martes, 16 de mayo de 2017

D. QUIJOTE PARA TODOS








Capítulo III. Donde se cuenta la graciosa manera que tuvo don Quijote en armarse caballero


Y así, preocupado por este pensamiento, abrevió su  limitada cena y una vez acabada, llamó al ventero, y, encerrándose con él en la caballeriza, se hincó de rodillas ante él, diciéndole:

   No me levantaré jamás de donde estoy, valeroso caballero, hasta que su  cortesía me otorgue un favor que pedirle quiero, el cual redundará en alabanza vuestra y en bien del género humano.

El ventero, que vio a su huésped a sus pies y oyó semejantes razones, estaba confuso mirándole, sin saber qué hacer ni qué decirle, y porfiaba con él que se levantase, y jamás quiso, hasta que le dijo que le otorgaba el favor que le pedía.

   No esperaba yo menos de su generosidad, señor mío — respondió don Quijote—; y así, os digo que el favor que os he pedido, y que vuestra bondad me ha otorgado es que mañana  me habéis de armar caballero, y esta noche en la capilla de este vuestro castillo velaré las armas; y mañana, como tengo dicho, se cumplirá lo que tanto deseo, para poder, como se debe, ir por todas las cuatro partes del mundo buscando las aventuras, en bien de los menesterosos, como es deber de la caballería y de los caballeros andantes.

El ventero que  era un poco socarrón y ya tenía algunos barruntos de la falta de juicio de su huésped, acabó de creerlo cuando acabó de oírle semejantes razones, y, por tener qué reír aquella noche, determinó  seguirle la corriente; y así, le dijo que andaba muy acertado en lo que deseaba y pedía, y que tal cosa era propia y natural de los caballeros tan principales como él parecía y como su gallarda presencia mostraba; y que él  mismo en los años de su mocedad, se había dado a aquel honroso ejercicio, andando por diversas partes del mundo buscando sus aventuras, donde había ejercitado la ligereza de sus pies, sutileza de sus manos, haciendo muchos tuertos, cortejando a muchas viudas, deshaciendo algunas doncellas y engañando a algunos pupilos, y, finalmente, dándose a conocer por cuantas audiencias y tribunales hay casi en toda España; y que, a lo último, se había venido a recoger a aquel su castillo, donde vivía con su hacienda y con las ajenas, recogiendo en él a todos los caballeros andantes, de cualquier calidad y condición que fuesen, sólo por la mucha afición que les tenía y porque participasen con él de sus haberes, en pago de su buen deseo. En su castillo no había capilla alguna donde poder velar las armas, porque estaba derribada para hacerla de nuevo; pero que, en caso de necesidad, él sabía que se podían velar en cualquier parte, y que aquella noche las podría velar en un patio del Castillo y que por la mañana  se harían las debidas ceremonias, de manera que él quedase armado caballero, y tan caballero que no pudiese haber otro mejor en el mundo. Le preguntó si traía dinero, a lo que D. quijote respondió que no traia blanca porque él nunca había leído en las historias de los caballeros andantes que ninguno los hubiese traído. A esto dijo el ventero que se engañaba porque  en las historias no se escribía, por haberles parecido a sus  autores que no hacía falta escribir una cosa tan normal y necesaria como llevar  dinero y camisas limpias y que no por eso se había de creer que no los llevaran y que  tuviese por cierto que todos los caballeros andantes, de que tantos libros están llenos, llevaban bien repletas las bolsas, por lo que pudiese sucederles; y que asimismo llevaban camisas y una arqueta pequeña llena de ungüentos para curar las heridas que recibían, porque no siempre en los campos y desiertos donde se combatían y salían heridos había quien los curase, a no ser que tuvieran algún sabio encantador por amigo que luego los socorriera, trayendo por el aire, en alguna nube, alguna doncella o enano con alguna redoma de agua de tal virtud que, en gustando alguna gota de ella, al punto quedaban sanos de sus llagas y heridas, como si mal alguno hubiesen tenido. Y que todos los caballeros se preocupaban de que sus escuderos fuesen provistos de dinero y de otras cosas necesarias, como eran hilas y ungüentos para curarse; y, cuando sucedía que los tales caballeros no tenían escuderos, que eran pocas y raras veces, ellos mismos lo llevaban todo en unas alforjas.
  Le prometió don Quijote hacer lo que le aconsejaba, ordenándose después     que velase las armas en un corral grande que había a un lado de la venta. D. quijote las recogió y las puso sobre una pila que había  junto a un pozo, y, embrazando su adarga, asió  su lanza y con  muy buen aspecto comenzó a pasear delante de la pila  cuando  comenzaba a cerrar la noche.
El ventero contó a todos cuantos estaban en la venta la locura de su huésped, la vela de las armas y que esperaba ser armado caballero. Admirados de   tan extraño género de locura fueron a  mirar desde lejos viendo  que tranquilamente unas veces paseaba; otras, arrimado a su lanza, ponía los ojos en las armas, sin quitarlos por un buen espacio de ellas. Acabó de cerrar la noche, pero con tanta claridad de la luna que veían todo lo que hacía el novel caballero. Antojósele en esto a uno de los arrieros que estaban en la venta ir a dar agua a su recua, y fue menester quitar las armas de don Quijote, que estaban sobre la pila; el cual, viéndole llegar, en voz alta le dijo:
             ¡Oh tú, quienquiera que seas, atrevido caballero, que llegas a tocar las armas del más valeroso andante que jamás se ciñó espada!, mira lo que haces y no las toques, si no quieres dejar la vida en pago de tu atrevimiento.

