miércoles, 17 de enero de 2018

D. QUIJOTE PARA TODOS



Capítulo XXXVII. Que prosigue la historia de la famosa infanta Micomicona, con otras graciosas aventuras


          Todo esto escuchaba Sancho, no con poco dolor de su alma, viendo que  le desaparecían y se quedaban en humo las esperanzas de su condado y que la linda princesa Micomicona se le había vuelto en Dorotea, y el gigante en don Fernando, y su amo  estaba durmiendo a pierna suelta, bien ajeno de todo lo sucedido. No sabía Dorotea si lo sucedido había sido solo un sueño o realidad. Cardenio pensaba lo mismo, y Luscinda corría por la misma cuenta. Don Fernando daba gracias al cielo por la merced recibida y haberle sacado de aquel intricado laberinto, donde se hallaba tan a pique de perder el prestigio y el alma; y, finalmente, todos los que se encontraban en la venta, estaban contentos y gozosos del deselnace que habían tenido tan difíciles y tristes asuntos.

             Todo lo ponía en su punto el cura, como discreto, y a cada uno le felicitaba por el bien alcanzado; pero quien más se alegraba y disfrutaba era la ventera, por la promesa que Cardenio y el cura le habían hecho de pagarle todos los daños e intereses que por cuenta de don Quijote le hubiesen venido. Sólo Sancho, como ya se ha dicho, era el afligido, el desventurado y el triste; y así, con malencónico semblante, se llegó a su amo, el cual acababa de despertar, a quien dijo:

   Bien puede vuestra merced, señor Triste Figura, dormir todo lo que quiera, sin preocuparse de matar a ningún gigante, ni de devolver a la princesa su reino: que ya todo está hecho y concluido.

   Eso creo yo también —respondió don Quijote—, porque he tenido con el gigante la más descomunal y desaforada batalla que pienso tener en todos los días de mi vida; y de un revés, ¡zas!, le derribé la cabeza en el suelo, y fue tanta la sangre que le salió, que los arroyos corrían por la tierra como si fueran de agua.

   Como si fueran de vino tinto, pudiera decir mejor vuestra merced — respondió Sancho—, porque quiero que sepa vuestra merced, si es que no lo sabe, que el gigante muerto es un cuero horadado, y la sangre, seis arrobas de vino tinto que encerraba en su vientre; y la cabeza cortada es la puta que me parió, y llévelo todo Satanás.

   Y ¿qué es lo que dices, loco? —replicó don Quijote—. ¿Estás en tu juicio?

   Levántese vuestra merced —dijo Sancho—, y verá la buena ganancia que ha hecho, y lo que tenemos que pagar; y verá a la reina convertida en una dama particular, llamada Dorotea, con otros sucesos que, cuando se entere de ellos, le han de admirar.

   No me maravillaría de nada de eso —replicó don Quijote—, porque, si bien te acuerdas, la otra vez que aquí estuvimos te dije yo que todo cuanto aquí sucedía eran cosas de encantamento, y no me extrañaría mucho que ahora fuese lo mismo.

Todo lo creyera yo —respondió Sancho—, si también mi manteamiento fuera cosa de esa clase, pero no lo fue, sino real y verdadero; y vi yo que el ventero que aquí está hoy  sostenía  un extremo de la manta, y me empujaba hacia el cielo con mucha gracia y fuerza, y con tanta risa como empuje; y donde se puede conocer a las personas, tengo para mí, aunque simple y pecador, que no hay encantamento alguno, sino mucho molimiento y mucha mala ventura.

