de noche, y se rodeó la frente con una liga de tafetán negro, y con otra liga hizo un antifaz, con el que se cubrió muy bien las barbas y el rostro;  se encasquetó su sombrero, que era tan grande que le podía servir de quitasol, y, cubriéndose con una capa corta, subió en su mula a mujeriegas, y el barbero en la suya, con su barba que le llegaba a la cintura, entre roja y blanca, como se ha dicho. .

          Se despidiéron de todos, y de la buena de Maritornes, que prometió rezar un rosario, aunque pecadora, para que Dios les ayudase y terminaran con éxito el tan cistiano negocio que habían emprendiddo.



          Pero, apenas hubo salido de la venta, el cura pensó que no estaba bien ir de aquella manera porque no era propia de un sacerdote; por lo que rogó al barbero que cambiasen los papeles y los trajes y que era más apropiado que fuese él la doncella menesterosa y que él haría de escudero, ya que así se deshonraba  menos  su dignidad; y que si no aceptaba no seguiría adelante, aunque a don Quijote se le llevase el Diablo.

         

          En esto, llegó Sancho, y al verlos vestidos de aquella manera, no pudo contener la risa. Porque el barbero  aceptó lo que le propuso el cura y éste le fue diciendo la forma en la que había de actuar y las palabras que tenía que usar con don Quijote, para convencerle y obligarle  a dejar el lugar que había escogido para su penitencia y que se fuera con ellos. El barbero le dijo que sin que le diese lecciones él sabría cómo convencer a don Quijote.   No quiso vestirse hasta que estuviesen cerca de donde don Quijote estaba. Y así, siguieron su camino guiados por Sancho Panza; el cual les fue contando lo que les sucedió con el loco que encontraron en la sierra, pero sin decir nada de la maleta ni de su contenido, que aunque tonto era un poco codicioso.


          Al día siguiente llegaron al lugar donde Sancho había dejado puestas las señales de las ramas para acertar el lugar donde había dejado a su señor; y,  reconociéndolas, les dijo que aquélla era la entrada, y que ya se podían vestir,  si eso era necesario para la libertad de su señor; porque  ellos le habían dicho antes que ir de aquella manera y vestidos de ese modo era necesario para sacar  a su amo de aquella mala vida que había escogido, pero le adivirtieron que no le dijese que los conocía ni quienes eran ellos; y que cuando le preguntara si entregó la carta a Dulcinea le dijese que sí, y   que, por no saber leer, le había respondido de palabra, diciéndole que si no le ocurría ninguna desgracia  le gustaría mucho que fuese a verla, porque con esta contestación y lo que ellos pensaban decirle estaban seguros que lo sacarían de allí y le convencencerían para que se pusiese en camino para ir a ser emperador o monarca; que de lo de ser arzobispo no tenía porqué preocuparse.



          Todo lo escuchó Sancho, y lo grabó bien en la memoria, agradeciéndoles mucho la intención que tenían de aconsejar a su señor que fuese emperador y no arzobispo, porque él estaba seguro que para hacer favores a sus escuderos, más podían los emperadores que los arzobispos andantes. También les dijo que sería mejor que él fuse delante a buscarle para darle la respuesta de su señora que eso sería suficiente para sacarle de aquel lugar sin necesidad de que ellos tuviesen que hacer nada. Les pareció bien lo que Sancho Panza decía y decidieron esperarle hasta que volviese para decirles que había encontrado a su amo.  



          Se internó Sancho por aquellas quebradas de la sierra, dejando a los dos en una por donde corría un pequeño y manso arroyo, a quien hacían sombra agradable y fresca otras peñas y algunos árboles que por allí estaban. El día que allí llegaron, sobre las tres de la tarde, era uno de los más calurosos del mes de agosto, que por aquellas tierras suele ser el calor muy sofocante; por lo que les dijo que esperasen su regreso en aquel sitio que a esa hora era el más agradable.  



          Allí quedaron tranquilos y a la sombra y, de pronto, escucharon una voz que cantaba y que sin acompañamiento de ningún instrumento, sonaba dulce y agradable, de lo cual quedaron extrañados por parecerles que en aquel lugar no era normal que alguien pudiese cantar tan bien, pues aunque algunos poetas digan que por esos campos y selvas existen pastores que cantan bien, más que verdad son exageraciones de los mismos poetas, y más cuando advirtieron  que lo que escuchaban eran versos, no de rústicos ganaderos, sino de persona con estudios. Cosa que confirmaron al escuchar estos versos: 





¿Quién menoscaba mis bienes? Desdenes.

