martes, 30 de mayo de 2017

D. QUIJOTE PARA TODOS.








Capítulo V. Donde se prosigue la narración de la desgracia de nuestro caballero


          Convencido de que no podia levantarse, encontró remedio pensando en algo parecido de sus libros, acordándose de Valdovinos y del marqués de Mantua, cuando Carloto lo dejó herido en la montaña o bosque, historia que era conocida y celebrada por niños, mozos y viejos, pero tan falsa como los Milagros de Mahoma. Y pareciéndole que venía al pelo en el trance en el que se hallaba, con gran sentimiento  comenzó a tumbarse por la tierra y a decir con debilitado aliento lo mismo que dicen decía el herido caballero del bosque:

-¿Donde estás, señora mía, que no te duele mi mal?
O no lo sabes, señora, o eres falsa y desleal.

Y, desta manera, fue prosiguiendo el romance hasta aquellos versos que dicen:

-¡Oh noble marqués de Mantua, mi tío y señor carnal!

Y quiso la suerte que, cuando llegó a este verso, acertó a pasar por allí un labrador de su mismo lugar y vecino suyo, que venía de llevar una carga de trigo al molino; el cual, viendo aquel hombre allí tendido, se llegó a él y le preguntó que quién era y qué mal sentía que tan tristemente se quejaba. Don Quijote se limitó a proseguir en su romance y el labrador admirado de oir aquellos disparates, le quitó la visera rota por los palos y limpiándole el rostro que le tenía cubierto de polvo; le conoció y le dijo:
   Señor Quijana¿quién le ha puesto a de esta manera?
Pero él seguía con su romance a cuanto le preguntaba. Viendo esto el buen hombre, le quitó lo mejor que pudo el peto y espaldar, para ver si tenía alguna herida; pero no vio sangre ni señal alguna. Procuró levantarle del suelo, y no con poco trabajo le subió sobre su jumento, por parecer caballería más sosegada. Recogió las armas, hasta las astillas de la lanza, y liólas sobre , al cual tomó de la rienda, y del cabestro al asno, y se encaminó hacia su pueblo, bien pensativo de oír los disparates que don Quijote decía y no menos iba don Quijote, que, de puro molido y quebrantado, no se podía tener sobre el borrico, y de cuando en cuando daba unos suspiros que los ponía en el cielo; de modo que de nuevo obligó a que el labrador le preguntase que qué mal sentía; don quijote contestaba con historias de las que había leído, como lo que el cautivo Abencerraje respondía a Rodrigo de Narváez, del mismo modo que él había leído la historia en La Diana, de Jorge de Montemayor, donde se escribe.
 Al cabo de lo cual, dijo:
   Sepa vuestra merced, señor don Rodrigo de Narváez, que esta hermosa Jarifa  que he dicho es ahora la linda Dulcinea del Toboso, por quien yo he hecho, hago y haré los más famosos hechos de caballerías que se han visto, vean ni verán en el mundo.
A esto respondió el labrador:

   Mire vuestra merced, señor, pecador de mí, que yo no soy don Rodrigo de Narváez, ni el marqués de Mantua, sino Pedro Alonso, su vecino; ni vuestra merced es Valdovinos, ni Abindarráez, sino el honrado hidalgo señor Quijana.
Yo sé quién soy —respondió don Quijote—; y sé que puedo ser no sólo los que he dicho, sino todos los Doce Pares de Francia, y aun todos los Nueve de la Fama, pues a todas las hazañas que ellos todos juntos y cada uno por sí hicieron, se aventajarán las mías.
En estas pláticas y en otras semejantes, llegaron al lugar a la hora que anochecía, pero el labrador aguardó a que fuese algo más noche, porque no viesen al molido hidalgo en la forma que iba. Llegada una hora prudente entró en el pueblo, y en la casa de don Quijote, la cual halló toda alborotada. Estaban en ella el cura y el barbero del lugar, que eran grandes amigos de don Quijote, a los que su ama les decía  a voces:

   ¿Qué le parece a vuestra merced, señor licenciado Pedro Pérez —que así se llamaba el cura—, de la desgracia de mi señor? Hace tres días que no están ni él. ni el rocín, ni la adarga, ni la lanza ni las armas y todo por culpa de  estos malditos libros de caballerías que él tiene y suele leer con tanta frecuencia que le han hecho perder  el juicio.
La sobrina decía lo mismo, y aun decía más:

