miércoles, 31 de enero de 2018

D. QUIJOTE PARA TODOS



Capítulo XXXIX. Donde el cautivo cuenta su vida y sucesos





   «En un lugar (pueblo pequeño) de las Montañas de León tuvo principio mi linaje, con quien fue más agradecida y liberal la naturaleza que la fortuna, aunque, en la estrechez de aquellos pueblos, todavía alcanzaba mi padre fama de rico, y verdaderamente lo fuera si se hubiera dado la misma maña para conservar como para gastar su hacienda. Y la condición que tenía de ser liberal y gastador le vino por haber sido soldado los años de su juventud, que es escuela la soldadesca donde el ruin se hace honrado, y el avaro, pródigo; y es raro encontrar soldados tacaños que, como a los monstruos se le ve pocas veces. Pasaba mi padre los límites de la generosidad, y rayaba en los de ser pródigo (manirroto) : cosa que no es de ningún provecho al hombre casado, y que tiene hijos que le han de suceder en el nombre y en el haber (hacienda). Los que mi padre tenía eran tres, todos varones y todos en edad de poder elegir estado. Viendo, pues, mi padre que, según él decía, no podía contener su condición, quiso privarse del instrumento y causa que le hacía gastador y dadivoso, que fue privarse de la hacienda, sin la cual el mismo Alejandro (122) pareciera estrecho (miserable, mezquino).



»Y así, llamándonos un día a los tres a solas en un aposento, nos dijo unas razones semejantes a las que ahora diré: ''Hijos, para deciros que os quiero

bien, basta saber y decir que sois mis hijos; y, para entender que os quiero mal, basta saber que no me voy a moderar en lo que toca a conservar vuestra hacienda. Pues, para que entendáis desde aquí en adelante que os quiero como padre, y que no os quiero destruir como padrastro, quiero hacer una cosa con vosotros que hace muchos días que la tengo pensada y madurada. Vosotros estáis ya en edad de tomar estado, o, a lo menos, de elegir un oficio, el que más os honre y aprovechee. Y lo que he pensado es hacer de mi hacienda cuatro partes: tres os daré a vosotros, a cada uno lo que le tocare, sin exceder en cosa alguna, y con la otra me quedaré yo para vivir y sustentarme los días que el cielo fuere servido darme de vida. Pero querría que, después que cada uno tuviese en su poder la parte que le toca de su hacienda, siguiese uno de los caminos que le diré. Hay un refrán en nuestra España, a mi parecer muy verdadero, como todos lo son, por ser sentencias breves sacadas de la larga y discreta experiencia; y el que yo digo dice: "Iglesia, o mar, o casa real", como si más claramente dijera: "Quien quisiere valer y ser rico, siga o la Iglesia, o navegue, ejercitando el arte del comercio, o entre a servir a los reyes en sus casas"; porque dicen: "Más vale migaja de rey que merced de señor". Digo esto porque querría, y es mi voluntad, que uno de vosotros siguiese las letras, el otro el comercio, y el otro sirviese al rey en la guerra, pues es difícil entrar a servirle en su casa (en la Corte); que si  la guerra no da muchas riquezas, suele dar mucho valor y mucha fama. Dentro de ocho días, os daré toda vuestra parte en dineros, sin defraudaros en lo más mínimo, como lo podréis comprobar. Decidme ahora si queréis seguir mi parecer y consejo en lo que os he propuesto''. Y, mandándome a mí, por ser el mayor, que respondiese, después de haberle dicho que no se deshiciese de la hacienda, sino que gastase todo lo que fuese su voluntad, que nosotros éramos mozos para saber ganarla, vine a concluir en que cumpliría su gusto, y que el mío era seguir el ejercicio de las armas, sirviendo en él a Dios y a mi rey. El segundo hermano hizo los mismos ofrecimientos, y escogió el irse a las Indias, llevando empleada la hacienda que le cupiese. El menor, y, a lo que yo creo, el más discreto, dijo que quería seguir la Iglesia, o irse a acabar sus comenzados estudios a Salamanca. Una vez puestos de acuerdo  y escoger nuestros oficios, mi padre nos abrazó a todos, y, con la brevedad que dijo, puso por obra cuanto nos había prometido; y, dando a cada uno su parte, que, recuerdo fueron tres mil ducados para cada uno en dinero (porque un tío nuestro compró toda la hacienda y la pagó al contado, para que no saliese de la familia), en un mismo día nos despedimos los tres de nuestro buen padre; y, en aquel mismo, pareciéndome a mí ser inhumano que mi padre quedase viejo y con tan poca hacienda, de mis tres mil ducados le dí dos mil, porque a mí me bastaba el resto para lo que necesitaba como soldado. Mis dos hermanos, movidos de mi ejemplo, cada uno le dio mil ducados: de modo que a mi padre le quedaron cuatro mil en dineros, y tres mil más, que, a lo que parece, valía la hacienda que le tocó, que no quiso vender, sino quedarse con ella en raíces (fincas, casas). Digo, en fin, que nos despedimos de él y de aquel nuestro tío que he dicho, no sin mucho sentimiento y lágrimas de todos, encargándonos que les hiciésemos saber, siempre que pudiéramos, de si nos iba bien o mal. Se lo prometimos, y, abrazándonos y dándonos su bendición, uno tomó el viaje de Salamanca, el otro de Sevilla  y yo el de  Alicante, donde tuve noticia de que había una nave genovesa que cargaba allí lana para Génova.



»Éste hará veintidodos años que salí de casa de mi padre, y en todos ellos, aunque he escrito algunas cartas, no he tenido ni de él ni de mis hermanos ninguna noticia. Y lo que en éstos he hecho lo diré brevemente. Embarqué en Alicante, hice buen viaje hasta Génova, fui desde allí a Milán, donde adquirí armas y algunas prendas de soldado, y desde allí me alisté como soldado en el  Piamonte; y, estando ya de camino para Alejandría de la Palla (123), tuve noticia de que el gran duque de Alba pasaba a Flandes. Cambié de opinión, y me fui con él, le serví en las jornadas que hizo, estuve en la muerte de los condes de Eguemón y de Hornos, alcancé el grado de alférez de un famoso capitán de Guadalajara, llamado Diego de Urbina; y, al cabo de algún tiempo desde que llegué a Flandes, se tuvo noticia de la liga que su Santidad el Papa Pío Quinto, de feliz recuerdo, había hecho con Venecia y con España, contra el enemigo común, que es el Turco; el cual, en aquel mismo tiempo, había ganado con su armada la famosa isla de Chipre, que estaba bajo del dominio del veneciano: y fue una pérdida lamentable y desdichada.