Y ¿quién aumenta mis duelos? Los celos.

Y ¿quién prueba mi paciencia? Ausencia.

De ese modo, en mi dolencia ningún remedio se alcanza, pues me matan la esperanza desdenes, celos y ausencia.

¿Quién me causa este dolor? Amor.

Y ¿quién mi gloria repugna? Fortuna.

Y ¿quién consiente en mi duelo? El cielo

De ese modo, yo recelo morir deste mal estraño,

pues se aumentan en mi daño, amor, fortuna y el cielo.

¿Quién mejorará mi suerte? La muerte.

Y el bien de amor, ¿quién le alcanza? Mudanza.

Y sus males, ¿quién los cura? Locura.

De ese modo, no es cordura querer curar la pasión cuando los remedios son muerte, mudanza y locura.



La hora, el tiempo, la soledad, la voz y la destreza del que cantaba causó admiración y contento en los dos oyentes, los cuales se estuvieron quietos, esperando oir alguna otra cosa; pero viendo que tardaba en volver a cantar, decidieron salir a buscar al músico que con tan buena voz cantaba.  Pero cuando iban  a salir la misma voz hizo que no se moviesen, cuando llegó a sus oidos este soneto



Soneto



Santa amistad, que con ligeras alas, tu apariencia quedándose en el suelo, entre benditas almas, en el cielo, subiste alegre a las impíreas (celestials) salas,

desde allá, cuando quieres, nos señalas la justa paz cubierta con un velo,

por quien a veces se trasluce el celo

de buenas obras que, a la fin, son malas.

Deja el cielo, ¡oh amistad!, o no permitas que el engaño se vista tu librea, (uniforme de criados)

con que destruye a la intención sincera; que si tus apariencias no le quitas, presto ha de verse el mundo en la pelea de la discorde confusión primera.



          El canto se acabó con un profundo suspiro, y ambos volvieron a esperar por si cantaba otra vez; pero, viendo que la música se transformó en sollozos y en lamentos, acordaron averiguar  quien era la persona que tan triste se mostraba. Apenas salieron del lugar donde estaban, a la vuelta de una peña vieron a un hombre de la misma apariencia y aspecto que Sancho Panza les dijo cuando les contó la historia de Cardenio ; el cual al verlos, sin sobresaltarse y mirándolos sólo cuando de improviso llegaron se quedó quieto con la cabeza inclinada sobre el pecho a modo de hombre pensativo.



          El cura, que era hombre que se expresba bien y que como tenía noticia de su desgracia, no tardó en reconocerlo,  acercándose a él con breves pero muy discretas palabras le rogó y le convenció que dejase aquella  vida tan miserable, si no quería perderla que era lo que peor le podia ocurrir. Cardenio estaba entonces en su sano juicio y libre de aquellos arrebatos de locura que a menudo sufría; y al ver a los dos vestidos de aquella manera tan poco usual en las personas que solían vivir en aquellas sierras, quedó bastante sorprendido, sobre todo cuando escuchó que hablaban de su desgracia con mucho detalle, le respondió  de esta manera:



— Ya veo yo, señores, quienquiera que seáis, que el cielo, que tiene cuidado de socorrer a los buenos, y aun a los malos muchas veces, sin yo merecerlo, me envía con frecuencia  a estos remotos y apartados lugares a algunas personas que intentan hacerme ver con buenas y sabias palabras lo equivocado que estoy en hacer la vida que hago, procurando sacarme de ella. Pero no saben que si salgo de esta pena voy a caer en otra mayor, es  posible que me tengan por hombre de poco o de ningún juicio. Y no me extrañaría que así fuese, porque yo estoy convencido que mi desgracia es tan grande y me trastorna tanto que no puedo evitar sentirme como una piedra carente de todo buen sentido y conocimiento; y me doy cuenta de esto cuando algunos me dicen y me dan pruebas de las cosas que he hecho cuando me vienen los arrebatos de locura, y lo único que puedo hacer es lamentarme y maldecir mi suerte, y disculpar mis locuras contando el motivo de ellas, y entendiendo la causa no se extrañan de los efectos y si no me dan soluciones, al menos disculpan mis locuras, pasando del enfado por ellas a tener lástima de mis desgracias. Y si  vosotros, señores, venís con la misma intención que otros han venido, antes que paséis adelante en vuestras discretas persuasiones, os ruego que escuchéis la historia de mis desventuras; porque quizá, después de entenderla, os ahorraréis el trabajo de consolarme de un mal que no puede tener consuelo.

