Capítulo XXVII. De cómo salieron con su intención (consiguieron ) el cura y el barbero, con otras cosas dignas de que se cuenten en esta grande historia
Al barbero
le pareció tan buena la idea del cura, que enseguida la pusieron en práctica.
Le pidieron a la ventera una saya y unas tocas (velos), por las que le dejaron
en prenda una sotana nueva del cura. El barbero, de una cola rojiza de un buey,
donde el ventero tenía colgado un peine, hizo una barba muy grande y espesa. La
ventera le preguntó para qué querían aquellas cosas y el cura le contó muy
brevemente la locura de don Quijote y cómo era necesario aquel disfraz para
sacarle de la montaña donde ahora estaba. El ventero y la ventera se dieron
cuenta que el loco era su huesped, el
del bálsamo, y el amo del manteado escudero, contándole al cura todo lo que les
había pasado, incluído lo del manteo, que Sancho había callado. En definitiva, la ventera vistió al cura como
mejor le pareció, poniéndole una saya de paño llena de Cintas de terciopelo
negro de un palmo de anchas todas y con aberturas y unos corpiños de terciopelo
verde, guarnecidos con unos ribetes de raso blanco, que se debieron de hacer,
ellos y la saya, en tiempo del rey Wamba (que eran muy antiguos).Pero el cura
no consintió que le peinasen ni adornasen el cabello, sino que se puso en la
cabeza un gorro que utilizaba para dormir de noche, y se rodeó la frente con
una liga de tafetán negro, y con otra liga hizo un antifaz, con el que se
cubrió muy bien las barbas y el rostro; se encasquetó su sombrero, que era tan grande
que le podía servir de quitasol, y, cubriéndose con una capa corta, subió en su
mula a mujeriegas, y el barbero en la suya, con su barba que le llegaba a la
cintura, entre roja y blanca, como se ha dicho. .
Se despidiéron
de todos, y de la buena de Maritornes, que prometió rezar un rosario, aunque
pecadora, para que Dios les ayudase y terminaran con éxito el tan cistiano
negocio que habían emprendiddo.
Pero,
apenas hubo salido de la venta, el cura pensó que no estaba bien ir de aquella
manera porque no era propia de un sacerdote; por lo que rogó al barbero que
cambiasen los papeles y los trajes y que era más apropiado que fuese él la
doncella menesterosa y que él haría de escudero, ya que así se deshonraba menos
su dignidad; y que si no aceptaba no seguiría adelante, aunque a don
Quijote se le llevase el Diablo.
En esto,
llegó Sancho, y al verlos vestidos de aquella manera, no pudo contener la risa.
Porque el barbero aceptó lo que le
propuso el cura y éste le fue diciendo la forma en la que había de actuar y las
palabras que tenía que usar con don Quijote, para convencerle y obligarle a dejar el lugar que había escogido para su
penitencia y que se fuera con ellos. El barbero le dijo que sin que le diese
lecciones él sabría cómo convencer a don Quijote. No quiso vestirse hasta que estuviesen cerca
de donde don Quijote estaba. Y así, siguieron su camino guiados por Sancho
Panza; el cual les fue contando lo que les sucedió con el loco que encontraron
en la sierra, pero sin decir nada de la maleta ni de su contenido, que aunque
tonto era un poco codicioso.
Al día siguiente llegaron al lugar donde Sancho había dejado puestas las señales de las ramas para acertar el lugar donde había dejado a su señor; y, reconociéndolas, les dijo que aquélla era la entrada, y que ya se podían vestir, si eso era necesario para la libertad de su señor; porque ellos le habían dicho antes que ir de aquella manera y vestidos de ese modo era necesario para sacar a su amo de aquella mala vida que había escogido, pero le adivirtieron que no le dijese que los conocía ni quienes eran ellos; y que cuando le preguntara si entregó la carta a Dulcinea le dijese que sí, y que, por no saber leer, le había respondido de palabra, diciéndole que si no le ocurría ninguna desgracia le gustaría mucho que fuese a verla, porque con esta contestación y lo que ellos pensaban decirle estaban seguros que lo sacarían de allí y le convencencerían para que se pusiese en camino para ir a ser emperador o monarca; que de lo de ser arzobispo no tenía porqué preocuparse.
Todo lo
escuchó Sancho, y lo grabó bien en la memoria, agradeciéndoles mucho la
intención que tenían de aconsejar a su señor que fuese emperador y no
arzobispo, porque él estaba seguro que para hacer favores a sus escuderos, más podían los emperadores que
los arzobispos andantes. También les dijo que sería mejor que él fuse delante a
buscarle para darle la respuesta de su señora que eso sería suficiente para
sacarle de aquel lugar sin necesidad de que ellos tuviesen que hacer nada. Les
pareció bien lo que Sancho Panza decía y decidieron esperarle hasta que
volviese para decirles que había encontrado a su amo.
