Capítulo IV. De
lo que le sucedió a nuestro caballero cuando salió de la venta
Don Quijote salió de la venta al amanecer e iba
tan contento por verse ya armado caballero, que el gozo le reventaba por las
cinchas del caballo.Pero recordando los consejos del ventero sobre los
provisiones de dinero y ropa decidió volver
a su casa para proveerse de todo, así como de un escudero, acordándose
para ese puesto de un pobre labrador vecino suyo casado y con hijos. Rocinante
conociendo el camino de casa parecía que volaba de lo rápido que caminaba.
Al poco tiempo de emprender el
camino, le pareció que de un bosque cercano salían unas voces como de una
persona quejándose. Apenas las hubo oído, cuando dijo:
—
Gracias
doy al cielo por el favor que me hace, por darme tan pronto la ocasion de poder
cumplir con el deber de mi profesión, porque estas voces sin duda son de algún
menesteroso o menesterosa que necesita mi ayuda.
Y, volviendo las
riendas, encaminó a Rocinante hacia
donde le pareció que salían las voces. Y entrando en el bosque vio atada una
yegua a una encina, y en otra a un muchacho de unos quince años, desnudo de
medio cuerpo que era el que se quejaba, porque con una correa lo estaba
azotando un fornido labrador, que le decía a la vez que le azotaba:
—
La
lengua queda y los ojos listos. Y el muchacho
respondía:
—
No lo
haré otra vez, señor mío; por la pasión de Dios, que no lo haré otra vez; y yo
prometo de tener de aquí adelante más cuidado con las ovejas.
Y, viendo don Quijote lo que pasaba, con voz airada dijo:
—
Desconsiderado
caballero, no está bien pegar a quien no se puede defender; subid sobre vuestro
caballo y tomad vuestra lanza que yo os haré ver que es de cobardes lo que
estáis haciendo.
El labrador, viendo
aquella figura llena de armas blandiendo la lanza sobre su rostro, se
tuvo por muerto, y con buenas palabras respondió:
—
Señor
caballero, este muchacho que estoy castigando es mi criado, que me guarda una
manada de ovejas y es tan descuidado, que cada día me falta una; y, porque
castigo su descuido, dice que lo hago por no pagarle el salario que le debo, y por
Dios y por mi alma que miente.
—
¿"Miente",
delante de mí, ruin villano? —dijo don Quijote—. Por el sol que nos alumbra,
que estoy por pasaros de parte a parte con esta lanza. Pagadle luego sin más
réplica; si no, por el Dios que nos rige, que os aniquilo ahora mismo. Desatadlo ya..
El labrador bajó la cabeza y, sin responder palabra,
desató a su criado, al cual preguntó don Quijote que cuánto le debía su amo. Él
dijo que nueve meses, a siete reales cada mes. Hizo la cuenta don Quijote y
halló que sumaban sesenta y tres reales, y le dijo al labrador que al momento
los desembolsase, si no quería morir por ello. Respondió el medroso villano que
no eran tantos, porque se le habían de descontar tres pares de zapatos que le había dado y un
real de dos sangrías que le habían hecho estando enfermo.
Don
quijote le dijo que los zapatos y la sangria estaban pagados con los injustos
azotes que le había dado; que si él rompió el cuero de los zapatos que vos
pagasteis, vos le habéis roto el de su cuerpo; y si le sacó el barbero sangre
estando enfermo, vos estando sano se la habéis sacado; así que, por esta parte,
no os debe nada.
.
- El daño está, señor caballero, en que no tengo
aquí dinero que se venga Andrés conmigo a casa y allí le pagaré un real sobre
otro.
- ¿Irme yo con él? —dijo el muchacho—. No, señor de ninguna manera; porque, en
viéndose solo, me desuella como a un San Bartolomé.
- No hará eso
—replicó don Quijote—: basta que yo se lo mande para que me tenga respeto; y
con que él me lo jure por la ley de caballería que ha recebido, le dejaré ir
libre y aseguraré la paga.
- Mire
vuestra merced, señor, lo que dice —dijo el muchacho—, que este mi amo no es
caballero ni ha recibido orden de caballería alguna; que es Juan Haldudo el
rico, el vecino del Quintanar.