          Los dos, que estaban deseando  saber por él mismo la causa de su desgracia le rogaron se la contase, prometiéndole que harían lo que él necesitase para remediarla y consolarle, y con esta promesa, el triste caballero comenzó su lastimera historia, casi con las mismas palabras y hechos con  que la había contado a don Quijote y al cabrero unos días antes, cuando la  interrumpió por la interrupción de don Quijote al nombrar los libros de caballería. Pero ahora quiso la buena suerte que no apareciesen los momentos de locura  y la contó hasta el final; y cuando llegó al momento en el que don Fernando había encontrado en el libro de  Amadis de Gaula, la carta de Luscinda, dijo Cardenio que se la sabía de memoria, y que decía decía esto:



«Luscinda a Cardenio



          Al barbero le pareció tan buena la idea del cura, que enseguida la pusieron en práctica. Le pidieron a la ventera una saya y unas tocas (velos), por las que le dejaron en prenda una sotana nueva del cura. El barbero, de una cola rojiza de un buey, donde el ventero tenía colgado un peine, hizo una barba muy grande y espesa. La ventera le preguntó para qué querían aquellas cosas y el cura le contó muy brevemente la locura de don Quijote y cómo era necesario aquel disfraz para sacarle de la montaña donde ahora estaba. El ventero y la ventera se dieron cuenta  que el loco era su huesped, el del bálsamo, y el amo del manteado escudero, contándole al cura todo lo que les había pasado, incluído lo del manteo, que Sancho había callado.  En definitiva, la ventera vistió al cura como mejor le pareció, poniéndole una saya de paño llena de Cintas de terciopelo negro de un palmo de anchas todas y con aberturas y unos corpiños de terciopelo verde, guarnecidos con unos ribetes de raso blanco, que se debieron de hacer, ellos y la saya, en tiempo del rey Wamba (que eran muy antiguos).Pero el cura no consintió que le peinasen ni adornasen el cabello, sino que se puso en la cabeza un gorro que utilizaba para dormir de noche, y se rodeó la frente con una liga de tafetán negro, y con otra liga hizo un antifaz, con el que se cubrió muy bien las barbas y el rostro;  se encasquetó su sombrero, que era tan grande que le podía servir de quitasol, y, cubriéndose con una capa corta, subió en su mula a mujeriegas, y el barbero en la suya, con su barba que le llegaba a la cintura, entre roja y blanca, como se ha dicho. .

          Se despidiéron de todos, y de la buena de Maritornes, que prometió rezar un rosario, aunque pecadora, para que Dios les ayudase y terminaran con éxito el tan cistiano negocio que habían emprendiddo.



          Pero, apenas hubo salido de la venta, el cura pensó que no estaba bien ir de aquella manera porque no era propia de un sacerdote; por lo que rogó al barbero que cambiasen los papeles y los trajes y que era más apropiado que fuese él la doncella menesterosa y que él haría de escudero, ya que así se deshonraba  menos  su dignidad; y que si no aceptaba no seguiría adelante, aunque a don Quijote se le llevase el Diablo.

         

          En esto, llegó Sancho, y al verlos vestidos de aquella manera, no pudo contener la risa. Porque el barbero  aceptó lo que le propuso el cura y éste le fue diciendo la forma en la que había de actuar y las palabras que tenía que usar con don Quijote, para convencerle y obligarle  a dejar el lugar que había escogido para su penitencia y que se fuera con ellos. El barbero le dijo que sin que le diese lecciones él sabría cómo convencer a don Quijote.   No quiso vestirse hasta que estuviesen cerca de donde don Quijote estaba. Y así, siguieron su camino guiados por Sancho Panza; el cual les fue contando lo que les sucedió con el loco que encontraron en la sierra, pero sin decir nada de la maleta ni de su contenido, que aunque tonto era un poco codicioso.