Se
internó Sancho por aquellas quebradas de la sierra, dejando a los dos en una
por donde corría un pequeño y manso arroyo, a quien hacían sombra agradable y
fresca otras peñas y algunos árboles que por allí estaban. El día que allí
llegaron, sobre las tres de la tarde, era uno de los más calurosos del mes de
agosto, que por aquellas tierras suele ser el calor muy sofocante; por lo que
les dijo que esperasen su regreso en aquel sitio que a esa hora era el más
agradable.
Allí quedaron tranquilos y a la sombra
y, de pronto, escucharon una voz que cantaba y que sin acompañamiento de ningún
instrumento, sonaba dulce y agradable, de lo cual quedaron extrañados por
parecerles que en aquel lugar no era normal que alguien pudiese cantar tan
bien, pues aunque algunos poetas digan que por esos campos y selvas existen
pastores que cantan bien, más que verdad son exageraciones de los mismos poetas,
y más cuando advirtieron que lo que
escuchaban eran versos, no de rústicos ganaderos, sino de persona con estudios.
Cosa que confirmaron al escuchar estos versos:
¿Quién
menoscaba mis bienes? Desdenes.
Y ¿quién
aumenta mis duelos? Los celos.
Y ¿quién
prueba mi paciencia? Ausencia.
De ese modo,
en mi dolencia ningún remedio se alcanza, pues me matan la esperanza desdenes,
celos y ausencia.
¿Quién me
causa este dolor? Amor.
Y ¿quién mi
gloria repugna? Fortuna.
Y ¿quién
consiente en mi duelo? El cielo
De ese modo,
yo recelo morir deste mal estraño,
pues se
aumentan en mi daño, amor, fortuna y el cielo.
¿Quién
mejorará mi suerte? La muerte.
Y el bien
de amor, ¿quién le alcanza? Mudanza.
Y sus males,
¿quién los cura? Locura.
De ese modo, no
es cordura querer curar la pasión cuando los remedios son muerte, mudanza y locura.
La hora, el
tiempo, la soledad, la voz y la destreza del que cantaba causó admiración y
contento en los dos oyentes, los cuales se estuvieron quietos, esperando oir
alguna otra cosa; pero viendo que tardaba en volver a cantar, decidieron salir
a buscar al músico que con tan buena voz cantaba. Pero cuando iban a salir la misma voz hizo que no se moviesen,
cuando llegó a sus oidos este soneto
Soneto
Santa
amistad, que con ligeras alas, tu apariencia quedándose en el suelo, entre
benditas almas, en el cielo, subiste alegre a las impíreas (celestials) salas,
desde allá,
cuando quieres, nos señalas la justa paz cubierta con un velo,
por quien a
veces se trasluce el celo
de buenas obras que, a la fin, son malas.
Deja el cielo, ¡oh amistad!, o no permitas que el engaño se vista tu librea, (uniforme de criados)
con que
destruye a la intención sincera; que si tus apariencias no le quitas, presto ha
de verse el mundo en la pelea de la discorde confusión primera.
El canto
se acabó con un profundo suspiro, y ambos volvieron a esperar por si cantaba
otra vez; pero, viendo que la música se transformó en sollozos y en lamentos,
acordaron averiguar quien era la persona
que tan triste se mostraba. Apenas salieron del lugar donde estaban, a la
vuelta de una peña vieron a un hombre de la misma apariencia y aspecto que
Sancho Panza les dijo cuando les contó la historia de Cardenio ; el cual al
verlos, sin sobresaltarse y mirándolos sólo cuando de improviso llegaron se
quedó quieto con la cabeza inclinada sobre el pecho a modo de hombre pensativo.
