Capítulo XXXVII.
Que prosigue la historia de la famosa infanta Micomicona, con otras graciosas aventuras
Todo esto
escuchaba Sancho, no con poco dolor de su alma, viendo que le desaparecían y se quedaban en humo las
esperanzas de su condado y que la linda princesa Micomicona se le había vuelto
en Dorotea, y el gigante en don
Fernando, y su amo estaba durmiendo a
pierna suelta, bien ajeno de todo lo sucedido. No sabía Dorotea si lo sucedido
había sido solo un sueño o realidad. Cardenio pensaba lo mismo, y Luscinda
corría por la misma cuenta. Don Fernando daba gracias al cielo por la merced
recibida y haberle sacado de aquel intricado laberinto, donde se hallaba tan a
pique de perder el prestigio y el alma; y, finalmente, todos los que se
encontraban en la venta, estaban contentos y gozosos del deselnace que habían
tenido tan difíciles y tristes asuntos.
Todo lo
ponía en su punto el cura, como discreto, y a cada uno le felicitaba por el
bien alcanzado; pero quien más se alegraba y disfrutaba era la ventera, por la
promesa que Cardenio y el cura le habían hecho de pagarle todos los daños e
intereses que por cuenta de don Quijote le hubiesen venido. Sólo Sancho, como
ya se ha dicho, era el afligido, el desventurado y el triste; y así, con
malencónico semblante, se llegó a su amo, el cual acababa de despertar, a quien dijo:
—
Bien
puede vuestra merced, señor Triste Figura, dormir todo lo que quiera, sin
preocuparse de matar a ningún gigante, ni de devolver a la princesa su reino:
que ya todo está hecho y concluido.
—
Eso
creo yo también —respondió don Quijote—, porque he tenido con el gigante la más
descomunal y desaforada batalla que pienso tener en todos los días de mi vida;
y de un revés, ¡zas!, le derribé la cabeza en el suelo, y fue tanta la sangre
que le salió, que los arroyos corrían por la tierra como si fueran de agua.
—
Como
si fueran de vino tinto, pudiera decir mejor vuestra merced — respondió
Sancho—, porque quiero que sepa vuestra merced, si es que no lo sabe, que el
gigante muerto es un cuero horadado, y la sangre, seis arrobas de vino tinto
que encerraba en su vientre; y la cabeza cortada es la puta que me parió, y
llévelo todo Satanás.
—
Y
¿qué es lo que dices, loco? —replicó don Quijote—. ¿Estás en tu juicio?
—
Levántese
vuestra merced —dijo Sancho—, y verá la buena ganancia que ha hecho, y lo que
tenemos que pagar; y verá a la reina convertida en una dama particular, llamada
Dorotea, con otros sucesos que, cuando se entere de ellos, le han de admirar.
—
No
me maravillaría de nada de eso —replicó don Quijote—, porque, si bien te
acuerdas, la otra vez que aquí estuvimos te dije yo que todo cuanto aquí
sucedía eran cosas de encantamento, y no me extrañaría mucho que ahora fuese lo
mismo.
Todo lo creyera yo
—respondió Sancho—, si también mi manteamiento fuera cosa de esa clase, pero no
lo fue, sino real y verdadero; y vi yo que el ventero que aquí está hoy sostenía
un extremo de la manta, y me empujaba hacia el cielo con mucha gracia y
fuerza, y con tanta risa como empuje; y donde se puede conocer a las personas,
tengo para mí, aunque simple y pecador,
que no hay encantamento alguno, sino mucho molimiento y
mucha mala ventura.
—
Ahora
bien, Dios lo remediará —dijo don Quijote—. Dame mi ropa y déjame salir ahi
fuera, que quiero ver los sucesos y transformaciones que dices.