Se supo con certeza  que venía al mando de esta liga el serenísimo don Juan de Austria, hermano natural de nuestro buen rey don Felipe. Se propagó el grandísimo aparato de guerra que se estaba preparando. Todo lo cual me incitó y emocionó tanto que desee verme en la jornada que se esperaba; y, aunque tenía barruntos (rumores), y casi promesas ciertas, de que en la primera ocasión que se ofreciese sería promovido a capitán, lo quise dejar todo y venirme, como me había venido a Italia. Y quiso mi buena suerte que el señor don Juan de Austria acababa de llegar a Génova, y pasaba a Nápoles a juntarse con la armada de Venecia, como después lo hizo en Mesina (Sicilia).



»Digo, en fin, que yo me hallé en aquella felicísima jornada, ya hecho capitán de infantería, a cuyo honroso cargo me subió mi buena suerte, más que mis merecimientos. Y aquel día, que fue para la cristiandad tan dichoso, porque en él se desengañó el mundo y todas las naciones del error en que estaban, creyendo que los turcos eran invencibles por la mar: en aquel día, digo, donde quedó el orgullo y soberbia otomana quebrantada, entre tantos venturosos como allí hubo (porque más ventura tuvieron los cristianos que allí murieron que los que vivos y vencedores quedaron), yo solo fui el desdichado, pues, en lugar de que pudiera esperar, si estuviera en los romanos siglos, alguna naval corona, me vi aquella noche que siguió a tan famoso día con cadenas en los pies y esposas en las manos.



»Y fue de esta manera: que, habiendo  el Uchalí (Uluj Alí), rey de Argel, atrevido y afortunado corsario, embestido y rendido la capitana de Malta (125), que solos tres caballeros quedaron vivos en ella, y éstos malheridos, acudió la capitana de Juan Andrea(126) a socorrerla, en la cual iba yo con mi compañía; y, haciendo lo que debía en ocasión semejante, salté a la galera contraria, la cual, desviándose de la que la había embestido, impidió que mis soldados me siguiesen, y así, me hallé solo entre mis enemigos, a quien no pude resistir, por ser muchos; en fin, me rindieron lleno de heridas. Y, como ya habréis, señores, oído decir que el Uchalí se salvó con toda su escuadra, quedé cautivo en su poder, y solo fui el triste entre tantos alegres y el cautivo entre tantos libres; porque fueron quince mil cristianos los que aquel día alcanzaron la deseada libertad, porque todos venían al remo (condenados a remar) en la armada turca.



» Me llevaron a Costantinopla, donde el Gran Turco Selim (127) hizo general de la mar a mi amo, porque había hecho su deber en la batalla, habiendo llevado como muestra de su valor el estandarte de la Orden de Malta. El segundo año, que fue el de setenta y dos(1572) estuve, en Navarino (128), bogando en la capitana de los tres fanales.(129) Vi y observé la ocasión que allí se perdió de  coger en el puerto a toda la armada turca, porque todos los leventes y jenízaros (130) que en ella venían pensaban  que les atacarían dentro del mismo puerto, y tenían a punto su ropa y pasamaques, que son sus zapatos, para huir por tierra, sin esperar a luchar: tanto era el miedo que le habían cogido a nuestra armada. Pero el cielo lo ordenó de otra manera, no por culpa ni descuido del general que a los nuestros mandaba, sino por los pecados de la cristiandad, y porque quiere y permite Dios que tengamos siempre verdugos que nos castiguen.

»Efectivamente, el Uchalí se refugió en Modón, que es una isla que está junto a Navarino, y, mandando a tierra a la gente, fortificó la boca del puerto, y se estuvo quieto hasta que el señor don Juan se marchó. En este viaje se tomó la galera que se llamaba La Presa, de quien era capitán un hijo de aquel famoso cosario Barbarroja. La tomó la nave capitana  de Nápoles, llamada La Loba, regida por aquel rayo de la guerra, por el padre de los soldados, por aquel venturoso y jamás vencido capitán don Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz. Y no quiero dejar de contar lo que sucedió en la captura de La Presa. Era tan cruel el hijo de Barbarroja, y trataba tan mal a sus cautivos, que, así como los que venían al remo vieron que la galera Loba les iba entrando y que los alcanzaba, soltaron todos a un tiempo los remos, y agarraron a su capitán, que estaba sobre el estanterol (131) gritando que bogasen de prisa, y pasándole de banco en banco, de popa a proa, le dieron tales bocados, que nada más pasar del palo mayor ya había pasado su álma al infierno: tal era, como he dicho, la crueldad con que los trataba y el odio que ellos le tenían.

»Volvimos a Constantinopla, y el año siguiente, que fue el de setenta y tres, se supo en ella cómo el señor don Juan había tomado Túnez,  quitando aquel reino a los turcos y una vez tomó posesión de él, quitó también a Muley Hamet, cortando las esperanzas que Muley Hamida, el moro más cruel y más valiente que tuvo el mundo tenía de volver a reinar en él. Sintió mucho esta pérdida el Gran Turco, y, usando de la sagacidad que todos los de su raza tienen, hizo la paz con los venecianos, que la deseaban mucho más que él; y el año siguiente de setenta y cuatro acometió a la Goleta(132) y al fuerte que junto a Túnez había dejado medio levantado el señor don Juan. En todos estos trances andaba yo al remo, sin esperanza de libertad alguna; al menos, no esperaba tenerla por rescate, porque tenía determinado no escribir a mi padre las noticias de mi desgracia..



