miércoles, 10 de enero de 2018

D. QUIJOTE PARA TODOS

D. QUIJOTE PARA TODOS
Capítulo XXXVI. Que trata de la brava y descomunal batalla que don Quijote tuvo con unos cueros de vino tinto, con otros raros sucesos que en la venta le sucedieron *

* El título del capítulo, no se corrrsponde con su contenido, pues en el capítulo anterior se ha visto la aventura de los cueros de vino. Avalle-Arce dice que es posible que en el texto original, antes de la última revision para la imprenta, el episodio de los cueros de vino vendría en este capítulo y el curioso impertinente terminaría en el capítulo XXXIV, por lo que el capítulo XXXV actual no existiría.


Estando en esto, el ventero, que estaba a la puerta de la venta, dijo:

— Esta que viene es una hermosa tropa de huéspedes: si ellos paran aquí, gaudeamus (alegría) tenemos.

— ¿Qué gente es? —dijo Cardenio.

— Cuatro hombres —respondió el ventero— vienen a caballo, a la jineta (caballería ligera), con lanzas y adargas, y todos con antifaces negros (109); y junto con ellos viene una mujer vestida de blanco, en un sillón(110), con el rostro también cubierto, y otros dos mozos de a pie.

— ¿Vienen muy cerca? —preguntó el cura.

— Tan cerca —respondió el ventero—, que ya llegan.

Oyendo esto Dorotea, se cubrió el rostro, y Cardenio entró en el aposento de don Quijote; y apenas hicieron esto, cuando entraron en la venta todos los que el ventero había dicho; y, apeándose los cuatro de a caballo, muy apuestos y galantes, fueron a apear a la mujer que en el sillón venía; y, tomándola uno de ellos en sus brazos, la sentó en una silla que estaba a la entrada del aposento donde Cardenio se había escondido. En todo este tiempo, ni ella ni ellos se habían quitado los antifaces, ni hablado palabra alguna; sólo que, al sentarse la mujer en la silla, dio un profundo suspiro y dejó caer los brazos, como persona enferma y desmayada. Los mozos de a pie llevaron los caballos a la caballeriza.

Viendo esto el cura, deseoso de saber qué gente era aquella que con tal traje y tal silencio venía, se fue donde estaban los mozos, y a uno de ellos le preguntó lo que tanto le intrigaba; el cual le respondió:

— Por Dios, señor, yo no sabré deciros qué gente sea ésta; sólo sé que parece ser muy principal, especialmente aquel que llegó a tomar en sus brazos a
aquella señora que habéis visto; y esto lo digo porque todos los demás le tienen respeto, y no se hace otra cosa más que la que él ordena y manda.

— Y la señora, ¿quién es? —preguntó el cura.

— Tampoco sabré decir eso —respondió el mozo—, porque en todo el camino le he visto el rostro; suspirar sí la he oído muchas veces, y dar unos gemidos que parece que con cada uno de ellos quiere dar el alma. Y no es de extrañar que no sepamos más de lo que hemos dicho, porque mi compañero y yo sólo hace dos días que los acompañamos; porque, habiéndolos encontrado en el camino, nos rogaron y persuadieron a que viniésemos con ellos hasta Andalucía, prometiendo pagarnos muy bien.

— ¿Y habéis oído el nombre a alguno de ellos? —preguntó el cura.

— No, por cierto —respondió el mozo—, porque todos caminan con tanto silencio que es asombroso, porque no se oye entre ellos otra cosa que los suspiros y sollozos de la pobre señora, que nos dan mucha lástima; y sin duda creemos que ella va forzada dondequiera que la lleven, y, según se puede deducir de su hábito, ella es monja, o va a serlo, que es lo más seguro, y quizá porque no le debe gustar el monjío, va tan triste, como parece.

— Todo podría ser —dijo el cura.

Y, dejándolos, se volvió adonde estaba Dorotea, la cual, como había oído suspirar a la embozada, movida de su natural compasión, se llegó a ella y le dijo:

— ¿Qué mal os apena, señora mía? Sabed, que si es alguno de los que las mujeres suelen tener práctica y experiencia de curarle, que yo me ofrezco sinceramente a prestaros mi ayuda.