El cura,
que era hombre que se expresba bien y que como tenía noticia de su desgracia,
no tardó en reconocerlo, acercándose a
él con breves pero muy discretas palabras le rogó y le convenció que dejase
aquella vida tan miserable, si no quería
perderla que era lo que peor le podia ocurrir. Cardenio estaba entonces en su
sano juicio y libre de aquellos arrebatos de locura que a menudo sufría; y al
ver a los dos vestidos de aquella manera tan poco usual en las personas que solían
vivir en aquellas sierras, quedó bastante sorprendido, sobre todo cuando
escuchó que hablaban de su desgracia con mucho detalle, le respondió de esta manera:
— Ya veo yo, señores, quienquiera que seáis, que el
cielo, que tiene cuidado de socorrer a los buenos,
y aun a los malos muchas veces, sin yo merecerlo, me envía con frecuencia a estos remotos y apartados lugares a algunas
personas que intentan hacerme ver con buenas y sabias palabras lo equivocado
que estoy en hacer la vida que hago, procurando sacarme de ella. Pero no saben
que si salgo de esta pena voy a caer en otra mayor, es posible que me tengan por hombre de poco o de
ningún juicio. Y no me extrañaría que así fuese, porque yo estoy convencido que
mi desgracia es tan grande y me trastorna tanto que no puedo evitar sentirme
como una piedra carente de todo buen sentido y conocimiento; y me doy cuenta de
esto cuando algunos me dicen y me dan pruebas de las cosas que he hecho cuando
me vienen los arrebatos de locura, y lo único que puedo hacer es lamentarme y
maldecir mi suerte, y disculpar mis locuras contando el motivo de ellas, y
entendiendo la causa no se extrañan de los efectos y si no me dan soluciones,
al menos disculpan mis locuras, pasando del enfado por ellas a tener lástima de
mis desgracias. Y si vosotros, señores,
venís con la misma intención que otros han venido, antes que paséis adelante en
vuestras discretas persuasiones, os ruego que escuchéis la historia de mis
desventuras; porque quizá, después de entenderla, os ahorraréis el trabajo de
consolarme de un mal que no puede tener consuelo.
Los dos,
que estaban deseando saber por él mismo
la causa de su desgracia le rogaron se la contase, prometiéndole que harían lo
que él necesitase para remediarla y consolarle, y con esta promesa, el triste
caballero comenzó su lastimera historia, casi con las mismas palabras y hechos
con que la había contado a don Quijote y
al cabrero unos días antes, cuando la
interrumpió por la interrupción de don Quijote al nombrar los libros de
caballería. Pero ahora quiso la buena suerte que no apareciesen los momentos de
locura y la contó hasta el final; y
cuando llegó al momento en el que don Fernando había encontrado en el libro
de Amadis de Gaula, la carta de
Luscinda, dijo Cardenio que se la sabía de memoria, y que decía decía esto:
«Luscinda a Cardenio
Al barbero
le pareció tan buena la idea del cura, que enseguida la pusieron en práctica.
Le pidieron a la ventera una saya y unas tocas (velos), por las que le dejaron
en prenda una sotana nueva del cura. El barbero, de una cola rojiza de un buey,
donde el ventero tenía colgado un peine, hizo una barba muy grande y espesa. La
ventera le preguntó para qué querían aquellas cosas y el cura le contó muy
brevemente la locura de don Quijote y cómo era necesario aquel disfraz para
sacarle de la montaña donde ahora estaba. El ventero y la ventera se dieron
cuenta que el loco era su huesped, el
del bálsamo, y el amo del manteado escudero, contándole al cura todo lo que les
había pasado, incluído lo del manteo, que Sancho había callado. En definitiva, la ventera vistió al cura como
mejor le pareció, poniéndole una saya de paño llena de Cintas de terciopelo
negro de un palmo de anchas todas y con aberturas y unos corpiños de terciopelo
verde, guarnecidos con unos ribetes de raso blanco, que se debieron de hacer,
ellos y la saya, en tiempo del rey Wamba (que eran muy antiguos).Pero el cura
no consintió que le peinasen ni adornasen el cabello, sino que se puso en la
cabeza un gorro que utilizaba para dormir de noche, y se rodeó la frente con
una liga de tafetán negro, y con otra liga hizo un antifaz, con el que se
cubrió muy bien las barbas y el rostro; se encasquetó su sombrero, que era tan grande
que le podía servir de quitasol, y, cubriéndose con una capa corta, subió en su
mula a mujeriegas, y el barbero en la suya, con su barba que le llegaba a la
cintura, entre roja y blanca, como se ha dicho. .
Se despidiéron
de todos, y de la buena de Maritornes, que prometió rezar un rosario, aunque
pecadora, para que Dios les ayudase y terminaran con éxito el tan cistiano
negocio que habían emprendiddo.
Pero,
apenas hubo salido de la venta, el cura pensó que no estaba bien ir de aquella
manera porque no era propia de un sacerdote; por lo que rogó al barbero que
cambiasen los papeles y los trajes y que era más apropiado que fuese él la
doncella menesterosa y que él haría de escudero, ya que así se deshonraba menos
su dignidad; y que si no aceptaba no seguiría adelante, aunque a don
Quijote se le llevase el Diablo.