          Al día siguiente llegaron al lugar donde Sancho había dejado puestas las señales de las ramas para acertar el lugar donde había dejado a su señor; y,  reconociéndolas, les dijo que aquélla era la entrada, y que ya se podían vestir,  si eso era necesario para la libertad de su señor; porque  ellos le habían dicho antes que ir de aquella manera y vestidos de ese modo era necesario para sacar  a su amo de aquella mala vida que había escogido, pero le adivirtieron que no le dijese que los conocía ni quienes eran ellos; y que cuando le preguntara si entregó la carta a Dulcinea le dijese que sí, y   que, por no saber leer, le había respondido de palabra, diciéndole que si no le ocurría ninguna desgracia  le gustaría mucho que fuese a verla, porque con esta contestación y lo que ellos pensaban decirle estaban seguros que lo sacarían de allí y le convencencerían para que se pusiese en camino para ir a ser emperador o monarca; que de lo de ser arzobispo no tenía porqué preocuparse.



          Todo lo escuchó Sancho, y lo grabó bien en la memoria, agradeciéndoles mucho la intención que tenían de aconsejar a su señor que fuese emperador y no arzobispo, porque él estaba seguro que para hacer favores a sus escuderos, más podían los emperadores que los arzobispos andantes. También les dijo que sería mejor que él fuse delante a buscarle para darle la respuesta de su señora que eso sería suficiente para sacarle de aquel lugar sin necesidad de que ellos tuviesen que hacer nada. Les pareció bien lo que Sancho Panza decía y decidieron esperarle hasta que volviese para decirles que había encontrado a su amo.  



          Se internó Sancho por aquellas quebradas de la sierra, dejando a los dos en una por donde corría un pequeño y manso arroyo, a quien hacían sombra agradable y fresca otras peñas y algunos árboles que por allí estaban. El día que allí llegaron, sobre las tres de la tarde, era uno de los más calurosos del mes de agosto, que por aquellas tierras suele ser el calor muy sofocante; por lo que les dijo que esperasen su regreso en aquel sitio que a esa hora era el más agradable.  



          Allí quedaron tranquilos y a la sombra y, de pronto, escucharon una voz que cantaba y que sin acompañamiento de ningún instrumento, sonaba dulce y agradable, de lo cual quedaron extrañados por parecerles que en aquel lugar no era normal que alguien pudiese cantar tan bien, pues aunque algunos poetas digan que por esos campos y selvas existen pastores que cantan bien, más que verdad son exageraciones de los mismos poetas, y más cuando advirtieron  que lo que escuchaban eran versos, no de rústicos ganaderos, sino de persona con estudios. Cosa que confirmaron al escuchar estos versos: 





¿Quién menoscaba mis bienes? Desdenes.

Y ¿quién aumenta mis duelos? Los celos.

Y ¿quién prueba mi paciencia? Ausencia.

De ese modo, en mi dolencia ningún remedio se alcanza, pues me matan la esperanza desdenes, celos y ausencia.

¿Quién me causa este dolor? Amor.

Y ¿quién mi gloria repugna? Fortuna.

Y ¿quién consiente en mi duelo? El cielo

De ese modo, yo recelo morir deste mal estraño,

pues se aumentan en mi daño, amor, fortuna y el cielo.

¿Quién mejorará mi suerte? La muerte.

Y el bien de amor, ¿quién le alcanza? Mudanza.

Y sus males, ¿quién los cura? Locura.

De ese modo, no es cordura querer curar la pasión cuando los remedios son muerte, mudanza y locura.



La hora, el tiempo, la soledad, la voz y la destreza del que cantaba causó admiración y contento en los dos oyentes, los cuales se estuvieron quietos, esperando oir alguna otra cosa; pero viendo que tardaba en volver a cantar, decidieron salir a buscar al músico que con tan buena voz cantaba.  Pero cuando iban  a salir la misma voz hizo que no se moviesen, cuando llegó a sus oidos este soneto



Soneto



Santa amistad, que con ligeras alas, tu apariencia quedándose en el suelo, entre benditas almas, en el cielo, subiste alegre a las impíreas (celestials) salas,

desde allá, cuando quieres, nos señalas la justa paz cubierta con un velo,

por quien a veces se trasluce el celo

de buenas obras que, a la fin, son malas.

Deja el cielo, ¡oh amistad!, o no permitas que el engaño se vista tu librea, (uniforme de criados)

con que destruye a la intención sincera; que si tus apariencias no le quitas, presto ha de verse el mundo en la pelea de la discorde confusión primera.