   Ahora bien, Dios lo remediará —dijo don Quijote—. Dame mi ropa y déjame salir ahi fuera, que quiero ver los sucesos y transformaciones que dices.
                                                                                                                                
Le dio Sancho su ropa, y, mientras se vestía, contó el cura a don Fernando y a los demás las locuras de don Quijote, y el artificio que habían usado para sacarle de la Peña Pobre, donde él se imaginaba estar por desdenes de su señora. Les Contó  asimismo casi todas las aventuras que Sancho les había dicho, de lo que se admiraron y rieron mucho, por parecerles lo que a todos parecía: ser el más extraño género de locura que se podía pensar en una mente disparatada. Añadió el cura: que, pues la solución de las penas de la señora Dorotea impedía seguir con lo que había pensado, que era menester inventar y buscar otra forma para poderle llevar a su tierra.  Se ofreció Cardenio a seguir lo ya comenzado, y que Luscinda haría y representaría la persona de Dorotea.

   No —dijo don Fernando—, no ha de ser así: que yo quiero que Dorotea prosiga su invención; que, si no está muy lejos de aquí el lugar de este buen caballero, yo me alegraré de que se procure su remedio.

   No está a más de dos jornadas de aquí.

   Pues, aunque estuviera más, gustoso las haría, con tal de hacer tan buena obra.

Salió, en esto, don Quijote, armado de todos sus pertrechos, con el yelmo, aunque abollado, de Mambrino en la cabeza, embrazado de su rodela y arrimado a su tronco o lanzón. Sorprendieron a don Fernando y a los demás la extraña presencia de don Quijote, viendo su rostro como si hubiera andado media legua, seco y amarillo, la desigualdad de sus armas y su educada apariencia, y estuvieron callados hasta ver lo que él decía, el cual, con mucha seriedad y reposo, puestos los ojos en la hermosa Dorotea, dijo:

   Estoy informado, hermosa señora, por este mi escudero que vuestra grandeza se ha acabado, y vuestra persona  se ha arruinado, porque de ser reina y gran señora os habéis vuelto en sólo una simple doncella. Si esto ha sido por orden de vuestro padre el rey nigromante(adivino), temeroso de que yo no os diese la ayuda  necesaria y suficiente, digo que no supo ni sabe de la misa la media, y que sabe poco de las historias caballerescas, porque si él las hubiera leído y repasado tan atentamente y tantas veces como yo las repasé y leí, hubiera encontrado con frecuencia cómo otros caballeros de menor fama que la mía habían realizado hazañas más difíciles que matar a un gigantillo, por arrogante que sea; porque no hace muchas horas que yo me vi con él, y... quiero callar, porque no me digan que miento; pero el tiempo, descubridor de todas las cosas, lo dirá cuando menos lo pensemos.

   Os vísteis con dos cueros, que no con un gigante —dijo a entonces el ventero.

 Al cual mandó don Fernando que callase y no interrumpiese la plática de don Quijote en ninguna manera; y don Quijote prosiguió diciendo:

   Digo, en fin, alta y desheredada señora, que si por la causa que he dicho vuestro padre ha hecho esta transformación en vuestra persona, que no le deis crédito alguno, porque no hay ningún peligro en la tierra que no pueda vencer con  mi espada, con la cual, poniendo la cabeza de vuestro enemigo en tierra, os pondré a vos la corona en la vuestra  en breves días.

No dijo más don Quijote, y esperó a que la princesa le respondiese, la cual, como ya sabía la determinación de don Fernando de que se prosiguiese adelante en el engaño hasta llevar a su tierra a don Quijote, con mucha discreción y seriedad, le respondió:

   Quien os haya dicho dijo, valeroso caballero de la Triste Figura, que yo había mudado y cambiado mi persona, no os dijo la verdad, porque la misma que ayer fui soy hoy. Verdad es que alguna mudanza han hecho en mí ciertos acontecimientos de buena ventura, que me han dado lo mejor que yo pudiera desear, pero no por eso he dejado de ser la de antes y de tener los mismos pensamientos de valerme del valor de vuestro valeroso e invencible brazo.  Así que, señor mío, vuestra bondad vuelva la honra al padre que me engendró, y téngale por hombre advertido y prudente, pues con su ciencia encontró el camino tan fácil y tan verdadero para remediar mi desgracia; que yo creo que si por vos, señor, no fuera, jamás acertara a tener la ventura que tengo; y en esto digo tanta verdad como son buenos testigos de ella la mayoría de estos señores que están aquí presentes. Lo que falta es que mañana nos pongamos en camino, porque ya hoy se podrá hacer poca jornada, y por lo demás del buen suceso que espero, lo pondré en manos de Dios y del valor de vuestro pecho.