En esto,
llegó Sancho, y al verlos vestidos de aquella manera, no pudo contener la risa.
Porque el barbero aceptó lo que le
propuso el cura y éste le fue diciendo la forma en la que había de actuar y las
palabras que tenía que usar con don Quijote, para convencerle y obligarle a dejar el lugar que había escogido para su
penitencia y que se fuera con ellos. El barbero le dijo que sin que le diese
lecciones él sabría cómo convencer a don Quijote. No quiso vestirse hasta que estuviesen cerca
de donde don Quijote estaba. Y así, siguieron su camino guiados por Sancho
Panza; el cual les fue contando lo que les sucedió con el loco que encontraron
en la sierra, pero sin decir nada de la maleta ni de su contenido, que aunque
tonto era un poco codicioso.
Al día siguiente llegaron al lugar donde Sancho había dejado puestas las señales de las ramas para acertar el lugar donde había dejado a su señor; y, reconociéndolas, les dijo que aquélla era la entrada, y que ya se podían vestir, si eso era necesario para la libertad de su señor; porque ellos le habían dicho antes que ir de aquella manera y vestidos de ese modo era necesario para sacar a su amo de aquella mala vida que había escogido, pero le adivirtieron que no le dijese que los conocía ni quienes eran ellos; y que cuando le preguntara si entregó la carta a Dulcinea le dijese que sí, y que, por no saber leer, le había respondido de palabra, diciéndole que si no le ocurría ninguna desgracia le gustaría mucho que fuese a verla, porque con esta contestación y lo que ellos pensaban decirle estaban seguros que lo sacarían de allí y le convencencerían para que se pusiese en camino para ir a ser emperador o monarca; que de lo de ser arzobispo no tenía porqué preocuparse.
Todo lo
escuchó Sancho, y lo grabó bien en la memoria, agradeciéndoles mucho la
intención que tenían de aconsejar a su señor que fuese emperador y no
arzobispo, porque él estaba seguro que para hacer favores a sus escuderos, más podían los emperadores que
los arzobispos andantes. También les dijo que sería mejor que él fuse delante a
buscarle para darle la respuesta de su señora que eso sería suficiente para
sacarle de aquel lugar sin necesidad de que ellos tuviesen que hacer nada. Les
pareció bien lo que Sancho Panza decía y decidieron esperarle hasta que
volviese para decirles que había encontrado a su amo.
Se
internó Sancho por aquellas quebradas de la sierra, dejando a los dos en una
por donde corría un pequeño y manso arroyo, a quien hacían sombra agradable y
fresca otras peñas y algunos árboles que por allí estaban. El día que allí
llegaron, sobre las tres de la tarde, era uno de los más calurosos del mes de
agosto, que por aquellas tierras suele ser el calor muy sofocante; por lo que
les dijo que esperasen su regreso en aquel sitio que a esa hora era el más
agradable.
Allí quedaron tranquilos y a la sombra
y, de pronto, escucharon una voz que cantaba y que sin acompañamiento de ningún
instrumento, sonaba dulce y agradable, de lo cual quedaron extrañados por
parecerles que en aquel lugar no era normal que alguien pudiese cantar tan
bien, pues aunque algunos poetas digan que por esos campos y selvas existen
pastores que cantan bien, más que verdad son exageraciones de los mismos poetas,
y más cuando advirtieron que lo que
escuchaban eran versos, no de rústicos ganaderos, sino de persona con estudios.
Cosa que confirmaron al escuchar estos versos:
¿Quién
menoscaba mis bienes? Desdenes.
Y ¿quién
aumenta mis duelos? Los celos.
Y ¿quién
prueba mi paciencia? Ausencia.
De ese modo,
en mi dolencia ningún remedio se alcanza, pues me matan la esperanza desdenes,
celos y ausencia.
¿Quién me
causa este dolor? Amor.
Y ¿quién mi
gloria repugna? Fortuna.
Y ¿quién
consiente en mi duelo? El cielo
De ese modo,
yo recelo morir deste mal estraño,
pues se
aumentan en mi daño, amor, fortuna y el cielo.
¿Quién
mejorará mi suerte? La muerte.
Y el bien
de amor, ¿quién le alcanza? Mudanza.
Y sus males,
¿quién los cura? Locura.
De ese modo, no
es cordura querer curar la pasión cuando los remedios son muerte, mudanza y locura.