          El canto se acabó con un profundo suspiro, y ambos volvieron a esperar por si cantaba otra vez; pero, viendo que la música se transformó en sollozos y en lamentos, acordaron averiguar  quien era la persona que tan triste se mostraba. Apenas salieron del lugar donde estaban, a la vuelta de una peña vieron a un hombre de la misma apariencia y aspecto que Sancho Panza les dijo cuando les contó la historia de Cardenio ; el cual al verlos, sin sobresaltarse y mirándolos sólo cuando de improviso llegaron se quedó quieto con la cabeza inclinada sobre el pecho a modo de hombre pensativo.



          El cura, que era hombre que se expresba bien y que como tenía noticia de su desgracia, no tardó en reconocerlo,  acercándose a él con breves pero muy discretas palabras le rogó y le convenció que dejase aquella  vida tan miserable, si no quería perderla que era lo que peor le podia ocurrir. Cardenio estaba entonces en su sano juicio y libre de aquellos arrebatos de locura que a menudo sufría; y al ver a los dos vestidos de aquella manera tan poco usual en las personas que solían vivir en aquellas sierras, quedó bastante sorprendido, sobre todo cuando escuchó que hablaban de su desgracia con mucho detalle, le respondió  de esta manera:



— Ya veo yo, señores, quienquiera que seáis, que el cielo, que tiene cuidado de socorrer a los buenos, y aun a los malos muchas veces, sin yo merecerlo, me envía con frecuencia  a estos remotos y apartados lugares a algunas personas que intentan hacerme ver con buenas y sabias palabras lo equivocado que estoy en hacer la vida que hago, procurando sacarme de ella. Pero no saben que si salgo de esta pena voy a caer en otra mayor, es  posible que me tengan por hombre de poco o de ningún juicio. Y no me extrañaría que así fuese, porque yo estoy convencido que mi desgracia es tan grande y me trastorna tanto que no puedo evitar sentirme como una piedra carente de todo buen sentido y conocimiento; y me doy cuenta de esto cuando algunos me dicen y me dan pruebas de las cosas que he hecho cuando me vienen los arrebatos de locura, y lo único que puedo hacer es lamentarme y maldecir mi suerte, y disculpar mis locuras contando el motivo de ellas, y entendiendo la causa no se extrañan de los efectos y si no me dan soluciones, al menos disculpan mis locuras, pasando del enfado por ellas a tener lástima de mis desgracias. Y si  vosotros, señores, venís con la misma intención que otros han venido, antes que paséis adelante en vuestras discretas persuasiones, os ruego que escuchéis la historia de mis desventuras; porque quizá, después de entenderla, os ahorraréis el trabajo de consolarme de un mal que no puede tener consuelo.

          Los dos, que estaban deseando  saber por él mismo la causa de su desgracia le rogaron se la contase, prometiéndole que harían lo que él necesitase para remediarla y consolarle, y con esta promesa, el triste caballero comenzó su lastimera historia, casi con las mismas palabras y hechos con  que la había contado a don Quijote y al cabrero unos días antes, cuando la  interrumpió por la interrupción de don Quijote al nombrar los libros de caballería. Pero ahora quiso la buena suerte que no apareciesen los momentos de locura  y la contó hasta el final; y cuando llegó al momento en el que don Fernando había encontrado en el libro de  Amadis de Gaula, la carta de Luscinda, dijo Cardenio que se la sabía de memoria, y que decía decía esto:



«Luscinda a Cardenio



Cada día descubro en vos valores que hacen aumentar mi estima; y si quisierais sacarme de esta duda sin que perjudique a mi honra lo podreis hacer si queréis. Mi padre que me quiere bien os conoce y no tendrá que obligarme a cumplir lo que vos pidais, si es que me estimáis como decís y como yo lo creo.



 — »Por esta carta me decidí a pedir a Luscinda por esposa y como ya he contado, por esta carta don Fernando se prendó de Luscinda y la consideró por una de las más discretas e inteligentes mujeres de su tiempo; y fue esta carta la que le hizo desear a Luscinda, antes de que se cumpliera mi deseo. Le dije a don Fernando que lo que quería el padre de Luscinda era que fuera mi padre el que la pidiese, lo cual yo no me atrevía a pedírselo, temiendo que no estuviera de acuerdo, no porque no conociese bien las virtudes y hermosura de Luscinda, sino porque yo sabía que no deseaba que me casase antes de que el duque Ricardo decidiera qué hacer conmigo. Por eso le dije que no me exponía a decírselo a mi padre, no solo por esto sino por otros temores que, sin saber cuales eran, me acobardaban y me hacían dudar de que mi deseo jamás se cumpliría.