Le dio Sancho su ropa, y, mientras se vestía, contó el
cura a don Fernando y a los demás las locuras de don Quijote, y el artificio
que habían usado para sacarle de la Peña Pobre, donde él se imaginaba estar por
desdenes de su señora. Les Contó
asimismo casi todas las aventuras que Sancho les había dicho, de lo que
se admiraron y rieron mucho, por parecerles lo que a todos parecía: ser el más
extraño género de locura que se podía pensar en una mente disparatada. Añadió
el cura: que, pues la solución de las penas de la señora Dorotea impedía seguir
con lo que había pensado, que era menester inventar y buscar otra forma para
poderle llevar a su tierra. Se ofreció
Cardenio a seguir lo ya comenzado, y que Luscinda haría y representaría la
persona de Dorotea.
—
No
—dijo don Fernando—, no ha de ser así: que yo quiero que Dorotea prosiga su
invención; que, si no está muy lejos de aquí el lugar de este buen caballero,
yo me alegraré de que se procure su remedio.
—
No está
a más de dos jornadas de aquí.
—
Pues,
aunque estuviera más, gustoso las haría, con tal de hacer tan buena obra.
Salió, en esto, don Quijote, armado de todos sus
pertrechos, con el yelmo, aunque abollado, de Mambrino en la cabeza, embrazado
de su rodela y arrimado a su tronco o lanzón. Sorprendieron a don Fernando y a
los demás la extraña presencia de don Quijote, viendo su rostro como si hubiera
andado media legua, seco y amarillo, la desigualdad de sus armas y su educada
apariencia, y estuvieron callados hasta ver lo que él decía, el cual, con mucha
seriedad y reposo, puestos los ojos en la hermosa Dorotea, dijo:
—
Estoy
informado, hermosa señora, por este mi escudero que vuestra grandeza se ha
acabado, y vuestra persona se ha
arruinado, porque de ser reina y gran señora os habéis vuelto en sólo una
simple doncella. Si esto ha sido por orden de vuestro padre el rey nigromante(adivino),
temeroso de que yo no os diese la ayuda
necesaria y suficiente, digo que no supo ni sabe de la misa la media, y
que sabe poco de las historias caballerescas, porque si él las hubiera leído y
repasado tan atentamente y tantas veces como yo las repasé y leí, hubiera
encontrado con frecuencia cómo otros caballeros de menor fama que la mía habían
realizado hazañas más difíciles que matar a un gigantillo, por arrogante que
sea; porque no hace muchas horas que yo me vi con él, y... quiero callar,
porque no me digan que miento; pero el tiempo, descubridor de todas las cosas,
lo dirá cuando menos lo pensemos.
—
Os
vísteis con dos cueros, que no con un gigante —dijo a entonces el ventero.
Al cual mandó don
Fernando que callase y no interrumpiese la plática de don Quijote en ninguna
manera; y don Quijote prosiguió diciendo:
—
Digo, en
fin, alta y desheredada señora, que si por la causa que he dicho vuestro padre
ha hecho esta transformación en vuestra persona, que no le deis crédito alguno,
porque no hay ningún peligro en la tierra que no pueda vencer con mi espada, con la cual, poniendo la cabeza de
vuestro enemigo en tierra, os pondré a vos la corona en la vuestra en breves
días.
No dijo más don Quijote, y esperó a que la princesa le respondiese,
la cual, como ya sabía la determinación de don Fernando de que se prosiguiese
adelante en el engaño hasta llevar a su tierra a don Quijote, con mucha
discreción y seriedad, le respondió:
—
Quien os
haya dicho dijo, valeroso caballero de la Triste Figura, que yo había mudado y
cambiado mi persona, no os dijo la verdad, porque la misma que ayer fui soy
hoy. Verdad es que alguna mudanza han hecho en mí ciertos acontecimientos de
buena ventura, que me han dado lo mejor que yo pudiera desear, pero no por eso
he dejado de ser la de antes y de tener los mismos pensamientos de valerme del
valor de vuestro valeroso e invencible brazo.