La hora, el
tiempo, la soledad, la voz y la destreza del que cantaba causó admiración y
contento en los dos oyentes, los cuales se estuvieron quietos, esperando oir
alguna otra cosa; pero viendo que tardaba en volver a cantar, decidieron salir
a buscar al músico que con tan buena voz cantaba. Pero cuando iban a salir la misma voz hizo que no se moviesen,
cuando llegó a sus oidos este soneto
Soneto
Santa
amistad, que con ligeras alas, tu apariencia quedándose en el suelo, entre
benditas almas, en el cielo, subiste alegre a las impíreas (celestials) salas,
desde allá,
cuando quieres, nos señalas la justa paz cubierta con un velo,
por quien a
veces se trasluce el celo
de buenas obras que, a la fin, son malas.
Deja el cielo, ¡oh amistad!, o no permitas que el engaño se vista tu librea, (uniforme de criados)
con que
destruye a la intención sincera; que si tus apariencias no le quitas, presto ha
de verse el mundo en la pelea de la discorde confusión primera.
El canto
se acabó con un profundo suspiro, y ambos volvieron a esperar por si cantaba
otra vez; pero, viendo que la música se transformó en sollozos y en lamentos,
acordaron averiguar quien era la persona
que tan triste se mostraba. Apenas salieron del lugar donde estaban, a la
vuelta de una peña vieron a un hombre de la misma apariencia y aspecto que
Sancho Panza les dijo cuando les contó la historia de Cardenio ; el cual al
verlos, sin sobresaltarse y mirándolos sólo cuando de improviso llegaron se
quedó quieto con la cabeza inclinada sobre el pecho a modo de hombre pensativo.
El cura,
que era hombre que se expresba bien y que como tenía noticia de su desgracia,
no tardó en reconocerlo, acercándose a
él con breves pero muy discretas palabras le rogó y le convenció que dejase
aquella vida tan miserable, si no quería
perderla que era lo que peor le podia ocurrir. Cardenio estaba entonces en su
sano juicio y libre de aquellos arrebatos de locura que a menudo sufría; y al
ver a los dos vestidos de aquella manera tan poco usual en las personas que solían
vivir en aquellas sierras, quedó bastante sorprendido, sobre todo cuando
escuchó que hablaban de su desgracia con mucho detalle, le respondió de esta manera:
— Ya veo yo, señores, quienquiera que seáis, que el
cielo, que tiene cuidado de socorrer a los buenos,
y aun a los malos muchas veces, sin yo merecerlo, me envía con frecuencia a estos remotos y apartados lugares a algunas
personas que intentan hacerme ver con buenas y sabias palabras lo equivocado
que estoy en hacer la vida que hago, procurando sacarme de ella. Pero no saben
que si salgo de esta pena voy a caer en otra mayor, es posible que me tengan por hombre de poco o de
ningún juicio. Y no me extrañaría que así fuese, porque yo estoy convencido que
mi desgracia es tan grande y me trastorna tanto que no puedo evitar sentirme
como una piedra carente de todo buen sentido y conocimiento; y me doy cuenta de
esto cuando algunos me dicen y me dan pruebas de las cosas que he hecho cuando
me vienen los arrebatos de locura, y lo único que puedo hacer es lamentarme y
maldecir mi suerte, y disculpar mis locuras contando el motivo de ellas, y
entendiendo la causa no se extrañan de los efectos y si no me dan soluciones,
al menos disculpan mis locuras, pasando del enfado por ellas a tener lástima de
mis desgracias. Y si vosotros, señores,
venís con la misma intención que otros han venido, antes que paséis adelante en
vuestras discretas persuasiones, os ruego que escuchéis la historia de mis
desventuras; porque quizá, después de entenderla, os ahorraréis el trabajo de
consolarme de un mal que no puede tener consuelo.
Los dos,
que estaban deseando saber por él mismo
la causa de su desgracia le rogaron se la contase, prometiéndole que harían lo
que él necesitase para remediarla y consolarle, y con esta promesa, el triste
caballero comenzó su lastimera historia, casi con las mismas palabras y hechos
con que la había contado a don Quijote y
al cabrero unos días antes, cuando la
interrumpió por la interrupción de don Quijote al nombrar los libros de
caballería. Pero ahora quiso la buena suerte que no apareciesen los momentos de
locura y la contó hasta el final; y
cuando llegó al momento en el que don Fernando había encontrado en el libro
de Amadis de Gaula, la carta de
Luscinda, dijo Cardenio que se la sabía de memoria, y que decía decía esto:
«Luscinda a Cardenio
Cada día descubro en vos valores que hacen aumentar mi
estima; y si quisierais sacarme de esta duda sin que perjudique a mi honra lo
podreis hacer si queréis. Mi padre que me quiere bien os conoce y no tendrá que
obligarme a cumplir lo que vos pidais, si es que me estimáis como decís y como
yo lo creo.