- Importa
eso poco —respondió don Quijote—, que Haldudos puede haber caballeros; cuanto
más, que cada uno es hijo de sus obras.
- Así es
verdad —dijo Andrés—; pero este mi amo, ¿de qué obras es hijo, pues me niega mi
salario, mi sudor y mi trabajo?
- No lo niego,
hermano Andrés —respondió el labrador—; pero veniros conmigo, que yo juro por
todas las órdenes que de caballerías hay en el mundo que os pagaré como tengo
dicho, un real sobre otro, y aun con propina.
- La propina
os la perdono —dijo don Quijote—; dádselos en reales, que con eso me contento;
y mirad que lo cumpláis como lo habéis jurado; si no, por el mismo juramento os
juro de volver a buscaros y a castigaros, y que os tengo de hallar, aunque os
escondáis más que una lagartija. Y si queréis saber quién os manda esto, para
quedar más obligado a cumplirlo, sabed que yo soy el
valeroso don Quijote de la Mancha, el deshacedor de agravios e injusticias; y quedad
con Dios, y no olvideis lo prometido y jurado, porque de lo contrario os
buscaré y volveré a castigaros.
- También lo
juro yo —dijo el labrador—; pero, por lo mucho que os quiero, quiero acrecentar
la deuda por acrecentar la paga.
Y, asiéndo al muchacho del brazo, le volvió a atar a la encina,
donde le dio tantos azotes, que le dejó por
muerto.
- Llamad,
señor Andrés, ahora —decía el labrador— al deshacedor de agravios, veréis cómo
no deshace este; aunque creo que no está acabado de hacer, porque me dan ganas
de desollaros vivo, como vos temíais.
Pero, al fin, le desató y le dio permiso para que fuese en
busca de su juez, para que ejecutase la pronunciada sentencia. Andrés se partió
triste, jurando buscar al valeroso don
Quijote de la Mancha y contarle punto por punto lo que había pasado. Pero, con
todo esto, él se partió llorando y su amo se quedó riendo.
Y desta manera deshizo el agravio el valeroso don
Quijote; el cual, contentísimo de lo sucedido, pareciéndole que había dado
felicísimo y alto principio a sus caballerías, con gran satisfación de sí mismo
iba caminando hacia su aldea, diciendo a media
voz:
—
¡Bien te
puedes llamar dichosa sobre cuantas hoy viven en la tierra, ¡oh
Bella
sobre las belllas Dulcinea del Toboso!, pues te cupo en suerte
tener sujeto y rendido a toda tu voluntad y talante a un tan valiente y tan
nombrado caballero como lo es y será don Quijote de la Mancha que, hoy ha deshecho
el mayor agravio que formó la injusticia
y cometió la crueldad: hoy quitó el látigo de la mano a aquel despiadado
enemigo que sin razón vapuleaba a aquel delicado infante.
En esto, llegó a un camino que en cuatro se
dividía, y comenzó a pensar cuál de aquéllos tomaría, estando un rato quieto y,
después de pensarlo bien, soltó la rienda a Rocinante, dejando a la voluntad
del rocín la suya, el cual siguió su primer intento, que fue el irse camino de
su caballeriza.
Y, habiendo andado como dos millas, descubrió don
Quijote un grande tropel de gente, que, como después se supo, eran unos
mercaderes toledanos que iban a comprar seda a Murcia. Eran seis, y venían con
sus quitasoles, con otros cuatro criados a caballo y tres mozos de mulas a pie.
Apenas los divisó don Quijote, cuando se imaginó ser cosa de nueva aventura; y,
por imitar en todo cuanto a él le parecía posible los pasos que había leído en
sus libros, le pareció venir allí de molde uno que pensaba hacer. Y así, con
gentil compostura y valor, se afirmó bien en los estribos, apretó la lanza,
puso el escudo en el pecho y en mitad del camino esperó que aquellos caballeros
andantes llegasen, que ya él por tales los tenía y juzgaba; y, cuando llegaron
a trecho que se pudieron ver y oír, levantó don Quijote la voz, y con actitud
arrogante dijo:
—
Que se detenga
todo el mundo, si todo el mundo no confiesa que no hay en todo el mundo mujer
más bella que Dulcinea del Toboso.