Así que, señor mío, vuestra bondad vuelva la honra al padre que me
engendró, y téngale por hombre advertido y prudente, pues con su ciencia
encontró el camino tan fácil y tan verdadero para remediar mi desgracia; que yo
creo que si por vos, señor, no fuera, jamás acertara a tener la ventura que
tengo; y en esto digo tanta verdad como son buenos testigos de ella la mayoría de
estos señores que están aquí presentes. Lo que
falta es que mañana nos pongamos en camino, porque ya hoy se podrá hacer poca
jornada, y por lo demás del buen suceso que espero, lo pondré en manos de Dios
y del valor de vuestro pecho.
Esto dijo la discreta Dorotea, y, en oyéndolo don
Quijote, se volvió a Sancho, y, con muestras de mucho enojo, le dijo:
—
Ahora
te digo, Sanchuelo, que eres el mayor bellacuelo que hay en España. Dime,
ladrón vagabundo, ¿no me acabas de decir ahora que esta princesa se ha vuelto
en una doncella que se llama Dorotea, y que la cabeza que entiendo que corté a
un gigante era la puta que te parió, con otros disparates que me pusieron en la
mayor confusión que jamás he estado en todos los días de mi vida? ¡Voto... —y
miró al cielo y apretó los dientes— que estoy por hacerte un perjuicio, que ponga sal en la mollera a todos cuantos
mentirosos escuderos hubiere de caballeros andantes, de aquí en adelante, en el mundo!
Vuestra merced se
sosiegue, señor mío —respondió Sancho—, que bien podría ser que yo me hubiese
engañado en lo que toca a la mutación de la señora princesa Micomicona; pero,
en lo que toca a la cabeza del gigante, o, al menos, a la rotura de los cueros
y a lo de ser vino tinto la sangre, no me engaño, ¡vive Dios!, porque los
cueros allí están heridos, a la cabecera del lecho de vuestra merced, y el vino
tinto tiene hecho un lago el aposento; y si no, al freír de los huevos lo verá;
quiero decir que lo verá cuando aquí su merced el señor ventero le pida la
cuenta de todo. De lo demás, de que la señora reina esté como estaba, me regocijo en el alma, porque me
va mi parte, como a cada hijo de vecino.
—
Ahora
yo te digo, Sancho —dijo don Quijote—, que eres un mentecato; y perdóname, y basta.
—
Basta
—dijo don Fernando—, y no se hable más de esto; y, pues la señora princesa dice
que se camine mañana, porque ya hoy es tarde, hágase así, y esta noche la
podremos pasar en buena conversación hasta el venidero día, donde todos
acompañaremos al señor don Quijote, porque queremos ser testigos de las
valerosas e inauditas hazañas que ha de hacer en el transcurso de esta gran
empresa que lleva a su cargo.
—
Yo
soy el que tengo que serviros y acompañaros —respondió don Quijote—, y
agradezco mucho la merced que se me hace y la buena opinión que de mí se tiene,
que yo procuraré que salga bien, aún a costa de mi vida, y aun más, si es que
más puede costarme.
Muchas palabras de cortesía y muchos ofrecimientos
pasaron entre don Quijote y don Fernando; pero a todo callaba un pasajero que
en aquel momento entró en la venta, el cual en su traje mostraba ser cristiano
recién venido de tierra de moros, porque venía vestido con una casaca de paño
azul, corta de faldas, con medias mangas y sin cuello; los calzones eran
asimismo de lienzo azul, con bonete del mismo color; traía unos borceguíes
datilados (112) y un alfanje morisco, puesto en un tahelí (113) que le
atravesaba el pecho. Entró detrás de él, encima de un jumento, una mujer
vestida a la morisca, cubierto el rostro con una toca en la cabeza; traía un
bonetillo de brocado, y vestida una almalafa (114), que la cubría desde los
hombros a los pies. Era el hombre robusto y de aspecto agraciado, de edad de
poco más de cuarenta años, algo moreno de rostro, largo de bigotes y la barba
muy bien cuidada. En resolución, él mostraba en su aspecto que si estuviera
bien vestido, le juzgaran por persona de calidad y bien nacida.