— »Por esta carta
me decidí a pedir a Luscinda por esposa y como ya he contado, por esta carta
don Fernando se prendó de Luscinda y la consideró por una de las más discretas
e inteligentes mujeres de su tiempo; y fue esta carta la que le hizo desear a
Luscinda, antes de que se cumpliera mi deseo. Le dije a don Fernando que lo que
quería el padre de Luscinda era que fuera mi padre el que la pidiese, lo cual
yo no me atrevía a pedírselo, temiendo que no estuviera de acuerdo, no porque
no conociese bien las virtudes y hermosura de Luscinda, sino porque yo sabía
que no deseaba que me casase antes de que el duque Ricardo decidiera qué hacer
conmigo. Por eso le dije que no me exponía a decírselo a mi padre, no solo por
esto sino por otros temores que, sin saber cuales eran, me acobardaban y me
hacían dudar de que mi deseo jamás se cumpliría.
»A todo
esto me respondió don Fernando que él se encargaba de hablar a mi padre y
convencerle que hablase con el de Luscinda. Pero ¿ como iba a imaginar que don
Fernando, caballero ilustre, discreto que me debía muchos favores y servicios,
que podia conseguir cualquier deseo amoroso que tuviese, se había de ensañar,
como suele decirse, en tomarme a mí una sola oveja, que aún no poseía? (57) Pero dejemos estas consideraciones aparte y retomemos
el hilo de mi desdichada historia.
» Como a don Fernando le pareció que mi
presencia era un inconveniente para llevar a cabo su falso y mal pensamiento, determinó enviarme a su hermano mayor, para que le
pidiera dinero con el que pagar seis caballos que compró (solo para justificar
mi marcha y así conseguir mejor la maldad que se proponía), el mismo día que se
ofreció hablar con mi padre¿Pude yo prevenir esta traición? ¿Pude, por ventura,
imaginarla? No, por cierto; sino que con mucho gusto me ofrecí marchar
enseguida y, además, contento por la buena compra que había hecho.
Aquella noche hablé con Luscinda, y le dije lo que con
don Fernando había decidido y que no dudara de que se cumplirían nuestros buenos
y justos deseos. Ella me dijo, tan ajena como yo de la traición de don
Fernando, que procurase volver pronto, porque creía que en cuanto mi padre
hablara con el suyo se realizarían nuestros deseos.Pero no sé porqué en acabando de decirme esto, se le llenaron
los ojos de lágrimas y un nudo que se le atravesó en la garganta le impedía
hablar de muchas otras cosas que me pareció quería decirme.
» Esto me extraño mucho porque siempre hablábamos con
alegría y sin que en nuestras conversaciones aparecieran lágrimas, suspiros,
celos, sospechas o temores de ningún tipo. Pero la noche que precedió al triste
día de mi partida, ella lloró, gimió y suspiró, y se fue, y me dejó lleno de
confusión y sobresalto, espantado de haber visto tan nuevas y tan tristes
muestras de dolor y sentimiento en Luscinda. Pero, por no destruir mis
esperanzas, todo lo atribuí a la fuerza del amor que me tenía y al dolor que
suele causar la ausencia en los que bien se
quieren.
»En fin,
yo partí triste y pensativo, llena el
alma de imaginaciones y sospechas, sin saber lo que sospechaba ni imaginaba:
unos claros indicios del triste suceso y
desventura que me aguardaba. Llegué al lugar donde fui enviado. Di las cartas
al hermano de don Fernando. Fui bien recibido, pero no bien despedido, porque
me ordenó esperar, a pesar mío, ocho días, para que su padre el duque no me
viese, porque así se lo había pedido el falso de don Fernando, pues no le
faltaba dinero a su hermano para poder despacharme enseguida. Orden y mandato que
estuve a punto de no obedecer por parecerme imposible poder estar tantos días
sin ver a Luscinda y más habiéndola dejado tan triste como os he contado, pero
a pesar de esto, obedecí como buen criado, aunque fuese a costa de mi salud..