   Sepa, señor maestro Nicolás —que éste era el nombre del barbero—, que muchas veces mi señor tío estuvo leyendo estos desalmados libros de desventuras dos días con sus noches, al cabo de los cuales, arrojaba el libro de las manos, y ponía mano a la espada y andaba a cuchilladas con las paredes; y cuando estaba muy cansado, decía que había muerto a cuatro gigantes como cuatro torres.
 Pero yo tengo la culpa de todo, por no avisar a vuestras mercedes de los disparates de mi señor tío, para que lo remediaran antes de llegar a lo que ha llegado, y quemaran todos estos descomulgados libros, de los que tiene muchos y que bien merecen ser abrasados, como si fuesen de herejes.
   Esto digo yo también —dijo el cura—, y a fe que no  pasará  de mañana sin que no se haga de ellos acto público y sean condenados al fuego,  para no dar a quien los leyere de hacer lo que mi buen amigo debe de haber hecho.
Todo esto estaban oyendo el labrador y don Quijote, con que acabó de entender el labrador la enfermedad de su vecino; y así, comenzó a decir a voces:

   Abran vuestras mercedes al señor Valdovinos y al señor marqués de Mantua, que viene malherido, y al señor moro Abindarráez, que trae cautivo el valeroso Rodrigo de Narváez, alcaide de Antequera.
A estas voces salieron todos, y, como conocieron los unos a su amigo, las otras a su amo y tío, que aún no se había apeado del jumento, porque no podía, corrieron a abrazarle. Él dijo:

   Ténganse todos, que vengo malherido por la culpa de mi caballo. Llévenme a mi lecho y llámese, si fuere posible, a la sabia Urganda, que cure y de cuenta de mis heridas.

   ¡Mirá, en hora mala —dijo  el ama—, si me decía a mí bien mi corazón del pie que cojeaba mi señor! Suba vuestra merced en buen hora, que, sin que venga esa Hurgada, le sabremos aquí curar. ¡Malditos, digo, sean otra vez y otras ciento estos libros de caballerías, que tal han quedado a vuestra merced!
Lo lleváron a la cama, y, buscando las heridas, no encontraron ninguna; y él dijo que todo era molimiento, por haber dado una gran caída con Rocinante, su caballo, combatiendo con diez jayanes (gigantes), los más desaforados y atrevidos que se pudieran hallar en gran parte de la tierra.
   ¡Ta, ta! —dijo el cura—. ¿Jayanes hay en la danza? Para mi santiguada (por mi fe), que yo los quemaré mañana antes que llegue la noche.
Le hiciéronle a don Quijote mil preguntas, y a ninguna quiso responder otra cosa sino que le diesen de comer y le dejasen dormir, que era lo que más le importaba. Así se hízo y el cura se informó muy bien del labrador del modo que había encontrado a don Quijote. Él se lo contó todo, con los disparates que al hallarle y al traerle había dicho; lo que confirmó al cura el deseo
de hacer lo que al día siguiente  hizo, que fue llamar a su amigo el barbero maese Nicolás, con el cual se vino a casa de don Quijote.

miércoles, 24 de mayo de 2017

D. QUIJOTE PARA TODOS








Capítulo IV. De lo que le sucedió a nuestro caballero cuando salió de la venta


Don  Quijote salió de la venta al amanecer e iba tan contento por verse ya armado caballero, que el gozo le reventaba por las cinchas del caballo.Pero recordando los consejos del ventero sobre los provisiones de dinero y ropa decidió volver  a su casa para proveerse de todo, así como de un escudero, acordándose para ese puesto de un pobre labrador vecino suyo casado y con hijos. Rocinante conociendo el camino de casa parecía que volaba de lo rápido que caminaba.
Al poco tiempo de emprender el camino, le pareció que de un bosque cercano salían unas voces como de una persona quejándose. Apenas las hubo oído, cuando dijo:
      Gracias doy al cielo por el favor que me hace, por darme tan pronto la ocasion de poder cumplir con el deber de mi profesión, porque estas voces sin duda son de algún menesteroso o menesterosa que necesita mi ayuda.
 Y, volviendo las riendas,  encaminó a Rocinante hacia donde le pareció que salían las voces. Y entrando en el bosque vio atada una yegua a una encina, y en otra a un muchacho de unos quince años, desnudo de medio cuerpo que era el que se quejaba, porque con una correa lo estaba azotando un fornido labrador, que le decía a la vez que le azotaba:
      La lengua queda y los ojos listos. Y el muchacho respondía:
      No lo haré otra vez, señor mío; por la pasión de Dios, que no lo haré otra vez; y yo prometo de tener de aquí adelante más cuidado con las ovejas.