Esto dijo la discreta Dorotea, y, en oyéndolo don Quijote, se volvió a Sancho, y, con muestras de mucho enojo, le dijo:

   Ahora te digo, Sanchuelo, que eres el mayor bellacuelo que hay en España. Dime, ladrón vagabundo, ¿no me acabas de decir ahora que esta princesa se ha vuelto en una doncella que se llama Dorotea, y que la cabeza que entiendo que corté a un gigante era la puta que te parió, con otros disparates que me pusieron en la mayor confusión que jamás he estado en todos los días de mi vida? ¡Voto... —y miró al cielo y apretó los dientes— que estoy por hacerte un perjuicio,  que ponga sal en la mollera a todos cuantos mentirosos escuderos hubiere de caballeros andantes, de aquí en adelante, en el mundo!

Vuestra merced se sosiegue, señor mío —respondió Sancho—, que bien podría ser que yo me hubiese engañado en lo que toca a la mutación de la señora princesa Micomicona; pero, en lo que toca a la cabeza del gigante, o, al menos, a la rotura de los cueros y a lo de ser vino tinto la sangre, no me engaño, ¡vive Dios!, porque los cueros allí están heridos, a la cabecera del lecho de vuestra merced, y el vino tinto tiene hecho un lago el aposento; y si no, al freír de los huevos lo verá; quiero decir que lo verá cuando aquí su merced el señor ventero le pida la cuenta de todo. De lo demás, de que la señora reina esté como estaba, me regocijo en el alma, porque me va mi parte, como a cada hijo de vecino.

   Ahora yo te digo, Sancho —dijo don Quijote—, que eres un mentecato; y perdóname, y basta.

   Basta —dijo don Fernando—, y no se hable más de esto; y, pues la señora princesa dice que se camine mañana, porque ya hoy es tarde, hágase así, y esta noche la podremos pasar en buena conversación hasta el venidero día, donde todos acompañaremos al señor don Quijote, porque queremos ser testigos de las valerosas e inauditas hazañas que ha de hacer en el transcurso de esta gran empresa que lleva a su cargo.

   Yo soy el que tengo que serviros y acompañaros —respondió don Quijote—, y agradezco mucho la merced que se me hace y la buena opinión que de mí se tiene, que yo procuraré que salga bien, aún a costa de mi vida, y aun más, si es que más puede costarme.

Muchas palabras de cortesía y muchos ofrecimientos pasaron entre don Quijote y don Fernando; pero a todo callaba un pasajero que en aquel momento entró en la venta, el cual en su traje mostraba ser cristiano recién venido de tierra de moros, porque venía vestido con una casaca de paño azul, corta de faldas, con medias mangas y sin cuello; los calzones eran asimismo de lienzo azul, con bonete del mismo color; traía unos borceguíes datilados (112) y un alfanje morisco, puesto en un tahelí (113) que le atravesaba el pecho. Entró detrás de él, encima de un jumento, una mujer vestida a la morisca, cubierto el rostro con una toca en la cabeza; traía un bonetillo de brocado, y vestida una almalafa (114), que la cubría desde los hombros a los pies. Era el hombre robusto y de aspecto agraciado, de edad de poco más de cuarenta años, algo moreno de rostro, largo de bigotes y la barba muy bien cuidada. En resolución, él mostraba en su aspecto que si estuviera bien vestido, le juzgaran por persona de calidad y bien nacida.

