miércoles, 28 de febrero de 2018

D. QUIJOT PARA TODOS





Capítulo XLIII. Donde se cuenta la agradable historia del mozo de mulas, con otros estraños acaecimientos en la venta sucedidos]

-Marinero soy de amor, y en su piélago profundo navego sin esperanza
de llegar a puerto alguno.

Siguiendo voy a una estrella que desde lejos descubro, más bella y resplandeciente que cuantas vio Palinuro.(151)

Yo no sé adónde me guía, y así, navego confuso,
el alma a mirarla atenta, cuidadosa y con descuido.

Recatos impertinentes, honestidad contra el uso,
son nubes que me la encubren cuando más verla procuro.

¡Oh clara y luciente estrella, en cuya lumbre me apuro!;
al punto que te me encubras, será de mi muerte el punto.

Llegando el que cantaba a este punto, le pareció a Dorotea que no esataba bien que dejase Clara de oír una tan buena voz; y así, moviéndola a una y a otra parte, la despertó diciéndole:

   Perdóname, niña, que te despierte, pues lo hago porque disfrutes escuchando la mejor voz que quizá habrás oído en toda tu vida.

Clara despertó toda soñolienta, y de la primera vez no entendió lo que Dorotea le decía; y, volviéndoselo a preguntar, ella se lo volvió a decir, por lo cual estuvo atenta Clara. Pero, apenas hubo oído dos versos que el que cantaba iba prosiguiendo, cuando le tomó un temblor tan extraño como si de algún grave accidente de cuartana estuviera enferma, y, abrazándose estrechamente con Teodora, le dijo:

   ¡Ay señora de mi alma y de mi vida!, ¿para qué me despertastes?; que el mayor bien que la fortuna me podía hacer por ahora era tenerme cerrados los ojos y los oídos, para no ver ni oír a ese desdichado músico.

   ¿Qué es lo que dices, niña?; mira que dicen que el que canta es un mozo de mulas.

   No es sino señor de lugares (de un señorío) —respondió Clara—, y el que ocupa en mi alma con tanta seguridad que si él no quiere dejarle, no le será quitado eternamente.
   
     Admirada quedó Dorotea de las sentidas razones de la muchacha, pareciéndole que se aventajaban en mucho a la discreción que sus pocos años prometían; y así, le dijo:

   Habláis de modo, señora Clara, que no puedo entenderos: aclaraos más y decidme qué es lo que decís de alma y de lugares, y de este músico, cuya voz tan inquieta os tiene. Pero no me digáis nada por ahora, que no quiero perder, por acudir a vuestro sobresalto, el gusto que recibo de oír al que canta; que me parece que con nuevos versos y nuevo tono vuelve a su canto.

   Sea en buen hora —respondió Clara.

Y, por no oírle, se tapó con las manos ambos oídos, de lo que también se admiró Dorotea; la cual, estando atenta a lo que se cantaba, vio que proseguían en esta manera:

-Dulce esperanza mía,
que, rompiendo imposibles y malezas, sigues firme la vía
que tú mesma te finges y aderezas: no te desmaye el verte
a cada paso junto al de tu muerte.

No alcanzan perezosos
honrados triunfos ni vitoria alguna, ni pueden ser dichosos
los que, no contrastando a la fortuna, entregan, desvalidos,
al ocio blando todos los sentidos.

Que amor sus glorias venda
caras, es gran razón, y es trato justo, pues no hay más rica prenda
que la que se quilata por su gusto; y es cosa manifiesta
que no es de estima lo que poco cuesta.

Amorosas porfías
tal vez alcanzan imposibles cosas; y ansí, aunque con las mías
       sigo de amor las más dificultosas
no por eso recelo
de no alcanzar desde la tierra el cielo.