Cuando entró pidió un aposento, y, como le dijeron que
en la venta no lo había, se disgutó mucho; y, llegándose a la que por el traje
parecía mora, la apeó en sus brazos. Luscinda, Dorotea, la ventera, su hija y
Maritornes, atraidas por el nuevo y para
ellas nunca visto traje, rodearon a la mora, y Dorotea, que siempre fue
agraciada, comedida y discreta, pareciéndole que así ella como el que la traía
se acongojaban por la falta del aposento, le
dijo:
—
No
os dé mucha pena, señora mía,de que no encontréis aquí muchas comodidades, pues
es normal que no las haya en las ventas; pero, con todo esto, si queréis
acompañarnos —señalando a Luscinda—, seguro que en el transcurso de este camino
no encontraréis mejor acogida.
No respondió nada a esto la embozada, ni hizo otra cosa
que levantarse de donde se había sentado, y, cruzando ambas manos sobre el
pecho e inclinando la cabeza, dobló el cuerpo en señal de que lo agradecía. Por
su silencio imaginaron que, sin duda alguna, debía de ser mora, y que no sabía
hablar castellano. Llegó, en esto, el cautivo (*), que había estado entretenido en otra cosa hasta entonces,
y, viendo que todas tenían cercada a la que con él venía, y que ella a cuanto
le decían callaba, dijo:
—
Señoras
mías, esta doncella apenas entiende mi lengua, ni sabe hablar otra que la de su tierra, y por esto no debe de haber
respondido, ni responde, a lo que se le ha preguntado.
—
No
se le pregunta nada —respondió Luscinda— sino ofrecerle por esta noche nuestra
compañía y parte del lugar donde nos acomodaremos, donde se le dará la
comodidad que el lugar proporcione, con
el deber que obliga a servir a todos los extranjeros que lo necesiten,
especialmente siendo mujer a quien se sirve.
—
Por
ella y por mí —respondió el cautivo— os beso, señora mía, las manos, y estimo
mucho y en lo que merece la merced ofrecida; que en tal ocasión, y de tales
personas como vuestra apariencia muestra, bien se echa de ver que ha de ser muy
grande.
—
Decidme,
señor —dijo Dorotea—: ¿esta señora es cristiana o mora? Porque el traje y el
silencio nos hace pensar que es lo que no querríamos que fuese.
—
Mora es
en el traje y en el cuerpo, pero en el alma es muy buena cristiana, porque
tiene grandísimos deseos de serlo.
—
Luego,
¿no está bautizada? —replicó Luscinda.
—
No
ha habido lugar para ello —respondió el cautivo— después que salió de Argel, su
patria y tierra, y hasta ahora no se ha visto en peligro de muerte tan cercana
que obligase a bautizarla sin que supiese primero todas las ceremonias que
nuestra Madre la Santa Iglesia manda; pero Dios será servido que pronto se
bautice con la decencia que la calidad de su persona merece, que es más de lo
que muestra su hábito y el mío.
Con estas razones todos los que le escuchaban se
interesaron por saber quienes eran la mora y el cautivo, pero nadie se lo quiso
preguntar entonces, por entender que aquel momento era más apropiado para
procurarles descanso que para preguntarles por sus vidas. Dorotea la tomó de la
mano y la sentó junto a ella, rogándole que se quitase el embozo. Ella miró al
cautivo, como si le preguntara le dijese lo que decían y lo que ella haría. Él,
en lengua arábiga, le dijo que le pedían se quitase el embozo, y que lo
hiciese; y así, se lo quitó, y descubrió un rostro tan hermoso que Dorotea la
tuvo por más hermosa que Luscinda, y
Luscinda por más hermosa que Dorotea, y
todos los circunstantes pensaron que si alguno (se refiere al rostro) se podría
igualar al de las dos, era el de la mora, y aun hubo algunos que le aventajaron
en alguna cosa. Y, como la hermosura tiene
prerrogativa y gracia de reconciliar los ánimos y atraer las voluntades,
enseguida todos deseaban servir y acariciar a la hermosa mora.