Y, viendo don Quijote lo que pasaba, con voz airada dijo:

      Desconsiderado caballero, no está bien pegar a quien no se puede defender; subid sobre vuestro caballo y tomad vuestra lanza que yo os haré ver que es de cobardes lo que estáis haciendo.
El labrador, viendo  aquella figura llena de armas blandiendo la lanza sobre su rostro, se tuvo por muerto, y con buenas palabras respondió:

      Señor caballero, este muchacho que estoy castigando es mi criado, que me guarda una manada de ovejas y es tan descuidado, que cada día me falta una; y, porque castigo su descuido, dice que lo hago por no pagarle el salario que le debo, y por Dios y por mi alma que miente.
      ¿"Miente", delante de mí, ruin villano? —dijo don Quijote—. Por el sol que nos alumbra, que estoy por pasaros de parte a parte con esta lanza. Pagadle luego sin más réplica; si no, por el Dios que nos rige, que os aniquilo ahora mismo. Desatadlo ya..
El labrador bajó la cabeza y, sin responder palabra, desató a su criado, al cual preguntó don Quijote que cuánto le debía su amo. Él dijo que nueve meses, a siete reales cada mes. Hizo la cuenta don Quijote y halló que sumaban sesenta y tres reales, y le dijo al labrador que al momento los desembolsase, si no quería morir por ello. Respondió el medroso villano que no eran tantos, porque se le habían de descontar  tres pares de zapatos que le había dado y un real de dos sangrías que le habían hecho estando enfermo.
Don quijote le dijo que los zapatos y la sangria estaban pagados con los injustos azotes que le había dado; que si él rompió el cuero de los zapatos que vos pagasteis, vos le habéis roto el de su cuerpo; y si le sacó el barbero sangre estando enfermo, vos estando sano se la habéis sacado; así que, por esta parte, no os debe nada.
.
- El daño está, señor caballero, en que no tengo aquí dinero que se venga Andrés conmigo a casa y allí le pagaré un real sobre otro.
   - ¿Irme yo con él? —dijo el muchacho—.  No, señor de ninguna manera; porque, en viéndose solo, me desuella como a un San Bartolomé.
- No hará eso —replicó don Quijote—: basta que yo se lo mande para que me tenga respeto; y con que él me lo jure por la ley de caballería que ha recebido, le dejaré ir libre y aseguraré la paga.
- Mire vuestra merced, señor, lo que dice —dijo el muchacho—, que este mi amo no es caballero ni ha recibido orden de caballería alguna; que es Juan Haldudo el rico, el vecino del Quintanar.
- Importa eso poco —respondió don Quijote—, que Haldudos puede haber caballeros; cuanto más, que cada uno es hijo de sus obras.
- Así es verdad —dijo Andrés—; pero este mi amo, ¿de qué obras es hijo, pues me niega mi salario, mi sudor y mi trabajo?
- No lo niego, hermano Andrés —respondió el labrador—; pero veniros conmigo, que yo juro por todas las órdenes que de caballerías hay en el mundo que os pagaré como tengo dicho, un real sobre otro, y aun con propina.
- La propina os la perdono —dijo don Quijote—; dádselos en reales, que con eso me contento; y mirad que lo cumpláis como lo habéis jurado; si no, por el mismo juramento os juro de volver a buscaros y a castigaros, y que os tengo de hallar, aunque os escondáis más que una lagartija. Y si queréis saber quién os manda esto, para quedar  más  obligado a cumplirlo, sabed que yo soy el valeroso don Quijote de la Mancha, el deshacedor de agravios e injusticias; y quedad con Dios, y no olvideis lo prometido y jurado, porque de lo contrario os buscaré y volveré a castigaros.
- También lo juro yo —dijo el labrador—; pero, por lo mucho que os quiero, quiero acrecentar la deuda por acrecentar la paga.
Y, asiéndo al muchacho del brazo, le volvió a atar a la encina, donde le dio tantos azotes, que le dejó por muerto.
- Llamad, señor Andrés, ahora —decía el labrador— al deshacedor de agravios, veréis cómo no deshace este; aunque creo que no está acabado de hacer, porque me dan ganas de desollaros vivo, como vos temíais.