Cuando entró pidió un aposento, y, como le dijeron que en la venta no lo había, se disgutó mucho; y, llegándose a la que por el traje parecía mora, la apeó en sus brazos. Luscinda, Dorotea, la ventera, su hija y Maritornes, atraidas por  el nuevo y para ellas nunca visto traje, rodearon a la mora, y Dorotea, que siempre fue agraciada, comedida y discreta, pareciéndole que así ella como el que la traía se acongojaban por la falta del aposento, le dijo:

   No os dé mucha pena, señora mía,de que no encontréis aquí muchas comodidades, pues es normal que no las haya en las ventas; pero, con todo esto, si queréis acompañarnos —señalando a Luscinda—, seguro que en el transcurso de este camino no encontraréis mejor acogida.

No respondió nada a esto la embozada, ni hizo otra cosa que levantarse de donde se había sentado, y, cruzando ambas manos sobre el pecho e inclinando la cabeza, dobló el cuerpo en señal de que lo agradecía. Por su silencio imaginaron que, sin duda alguna, debía de ser mora, y que no sabía hablar castellano. Llegó, en esto, el cautivo (*), que había estado entretenido en otra cosa hasta entonces, y, viendo que todas tenían cercada a la que con él venía, y que ella a cuanto le decían callaba, dijo:

   Señoras mías, esta doncella apenas entiende mi lengua, ni sabe hablar otra que la  de su tierra, y por esto no debe de haber respondido, ni responde, a lo que se le ha preguntado.

   No se le pregunta nada —respondió Luscinda— sino ofrecerle por esta noche nuestra compañía y parte del lugar donde nos acomodaremos, donde se le dará la comodidad  que el lugar proporcione, con el deber que obliga a servir a todos los extranjeros que lo necesiten, especialmente siendo mujer a quien se sirve.

   Por ella y por mí —respondió el cautivo— os beso, señora mía, las manos, y estimo mucho y en lo que merece la merced ofrecida; que en tal ocasión, y de tales personas como vuestra apariencia muestra, bien se echa de ver que ha de ser muy grande.

   Decidme, señor —dijo Dorotea—: ¿esta señora es cristiana o mora? Porque el traje y el silencio nos hace pensar que es lo que no querríamos que fuese.

   Mora es en el traje y en el cuerpo, pero en el alma es muy buena cristiana, porque tiene grandísimos deseos de serlo.

   Luego, ¿no está bautizada? —replicó Luscinda.

   No ha habido lugar para ello —respondió el cautivo— después que salió de Argel, su patria y tierra, y hasta ahora no se ha visto en peligro de muerte tan cercana que obligase a bautizarla sin que supiese primero todas las ceremonias que nuestra Madre la Santa Iglesia manda; pero Dios será servido que pronto se bautice con la decencia que la calidad de su persona merece, que es más de lo que muestra su hábito y el mío.

Con estas razones todos los que le escuchaban se interesaron por saber quienes eran la mora y el cautivo, pero nadie se lo quiso preguntar  entonces, por entender  que aquel momento era más apropiado para procurarles descanso que para preguntarles por sus vidas. Dorotea la tomó de la mano y la sentó junto a ella, rogándole que se quitase el embozo. Ella miró al cautivo, como si le preguntara le dijese lo que decían y lo que ella haría. Él, en lengua arábiga, le dijo que le pedían se quitase el embozo, y que lo hiciese; y así, se lo quitó, y descubrió un rostro tan hermoso que Dorotea la tuvo por más hermosa que  Luscinda, y Luscinda por más hermosa que  Dorotea, y todos los circunstantes pensaron que si alguno (se refiere al rostro) se podría igualar al de las dos, era el de la mora, y aun hubo algunos que le aventajaron en alguna cosa. Y, como la hermosura tiene  prerrogativa y gracia de reconciliar los ánimos y atraer las voluntades, enseguida todos deseaban servir y acariciar a la hermosa mora.