A todo esto callaba la lastimada señora; y, aunque Dorotea volvió a ofrecer su ayuda, todavía permanecía en silencio, hasta que llegó el caballero embozado que dijo el mozo que los demás obedecían, y dijo a Dorotea:

— No os canséis, señora, en ofrecer nada a esa mujer, porque tiene por costumbre no agradecer nada de lo que se hace por ella, ni intentéis que os responda, si no queréis oír alguna mentira de su boca.

— Jamás la dije —dijo entonces la que hasta ahora había estado callada—; antes, por ser tan confiada y tan crédula, me veo ahora en tanta desventura; y de esto vos mismo quiero que seáis el testigo, pues mi pura verdad os hace a vos ser falso y mentiroso.

Escuchó Cardenio estas razones muy claramente, porque estaba muy cerca de quien las decía, ya que sólo la puerta del aposento de don Quijote los separaba; y, en cuanto las escuchó, dando una gran voz dijo:

— ¡Válgame Dios! ¿Qué es esto que oigo? ¿Qué voz es esta que ha llegado a mis oídos?

Volvió la cabeza a estos gritos aquella señora, toda sobresaltada, y, no viendo quién los daba, se levantó y fue a entrar en el aposento; pero al verla el caballero la detuvo impidiendo que diera un paso más. A ella, con la turbación y desasosiego, se le cayó el tafetán (tela de seda) con que traía cubierto el rostro, y descubrió una hermosura incomparable y un rostro milagroso, aunque descolorido y desconcertado, porque con los ojos andaba rodeando todos los lugares donde alcanzaba su vista, con tanto ahínco, que parecía persona fuera de juicio; cuyas señales, sin saber por qué las hacía, apenaron mucho a Dorotea y a cuantos la miraban. La tenía el caballero fuertemente asida por las espaldas, y, por estar tan ocupado en detenerla, no pudo impedir que se le cayera el embozo que le cubría la cara; y, alzando los ojos Dorotea, que estaba abrazada a la señora, vio que el que la sujetaba era su esposo don Fernando; y, apenas le hubo conocido, cuando, arrojando de lo íntimo de sus entrañas un largo y tristísimo ''¡ay!'', se dejó caer de espaldas desmayada; y, de no estar junto a ella el barbero, que la recogió en los brazos, hubiera dado con su cuerpo en el suelo.

Acudió luego el cura a quitarle el embozo, para echarle agua en el rostro, y al descubrirla la conoció don Fernando, que era el que estaba abrazado con la otra, y quedó como muerto al verla; pero no por eso soltó a Luscinda, que procuraba soltarse de sus brazos; la cual había conocido en el suspiro a Cardenio, y él la había conocido a ella. Oyó asimismo Cardenio el ¡ay! que dio Dorotea cuando se cayó desmayada, y, creyendo que era su Luscinda, salió del aposento asustado, y lo primero que vio fue a don Fernando, que tenía abrazada a Luscinda. También don Fernando conoció enseguida a Cardenio; y los tres, Luscinda, Cardenio y Dorotea, quedaron mudos y sorprendidos, sin saber bien lo que les había sucedido..

Todos callaban y se miraban: Dorotea a don Fernando, don Fernando a Cardenio, Cardenio a Luscinda y Luscinda a Cardenio. Pero la primera que habló fue Luscinda, dirigiéndose a don Fernando de esta manera:

— Dejadme, señor don Fernando, por lo que debéis a ser quien sois, si por otra razón no lo hacéis; dejadme llegar al muro de quien yo soy yedra, al cariño de quien no me han podido apartar vuestras impertinencias, vuestras amenazas, vuestras promesas ni vuestras dádivas. Notad cómo el cielo, por extraños y ocultos caminos, me ha puesto a mi verdadero esposo delante. Y bien sabéis por mil penosas experiencias que sólo la muerte podría borrarle de mi memoria. Sirvan pues, los desengaños para que cambiéis, ya que no podeis hacer otra cosa, el amor en rabia, el deseo en despecho, y quitadme ante él la vida; que, como yo la rinda delante de mi buen esposo, la daré por bien empleada: quizá con mi muerte quedará satisfecho de la fidelidad que le tuve hasta el último suspiro de mi vida.