Pero, al fin, le desató y le dio permiso para que fuese en busca de su juez, para que ejecutase la pronunciada sentencia. Andrés se partió triste, jurando  buscar al valeroso don Quijote de la Mancha y contarle punto por punto lo que había pasado. Pero, con todo esto, él se partió llorando y su amo se quedó riendo.

Y desta manera deshizo el agravio el valeroso don Quijote; el cual, contentísimo de lo sucedido, pareciéndole que había dado felicísimo y alto principio a sus caballerías, con gran satisfación de sí mismo iba caminando hacia su aldea, diciendo a media voz:

      ¡Bien te puedes llamar dichosa sobre cuantas hoy viven en la tierra, ¡oh
Bella sobre las belllas  Dulcinea del Toboso!, pues te cupo en suerte tener sujeto y rendido a toda tu voluntad y talante a un tan valiente y tan nombrado caballero como lo es y será don Quijote de la Mancha que, hoy ha deshecho el mayor  agravio que formó la injusticia y cometió la crueldad: hoy quitó el látigo de la mano a aquel despiadado enemigo que sin razón vapuleaba a aquel delicado infante.
En esto, llegó a un camino que en cuatro se dividía, y comenzó a pensar cuál de aquéllos tomaría, estando un rato quieto y, después de pensarlo bien, soltó la rienda a Rocinante, dejando a la voluntad del rocín la suya, el cual siguió su primer intento, que fue el irse camino de su caballeriza.

Y, habiendo andado como dos millas, descubrió don Quijote un grande tropel de gente, que, como después se supo, eran unos mercaderes toledanos que iban a comprar seda a Murcia. Eran seis, y venían con sus quitasoles, con otros cuatro criados a caballo y tres mozos de mulas a pie. Apenas los divisó don Quijote, cuando se imaginó ser cosa de nueva aventura; y, por imitar en todo cuanto a él le parecía posible los pasos que había leído en sus libros, le pareció venir allí de molde uno que pensaba hacer. Y así, con gentil compostura y valor, se afirmó bien en los estribos, apretó la lanza, puso el escudo en el pecho y en mitad del camino esperó que aquellos caballeros andantes llegasen, que ya él por tales los tenía y juzgaba; y, cuando llegaron a trecho que se pudieron ver y oír, levantó don Quijote la voz, y con actitud arrogante dijo:
      Que se detenga todo el mundo, si todo el mundo no confiesa que no hay en todo el mundo mujer más bella que Dulcinea del Toboso.
Se pararon los mercaderes ante estas razones, y a ver la extraña figura del que las decía; y, por la figura y por las razones, enseguida se dieron cuenta de la locura de su dueño; mas quisieron ver despacio en qué paraba aquella confesión que se les pedía, y uno de ellos, que era un poco burlón y muy  discreto, le dijo:



      Señor caballero, nosotros no conocemos quién sea esa buena señora que decís; mostrádnosla: que si ella fuere de tanta hermosura como decís, de buena gana y sin apremio alguno confesaremos la verdad que por parte vuestra nos es pedida.

      Si os la mostrara —replicó don Quijote—, ¿qué hiciérais vosotros en confesar una verdad tan notoria? La importancia está en que sin verla lo habéis de creer, confesar, afirmar, jurar y defender; o de lo contrario entrareis en batalla conmigo gente descomunal y soberbia. Que, tanto vengáis uno a uno, como pide la orden de caballería, o todos juntos, como es costumbre y mala usanza de los de vuestra ralea, aquí os aguardo y espero, confiado en la razón que de mi parte tengo.
Uno de los mercaderes le pidió que les enseñara un retrato por pequeño que fuera para tener motivo de confesar lo que nos pide, que estamos ya tan de su parte que, aunque su retrato nos muestre que es tuerta de un ojo y que del otro le mana bermellón y piedra azufre, con todo eso, por complacer a vuestra merced, diremos en su favor todo lo que quisiere.