»Al final se perdieron la Goleta y el fuerte; atacando estas plazas hubo setenta y cinco mil soldados turcos pagados (mercenarios) y más de cuatrocientos mil de moros y árabes de toda Áfica, armados con tantas municiones y pertrechos de Guerra, y  con tantos gastadores (excavadores), que con las manos y a puñados de tierra hubieran podido cubrir (enterrar) la Goleta y el fuerte. La Goleta, tenida hasta entonces por inexpugnable fue la primera en perderse y no se perdió por culpa de sus defensores, los cuales hicieron todo aquello que debían y podían para defenderla, sino porque la experiencia demostró la facilidad con que se podían levantar trincheras en aquella desierta arena, porque a dos palmos se hallaba agua, y los turcos no la hallaron a dos varas (133) y así, con muchos sacos de arena levantaron las trincheas tan altas que sobrepujaban las murallas del fuerte; y, tirándoles a caballero (desde lo alto), ninguno podía parar, ni  atender a la defensa. Fue común opinión que no se habían de encerrar los nuestros en la Goleta, sino esperar en tierra al desembarco; y los que esto dicen hablan de lejos y con poca experiencia de casos semejantes, porque si en la Goleta y en el fuerte apenas había siete mil soldados, ¿cómo podían tan pocos, aunque fuesen más valientes , salir a tierra  y enfrentarse, a tantos ?; y ¿cómo es posible no perder sin refuerzos, y más cuando la cercan  muchos enemigos  fanáticoss, y en su misma tierra? Pero a muchos les pareció, y así me pareció a mí, que fue particular gracia y merced que el cielo hizo a España en permitir que se asolase aquella oficina (plaza militar), en la que se gastaba mucho dinero sin otro provecho que conservar la memoria de haber sido conquistada por Carlos Quinto.



»Se perdió también el fuerte; pero los turcos lo tuvieron que ganar palmo a palmo, porque los soldados que lo defendían pelearon tan valerosa y fuertemente, que pasaron de veinticinco mil enemigos los que mataron en veintidos asaltos que les dieron. A ninguno de los trescientos que quedaron vivos lo cautivaron sanos, señal cierta y clara de su esfuerzo y valor, y de lo bien que se habían defendido y guardado sus plazas. Se rindió con condiciones un pequeño fuerte o torre que estaba en mitad de una laguna, a cargo de don Juan Zanoguera, caballero valenciano y famoso soldado. Cautivaron a don Pedro Puertocarrero, general de la Goleta, el cual hizo cuanto fue posible por defender su fuerza; y sintió tanto el haberla perdido que  murio de pena  en el camino de Constantinopla, donde le llevaban cautivo. Cautivaron asimismo al general del fuerte, que se llamaba Gabrio Cervellón, caballero milanés, gran ingeniero y valentísimo soldado. Murieron en estas dos fuerzas (ejércitos) muchas personas,  de las cuales fue una Pagán de Oria, caballero del hábito de San Juan, de condición generoso, como lo mostró la mucha generosidad que tuvo  con su hermano, el famoso Juan de Andrea de Oria; y lo que más dolió de su muerte es que fuera a mano de unos árabes de quien se fió, viendo ya perdido el fuerte, que se ofrecieron llevarlo vestido de moro a Tabarca, que es un pequeño puerto o casa que en aquellas riberas tienen los genoveses que se dedican a  la pesca del coral; estos árabes le cortaron la cabeza y se la trajeron al general de la armada turca, el cual cumplió con ellos nuestro refrán castellano: "Que aunque la traición aplace, el traidor se aborrece"; y así, se dice que mandó el general ahorcar a los que le trajeron el presente, porque no se le habían traído vivo.



»Entre los cristianos que en el fuerte se perdieron, fue uno llamado don Pedro de Aguilar, natural de no sé qué lugar del Andalucía, el cual había sido alférez en el fuerte, soldado adinerado y de extraordinario entendimiento: especialmente tenía particular gracia en lo que llaman poesía. Lo  dígo porque su suerte le trajo a mi galera y a mi banco (desde el que remaba), y a ser esclavo de mi mismo patrón; y, antes de que  partiésemos de aquel puerto, hizo este caballero dos sonetos, a manera de epitafios, el uno a la Goleta y el otro al fuerte. Y en verdad que los tengo que decir, porque los sé de memoria y creo que antes causarán gusto que pesadumbre.»



En el momento que el cautivo nombró a don Pedro de Aguilar, don Fernando miró a sus camaradas, y los tres se sonrieron; y, cuando dijo lo de los sonetos, dijo uno de ellos:



   Antes que vuestra merced pase adelante, le suplico me diga que fue de ese don Pedro de Aguilar que ha dicho.



   Lo que sé es —respondió el cautivo—   que,después de estar dos años en Constantinopla,  huyó en traje de arnaúte (albanés)  con un griego espía, y no sé si consiguió la libertad, aunque creo que sí, porque de allí a un año vi al griego en Constantinopla, pero no le pude preguntar el resultado de aquel viaje.



   Pues la consiguió —respondió el caballero—, porque ese don Pedro es mi hermano, y está ahora en nuestro lugar, bueno y rico, casado y con tres hijos.



   Gracias sean dadas a Dios —dijo el cautivo— por tantas mercedes como le hizo; porque pienso yo que no hay mejor cosa que recuperar la libertad perdida.



   Además —replicó el caballero—, yo sé los sonetos que mi hermano hizo.



   Dígalos, pues, vuestra merced —dijo el cautivo—, que los sabrá decir mejor que yo.



Que me place —respondió el caballero—; y el de la Goleta decía así:





NOTAS.



122. Se refiere a Alejandro Magno que era muy magnanimo y liberal.


123. Plaza fuerte en el ducado de MIlán.


124. La corona naval, que era de oro, se le daba al primero que saltase a la nave el enemigo.


125. La galera del capitan de los caballeros de la Orden de Jerusalen o de Malta.


126. Juan Andrea Doria,sobrino del ilustre Andrea Doria mandaba el flanco derecho de la flota Cristiana.


127. Selim II hijo de Soliman el Magnífico.


128. Puerto fortificado al sur del Peloponeso.


129. Los tres faroles, la insignia del buque almirante de la armada.


130. Soldados de infantería de marina y de tierra, respectivamente.


131. Madero, semejando una columna, que se colocaba a popa en las galeras.


132. Fortaleza que, aunque considerada inexpugnable, fue tomada por los turcos el 23 de agosto de 1574.


133. Seis pies u ocho palmos, es decir más profundas. La vara equivale a 835 mm. 








miércoles, 24 de enero de 2018

D. QUIJOTE PARA TODOS



Capítulo XXXVIII. Que trata del curioso discurso que hizo don Quijote de las armas y las letras


Prosiguiendo don Quijote, dijo:


  Hemos visto en qué cosas es pobre el estudiante, veamos si es más rico el soldado. Y veremos que no hay ninguno más pobre en la misma pobreza, porque depende de  la miseria de su paga, que viene o tarde o nunca, o a lo que garbeare (robare) por sus manos, con notable peligro de su vida y de su conciencia. Y a veces suele ser su desnudez tanta, que una casaca rota por las cuchilladas le sirve de gala y de camisa, y en la mitad del invierno se suele proteger de las inclemencias del cielo, estando a cielo raso con sólo el aliento de su boca, que, como sale de lugar vacío (estómago), saldrá frio, en lugar de como debe salir naturalmente. Pues esperad  que llegue la noche, para recuperarse de todas estas incomodidades, en la cama que le aguarda, la cual, si no es por su culpa, jamás pecará de estrecha; pues puede medir en la tierra los pies que quiera, y revolverse en ella a su sabor, sin temor que se le encojan las sábanas. Al llegar el día y la hora de recibir el grado de su ejercicio(118) ; al llegar un día de batalla, que allí le pondrán la borla en la cabeza, hecha de hilas, para curarle algún balazo, que quizá le habrá pasado las sienes, o le dejará estropeado de brazo o pierna. Y, cuando esto no suceda, sino que el cielo piadoso le guarde y conserve sano y vivo, podrá ser que se quede en la misma pobreza que antes estaba, y que sea menester que suceda uno y otro rencuentro, una y otra batalla, y que de todas salga vencedor, para prosperar en algo; pero estos milagros se ven pocas veces. Pero, decidme, señores, si habéis reparado  en ello: ¿son menos los vencedores en la guerra que los que han muerto en ella? Sin duda, habéis de responder que no tienen comparación, ni se pueden contar los muertos de tantos como son, pero si que se podrán contar los vencedores vivos con números de tres cifras(menos de mil). Todo esto es al revés en los letrados; porque, de faldas(119), que no quiero decir de mangas, todos tienen para mantenerse. Así que, aunque es mayor el trabajo del soldado, es mucho menor el premio. Pero a esto se puede responder que es más fácil premiar a dos mil letrados que a treinta mil soldados, porque a aquéllos se premian con darles oficios, que por fuerza se han de dar a los de su profesión, y a éstos no se pueden premiar sino con la misma hacienda del señor a quien sirven; y esta imposibilidad me da más la razón. Pero dejemos esto aparte, que es laberinto de muy dificultosa salida, y volvamos a la superioridad  de las armas sobre las letras, materia que hasta ahora está por averiguar, según son las razones que cada una de su parte alega. Y, entre las que he dicho, dicen las letras que sin ellas no se podrían sustentar las armas, porque la guerra también tiene sus leyes y está sujeta a ellas, y que las leyes pertenecen a las letras y letrados. A esto responden las armas que las leyes no se podrán sustentar sin ellas, porque con las armas se defienden las repúblicas, se conservan los reinos, se guardan las ciudades, se aseguran los caminos, se despejan los mares de corsarios; y, finalmente, si no fuese por ellas, las repúblicas, los reinos, las monarquías, las ciudades, los caminos de mar y tierra estarían sujetos al rigor y a la confusión que trae consigo la guerra, el tiempo que dura y el permiso para usar sus previlegios y sus fuerzas. Y es cosa sabida que aquello que más cuesta se estima y debe estimarse  más. Llegar a ser eminente en letras le cuesta a alguno  tiempo, vigilias, hambre, desnudez, dolores de cabeza, indigestiones de estómago, y otras cosas  unidas a éstas, que, en parte, ya las tengo referidas; pero llegar uno por sí mismo a ser buen soldado le cuesta todo lo que al  estudiante, y en mayor grado que no tiene comparación, porque a cada paso está a pique de perder la vida. Y ¿qué temor de necesidad y pobreza puede llegar ni fatigar al estudiante, que llegue al que tiene un soldado, que, hallándose cercado en alguna fortaleza, y estando de centinela, o guardia, en algún revellín o caballero (120), siente que los enemigos están minando hacia la parte donde él está, y no puede apartarse de allí, ni huir el peligro que  tan de cerca le amenaza? Lo único que puede hacer es comunicar a su capitán lo que pasa, para que lo remedie con alguna contramina (121), y quedarse quieto, temiendo y esperando que de improviso pueda subir a las nubes sin alas o bajar a lo profundo sin su voluntad. Y si éste parece pequeño peligro, veamos si le iguala o le aventaja el de embestirse dos galeras por las proas en mitad del mar espacioso, las cuales pegadas unas a otras, no le queda al soldado más espacio del que concede dos pies de tabla del espolón (remate de la proa); y, con todo esto, viendo que tiene delante de sí tantos ministros de la muerte (soldados) que le amenazan, cuantos cañones de artillería se asestan de la parte contraria, que no distan de su cuerpo una lanza, y viendo que al primer descuido de los pies iría a visitar los profundos senos de Neptuno (dios romano del mar); y, con todo esto, con intrépido corazón, llevado de la honra que le incita, se pone a ser blanco de tanta arcabucería, y procura pasar por tan estrecho paso al bajel (barco) contrario. Y lo que más es de admirar: que apenas uno ha caído donde no se podrá levantar hasta el fin del mundo, cuando otro ocupa su mismo lugar; y si éste también cae en el mar, que como a enemigo le aguarda, otro y otro le sucede, sin dar tiempo al tiempo de sus muertes: valentía y atrevimiento el mayor que se puede hallar en todos los trances de la guerra. Buenos fueron aquellos benditos siglos que carecieron de la espantable furia de estos endemoniados instrumentos de la artillería, a cuyo inventor tengo para mí que en el infierno se le está dando el premio de su diabólica invención, con la cual hace posible que un infame y cobarde brazo quite la vida a un valeroso caballero, y que, sin saber cómo o por dónde, en la mitad del coraje y brío que enciende y anima a los valientes pechos, llega una desmandada bala, disparada de quien quizá huyó y se espantó del resplandor que hizo el fuego al disparar la maldita máquina, y corta y acaba en un instante los pensamientos y vida de quien la merecía gozar largos siglos. Y así, considerando esto, estoy por decir que en el alma me pesa  haber tomado este ejercicio de caballero andante en edad tan detestable como es esta en que ahora vivimos; porque, aunque a mí ningún peligro me asusta, todavía me preocupa pensar si la pólvora y el estaño me han de quitar la ocasión de hacerme famoso y conocido por el valor de mi brazo y filos de mi espada, por todo lo descubierto de la tierra. Pero haga el cielo lo que fuere servido, que  seré más estimado, si consigo lo que pretendo, exponiéndome a mayores peligros de los que corrieron los caballeros andantes de los pasados siglos.
Todo este largo preámbulo dijo don Quijote, mientras los demás cenaban, olvidándose de llevar bocado a la boca, aunque algunas veces le había dicho Sancho Panza que cenase, que después habría lugar para decir todo lo que quisiese. Los que le habían escuchado sintieron lástima al ver que un hombre de tanto entendimiento y de tan buen discurso en todo lo que trataba, le hubiese perdido tratándose de su infausta y maldita caballería. El cura le dijo que tenía mucha razón en todo cuanto había dicho en favor de las armas, y que él, aunque letrado y graduado, era de su mismo parecer.