Mientras esto ocurría Dorotea había vuelto en sí, y había escuchado todas las razones que Luscinda dijo, por las cuales se dio cuenta de quien era; y viendo que don Fernando no la soltaba ni respondía a sus razones, haciendo un esfuerzo se levantó y se fue a hincar de rodillas a sus pies;
y, derramando muchas hermosas y lastimeras lágrimas, le comenzó a decir:

─ Si los rayos de ese sol que en tus brazos eclipsado tienes no te ofuscan y quitan los de tus ojos, te habrás dado cuenta que la que está arrodillada a tus pies es la infortunada y desgraciada Dorotea. .Yo soy aquella labradora humilde a quien tú, por tu bondad o por tu gusto, quisiste levantar a la grandeza de poder llamarse tuya. Soy la que, encerrada en los límites de la honestidad, vivió contenta hasta que, a las voces de tus importunidades, y, al parecer, justos y amorosos sentimientos, abrió las puertas de su recato y te entregó las llaves de su libertad: dádiva de tí tan mal agradecida, como bien claro lo muestra el estar en el lugar en el que estoy, y verte yo a ti de la manera que te veo. Pero, con todo esto, no querría que pensases que he venido aquí por motivo de mi deshonra, sino que ha sido por el dolor y sentimiento de verme de ti olvidada.Tú quisiste que fuese tuya, y lo quisiste de tal manera que, aunque ahora no lo quieras, es imposible que dejes de ser mío. Mira, señor mío, que el inmenso amor que te tengo, puede compensar a la hermosura y nobleza por la que me dejas. Tú no puedes ser de la hermosa Luscinda, porque eres mío, ni ella puede ser tuya, porque es de Cardenio; y más feliz serás, si quieres a quien te adora que no obligando que te quiera, la que te aborrece. Tú cortejaste mi debiidad, tú suplicastes a mi firmeza, tu no ignoraste mi calidad (posición, clase), tú sabes bien de la manera que me entregué a toda tu voluntad: no te puedes considerar engañado.Y si esto es así, como lo es, y tú eres tan cristiano como caballero, ¿por qué dilatas tanto el hacerme feliz al final como lo hiciste al principio? Y si no me quieres como tu verdadera y legítima esposa, quiéreme, al menos, y admíteme como tu esclava; que, estando contigo, me tendré por dichosa y bien afortunada. No permitas, que, dejándome y desamparándome se hagan corrillos en mi deshonra; no des tan mala vejez a mis padres, pues no lo merecen los leales servicios que, como buenos vasallos, a los tuyos siempre han prestado. Y si te parece que has de manchar tu sangre por mezclarla con la mía, considera que poca o ninguna nobleza hay en el mundo que no haya venido por este camino, y que la que se toma de las mujeres no influye en las ilustres decendencias;(111) además, que la verdadera nobleza consiste en la virtud, y si ésta te falta, negándome lo que tan justamente me debes, yo tendré más nobleza que tú. En fin, señor, por ultimo te digo que, quieras o no quieras, yo soy tu esposa: testigos son tus palabras, que no han ni deben ser mentirosas, si es que te precias de aquello por que me desprecias; testigo será la firma que hiciste, y testigo el cielo, a quien tú llamaste por testigo de lo que me prometías. Y, si esto no lo tienes en cuenta, tu misma conciencia hará que se amarguen tus alegrías, recordándote todas las verdades que te he dicho y amargando tus mejores momentos de gozo.

Estas y otras razones dijo la lastimada Dorotea, con tanto sentimiento y lágrimas, que los mismos que acompañaban a don Fernando, y cuantos estaban presentes, la acompañaron en ellas. La Escuchó don Fernando en silencio, hasta que ella terminando de hablar comenzó a sollozar y a suspirar de tal manera, que se necesitaba un corazón de bronce para no enternecerse ante muestras de tanto dolor. Lucinda la estaba mirando, no menos apenada de su sentimiento que admirada de su mucha discreción y hermosura; y, aunque quisiera llegarse a ella y decirle algunas palabras de consuelo, no la dejaban los brazos de don Fernando, que la tenían apretada. El cual, lleno de confusión y espanto, al cabo de un buen rato que la estuvo mirando atentamente, abrió los brazos y, dejando libre a Luscinda, dijo:

— Venciste, hermosa Dorotea, venciste; porque no es posible tener ánimo para negar tantas verdades juntas.

Cuando don Fernando soltó a Luscinda, ésta iba a caer al suelo; pero Cardenio que estaba allí, de espaldas a don Fernando, para que no le conociese, aventurándose a cualquier riesgo, acudió a sostener a Luscinda, y, cogiéndola entre sus brazos, le dijo:

— Si el piadoso cielo gusta y quiere que tengas ya algún descanso, leal, firme y hermosa señora mía, en ninguna parte creo yo que le tendrás más seguro que en estos brazos que ahora te reciben, y que en otro tiempo te recibieron, cuando la fortuna quiso que pudiese llamarte mía.