Se pararon los
mercaderes ante estas razones, y a ver la extraña figura del que las decía; y,
por la figura y por las razones, enseguida se dieron cuenta de la locura de su
dueño; mas quisieron ver despacio en qué paraba aquella confesión que se les
pedía, y uno de ellos, que era un poco burlón y muy discreto, le dijo:
—
Señor
caballero, nosotros no conocemos quién sea esa buena señora que decís;
mostrádnosla: que si ella fuere de tanta hermosura como decís, de buena gana y
sin apremio alguno confesaremos la verdad que por parte vuestra nos es pedida.
—
Si
os la mostrara —replicó don Quijote—, ¿qué hiciérais vosotros en confesar una
verdad tan notoria? La importancia está en que sin verla lo habéis de creer,
confesar, afirmar, jurar y defender; o de lo contrario entrareis en batalla
conmigo gente descomunal y soberbia. Que, tanto vengáis uno a uno, como pide la
orden de caballería, o todos juntos, como es costumbre y mala usanza de los de
vuestra ralea, aquí os aguardo y espero, confiado en la razón que de mi parte
tengo.
Uno de los mercaderes le pidió que les enseñara
un retrato por pequeño que fuera para tener motivo de confesar lo que nos pide,
que estamos ya tan de su parte que, aunque su retrato nos muestre que es tuerta
de un ojo y que del otro le mana bermellón y piedra azufre, con todo eso, por
complacer a vuestra merced, diremos en su favor todo lo que quisiere.
—
No
le mana, canalla infame —respondió don Quijote, encendido en cólera—; no le
mana, digo, eso que decís, sino ámbar y algalia entre algodones; y no es tuerta
ni corcovada, sino más derecha que un huso de
Guadarrama (planta de la que antiguamente hacían las mujeres los husos).
Pero vosotros pagaréis la gran blasfemia que habéis dicho contra tan grande beldad
como es la de mi señora.
Y, en diciendo esto, arremetió con la lanza baja contra el que lo
había dicho, con tanta furia y enojo que, si la buena suerte no hiciera que en
la mitad del camino tropezara y cayera Rocinante, lo pasara mal el atrevido
mercader. Cayó Rocinante, y fue rodando su amo un bun trecho por el campo; y,
queriéndose levantar, jamás pudo: tal embarazo le causaban la lanza, adarga,
espuelas y celada, con el peso de las antiguas armas. Y, entretanto que pugnaba
por levantarse y no podía, estaba diciendo:
—
¡No
huyais, gente cobarde; gente cautiva, atended!; que no por culpa mía, sino de mi caballo, estoy aquí tendido.
Un mozo de mulas de los que allí venían, que no debía de ser muy
bien intencionado, oyendo decir al pobre caído tantas arrogancias, no lo pudo
sufrir sin darle la respuesta en las costillas. Y, llegándose a él, tomó la
lanza, y, después de haberla hecho pedazos, con uno de ellos comenzó a dar a
nuestro don Quijote tantos palos que, a despecho y pesar de sus armas, le molió
como si fuera trigo. Le daban voces sus amos que no le diese tanto y que le
dejase, pero estaba ya el mozo picado y no quiso dejar el juego hasta saciar
todo el resto de su cólera; y, acudiendo por los demás trozos de la lanza, los
acabó de deshacer sobre el miserable caído, que, con toda aquella tempestad de
palos que sobre él veía, no cerraba la boca, amenazando al cielo y a la tierra,
y a los malandrines, que tal le parecían.
Se cansó el mozo, y los mercaderes siguieron su camino, llevando qué
contar en todo él del pobre apaleado. El cual, después que se vio solo, tornó a
probar si podía levantarse; pero si no lo pudo hacer cuando estaba sano y
bueno, ¿cómo lo haría molido y casi deshecho? Y aún se tenía por dichoso,
pareciéndole que aquélla era propia desgracia de caballeros andantes, y toda la
atribuía a la falta de su caballo, y no le era posible levantarse, por lo magullado
que tenía todo el cuerpo.
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