     Acabaron de cenar, levantaron los manteles, y, en tanto que la ventera, su hija y Maritornes preparaban el camaranchón de don Quijote de la Mancha, donde habían decidido que aquella noche solo lo utilizaran las mujeres, don Fernando rogó al cautivo les contase el transcurso de su vida, porque seguro sería interesante, de acuerdo como había venido en compañia de  Zoraida. A lo cual respondió el cautivo que de muy buena gana haría lo que se le mandaba, y que sólo temía que el cuento no les gustase tanto como él deseaba; pero que, a pesar de eso, lo contaría. El cura y todos los demás se lo agradecieron, y de nuevo se lo rogaron; y él, viéndose rogar de tantos, dijo que no eran menester ruegos adonde el mandar tenía tanta fuerza.

   Y así, estén vuestras mercedes atentos, y oirán un discurso verdadero, a quien podría ser que no llegasen los mentirosos que con curioso y pensado artificio suelen componer.

Con esto que dijo, hizo que todos se acomodasen y le prestasen un gran silencio; y él, viendo que ya callaban y esperaban lo que decir quisiese, con voz agradable y reposada, comenzó a decir de esta manera:

NOTAS.

118. El estudiante puede conseguir el grado de doctor y cubrir su cabeza con un birrete adornado con una borla; mientras el soldado termina con la cabeza vendada por las heridas recibidas.

119. Las faldas son las togas de los abogados y las mangas, los sobornos, las propinas o los sueldos legales.

120. Revellín y Caballero son los nombres de algunas partes de las fortificaciones.

121. Solían excavr minas por debajo de las fortalezas para volarlar con exploxivos, y se defendíann con contraminas(otrasexcavaciones para volar las primeras.  

miércoles, 17 de enero de 2018

D. QUIJOTE PARA TODOS



Capítulo XXXVII. Que prosigue la historia de la famosa infanta Micomicona, con otras graciosas aventuras


          Todo esto escuchaba Sancho, no con poco dolor de su alma, viendo que  le desaparecían y se quedaban en humo las esperanzas de su condado y que la linda princesa Micomicona se le había vuelto en Dorotea, y el gigante en don Fernando, y su amo  estaba durmiendo a pierna suelta, bien ajeno de todo lo sucedido. No sabía Dorotea si lo sucedido había sido solo un sueño o realidad. Cardenio pensaba lo mismo, y Luscinda corría por la misma cuenta. Don Fernando daba gracias al cielo por la merced recibida y haberle sacado de aquel intricado laberinto, donde se hallaba tan a pique de perder el prestigio y el alma; y, finalmente, todos los que se encontraban en la venta, estaban contentos y gozosos del deselnace que habían tenido tan difíciles y tristes asuntos.

             Todo lo ponía en su punto el cura, como discreto, y a cada uno le felicitaba por el bien alcanzado; pero quien más se alegraba y disfrutaba era la ventera, por la promesa que Cardenio y el cura le habían hecho de pagarle todos los daños e intereses que por cuenta de don Quijote le hubiesen venido. Sólo Sancho, como ya se ha dicho, era el afligido, el desventurado y el triste; y así, con malencónico semblante, se llegó a su amo, el cual acababa de despertar, a quien dijo:

   Bien puede vuestra merced, señor Triste Figura, dormir todo lo que quiera, sin preocuparse de matar a ningún gigante, ni de devolver a la princesa su reino: que ya todo está hecho y concluido.

   Eso creo yo también —respondió don Quijote—, porque he tenido con el gigante la más descomunal y desaforada batalla que pienso tener en todos los días de mi vida; y de un revés, ¡zas!, le derribé la cabeza en el suelo, y fue tanta la sangre que le salió, que los arroyos corrían por la tierra como si fueran de agua.

   Como si fueran de vino tinto, pudiera decir mejor vuestra merced — respondió Sancho—, porque quiero que sepa vuestra merced, si es que no lo sabe, que el gigante muerto es un cuero horadado, y la sangre, seis arrobas de vino tinto que encerraba en su vientre; y la cabeza cortada es la puta que me parió, y llévelo todo Satanás.

   Y ¿qué es lo que dices, loco? —replicó don Quijote—. ¿Estás en tu juicio?

   Levántese vuestra merced —dijo Sancho—, y verá la buena ganancia que ha hecho, y lo que tenemos que pagar; y verá a la reina convertida en una dama particular, llamada Dorotea, con otros sucesos que, cuando se entere de ellos, le han de admirar.

   No me maravillaría de nada de eso —replicó don Quijote—, porque, si bien te acuerdas, la otra vez que aquí estuvimos te dije yo que todo cuanto aquí sucedía eran cosas de encantamento, y no me extrañaría mucho que ahora fuese lo mismo.

Todo lo creyera yo —respondió Sancho—, si también mi manteamiento fuera cosa de esa clase, pero no lo fue, sino real y verdadero; y vi yo que el ventero que aquí está hoy  sostenía  un extremo de la manta, y me empujaba hacia el cielo con mucha gracia y fuerza, y con tanta risa como empuje; y donde se puede conocer a las personas, tengo para mí, aunque simple y pecador, que no hay encantamento alguno, sino mucho molimiento y mucha mala ventura.

   Ahora bien, Dios lo remediará —dijo don Quijote—. Dame mi ropa y déjame salir ahi fuera, que quiero ver los sucesos y transformaciones que dices.
                                                                                                                                
Le dio Sancho su ropa, y, mientras se vestía, contó el cura a don Fernando y a los demás las locuras de don Quijote, y el artificio que habían usado para sacarle de la Peña Pobre, donde él se imaginaba estar por desdenes de su señora. Les Contó  asimismo casi todas las aventuras que Sancho les había dicho, de lo que se admiraron y rieron mucho, por parecerles lo que a todos parecía: ser el más extraño género de locura que se podía pensar en una mente disparatada. Añadió el cura: que, pues la solución de las penas de la señora Dorotea impedía seguir con lo que había pensado, que era menester inventar y buscar otra forma para poderle llevar a su tierra.  Se ofreció Cardenio a seguir lo ya comenzado, y que Luscinda haría y representaría la persona de Dorotea.