»Pero, cuando llevaba allí cuatro días, llegó un hombre
en mi busca que me dio una carta que por el sobre ví que era de Luscinda pues estaba escrito con su letra. La abrí sorprendido
y con miedo, pensando que algo grave debía de ser el motivo que la decidiera a
escribirme, pues no solía hacerlo estando ausente. Antes de leerla le pregunté
al hombre quien se la había dado y el tiempo que había tardado en el camino. Me
dijo que pasando por una calle de la ciudad, a eso del mediodía, una señora muy
hermosa,con, los ojos llenos de lágrimas y con mucha prisa le llamó desde una
ventana y le dijo: ''Hermano: si sois
cristiano, como parecéis, por amor de Dios os ruego que lleveis enseguida esta
carta al lugar y a la persona que está escrito en el sobre, que todo es bien
conocido, y así haréis un gran servicio
a nuestro Señor; y, para que podaís hacerlo sin problema tomad lo que va en
este pañuelo''. ''Y, diciendo esto, me arrojó por la ventana un pañuelo, donde
venían atados cien reales y esta sortija de oro que aquí traigo, con esa carta
que os he dado. Y luego, sin aguardar respuesta mía, se quitó de la ventana;
aunque primero vio cómo yo tomé la carta y el pañuelo, y, por señas, le dije
que haría lo que me mandaba. Y así, viéndome tan bien pagado del trabajo que
podía tomar en traérosla y conociendo por el sobre que érais vos a quien se
enviaba, porque yo, señor, os conozco muy bien, y obligado asimismo de las
lágrimas de aquella hermosa señora, determiné no fiarme de otra persona y
hacerlo yo personalmente y en
diez y seis horas que hace que me la dió he hecho el camino que sabéis que
es de diez y ocho leguas''.
» Yo estaba muy atento a lo que el agradecido
correo me decía, pero con tal temblor de piernas que apenas podia sostenerme.en
pie. Abrí la carta y leí que decía lo que sigue:
La palabra que don
Fernando os dio de hablar a vuestro padre para que hablase al mío, la ha
cumplido, pero más a su gusto que al vuestro. .
Sabed, señor, que él me ha
pedido por esposa, y mi padre, llevado de la ventaja
que él piensa que sobre vos tiene don Fernando, ha accedido a sus deseos, con tanta ilusión que de aquí a dos días se ha de hacer el desposorio, tan secreto y tan a solas,
que sólo han de ser testigos los cielos
y algunas personas de la casa. Cómo yo quedo, imaginadlo; si os interesa venid y lo vereis; y si os quiero
bien o no, el final de esta maldad os lo dará a entender. Dios quiera que
ésta llegue a vuestras
manos antes
que la mía se vea en condición de juntarse con la
de
quien tan mal sabe guardar la fidelidad
que promete.
ȃstas,
en suma, fueron las razones que la carta contenía y las que me hicieron poner rápidamente
en camino, sin esperar otra respuesta ni otros dineros; que bien claro conocí
entonces que no la compra de los
caballos, sino la de su gusto, había movido a don Fernando a enviarme a su
hermano. El enojo que contra don Fernando concebí, junto con el temor de perder
la prenda que con tantos años de servicios y deseos tenía granjeada, me
pusieron alas, pues, casi como en vuelo, en un día llegué a mi lugar, al punto
y hora que convenía para ir a hablar a Luscinda. Entré en secreto, y dejé la
mula en la que vine en casa del buen hombre que me había llevado la carta; y
quiso la suerte que entonces la tuviese tan buena que encontrase a Luscinda en la reja, testigo de nuestros amores. Me vio
enseguida Luscinda, y la reconocía yo;
mas no como debía ella conocerme y yo conocerla. Pues, ¿quién hay en el mundo
que pueda presumir de haber conocido el confuso pensamiento y condición mudable
de una mujer? Ninguno, por cierto.
»Digo, pues, que, así como Luscinda me vio, me dijo:
''Cardenio, de boda estoy vestida; ya me están aguardando en la sala don
Fernando el traidor y mi padre el codicioso, con otros testigos, que antes lo
serán de mi muerte que de mi desposorio. No te turbes, amigo, sino procura
hallarte presente a este sacrificio, el cual si no lo puedo impeder con mis
razonamientos, lo haré con una daga que llevo escondida, dando fin a mi
vida”.Yo le respondí turbado y de prisa, temeroso de no tener ocasion para responderla: “ Que tus obras hagan
verdaderas tus palabras; que si tú llevas daga para desagraviarte, espada llevo
yo para defenderte o para matarme si la
suerte no nos favorece”. No creo que
pudiera oir mis palabras, porque la llamaron deprisa, ya
que el desposado estaba ya esperándola. Con esto se cerró la noche de mi tristeza
y se puso el sol de mi alegría quedando sin luz en los ojos y sin palabras en
el entendimiento. Cardenio siguió contando con todo detalle lo acontecido en aquel día tan aciago para
el, hasta que les dijo que no quería cansarles con tantos lamentos, pero que lo
sucedido no era para contarse brevemente.