Aquí se calló  la voz, y volvieron los sollozos de Clara. Todo esto aumentaba la curiosidad de Dorotea, que deseaba conocer la causa de tan suave canto y de tan triste lloro. Y así, le volvió a preguntar qué era lo que le quería decir antes. Entonces Clara, no queriendo que Luscinda la oyese, se abrazó estrechamente a Dorotea, poniendo su boca tan junto de su oido, que podía hablar con la seguridad  de que nadie más la oyera, y así le dijo:

   Este que canta, señora mía, es  hijo de un caballero natural del reino de Aragón, señor de dos lugares, que vive enfrente de la casa de mi padre en la Corte; y, aunque mi padre tenía las ventanas de su casa con lienzos en el invierno y celosías en el verano, yo no sé lo que fue, ni lo que no, que este caballero, que era estudiante, me vio, no sé si en la iglesia o en otra parte. Finalmente, él se enamoró de mí, y me lo dio a entender desde las ventanas de su casa con tantas señas y con tantas lágrimas, que yo le creí, y aun querer, sin saber lo que quería. Entre las señas que me hacía,  una era  juntar las manos, dándome a entender que se casaría conmigo; y, aunque yo me alegraba mucho de que así fuera, como estaba sola y sin madre, no sabía a  quién comunicarlo, y así, lo dejé estar sin darle otro favor que cuando estaba mi padre fuera de casa y el suyo también, alzar un poco el lienzo o la celosía y dejarme ver toda, de lo que él hacía tanta fiesta, que daba señales de volverse loco. Llegó en esto el tiempo de la partida de mi padre, la cual él supo, y no por mí, pues nunca pude decírselo. Cayó malo, a lo que yo entiendo, de pena; y así, el día que  partimos no pude verle para despedirme de él, siquiera con los ojos. Pero, al cabo de dos días que caminábamos, al entrar en una posada, en un lugar que está a una jornada de aquí, le vi a la puerta del mesón, vestido de mozo de mulas, tan al natural que si yo no le tuviera tan presente en mi alma hubiera sido imposible conocerle. Conocíle, admiréme y alegréme; él me miró a escondidas de mi padre, de quien él siempre se esconde cuando atraviesa por delante de mí en los caminos y en las posadas a las que llegamos; y, como yo sé quién es, y considero que por amor a mí viene a pie y con tanto trabajo, me muero de pena, y adonde él pone los pies pongo yo los ojos. No sé con qué intención viene, ni cómo ha podido escaparse de su padre, que le quiere extraordinariamente, porque no tiene otro heredero, y porque él lo merece, como lo verá vuestra merced cuando le vea. Y puedo decirle: que todo aquello que canta lo saca de su cabeza; que he oído decir que es muy buen estudiante y poeta. Y hay más: que cada vez que le veo o le oigo cantar, tiemblo toda y me sobresalto, temerosa de que mi padre le conozca y se entere de nuestros deseos. En mi vida le he hablado palabra, y, con todo eso, le quiero de manera que no he de poder vivir sin él. Esto es, señora mía, todo lo que os puedo decir de este músico, cuya voz tanto os ha contentado; que solo por eso os daréis cuenta de  que no es mozo de mulas, como decís, sino señor de almas y lugares, como yo os he dicho.

   No digáis más, señora doña Clara —dijo entonces Dorotea, y esto, besándola mil veces—; no digáis más, digo, y esperad que venga el nuevo día, que yo espero en Dios de encaminar de manera vuestros negocios, que tengan el  fin feliz que tan honestos principios merecen.

   ¡Ay señora! —dijo doña Clara—, ¿qué fin se puede esperar, si su padre es tan principal y tan rico que le parecerá que ni siquiera yo  puedo ser criada de su hijo, cuanto más esposa? Pues casarme yo a escondidas de mi padre, no lo haré por nada del mundo. No querría sino que este mozo se volviese y me dejase; quizá con no verle y con la gran distancia del camino que llevamos se me aliviaría la pena que ahora llevo, aunque pienso que este remedio que  imagino me ha de aprovechar bien poco. No sé qué diablos ha sido esto, ni por dónde  ha entrado este amor que le tengo, siendo yo tan muchacha y él tan muchacho, que en verdad que creo que somos de una misma edad , y que yo no tengo cumplidos diez y seis años; que para el próximo día de San Miguel  dice mi padre que los cumplo.

No pudo dejar de reírse Dorotea, oyendo cuán como niña hablaba doña Clara, a quien dijo:

   Reposemos, señora, lo poco que creo queda de la noche, y amanecerá Dios y algo conseguiremos, o poca maña he de tener.