   No —dijo don Fernando—, no ha de ser así: que yo quiero que Dorotea prosiga su invención; que, si no está muy lejos de aquí el lugar de este buen caballero, yo me alegraré de que se procure su remedio.

   No está a más de dos jornadas de aquí.

   Pues, aunque estuviera más, gustoso las haría, con tal de hacer tan buena obra.

Salió, en esto, don Quijote, armado de todos sus pertrechos, con el yelmo, aunque abollado, de Mambrino en la cabeza, embrazado de su rodela y arrimado a su tronco o lanzón. Sorprendieron a don Fernando y a los demás la extraña presencia de don Quijote, viendo su rostro como si hubiera andado media legua, seco y amarillo, la desigualdad de sus armas y su educada apariencia, y estuvieron callados hasta ver lo que él decía, el cual, con mucha seriedad y reposo, puestos los ojos en la hermosa Dorotea, dijo:

   Estoy informado, hermosa señora, por este mi escudero que vuestra grandeza se ha acabado, y vuestra persona  se ha arruinado, porque de ser reina y gran señora os habéis vuelto en sólo una simple doncella. Si esto ha sido por orden de vuestro padre el rey nigromante(adivino), temeroso de que yo no os diese la ayuda  necesaria y suficiente, digo que no supo ni sabe de la misa la media, y que sabe poco de las historias caballerescas, porque si él las hubiera leído y repasado tan atentamente y tantas veces como yo las repasé y leí, hubiera encontrado con frecuencia cómo otros caballeros de menor fama que la mía habían realizado hazañas más difíciles que matar a un gigantillo, por arrogante que sea; porque no hace muchas horas que yo me vi con él, y... quiero callar, porque no me digan que miento; pero el tiempo, descubridor de todas las cosas, lo dirá cuando menos lo pensemos.

   Os vísteis con dos cueros, que no con un gigante —dijo a entonces el ventero.

 Al cual mandó don Fernando que callase y no interrumpiese la plática de don Quijote en ninguna manera; y don Quijote prosiguió diciendo:

   Digo, en fin, alta y desheredada señora, que si por la causa que he dicho vuestro padre ha hecho esta transformación en vuestra persona, que no le deis crédito alguno, porque no hay ningún peligro en la tierra que no pueda vencer con  mi espada, con la cual, poniendo la cabeza de vuestro enemigo en tierra, os pondré a vos la corona en la vuestra  en breves días.

No dijo más don Quijote, y esperó a que la princesa le respondiese, la cual, como ya sabía la determinación de don Fernando de que se prosiguiese adelante en el engaño hasta llevar a su tierra a don Quijote, con mucha discreción y seriedad, le respondió:

   Quien os haya dicho dijo, valeroso caballero de la Triste Figura, que yo había mudado y cambiado mi persona, no os dijo la verdad, porque la misma que ayer fui soy hoy. Verdad es que alguna mudanza han hecho en mí ciertos acontecimientos de buena ventura, que me han dado lo mejor que yo pudiera desear, pero no por eso he dejado de ser la de antes y de tener los mismos pensamientos de valerme del valor de vuestro valeroso e invencible brazo.  Así que, señor mío, vuestra bondad vuelva la honra al padre que me engendró, y téngale por hombre advertido y prudente, pues con su ciencia encontró el camino tan fácil y tan verdadero para remediar mi desgracia; que yo creo que si por vos, señor, no fuera, jamás acertara a tener la ventura que tengo; y en esto digo tanta verdad como son buenos testigos de ella la mayoría de estos señores que están aquí presentes. Lo que falta es que mañana nos pongamos en camino, porque ya hoy se podrá hacer poca jornada, y por lo demás del buen suceso que espero, lo pondré en manos de Dios y del valor de vuestro pecho.

Esto dijo la discreta Dorotea, y, en oyéndolo don Quijote, se volvió a Sancho, y, con muestras de mucho enojo, le dijo:

   Ahora te digo, Sanchuelo, que eres el mayor bellacuelo que hay en España. Dime, ladrón vagabundo, ¿no me acabas de decir ahora que esta princesa se ha vuelto en una doncella que se llama Dorotea, y que la cabeza que entiendo que corté a un gigante era la puta que te parió, con otros disparates que me pusieron en la mayor confusión que jamás he estado en todos los días de mi vida? ¡Voto... —y miró al cielo y apretó los dientes— que estoy por hacerte un perjuicio,  que ponga sal en la mollera a todos cuantos mentirosos escuderos hubiere de caballeros andantes, de aquí en adelante, en el mundo!

Vuestra merced se sosiegue, señor mío —respondió Sancho—, que bien podría ser que yo me hubiese engañado en lo que toca a la mutación de la señora princesa Micomicona; pero, en lo que toca a la cabeza del gigante, o, al menos, a la rotura de los cueros y a lo de ser vino tinto la sangre, no me engaño, ¡vive Dios!, porque los cueros allí están heridos, a la cabecera del lecho de vuestra merced, y el vino tinto tiene hecho un lago el aposento; y si no, al freír de los huevos lo verá; quiero decir que lo verá cuando aquí su merced el señor ventero le pida la cuenta de todo. De lo demás, de que la señora reina esté como estaba, me regocijo en el alma, porque me va mi parte, como a cada hijo de vecino.

   Ahora yo te digo, Sancho —dijo don Quijote—, que eres un mentecato; y perdóname, y basta.

   Basta —dijo don Fernando—, y no se hable más de esto; y, pues la señora princesa dice que se camine mañana, porque ya hoy es tarde, hágase así, y esta noche la podremos pasar en buena conversación hasta el venidero día, donde todos acompañaremos al señor don Quijote, porque queremos ser testigos de las valerosas e inauditas hazañas que ha de hacer en el transcurso de esta gran empresa que lleva a su cargo.

   Yo soy el que tengo que serviros y acompañaros —respondió don Quijote—, y agradezco mucho la merced que se me hace y la buena opinión que de mí se tiene, que yo procuraré que salga bien, aún a costa de mi vida, y aun más, si es que más puede costarme.