A esto le
respondió el cura. que no sólo no se cansaban en oírle, sino que les gustaban mucho
todos los detalles que contaba, porque su importancia merecían que no los
callara ni pasaran en silencio, y que merecían la misma atención que lo principal
del cuento.
Cardenio
que se había escondido en el hueco de una ventana de la misma sala cubierta con tapices, lo veía todo sin ser
visto y así continuo contando con todo detalle lo que estaba ocurriendo en la
ceremonia: las preguntas que el cura de
la parroquía les hacía a los novios; las
personas que asistían; el traje que Luscinda lucía; lo que en su pensamiento
advertía a Luscinda de lo que se disponía a hacer; los insultos que dirigía al
traidor don Fernando; la tardanza de Luscinda en responder a las pregunta del
cura; el sí quiero que con voz desmayada pronunció; la entrega de anillos que
los novios se hicieron, con lo que quedaban unidos de forma indisoluble; el
estado en el que él quedó al ver burladas sus esperanzas y al comprobar las
falsas promesas de Luscinda; el desmayo de ésta y el alboroto que se ocasionó
por ello; el papel que la madre de Luscinda encontró en el pecho de ésta,
cuando para que le diese el aire le desabrochó el vestido; la salida de aquella
casa y cómo fue a la de aquel donde dejó la mula; su salida de la ciudad, sin
mirar atrás como un Nuevo Lot (58); cómo cuando se vió solo en el campo
dio rienda suelta a su ira contenida
tanto tiempo, maldiciendo a Luscinda y a don Fernando, pensando que así se le
pasaría el disgusto por el agravio que le habían hecho; que con estas voces y
con esa inquietud caminó lo que quedaba de la noche; que al amanecer encontró
una entrada a estas sierras, por la que caminó durante tres días, hasta que
llegó a unos prados donde encontró a unos ganaderos a los que preguntó dónde
estaba lo más áspero de estas sierras, diciéndome que a esta parte (en la que
queda don Quijote); que se encaminó a ella con intención de quitarse la vida; y
que en aquellas asperezas, a causa del cansancio y el hambre, su mula cayó
muerta; que allí quedó a pie, agotado fíicamente y sin tener a nadie que le
socorriese; que no sabía el tiempo que estuvo tumbado en el suelo; que al fin
se levantó y encontró a su lado a unos cabreros que le ayudaron y le dijjeron
cómo me habían encontrado y los disparates y desatinos que estaba diciendo, por
lo que pensaron que había perdido el juicio; que su habitual cobijo era el
hueco de un alcornoque; que los cabreros y los vaqueros que andan por estas
montañas, movidos por la caridad le proporcionaban comida; que otra veces,
cuando perdía el juicio por completo, salía a los caminos y les quitaba la
comida por la fuerza. Todo esto les contó Cardenio para teminar diciendo que:
»
Desta manera paso mi miserable vida y lo que me quede de ella, hasta que el cielo decida ponerle fin
a ella o a mi memoria para que no me acuerde de la hermosura y de la traición
de Luscinda y del agravio de don Fernando; que si esto él (se refiere al cielo)
hace sin quitarme la vida, yo volveré a recuperar mi buen juicio y si no es
así, no me queda más que rogarle que tenga misericordia de mi alma, porque yo
no me siento con fuerzas para salir de esta situación en la que por mi gusto le
he puesto”.
Esta es ¡
oh señores!, la amarga historia de mi desgracia: decidme si se puede vivir con
menos pena que la que me habéis visto; y no os canséis en persuadirme ni
aconsejarme lo que penséis puede ser bueno para remediar mi mal, porque me aprovechará lo
mismo que la medicina que el médico, por bueno que sea, receta al enfermo que
no la quiere tomar. Yo no quiero salud sin Luscinda y, pues ella no quiso ser
mía, prefiero la desventura
Aquí dio
fin Cardenio a su larga plática y a tan desdichada como amorosa historia. Y, al
tiempo que el cura se prevenía para decirle algunas razones de consuelo, le sorprendió
una voz que llegó a sus oídos, que en lastimeros acentos oyeron que decía lo
que se dirá en la cuarta parte de esta narración, que en este punto dio fin a
la tercera el sabio y prudente historiador Cide Hamete Benengeli.
NOTAS:
57. Se refiere al enamoramiento del rey David con Betsabé la mujer de Urías
y a lo que hizo para deshacerse de este ultimo.
58. Se refiere a Lot el sobrino de Abraham, al que le Dijon Dios que cuando
salieran de Sodoma no mirasen para traás no se convertirían en estatuas de sal,
que es lo que le ocurrió a su mujer por no obedecer la orden divina.
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