Ante estas consideraciones, miró Luscinda a Cardenio y, conociéndolo, primero por la voz, y asegurándose que era él con la vista, casi fuera de sentido y sin tener en cuenta ningún honesto respeto, le echó los brazos al cuello, y, juntando su rostro con el de Cardenio, le dijo:

─ Vos sí, señor mío, sois el verdadero dueño de esta vuestra cautiva, por mucho que la suerte esté en contra, y, por muchas amenazas que reciba mi vida, que por la vuestra vive.

Extraño espectáculo fue éste para don Fernando y para todos los circunstantes, admirándose de tan insólito suceso. Le pareció a Dorotea que don Fernando había perdido el color del rostro y que hacía ademán de querer vengarse de Cardenio, porque le vio poner la mano en la espada; y, así como lo pensó, con rapidez nunca vista, se abrazó con él por las rodillas, besándoselas y teniéndole tan apretado que no se podia mover, y, sin dejar de llorar ni un momento, le decía:
¿Qué es lo que piensas hacer, único refugio mío, en este tan impensado trance? Tú tienes a tus pies a tu esposa, y la que quieres que lo sea está en los brazos de su marido. Piensa si obrarás bien o te será posible deshacer lo que el cielo ha hecho, o si te convendrá querer tomar para tí a la que ante todo inconveniente te ha demostrado que tiene sus ojos puestos en su verdadero esposo. Por quien Dios es te ruego, y por quien tú eres te suplico, que este tan notorio desengaño no sólo no acreciente tu ira, sino que la mengüe en tal manera, que con quietud y sosiego permitas que estos dos amantes vivan, sin impedimiento tuyo, todo el tiempo que el cielo quiera concederles; y en esto mostrarás la generosidad de tu ilustre y noble pecho, y verá el mundo que tiene contigo más fuerza la razón que el apetito.

Mientras Dorotea decía esto, Cardenio tenía abrazada a Luscinda, pero no dejaba de mirar a don Fernando, con el propósito de que, si le viese hacer algún movimiento en su perjuicio, intentar defenderse y atacar como mejor pudiese a todos aquellos que intentaran hacerle daño, aunque le costase vida. Pero en este momento acudieron los amigos de don Fernando, y el cura y el barbero que todo lo habían presenciado, sin que faltase el bueno de Sancho Panza, y todos rodeaban a don Fernando , suplicándole que considerase las lágrimas de Dorotea; y que, siendo verdad, como sin duda ellos creían que lo era, lo que en sus argumentos había dicho, que no permitiese quedase defraudada de sus tan justas esperanzas. Que considerase que, no era casual, como parecía, sino algo providencial, el que se hubieran juntado todos en el lugar donde menos pensaban, y que advirtiese —dijo el cura— que solo la muerte podía apartar a Luscinda de Cardenio; y, aunque los matasen, ellos tendrían por felicísima su muerte; y que en los lazos del matrimonio, lo más sensato era, luchando y venciéndose a sí mismo, mostrar un generoso corazón, permitiendo que libremente los dos gozasen el bien que el cielo ya les había concedido; que pusiese los ojos en la beldad de Dorotea, y vería que pocas o ninguna se le podían igualar, cuanto más aventajarla, y que juntase a su hermosura su humildad y el mucho amor que le tenía; y, sobre todo, advirtiese que si se preciaba de caballero y de cristiano, no podía hacer otra cosa que cumplir la palabra dada, y que, cumpliéndola, cumpliría con Dios y alegraría a las gentes discretas, las cuales saben y conocen que es prerrogativa de la hermosura, aunque esté en persona humilde, si va acompañada de honestidad, poder levantarse e igualarse a cualquier alteza, sin menoscabo del que la levanta e iguala a sí mismo; y, cuando se cumplen las fuertes leyes del placer, si ello no es causa de pecado, no debe de ser culpado el que las sigue.