Muchas palabras de cortesía y muchos ofrecimientos pasaron entre don Quijote y don Fernando; pero a todo callaba un pasajero que en aquel momento entró en la venta, el cual en su traje mostraba ser cristiano recién venido de tierra de moros, porque venía vestido con una casaca de paño azul, corta de faldas, con medias mangas y sin cuello; los calzones eran asimismo de lienzo azul, con bonete del mismo color; traía unos borceguíes datilados (112) y un alfanje morisco, puesto en un tahelí (113) que le atravesaba el pecho. Entró detrás de él, encima de un jumento, una mujer vestida a la morisca, cubierto el rostro con una toca en la cabeza; traía un bonetillo de brocado, y vestida una almalafa (114), que la cubría desde los hombros a los pies. Era el hombre robusto y de aspecto agraciado, de edad de poco más de cuarenta años, algo moreno de rostro, largo de bigotes y la barba muy bien cuidada. En resolución, él mostraba en su aspecto que si estuviera bien vestido, le juzgaran por persona de calidad y bien nacida.

Cuando entró pidió un aposento, y, como le dijeron que en la venta no lo había, se disgutó mucho; y, llegándose a la que por el traje parecía mora, la apeó en sus brazos. Luscinda, Dorotea, la ventera, su hija y Maritornes, atraidas por  el nuevo y para ellas nunca visto traje, rodearon a la mora, y Dorotea, que siempre fue agraciada, comedida y discreta, pareciéndole que así ella como el que la traía se acongojaban por la falta del aposento, le dijo:

   No os dé mucha pena, señora mía,de que no encontréis aquí muchas comodidades, pues es normal que no las haya en las ventas; pero, con todo esto, si queréis acompañarnos —señalando a Luscinda—, seguro que en el transcurso de este camino no encontraréis mejor acogida.

No respondió nada a esto la embozada, ni hizo otra cosa que levantarse de donde se había sentado, y, cruzando ambas manos sobre el pecho e inclinando la cabeza, dobló el cuerpo en señal de que lo agradecía. Por su silencio imaginaron que, sin duda alguna, debía de ser mora, y que no sabía hablar castellano. Llegó, en esto, el cautivo (*), que había estado entretenido en otra cosa hasta entonces, y, viendo que todas tenían cercada a la que con él venía, y que ella a cuanto le decían callaba, dijo:

   Señoras mías, esta doncella apenas entiende mi lengua, ni sabe hablar otra que la  de su tierra, y por esto no debe de haber respondido, ni responde, a lo que se le ha preguntado.

   No se le pregunta nada —respondió Luscinda— sino ofrecerle por esta noche nuestra compañía y parte del lugar donde nos acomodaremos, donde se le dará la comodidad  que el lugar proporcione, con el deber que obliga a servir a todos los extranjeros que lo necesiten, especialmente siendo mujer a quien se sirve.

   Por ella y por mí —respondió el cautivo— os beso, señora mía, las manos, y estimo mucho y en lo que merece la merced ofrecida; que en tal ocasión, y de tales personas como vuestra apariencia muestra, bien se echa de ver que ha de ser muy grande.

   Decidme, señor —dijo Dorotea—: ¿esta señora es cristiana o mora? Porque el traje y el silencio nos hace pensar que es lo que no querríamos que fuese.

   Mora es en el traje y en el cuerpo, pero en el alma es muy buena cristiana, porque tiene grandísimos deseos de serlo.

   Luego, ¿no está bautizada? —replicó Luscinda.

   No ha habido lugar para ello —respondió el cautivo— después que salió de Argel, su patria y tierra, y hasta ahora no se ha visto en peligro de muerte tan cercana que obligase a bautizarla sin que supiese primero todas las ceremonias que nuestra Madre la Santa Iglesia manda; pero Dios será servido que pronto se bautice con la decencia que la calidad de su persona merece, que es más de lo que muestra su hábito y el mío.

Con estas razones todos los que le escuchaban se interesaron por saber quienes eran la mora y el cautivo, pero nadie se lo quiso preguntar  entonces, por entender  que aquel momento era más apropiado para procurarles descanso que para preguntarles por sus vidas. Dorotea la tomó de la mano y la sentó junto a ella, rogándole que se quitase el embozo. Ella miró al cautivo, como si le preguntara le dijese lo que decían y lo que ella haría. Él, en lengua arábiga, le dijo que le pedían se quitase el embozo, y que lo hiciese; y así, se lo quitó, y descubrió un rostro tan hermoso que Dorotea la tuvo por más hermosa que  Luscinda, y Luscinda por más hermosa que  Dorotea, y todos los circunstantes pensaron que si alguno (se refiere al rostro) se podría igualar al de las dos, era el de la mora, y aun hubo algunos que le aventajaron en alguna cosa. Y, como la hermosura tiene  prerrogativa y gracia de reconciliar los ánimos y atraer las voluntades, enseguida todos deseaban servir y acariciar a la hermosa mora.

 Preguntó don Fernando al cautivo cómo se llamaba la mora, el cual respondió que lela Zoraida; y, cuando  esto escuchó, ella entendió lo que le habían preguntado al cristiano, y dijo con mucha prisa, llena de tristeza y simpatía:

   ¡No, no Zoraida: María, María! —dando a entender que se llamaba María y no Zoraida.

El gran afecto con que la mora pronunció estas palabras, hicieron derramar más de una lágrima a algunos de los que la escucharon, especialmente a las mujeres, que por naturaleza son tiernas y compasivas. La abrazó Luscinda con mucho amor, diciéndole:

    Sí, sí: María, María.

A lo cual respondió la mora:

   ¡Sí, sí: María; Zoraida macange! —que quiere decir no.