      No le mana, canalla infame —respondió don Quijote, encendido en cólera—; no le mana, digo, eso que decís, sino ámbar y algalia entre algodones; y no es tuerta ni corcovada, sino más derecha que un huso de Guadarrama (planta de la que antiguamente hacían las mujeres los husos). Pero vosotros pagaréis la gran blasfemia que habéis dicho contra tan grande beldad como es la de mi señora.
Y, en diciendo esto, arremetió con la lanza baja contra el que lo había dicho, con tanta furia y enojo que, si la buena suerte no hiciera que en la mitad del camino tropezara y cayera Rocinante, lo pasara mal el atrevido mercader. Cayó Rocinante, y fue rodando su amo un bun trecho por el campo; y, queriéndose levantar, jamás pudo: tal embarazo le causaban la lanza, adarga, espuelas y celada, con el peso de las antiguas armas. Y, entretanto que pugnaba por levantarse y no podía, estaba diciendo:
      ¡No huyais, gente cobarde; gente cautiva, atended!; que no por culpa mía, sino de mi caballo, estoy aquí tendido.
Un mozo de mulas de los que allí venían, que no debía de ser muy bien intencionado, oyendo decir al pobre caído tantas arrogancias, no lo pudo sufrir sin darle la respuesta en las costillas. Y, llegándose a él, tomó la lanza, y, después de haberla hecho pedazos, con uno de ellos comenzó a dar a nuestro don Quijote tantos palos que, a despecho y pesar de sus armas, le molió como si fuera trigo. Le daban voces sus amos que no le diese tanto y que le dejase, pero estaba ya el mozo picado y no quiso dejar el juego hasta saciar todo el resto de su cólera; y, acudiendo por los demás trozos de la lanza, los acabó de deshacer sobre el miserable caído, que, con toda aquella tempestad de palos que sobre él veía, no cerraba la boca, amenazando al cielo y a la tierra, y a los malandrines, que tal le parecían.

Se cansó el mozo, y los mercaderes siguieron su camino, llevando qué contar en todo él del pobre apaleado. El cual, después que se vio solo, tornó a probar si podía levantarse; pero si no lo pudo hacer cuando estaba sano y bueno, ¿cómo lo haría molido y casi deshecho? Y aún se tenía por dichoso, pareciéndole que aquélla era propia desgracia de caballeros andantes, y toda la atribuía a la falta de su caballo, y no le era posible levantarse, por lo magullado que tenía todo el cuerpo.

martes, 16 de mayo de 2017

D. QUIJOTE PARA TODOS








Capítulo III. Donde se cuenta la graciosa manera que tuvo don Quijote en armarse caballero


Y así, preocupado por este pensamiento, abrevió su  limitada cena y una vez acabada, llamó al ventero, y, encerrándose con él en la caballeriza, se hincó de rodillas ante él, diciéndole:

   No me levantaré jamás de donde estoy, valeroso caballero, hasta que su  cortesía me otorgue un favor que pedirle quiero, el cual redundará en alabanza vuestra y en bien del género humano.

El ventero, que vio a su huésped a sus pies y oyó semejantes razones, estaba confuso mirándole, sin saber qué hacer ni qué decirle, y porfiaba con él que se levantase, y jamás quiso, hasta que le dijo que le otorgaba el favor que le pedía.

   No esperaba yo menos de su generosidad, señor mío — respondió don Quijote—; y así, os digo que el favor que os he pedido, y que vuestra bondad me ha otorgado es que mañana  me habéis de armar caballero, y esta noche en la capilla de este vuestro castillo velaré las armas; y mañana, como tengo dicho, se cumplirá lo que tanto deseo, para poder, como se debe, ir por todas las cuatro partes del mundo buscando las aventuras, en bien de los menesterosos, como es deber de la caballería y de los caballeros andantes.