 Preguntó don Fernando al cautivo cómo se llamaba la mora, el cual respondió que lela Zoraida; y, cuando  esto escuchó, ella entendió lo que le habían preguntado al cristiano, y dijo con mucha prisa, llena de tristeza y simpatía:

   ¡No, no Zoraida: María, María! —dando a entender que se llamaba María y no Zoraida.

El gran afecto con que la mora pronunció estas palabras, hicieron derramar más de una lágrima a algunos de los que la escucharon, especialmente a las mujeres, que por naturaleza son tiernas y compasivas. La abrazó Luscinda con mucho amor, diciéndole:

    Sí, sí: María, María.

A lo cual respondió la mora:

   ¡Sí, sí: María; Zoraida macange! —que quiere decir no.

Se acercaba la noche, y, por orden de los que venían con don Fernando, había el ventero preparado la cena lo mejor que pudo y con mucha rápidez y cuidado. Llegada, pues, la hora, se sentaron todos ante una larga mesa, como de tinelo,(115) porque no la había redonda ni cuadrada en la venta, y dieron la cabecera y principal asiento, puesto que él lo rehusaba, a don Quijote, el cual quiso que estuviese a su lado la señora Micomicona, pues él era su protector. Luego se sentaron Luscinda y Zoraida, y frente a ellas don Fernando y Cardenio, y luego el cautivo y los demás caballeros, y, al lado de las señoras, el cura y el barbero. Y así, cenaron muy contentos, que aumentó  viendo que, dejando de comer don Quijote, movido de semejante espíritu que el que le movió a hablar tanto como habló cuando cenó con los cabreros, comenzó a decir:
   Verdaderamente, si se fijan bien, señores míos, grandes e inauditas cosas ven los que profesan la orden de la andante caballería. Si no, ¿cuál de los vivientes que hay en el mundo y que entrando ahora por la puerta de este castillo, y nos viera como estamos, pensaría y creyera que nosotros somos quienes somos? ¿Quién podrá decir que esta señora que está a mi lado es la gran reina que todos sabemos, y que yo soy aquel Caballero de la Triste Figura que anda por ahí en boca de la fama? Por lo que no hay que dudar, que este arte y ejercicio excede a todas aquellas y aquellos que los hombres inventaron, y tanto más si se tiene en cuenta que está expuesto a más peligros.
Que me pongan delante a los que dicen que las letras aventajan a las armas, que les diré,  sean quienes fueren, que no saben lo que dicen. Porque la razón que los tales suelen dar, y a lo que ellos más se atienen, es que los trabajos del espíritu (entendimiento, ingenio)  exceden a los del cuerpo, y que las armas sólo con el cuerpo se ejercitan, como si fuese su ejercicio oficio de ganapanes (peon, jornalero), para el cual sólo se necesita tener fuerza; o como si en esto que llamamos armas los que las profesamos no hiciésemos actos de fortaleza, los cuales  necesitan de mucho entendimiento; o como si el  guerrero que tiene a su cargo un ejército, o la defensa de una ciudad sitiada, no trabajase tanto con el espíritu como con el cuerpo.  Si no, piensen si solo con las fuerzas corporales se puede saber y sospechar lo que pretende el enemigo, sus intenciones, las estratagemas, las dificultades, el prevenir los daños que se temen; que todas estas cosas son acciones del entendimiento, en las que no tiene parte alguna el cuerpo.
Siendo pues así, que las armas requieren espíritu, como las letras, veamos
ahora cuál de los dos espíritus, el del letrado o el del guerrero, trabaja más. Y esto lo conoceremos por el fin que cada uno persigue, porque esa intención se estimará más cuanto más noble sea su fin. El fin y paradero de las letras..., y no hablo ahora de las divinas (la Teología y Sagradas Escrituras), cuyo finn es llevar y encaminar las almas al cielo, ninguno otro se le puede igualar; hablo de las letras humanas, que es su fin defender la justicia distributiva y dar a cada uno lo que es suyo, entender y hacer que las buenas leyes se guarden. Fin, por cierto, generoso y alto y digno de gran alabanza, pero no de tanta como merece aquel a que las armas atienden, las cuales tienen por objeto y fin la paz, que es el mayor bien que los hombres pueden desear en esta vida. Y así, las primeras buenas nuevas que tuvo el mundo y tuvieron los hombres fueron las que dieron los ángeles la noche que fue nuestro día (Nochebuena), cuando cantaron en los aires: ''Gloria sea en las alturas, y paz en la tierra, a los hombres de buena voluntad''; y a la salutación que el mejor maestro de la tierra y del cielo enseñó a sus allegados y amigos, fue decirles que cuando entrasen en alguna casa, dijesen: ''Paz sea en esta casa''; y otras muchas veces les dijo: ''Mi paz os doy, mi paz os dejo: paz sea con vosotros''. Esta paz es el verdadero fin de la guerra, que lo mismo da decir armas que guerra. Supuesta, pues, esta verdad, que el fin de la guerra es la paz, y que en esto hace ventaja al fin de las letras, veamos ahora  los trabajos del cuerpo del letrado y los del que profesa las armas, y veremos cuáles son mayores.