          »A todo esto me respondió don Fernando que él se encargaba de hablar a mi padre y convencerle que hablase con el de Luscinda. Pero ¿ como iba a imaginar que don Fernando, caballero ilustre, discreto que me debía muchos favores y servicios, que podia conseguir cualquier deseo amoroso que tuviese, se había de ensañar, como suele decirse, en tomarme a mí una sola oveja, que aún no poseía? (57)  Pero dejemos estas consideraciones aparte y retomemos el hilo de mi desdichada historia.





           » Como a don Fernando le pareció que mi presencia era un inconveniente para llevar a cabo  su falso y mal pensamiento, determinó  enviarme a su hermano mayor, para que le pidiera dinero con el que pagar seis caballos que compró (solo para justificar mi marcha y así conseguir mejor la maldad que se proponía), el mismo día que se ofreció hablar con mi padre¿Pude yo prevenir esta traición? ¿Pude, por ventura, imaginarla? No, por cierto; sino que con mucho gusto me ofrecí marchar enseguida y, además, contento por la buena compra que había hecho. 



Aquella noche hablé con Luscinda, y le dije lo que con don Fernando había decidido y que no dudara de que se cumplirían nuestros buenos y justos deseos. Ella me dijo, tan ajena como yo de la traición de don Fernando, que procurase volver pronto, porque creía que en cuanto mi padre hablara con el suyo se realizarían nuestros deseos.Pero no sé porqué  en acabando de decirme esto, se le llenaron los ojos de lágrimas y un nudo que se le atravesó en la garganta le impedía hablar de muchas otras cosas que me pareció quería decirme.



» Esto me extraño mucho porque siempre hablábamos con alegría y sin que en nuestras conversaciones aparecieran lágrimas, suspiros, celos, sospechas o temores de ningún tipo. Pero la noche que precedió al triste día de mi partida, ella lloró, gimió y suspiró, y se fue, y me dejó lleno de confusión y sobresalto, espantado de haber visto tan nuevas y tan tristes muestras de dolor y sentimiento en Luscinda. Pero, por no destruir mis esperanzas, todo lo atribuí a la fuerza del amor que me tenía y al dolor que suele causar la ausencia en los que bien se quieren.

          »En fin, yo  partí triste y pensativo, llena el alma de imaginaciones y sospechas, sin saber lo que sospechaba ni imaginaba: unos  claros indicios del triste suceso y desventura que me aguardaba. Llegué al lugar donde fui enviado. Di las cartas al hermano de don Fernando. Fui bien recibido, pero no bien despedido, porque me ordenó esperar, a pesar mío, ocho días, para que su padre el duque no me viese, porque así se lo había pedido el falso de don Fernando, pues no le faltaba dinero a su hermano para poder despacharme enseguida. Orden y mandato que estuve a punto de no obedecer por parecerme imposible poder estar tantos días sin ver a Luscinda y más habiéndola dejado tan triste como os he contado, pero a pesar de esto, obedecí como buen criado, aunque fuese a costa de mi salud..



»Pero, cuando llevaba allí cuatro días, llegó un hombre en mi busca que me dio una carta que por el sobre ví que era de Luscinda  pues estaba escrito con su letra. La abrí sorprendido y con miedo, pensando que algo grave debía de ser el motivo que la decidiera a escribirme, pues no solía hacerlo estando ausente. Antes de leerla le pregunté al hombre quien se la había dado y el tiempo que había tardado en el camino. Me dijo que pasando por una calle de la ciudad, a eso del mediodía, una señora muy hermosa,con, los ojos llenos de lágrimas y con mucha prisa le llamó desde una ventana  y le dijo: ''Hermano: si sois cristiano, como parecéis, por amor de Dios os ruego que lleveis enseguida esta carta al lugar y a la persona que está escrito en el sobre, que todo es bien conocido, y  así haréis un gran servicio a nuestro Señor; y, para que podaís hacerlo sin problema tomad lo que va en este pañuelo''. ''Y, diciendo esto, me arrojó por la ventana un pañuelo, donde venían atados cien reales y esta sortija de oro que aquí traigo, con esa carta que os he dado. Y luego, sin aguardar respuesta mía, se quitó de la ventana; aunque primero vio cómo yo tomé la carta y el pañuelo, y, por señas, le dije que haría lo que me mandaba. Y así, viéndome tan bien pagado del trabajo que podía tomar en traérosla y conociendo por el sobre que érais vos a quien se enviaba, porque yo, señor, os conozco muy bien, y obligado asimismo de las lágrimas de aquella hermosa señora, determiné no fiarme de otra persona y hacerlo yo personalmente y en