El ventero que  era un poco socarrón y ya tenía algunos barruntos de la falta de juicio de su huésped, acabó de creerlo cuando acabó de oírle semejantes razones, y, por tener qué reír aquella noche, determinó  seguirle la corriente; y así, le dijo que andaba muy acertado en lo que deseaba y pedía, y que tal cosa era propia y natural de los caballeros tan principales como él parecía y como su gallarda presencia mostraba; y que él  mismo en los años de su mocedad, se había dado a aquel honroso ejercicio, andando por diversas partes del mundo buscando sus aventuras, donde había ejercitado la ligereza de sus pies, sutileza de sus manos, haciendo muchos tuertos, cortejando a muchas viudas, deshaciendo algunas doncellas y engañando a algunos pupilos, y, finalmente, dándose a conocer por cuantas audiencias y tribunales hay casi en toda España; y que, a lo último, se había venido a recoger a aquel su castillo, donde vivía con su hacienda y con las ajenas, recogiendo en él a todos los caballeros andantes, de cualquier calidad y condición que fuesen, sólo por la mucha afición que les tenía y porque participasen con él de sus haberes, en pago de su buen deseo. En su castillo no había capilla alguna donde poder velar las armas, porque estaba derribada para hacerla de nuevo; pero que, en caso de necesidad, él sabía que se podían velar en cualquier parte, y que aquella noche las podría velar en un patio del Castillo y que por la mañana  se harían las debidas ceremonias, de manera que él quedase armado caballero, y tan caballero que no pudiese haber otro mejor en el mundo. Le preguntó si traía dinero, a lo que D. quijote respondió que no traia blanca porque él nunca había leído en las historias de los caballeros andantes que ninguno los hubiese traído. A esto dijo el ventero que se engañaba porque  en las historias no se escribía, por haberles parecido a sus  autores que no hacía falta escribir una cosa tan normal y necesaria como llevar  dinero y camisas limpias y que no por eso se había de creer que no los llevaran y que  tuviese por cierto que todos los caballeros andantes, de que tantos libros están llenos, llevaban bien repletas las bolsas, por lo que pudiese sucederles; y que asimismo llevaban camisas y una arqueta pequeña llena de ungüentos para curar las heridas que recibían, porque no siempre en los campos y desiertos donde se combatían y salían heridos había quien los curase, a no ser que tuvieran algún sabio encantador por amigo que luego los socorriera, trayendo por el aire, en alguna nube, alguna doncella o enano con alguna redoma de agua de tal virtud que, en gustando alguna gota de ella, al punto quedaban sanos de sus llagas y heridas, como si mal alguno hubiesen tenido. Y que todos los caballeros se preocupaban de que sus escuderos fuesen provistos de dinero y de otras cosas necesarias, como eran hilas y ungüentos para curarse; y, cuando sucedía que los tales caballeros no tenían escuderos, que eran pocas y raras veces, ellos mismos lo llevaban todo en unas alforjas.
  Le prometió don Quijote hacer lo que le aconsejaba, ordenándose después     que velase las armas en un corral grande que había a un lado de la venta. D. quijote las recogió y las puso sobre una pila que había  junto a un pozo, y, embrazando su adarga, asió  su lanza y con  muy buen aspecto comenzó a pasear delante de la pila  cuando  comenzaba a cerrar la noche.
El ventero contó a todos cuantos estaban en la venta la locura de su huésped, la vela de las armas y que esperaba ser armado caballero. Admirados de   tan extraño género de locura fueron a  mirar desde lejos viendo  que tranquilamente unas veces paseaba; otras, arrimado a su lanza, ponía los ojos en las armas, sin quitarlos por un buen espacio de ellas. Acabó de cerrar la noche, pero con tanta claridad de la luna que veían todo lo que hacía el novel caballero. Antojósele en esto a uno de los arrieros que estaban en la venta ir a dar agua a su recua, y fue menester quitar las armas de don Quijote, que estaban sobre la pila; el cual, viéndole llegar, en voz alta le dijo:
             ¡Oh tú, quienquiera que seas, atrevido caballero, que llegas a tocar las armas del más valeroso andante que jamás se ciñó espada!, mira lo que haces y no las toques, si no quieres dejar la vida en pago de tu atrevimiento.

No hizo caso el arriero de estas razones y arrojó las armas al suelo. Al verlo D. quijote alzó los ojos al cielo, y, puesto el pensamiento en su señora Dulcinea, dijo:
             Socorredme, señora mía, en esta primera afrenta que se me hace para que no me falte en este  primer trance vuestro favor y amparo.

Y, diciendo estas y otras semejantes razones, soltando la adarga, alzó la lanza con las dos manos y dio con ella  tal golpe al arriero en la cabeza, que le derribó en el suelo, tan maltrecho que, si le diera otro, no tuviera necesidad de médico que le curara. Después recogió sus armas y volvió a pasear con el mismo reposo que antes
Al poco tiempo llegó otro con la misma intención de dar agua a sus mulos; y, llegando a quitar las armas para desembarazar la pila, sin hablar don Quijote palabra y sin pedir explicación a nadie, soltó otra vez la adarga y alzó otra vez la lanza, y, sin hacerla pedazos, hizo más de tres la cabeza del segundo arriero, porque se la abrió por cuatro. Al