No hizo caso el arriero de estas razones y arrojó las armas al suelo. Al verlo D. quijote alzó los ojos al cielo, y, puesto el pensamiento en su señora Dulcinea, dijo:
             Socorredme, señora mía, en esta primera afrenta que se me hace para que no me falte en este  primer trance vuestro favor y amparo.

Y, diciendo estas y otras semejantes razones, soltando la adarga, alzó la lanza con las dos manos y dio con ella  tal golpe al arriero en la cabeza, que le derribó en el suelo, tan maltrecho que, si le diera otro, no tuviera necesidad de médico que le curara. Después recogió sus armas y volvió a pasear con el mismo reposo que antes
Al poco tiempo llegó otro con la misma intención de dar agua a sus mulos; y, llegando a quitar las armas para desembarazar la pila, sin hablar don Quijote palabra y sin pedir explicación a nadie, soltó otra vez la adarga y alzó otra vez la lanza, y, sin hacerla pedazos, hizo más de tres la cabeza del segundo arriero, porque se la abrió por cuatro. Al

ruido acudió toda la gente de la venta, y entre ellos el ventero. Viendo esto don Quijote, embrazó su adarga, y, cogiendo su espada, dijo:
             ¡Oh señora de la hermosura, esfuerzo y vigor de mi debilitado corazón ! Ahora es tiempo que vuelvas los ojos de tu grandeza a este tu cautivo caballero, que tan grande aventura está atendiendo.
Esto animó tanto a D. quijote  que por más arrieros que vinieran volvería a hacer lo mismo.Los compañeros de los heridos la emprendieron a pedradas sobre D. quijote pero el ventero, a voces. les recordó  la locura del caballero y de su impunidad ante la ley, por medio de ésta, aunque los matase a todos. También don Quijote las daba, mayores, llamándolos de alevosos y traidores, y que el señor del castillo era ruin y mal nacido caballero,al consentir de  tal manera
el trato que le estaban dando y que diera gracias de que aún no había sido armado caballero y no podia responder como se merecía al agravio que estaba recibiendo. A los arrieros les dijo:
             Pero de vosotros, soez y baja canalla, no hago caso alguno: tirad, llegad, venid y ofendedme en cuanto pudiéreis, que vosotros veréis el pago que lleváis de vuestra necedad y atravimiento..
Decía esto con tanto valor  que infundió un terrible temor en los que le acometían; y tanto por esto como por las persuasiones del ventero, le dejaron de tirar, y él dejó que se marcharan  los heridos y tornó a la vela de sus armas con la misma quietud y sosiego que antes
       Al ventero no le parecieron bien las burlas de su huésped, y determinó abreviar y darle la negra orden de caballería antes que sucediese otra desgracia.  Y  llegándose a él, se disculpó de la insolencia que aquella gente baja  había tenido con el, sin que él supiese cosa alguna; pero que bien castigados quedaban de su atrevimiento. Díjole como ya le había dicho que en aquel castillo no había capilla, y para lo que restaba de hacer tampoco era necesaria; que todo el toque de quedar armado caballero consistía en la pescozada y en el espaldarazo, según él tenía noticia del ceremonial de la orden, y que aquello en mitad de un campo se podía hacer, y que ya había cumplido con lo que tocaba al velar de las armas, que con solas dos horas de vela se cumplía, cuanto más, que él había estado más de cuatro. Todo se lo creyó don Quijote, y dijo que él estaba allí pronto para obedecerle, y que concluyese con la mayor brevedad que pudiese; porque si fuese otra vez acometido y se viese armado caballero, no pensaba dejar persona viva en el castillo, excepto aquellas que él le mandase, a quien por  respeto a él dejaría.
Advertido y medroso desto el castellano, con un libro donde anotaba la paja que daba a los arrieros y con un cabo de vela que le traía un muchacho y acompañado de las dos doncelllas fue hacia donde estaba D. quijote y haciendo como que leía una oración, a la mitad de la lectura  alzó la mano y le dio sobre el cuello un buen golpe, y tras él, con su misma espada, un delicado espaldazaro, murmurando entre dientes, como que rezaba. Después mandó a una de aquellas damas que le ciñese la espada, la cual lo hizo con mucha desenvoltura y discreción. Al ceñirle la espada, dijo la buena señora:
— Dios haga a vuestra merced muy venturoso caballero y le dé suerte en sus combates.
Don Quijote le preguntó cómo se llamaba, para saber a quien debía agradecer el favor recibido. Ella respondió con mucha humildad que se llamaba la Tolosa, y que era hija de un zapatero  natural de Toledo y que dondequiera que ella estuviese le serviría y le tendría por señor. Don Quijote le replicó que le hiciese el favor de ponerse don y se llamase doña Tolosa. Ella se lo prometió.  La otra le calzó la espuela, con la cual tuvo casi el mismo coloquio que con la de la espada: le  preguntó su nombre, y dijo que se llamaba la Molinera, y que era hija de un honrado molinero de Antequera;  don Quijote le rogó también que se pusiese don y se llamase doña Molinera, ofreciéndole su servicios.
Realizadas como se ha dicho estas ceremonias, el recién nombrado caballero no vio la hora de verse a caballo y salir en busca de aventuras: ensilló a Rocinante, subió en él y abrazó al ventero agradeciéndole el favor de haberle armado caballero. El ventero, por verle ya fuera de la venta, le despidió con breves palabras  y, sin pedirle el coste de la posada, le dejó  marchar.

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