Preguntó don Fernando
al cautivo cómo se llamaba la mora, el cual respondió que lela Zoraida; y,
cuando esto escuchó, ella entendió lo
que le habían preguntado al cristiano, y dijo con mucha prisa, llena de
tristeza y simpatía:
—
¡No,
no Zoraida: María, María! —dando a entender que se llamaba María y no Zoraida.
El gran afecto con que la mora pronunció estas palabras,
hicieron derramar más de una lágrima a algunos de los que la escucharon,
especialmente a las mujeres, que por naturaleza son tiernas y compasivas. La
abrazó Luscinda con mucho amor, diciéndole:
—
Sí, sí:
María, María.
A lo cual respondió la
mora:
—
¡Sí,
sí: María; Zoraida macange! —que quiere decir
no.
Se acercaba la noche, y, por orden de los que venían con
don Fernando, había el ventero preparado la cena lo mejor que pudo y con mucha
rápidez y cuidado. Llegada, pues, la hora, se sentaron todos ante una larga
mesa, como de tinelo,(115) porque no la había redonda ni cuadrada en la venta,
y dieron la cabecera y principal asiento, puesto que él lo rehusaba, a don
Quijote, el cual quiso que estuviese a su lado la señora Micomicona, pues él
era su protector. Luego se sentaron Luscinda y Zoraida, y frente a ellas don
Fernando y Cardenio, y luego el cautivo y los demás caballeros, y, al lado de las
señoras, el cura y el barbero. Y así, cenaron muy contentos, que aumentó viendo que, dejando de comer don Quijote,
movido de semejante espíritu que el que le movió a hablar tanto como habló
cuando cenó con los cabreros, comenzó a decir:
—
Verdaderamente,
si se fijan bien, señores míos, grandes e inauditas cosas ven los que profesan
la orden de la andante caballería. Si no, ¿cuál de los vivientes que hay en el
mundo y que entrando ahora por la puerta de este castillo, y nos viera como
estamos, pensaría y creyera que nosotros somos quienes somos? ¿Quién podrá
decir que esta señora que está a mi lado es la gran reina que todos sabemos, y
que yo soy aquel Caballero de la Triste Figura que anda por ahí en boca de la
fama? Por lo que no hay que dudar, que este arte y ejercicio excede a todas
aquellas y aquellos que los hombres inventaron, y tanto más si se tiene en
cuenta que está expuesto a más peligros.
Que me pongan delante a los que dicen que las letras
aventajan a las armas, que les diré,
sean quienes fueren, que no saben lo que dicen. Porque la razón que los
tales suelen dar, y a lo que ellos más se atienen, es que los trabajos del
espíritu (entendimiento, ingenio)
exceden a los del cuerpo, y que las armas sólo con el cuerpo se
ejercitan, como si fuese su ejercicio oficio de ganapanes (peon, jornalero),
para el cual sólo se necesita tener fuerza; o como si en esto que llamamos
armas los que las profesamos no hiciésemos actos de fortaleza, los cuales necesitan de mucho entendimiento; o como si
el guerrero que tiene a su cargo un
ejército, o la defensa de una ciudad sitiada, no trabajase tanto con el
espíritu como con el cuerpo. Si no,
piensen si solo con las fuerzas corporales se puede saber y sospechar lo que
pretende el enemigo, sus intenciones, las estratagemas, las dificultades, el
prevenir los daños que se temen; que todas estas cosas son acciones del
entendimiento, en las que no tiene
parte alguna el cuerpo.