ruido acudió toda la gente de la venta, y entre ellos el ventero. Viendo esto don Quijote, embrazó su adarga, y, cogiendo su espada, dijo:
             ¡Oh señora de la hermosura, esfuerzo y vigor de mi debilitado corazón ! Ahora es tiempo que vuelvas los ojos de tu grandeza a este tu cautivo caballero, que tan grande aventura está atendiendo.
Esto animó tanto a D. quijote  que por más arrieros que vinieran volvería a hacer lo mismo.Los compañeros de los heridos la emprendieron a pedradas sobre D. quijote pero el ventero, a voces. les recordó  la locura del caballero y de su impunidad ante la ley, por medio de ésta, aunque los matase a todos. También don Quijote las daba, mayores, llamándolos de alevosos y traidores, y que el señor del castillo era ruin y mal nacido caballero,al consentir de  tal manera
el trato que le estaban dando y que diera gracias de que aún no había sido armado caballero y no podia responder como se merecía al agravio que estaba recibiendo. A los arrieros les dijo:
             Pero de vosotros, soez y baja canalla, no hago caso alguno: tirad, llegad, venid y ofendedme en cuanto pudiéreis, que vosotros veréis el pago que lleváis de vuestra necedad y atravimiento..
Decía esto con tanto valor  que infundió un terrible temor en los que le acometían; y tanto por esto como por las persuasiones del ventero, le dejaron de tirar, y él dejó que se marcharan  los heridos y tornó a la vela de sus armas con la misma quietud y sosiego que antes
       Al ventero no le parecieron bien las burlas de su huésped, y determinó abreviar y darle la negra orden de caballería antes que sucediese otra desgracia.  Y  llegándose a él, se disculpó de la insolencia que aquella gente baja  había tenido con el, sin que él supiese cosa alguna; pero que bien castigados quedaban de su atrevimiento. Díjole como ya le había dicho que en aquel castillo no había capilla, y para lo que restaba de hacer tampoco era necesaria; que todo el toque de quedar armado caballero consistía en la pescozada y en el espaldarazo, según él tenía noticia del ceremonial de la orden, y que aquello en mitad de un campo se podía hacer, y que ya había cumplido con lo que tocaba al velar de las armas, que con solas dos horas de vela se cumplía, cuanto más, que él había estado más de cuatro. Todo se lo creyó don Quijote, y dijo que él estaba allí pronto para obedecerle, y que concluyese con la mayor brevedad que pudiese; porque si fuese otra vez acometido y se viese armado caballero, no pensaba dejar persona viva en el castillo, excepto aquellas que él le mandase, a quien por  respeto a él dejaría.
Advertido y medroso desto el castellano, con un libro donde anotaba la paja que daba a los arrieros y con un cabo de vela que le traía un muchacho y acompañado de las dos doncelllas fue hacia donde estaba D. quijote y haciendo como que leía una oración, a la mitad de la lectura  alzó la mano y le dio sobre el cuello un buen golpe, y tras él, con su misma espada, un delicado espaldazaro, murmurando entre dientes, como que rezaba. Después mandó a una de aquellas damas que le ciñese la espada, la cual lo hizo con mucha desenvoltura y discreción. Al ceñirle la espada, dijo la buena señora:
— Dios haga a vuestra merced muy venturoso caballero y le dé suerte en sus combates.
Don Quijote le preguntó cómo se llamaba, para saber a quien debía agradecer el favor recibido. Ella respondió con mucha humildad que se llamaba la Tolosa, y que era hija de un zapatero  natural de Toledo y que dondequiera que ella estuviese le serviría y le tendría por señor. Don Quijote le replicó que le hiciese el favor de ponerse don y se llamase doña Tolosa. Ella se lo prometió.  La otra le calzó la espuela, con la cual tuvo casi el mismo coloquio que con la de la espada: le  preguntó su nombre, y dijo que se llamaba la Molinera, y que era hija de un honrado molinero de Antequera;  don Quijote le rogó también que se pusiese don y se llamase doña Molinera, ofreciéndole su servicios.
Realizadas como se ha dicho estas ceremonias, el recién nombrado caballero no vio la hora de verse a caballo y salir en busca de aventuras: ensilló a Rocinante, subió en él y abrazó al ventero agradeciéndole el favor de haberle armado caballero. El ventero, por verle ya fuera de la venta, le despidió con breves palabras  y, sin pedirle el coste de la posada, le dejó  marchar.