diez y seis horas que hace que  me la dió he hecho el camino que sabéis que es de diez y ocho leguas''.



          » Yo estaba muy atento a lo que el agradecido correo me decía, pero con tal temblor de piernas que apenas podia sostenerme.en pie. Abrí la carta y leí que decía lo que sigue: 



          La palabra que don Fernando os dio de hablar a vuestro padre para que    hablase al mío, la ha cumplido, pero más a su gusto que al vuestro. .           Sabed, señor, que él me ha pedido por esposa, y mi padre, llevado de la           ventaja que él piensa que sobre vos tiene don Fernando, ha accedido a      sus deseos, con tanta ilusión que de aquí a dos días se ha de hacer      el desposorio, tan secreto y tan a solas, que sólo han de ser testigos los   cielos y algunas personas de la casa. Cómo yo quedo, imaginadlo; si os    interesa venid y lo vereis; y si os quiero bien o no, el final de esta      maldad           os lo dará a entender. Dios quiera que ésta llegue a            vuestras

         manos antes que la mía se vea en condición de juntarse con la          

         de quien tan   mal sabe guardar la fidelidad que promete.



          »Éstas, en suma, fueron las razones que la carta contenía y las que me hicieron poner rápidamente en camino, sin esperar otra respuesta ni otros dineros; que bien claro conocí entonces que no  la compra de los caballos, sino la de su gusto, había movido a don Fernando a enviarme a su hermano. El enojo que contra don Fernando concebí, junto con el temor de perder la prenda que con tantos años de servicios y deseos tenía granjeada, me pusieron alas, pues, casi como en vuelo, en un día llegué a mi lugar, al punto y hora que convenía para ir a hablar a Luscinda. Entré en secreto, y dejé la mula en la que vine en casa del buen hombre que me había llevado la carta; y quiso la suerte que entonces la tuviese tan buena que encontrase  a Luscinda en  la reja, testigo de nuestros amores. Me vio enseguida Luscinda, y  la reconocía yo; mas no como debía ella conocerme y yo conocerla. Pues, ¿quién hay en el mundo que pueda presumir de haber conocido el confuso pensamiento y condición mudable de una mujer? Ninguno, por cierto.



»Digo, pues, que, así como Luscinda me vio, me dijo: ''Cardenio, de boda estoy vestida; ya me están aguardando en la sala don Fernando el traidor y mi padre el codicioso, con otros testigos, que antes lo serán de mi muerte que de mi desposorio. No te turbes, amigo, sino procura hallarte presente a este sacrificio, el cual si no lo puedo impeder con mis razonamientos, lo haré con una daga que llevo escondida, dando fin a mi vida”.Yo le respondí turbado y de prisa, temeroso de no tener ocasion  para responderla: “ Que tus obras hagan verdaderas tus palabras; que si tú llevas daga para desagraviarte, espada llevo yo para defenderte  o para matarme si la suerte no nos favorece”.  No creo que

pudiera oir mis palabras, porque la llamaron deprisa, ya que el desposado estaba ya esperándola. Con esto se cerró la noche de mi tristeza y se puso el sol de mi alegría quedando sin luz en los ojos y sin palabras en el entendimiento. Cardenio siguió contando con todo detalle  lo acontecido en aquel día tan aciago para el, hasta que les dijo que no quería cansarles con tantos lamentos, pero que lo sucedido no era para contarse brevemente.  



          A esto le respondió el cura. que no sólo no se cansaban en oírle, sino que les gustaban mucho todos los detalles que contaba, porque su importancia merecían que no los callara ni pasaran en silencio, y que merecían la misma atención que lo principal del cuento.