En efecto, a estas razones añadieron todos otras, tales y tantas, que el valeroso corazón de don Fernando (en fin, como alimentado con ilustre sangre) se ablandó y se dejó vencer de la verdad, que él no pudiera negar aunque quisiera; y la señal que dio de haberse rendido y entregado al buen parecer que se le había propuesto fue humillarse y abrazar a Dorotea, diciéndole:
— Levantaos, señora mía, que no es justo que esté arrodillada a mis pies la que yo tengo en mi alma; y si hasta aquí no he dado muestras de lo que digo, quizá ha sido por orden del cielo, para que, viendo yo en vos la fidelidad con que me amáis, os sepa estimar en lo que mereceis. Lo que os ruego es que no reprehendáis mi mal proceder ni mi mucho descuido, pues la misma ocasión y fuerza que me movió para aceptaros por mía, esa misma me empujó para procurar no ser vuestro. Y para que veáis que esto es verdad, volved y mirad los ojos de la ya contenta Luscinda, y en ellos hallaréis disculpa de todos mis errores; y, pues ella halló y alcanzó lo que deseaba, y yo he hallado en vos lo que me pertenece, viva ella segura y contenta largos y felices años con su Cardenio, que yo rogaré al cielo que me los deje vivir con mi Dorotea.

Y, diciendo esto, la volvió a abrazar y a juntar su rostro con el suyo, con tan tierno sentimiento, que le fue necesario tener cuidado para que las lágrimas no acabasen de dar indubitables muestras de su amor y arrepentimiento. No lo hicieron así las de Luscinda y Cardenio, y aun las de casi todos los que allí presentes estaban, porque comenzaron a derramar tantas, los unos de contento propio y los otros del ajeno, que no parecía sino que alguna desgracia a todos hubiera sucedido. Hasta Sancho Panza lloraba, aunque después dijo que él lloraba por ver que Dorotea no era, como él pensaba, la reina Micomicona, de quien él tantas mercedes esperaba. Durante un tiempo se juntaron en todos el llanto y la admiración, y luego Cardenio y Luscinda se fueron a poner de rodillas ante don Fernando, dándole gracias de la merced que les había hecho con tan corteses palabras, que don Fernando no sabía qué responderles; así que los levantó y abrazó con muestras de mucho amor y de mucha amabilidad.

Preguntó luego a Dorotea le dijese cómo había venido a aquel lugar tan lejos del suyo. Ella, con breves y discretas palabras, contó todo lo que antes había contado a Cardenio, de lo cual gustó tanto don Fernando y los que con él venían, que quisieran que durara el cuento más tiempo: tanta era la gracia con que Dorotea contaba sus desventuras. Y, cuando acabó, dijo don Fernando lo que en la ciudad le había acontecido después que encontró la carta en el pecho de Luscinda, donde declaraba ser esposa de Cardenio y no poderlo ser suya. Dijo que la quiso matar, y lo hubiera hecho si sus padres no lo hubiern impedido; y que así, salió de su casa, despechado y avergonzado, con intención de vengarse en otro momento más oportuno; y que al día siguiente supo como Luscinda había faltado de casa de sus padres, sin que nadie supiese decir dónde se había ido, y que, al fin, al cabo de algunos meses se enteró de que estaba en un monasterio, con la intención de quedarse en él toda la vida, si no la podía pasar con Cardenio; y que, así como lo supo, escogiendo para su compañía aquellos tres caballeros, vino al lugar donde estaba, sin decir nada a nadie, temiendo que, en sabiendo que él estaba allí, había de haber más vigilancia en el monasterio; y así, aguardando un día en el que la portería estuviese abierta, dejó a dos vigilando la puerta, y él, con el otro, entró en el monasterio buscando a Luscinda, a la cual encontraron en el claustro hablando con una monja; y, secuestrándola, sin dar lugar a que se lo impidieran, fueron con ella a un lugar donde se proveyeron de todo lo que necesitaban para traerla. Todo lo cual habían podido hacer sin peligro, por estar el monasterio en el campo, bastante alejado del pueblo. Dijo que, así como Luscinda se vio en su poder, perdió todos los sentidos; y que, después de vuelta en sí, no había hecho otra cosa sino llorar y suspirar, sin hablar palabra alguna; y que así, acompañados de silencio y de lágrimas, habían llegado a aquella venta, que para él era haber llegado al cielo, donde se rematan y tienen fin todas las desventuras de la tierra.


NOTAS.

109. Anteojos para protegerse del sol y del polvo.

110. Sillas grandes de caballo, preparadas para montar las señoras.

111. Desde las Partidas de Alfonso X, la nobleza de sangre se tranmite sólo por via varonil




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