De tal manera, y de forma tan sensata, proseguía don quijote sus razonamientos, que ninguno de los que lo estaban escuchando lo tendría por loco; sino que como la mayoría eran caballeros, a quien son anejas las armas, le escuchaban de muy buena gana; y él prosiguió diciendo:

— Digo, pues, que los trabajos del estudiante son éstos: principalmente pobreza (no porque todos sean pobres, sino por poner este caso en todo el extremo que pueda ser); y, en haber dicho que padece pobreza, me parece que no había que decir más de su mala ventura, porque quien es pobre no tiene cosa buena. Esta pobreza la padece por varias razones, ya por hambre, ya por frío, ya por desnudez, ya por todo junto; pero, con todo eso, no es tanta que no coma, aunque sea un poco más tarde de lo que se usa, aunque sea de las sobras de los ricos; que es la mayor miseria del estudiante al que entre ellos llaman andar a la sopa (116); y no les falta algún ajeno brasero o chimenea, que, si no calienta, al menos alivia su frío, y, en fin, la noche duermen bajo techo. No quiero llegar a otras menudencias, como: la falta de camisas y de  zapatos, la escasez y poco pelo del vestido, ni aquel hartarse con tanto gusto, cuando la buena suerte les depara algún banquete.
Por este camino que he pintado, áspero y dificultoso, tropezando aquí, cayendo allí, levantándose acullá, tornando a caer acá, llegan al grado que desean; el cual alcanzado, a muchos hemos visto que, habiendo pasado por estas Sirtes (peligros) y por estas Scilas y Caribdis (riesgos y peligros) , como llevados en vuelo de la favorable fortuna, digo que los hemos visto mandar y gobernar el mundo desde una silla, cambiada su hambre en hartura, su frío en refrigerio, su desnudez en galas, y su dormir en una estera a reposar en holandas y damascos (117): premio justamente merecido de su virtud. Pero, contrapuestos y comparados sus trabajos con los del soldado o guerrero, se quedan muy atrás en todo, como ahora diré.

NOTAS.

* Aquí Cervantes anticipa que el pasajero había sido un cautivo. Lo explicará en el capítulo XXXIX

112.  Calzado alto del color de los dátiles. Típicas botas moriscas.
113.  Cincho que cuelga desde el hombro derecho hasta el final del brazo izquierdo de que los turcos cuelgan sus alfanges.
114. Manto largo usado en verano por los moros.
115. Comedor para la servidumbre de las casas de la nobleza
  116. Ir a las porterías de los monasterios donde daban a los pobres la comida que podían.               .
117. Sábanas de Holanda y damascos (buenas telas)









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