Siendo pues así, que las armas requieren espíritu, como las letras, veamos
ahora cuál de los dos espíritus, el del letrado o el del guerrero,
trabaja más. Y esto lo conoceremos por el fin que cada uno persigue, porque esa
intención se estimará más cuanto más noble sea su fin. El fin y paradero de las
letras..., y no hablo ahora de las divinas (la Teología y Sagradas Escrituras),
cuyo finn es llevar y encaminar las almas al cielo, ninguno otro se le puede
igualar; hablo de las letras humanas, que es su fin defender la justicia
distributiva y dar a cada uno lo que es suyo, entender y hacer que las buenas
leyes se guarden. Fin, por cierto, generoso y alto y digno de gran alabanza,
pero no de tanta como merece aquel a que las armas atienden, las cuales tienen
por objeto y fin la paz, que es el mayor bien que los hombres pueden desear en
esta vida. Y así, las primeras buenas nuevas que tuvo el mundo y tuvieron los
hombres fueron las que dieron los ángeles la noche que fue nuestro día
(Nochebuena), cuando cantaron en los aires: ''Gloria sea en las alturas, y paz
en la tierra, a los hombres de buena voluntad''; y a la salutación que el mejor
maestro de la tierra y del cielo enseñó a sus allegados y amigos, fue decirles
que cuando entrasen en alguna casa, dijesen: ''Paz sea en esta casa''; y otras
muchas veces les dijo: ''Mi paz os doy, mi paz os dejo: paz sea con vosotros''.
Esta paz es el verdadero fin de la guerra, que lo mismo da decir armas que
guerra. Supuesta, pues, esta verdad, que el fin de la guerra es la paz, y que
en esto hace ventaja al fin de las letras, veamos ahora los trabajos del cuerpo del letrado y los del
que profesa las armas, y veremos cuáles son mayores.
De tal manera, y de forma tan sensata, proseguía don quijote sus
razonamientos, que ninguno de los que lo estaban escuchando lo tendría por
loco; sino que como la mayoría eran caballeros, a quien son anejas las armas,
le escuchaban de muy buena gana; y él prosiguió diciendo:
— Digo, pues, que los trabajos del estudiante son éstos:
principalmente pobreza (no porque todos sean pobres, sino por poner este caso
en todo el extremo que pueda ser); y, en haber dicho que padece pobreza, me
parece que no había que decir más de su mala ventura, porque quien es pobre no
tiene cosa buena. Esta pobreza la padece por varias razones, ya por hambre, ya
por frío, ya por desnudez, ya por todo junto; pero, con todo eso, no es tanta
que no coma, aunque sea un poco más tarde de lo que se usa, aunque sea de las
sobras de los ricos; que es la mayor miseria del estudiante al que entre ellos
llaman andar a la sopa (116); y no les falta algún ajeno brasero o chimenea,
que, si no calienta, al menos alivia su frío, y, en fin, la noche duermen bajo
techo. No quiero llegar a otras menudencias, como: la falta de camisas y
de zapatos, la escasez y poco pelo del
vestido, ni aquel hartarse con tanto gusto, cuando la buena suerte les depara
algún banquete.
Por este camino que he pintado, áspero y dificultoso, tropezando
aquí, cayendo allí, levantándose acullá, tornando a caer acá, llegan al grado
que desean; el cual alcanzado, a muchos hemos visto que, habiendo pasado por estas
Sirtes (peligros) y por estas Scilas y Caribdis (riesgos y peligros) , como
llevados en vuelo de la favorable fortuna, digo que los hemos visto mandar y
gobernar el mundo desde una silla, cambiada su hambre en hartura, su frío en
refrigerio, su desnudez en galas, y su dormir
en una estera a reposar en holandas y damascos (117): premio justamente
merecido de su virtud. Pero, contrapuestos y comparados sus trabajos con los
del soldado o guerrero, se quedan muy atrás en todo, como ahora diré.
NOTAS.
* Aquí Cervantes anticipa que el pasajero había sido un cautivo. Lo
explicará en el capítulo XXXIX
112. Calzado alto del color de los dátiles.
Típicas botas moriscas.
113. Cincho que cuelga
desde el hombro derecho hasta el final del brazo izquierdo de que los turcos
cuelgan sus alfanges.
114. Manto largo usado en verano por los moros.
115. Comedor para la servidumbre de las casas de la nobleza
116. Ir a las porterías de los monasterios donde daban a los pobres
la comida que podían. .
117. Sábanas de Holanda y damascos (buenas telas)
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