          Cardenio que se había escondido en el hueco de una ventana de la misma sala  cubierta con tapices, lo veía todo sin ser visto y así continuo contando con todo detalle lo que estaba ocurriendo en la ceremonia:  las preguntas que el cura de la parroquía les hacía  a los novios; las personas que asistían; el traje que Luscinda lucía; lo que en su pensamiento advertía a Luscinda de lo que se disponía a hacer; los insultos que dirigía al traidor don Fernando; la tardanza de Luscinda en responder a las pregunta del cura; el sí quiero que con voz desmayada pronunció; la entrega de anillos que los novios se hicieron, con lo que quedaban unidos de forma indisoluble; el estado en el que él quedó al ver burladas sus esperanzas y al comprobar las falsas promesas de Luscinda; el desmayo de ésta y el alboroto que se ocasionó por ello; el papel que la madre de Luscinda encontró en el pecho de ésta, cuando para que le diese el aire le desabrochó el vestido; la salida de aquella casa y cómo fue a la de aquel donde dejó la mula; su salida de la ciudad, sin mirar atrás como un Nuevo Lot (58); cómo cuando se vió solo en el campo dio  rienda suelta a su ira contenida tanto tiempo, maldiciendo a Luscinda y a don Fernando, pensando que así se le pasaría el disgusto por el agravio que le habían hecho; que con estas voces y con esa inquietud caminó lo que quedaba de la noche; que al amanecer encontró una entrada a estas sierras, por la que caminó durante tres días, hasta que llegó a unos prados donde encontró a unos ganaderos a los que preguntó dónde estaba lo más áspero de estas sierras, diciéndome que a esta parte (en la que queda don Quijote); que se encaminó a ella con intención de quitarse la vida; y que en aquellas asperezas, a causa del cansancio y el hambre, su mula cayó muerta; que allí quedó a pie, agotado fíicamente y sin tener a nadie que le socorriese; que no sabía el tiempo que estuvo tumbado en el suelo; que al fin se levantó y encontró a su lado a unos cabreros que le ayudaron y le dijjeron cómo me habían encontrado y los disparates y desatinos que estaba diciendo, por lo que pensaron que había perdido el juicio; que su habitual cobijo era el hueco de un alcornoque; que los cabreros y los vaqueros que andan por estas montañas, movidos por la caridad le proporcionaban comida; que otra veces, cuando perdía el juicio por completo, salía a los caminos y les quitaba la comida por la fuerza. Todo esto les contó Cardenio para teminar diciendo que:



                » Desta manera paso mi miserable vida y lo que me quede  de ella, hasta que el cielo decida ponerle fin a ella o a mi memoria para que no me acuerde de la hermosura y de la traición de Luscinda y del agravio de don Fernando; que si esto él (se refiere al cielo) hace sin quitarme la vida, yo volveré a recuperar mi buen juicio y si no es así, no me queda más que rogarle que tenga misericordia de mi alma, porque yo no me siento con fuerzas para salir de esta situación en la que por mi gusto le he puesto”. 



          Esta es ¡ oh señores!, la amarga historia de mi desgracia: decidme si se puede vivir con menos pena que la que me habéis visto; y no os canséis en persuadirme ni aconsejarme lo que penséis puede ser bueno para  remediar mi mal, porque me aprovechará lo mismo que la medicina que el médico, por bueno que sea, receta al enfermo que no la quiere tomar. Yo no quiero salud sin Luscinda y, pues ella no quiso ser mía, prefiero la desventura 



          Aquí dio fin Cardenio a su larga plática y a tan desdichada como amorosa historia. Y, al tiempo que el cura se prevenía para decirle algunas razones de consuelo, le sorprendió una voz que llegó a sus oídos, que en lastimeros acentos oyeron que decía lo que se dirá en la cuarta parte de esta narración, que en este punto dio fin a la tercera el sabio y prudente historiador Cide Hamete Benengeli.





NOTAS:



57. Se refiere al enamoramiento del rey David con Betsabé la mujer de Urías y a lo que hizo para deshacerse de este ultimo.



58. Se refiere a Lot el sobrino de Abraham, al que le Dijon Dios que cuando salieran de Sodoma no mirasen para traás no se convertirían en estatuas de sal, que es lo que le ocurrió a su mujer por no obedecer la orden divina.




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