Se acercaba la noche, y, por orden de los que venían con don Fernando, había el ventero preparado la cena lo mejor que pudo y con mucha rápidez y cuidado. Llegada, pues, la hora, se sentaron todos ante una larga mesa, como de tinelo,(115) porque no la había redonda ni cuadrada en la venta, y dieron la cabecera y principal asiento, puesto que él lo rehusaba, a don Quijote, el cual quiso que estuviese a su lado la señora Micomicona, pues él era su protector. Luego se sentaron Luscinda y Zoraida, y frente a ellas don Fernando y Cardenio, y luego el cautivo y los demás caballeros, y, al lado de las señoras, el cura y el barbero. Y así, cenaron muy contentos, que aumentó  viendo que, dejando de comer don Quijote, movido de semejante espíritu que el que le movió a hablar tanto como habló cuando cenó con los cabreros, comenzó a decir:
   Verdaderamente, si se fijan bien, señores míos, grandes e inauditas cosas ven los que profesan la orden de la andante caballería. Si no, ¿cuál de los vivientes que hay en el mundo y que entrando ahora por la puerta de este castillo, y nos viera como estamos, pensaría y creyera que nosotros somos quienes somos? ¿Quién podrá decir que esta señora que está a mi lado es la gran reina que todos sabemos, y que yo soy aquel Caballero de la Triste Figura que anda por ahí en boca de la fama? Por lo que no hay que dudar, que este arte y ejercicio excede a todas aquellas y aquellos que los hombres inventaron, y tanto más si se tiene en cuenta que está expuesto a más peligros.
Que me pongan delante a los que dicen que las letras aventajan a las armas, que les diré,  sean quienes fueren, que no saben lo que dicen. Porque la razón que los tales suelen dar, y a lo que ellos más se atienen, es que los trabajos del espíritu (entendimiento, ingenio)  exceden a los del cuerpo, y que las armas sólo con el cuerpo se ejercitan, como si fuese su ejercicio oficio de ganapanes (peon, jornalero), para el cual sólo se necesita tener fuerza; o como si en esto que llamamos armas los que las profesamos no hiciésemos actos de fortaleza, los cuales  necesitan de mucho entendimiento; o como si el  guerrero que tiene a su cargo un ejército, o la defensa de una ciudad sitiada, no trabajase tanto con el espíritu como con el cuerpo.  Si no, piensen si solo con las fuerzas corporales se puede saber y sospechar lo que pretende el enemigo, sus intenciones, las estratagemas, las dificultades, el prevenir los daños que se temen; que todas estas cosas son acciones del entendimiento, en las que no tiene parte alguna el cuerpo.
Siendo pues así, que las armas requieren espíritu, como las letras, veamos
ahora cuál de los dos espíritus, el del letrado o el del guerrero, trabaja más. Y esto lo conoceremos por el fin que cada uno persigue, porque esa intención se estimará más cuanto más noble sea su fin. El fin y paradero de las letras..., y no hablo ahora de las divinas (la Teología y Sagradas Escrituras), cuyo finn es llevar y encaminar las almas al cielo, ninguno otro se le puede igualar; hablo de las letras humanas, que es su fin defender la justicia distributiva y dar a cada uno lo que es suyo, entender y hacer que las buenas leyes se guarden. Fin, por cierto, generoso y alto y digno de gran alabanza, pero no de tanta como merece aquel a que las armas atienden, las cuales tienen por objeto y fin la paz, que es el mayor bien que los hombres pueden desear en esta vida. Y así, las primeras buenas nuevas que tuvo el mundo y tuvieron los hombres fueron las que dieron los ángeles la noche que fue nuestro día (Nochebuena), cuando cantaron en los aires: ''Gloria sea en las alturas, y paz en la tierra, a los hombres de buena voluntad''; y a la salutación que el mejor maestro de la tierra y del cielo enseñó a sus allegados y amigos, fue decirles que cuando entrasen en alguna casa, dijesen: ''Paz sea en esta casa''; y otras muchas veces les dijo: ''Mi paz os doy, mi paz os dejo: paz sea con vosotros''. Esta paz es el verdadero fin de la guerra, que lo mismo da decir armas que guerra. Supuesta, pues, esta verdad, que el fin de la guerra es la paz, y que en esto hace ventaja al fin de las letras, veamos ahora  los trabajos del cuerpo del letrado y los del que profesa las armas, y veremos cuáles son mayores.

De tal manera, y de forma tan sensata, proseguía don quijote sus razonamientos, que ninguno de los que lo estaban escuchando lo tendría por loco; sino que como la mayoría eran caballeros, a quien son anejas las armas, le escuchaban de muy buena gana; y él prosiguió diciendo:

— Digo, pues, que los trabajos del estudiante son éstos: principalmente pobreza (no porque todos sean pobres, sino por poner este caso en todo el extremo que pueda ser); y, en haber dicho que padece pobreza, me parece que no había que decir más de su mala ventura, porque quien es pobre no tiene cosa buena. Esta pobreza la padece por varias razones, ya por hambre, ya por frío, ya por desnudez, ya por todo junto; pero, con todo eso, no es tanta que no coma, aunque sea un poco más tarde de lo que se usa, aunque sea de las sobras de los ricos; que es la mayor miseria del estudiante al que entre ellos llaman andar a la sopa (116); y no les falta algún ajeno brasero o chimenea, que, si no calienta, al menos alivia su frío, y, en fin, la noche duermen bajo techo. No quiero llegar a otras menudencias, como: la falta de camisas y de  zapatos, la escasez y poco pelo del vestido, ni aquel hartarse con tanto gusto, cuando la buena suerte les depara algún banquete.
Por este camino que he pintado, áspero y dificultoso, tropezando aquí, cayendo allí, levantándose acullá, tornando a caer acá, llegan al grado que desean; el cual alcanzado, a muchos hemos visto que, habiendo pasado por estas Sirtes (peligros) y por estas Scilas y Caribdis (riesgos y peligros) , como llevados en vuelo de la favorable fortuna, digo que los hemos visto mandar y gobernar el mundo desde una silla, cambiada su hambre en hartura, su frío en refrigerio, su desnudez en galas, y su dormir en una estera a reposar en holandas y damascos (117): premio justamente merecido de su virtud. Pero, contrapuestos y comparados sus trabajos con los del soldado o guerrero, se quedan muy atrás en todo, como ahora diré.

NOTAS.

* Aquí Cervantes anticipa que el pasajero había sido un cautivo. Lo explicará en el capítulo XXXIX

112.  Calzado alto del color de los dátiles. Típicas botas moriscas.
113.  Cincho que cuelga desde el hombro derecho hasta el final del brazo izquierdo de que los turcos cuelgan sus alfanges.
114. Manto largo usado en verano por los moros.
115. Comedor para la servidumbre de las casas de la nobleza
  116. Ir a las porterías de los monasterios donde daban a los pobres la comida que podían.               .
117. Sábanas de Holanda y damascos (buenas telas)