Sosegáronse con esto, y en toda la venta se guardaba un gran silencio; solamente no dormían la hija de la ventera y Maritornes, su criada, las cuales, como ya sabían el humor(carácter, condición) de que pecaba don Quijote, y que estaba fuera de la venta armado y a caballo haciendo la guardia, determinaron las dos hacerle alguna burla, o, al menos, de entretenerse un rato oyendo sus disparates.

Es, pues, el caso que en toda la venta no había ventana que saliese al campo, sino un agujero de un pajar, por donde echaban la paja hacia fuera. En este agujero se pusieron las dos semidoncellas(una doncella y otra no), y vieron que don Quijote estaba a caballo, recostado sobre su lanzón, dando de cuando en cuando tan dolientes y profundos suspiros que parecía, que con cada uno se le arrancaba el alma. Y asimismo oyeron que decía con voz blanda, cariñosa  y amorosa:

   ¡Oh mi señora Dulcinea del Toboso, estremo (límite) de toda hermosura, fin y remate de la discreción, archivo del mejor encanto, depósito de la honestidad, y, ultimamente, idea de todo lo provechoso, honesto y deleitable que hay en el mundo! Y ¿qué hará ahora  tu merced? ¿Tendrás por ventura el pensamiento en tu cautivo caballero, que a tantos peligros, por sólo servirte, de su voluntad ha querido ponerse? Dame tú nuevas de ella, ¡oh luminaria de las tres caras! (la luna llena, creciente y menguante) Quizá con envidia de la suya la estás ahora mirando; que, o paseándose por alguna galería de sus suntuosos palacios, o ya asomada algún balcón, está considerando cómo, salva su honestidad y grandeza, ha de amansar la tormenta que por ella este mi apenado corazón padece, qué gloria ha de dar a mis penas, qué sosiego a mi cuidado y, finalmente, qué vida a mi muerte y qué premio a mis servicios. Y tú, sol, que ya debes estar deprisa ensillando tus caballos, por madrugar y salir a ver a mi señora, así como la veas, te suplico que de mi parte la saludes; pero guárdate que al verla y saludarla no le des paz en el rostro, que tendré más celos de ti que tú los tuviste de aquella ligera ingrata que tanto te hizo sudar y correr por los llanos de Tesalia, o por las riberas de Peneo, que no me acuerdo bien por dónde corriste entonces celoso y enamorado.

     A este punto llegaba entonces don Quijote en su tan lastimero razonamiento, cuando la hija de la ventera le comenzó a cecear (llamarle) y a decirle:

   Señor mío, acérquese aquí, por favor, vuestra merced.

A cuyas señas y voz volvió don Quijote la cabeza, y vio, a la luz de la luna, que entonces estaba en toda su claridad, cómo le llamaban desde el agujero que a él le pareció ventana, y aun con rejas doradas, como conviene que las tengan tan ricos castillos como él se imaginaba que era aquella venta; y luego al instante se le representó en su loca imaginación que otra vez, como la pasada, la hermosa doncella, hija de la señora de aquel castillo, vencida de su amor, volvía a solicitarle; y con este pensamiento, por no mostrarse descortés y desagradecido, volvió las riendas a Rocinante y se acercó al agujero, y, viendo a las dos mozas, dijo:

   Lástima os tengo, hermosa señora, de que hayas puesto vuestros amorosos pensamientos en parte donde no es posible corresponderos conforme merece vuestro gran valor y gentileza; de lo que no debéis culpar a este miserable andante caballero, que no puede entregar su voluntad a otra que aquella que, al momento que sus ojos la vieron, la hizo señora absoluta de su alma. Perdonadme, buena señora, y recogeos en vuestro aposento, y no queráis, con declararme vuestros deseos, que yo me muestre más desagradecido; y si del amor que me tenéis halláis en mí otra cosa con que satisfaceros, que el mismo amor no sea, pedídmela; que yo os juro, por aquella ausente enemiga dulce mía, de dárosla inmediatamente, aunque me pidiésedes una guedeja (mechón) de los cabellos de Medusa, que eran todos culebras, o los mismos rayos del sol encerrados en una redoma.

   No necesita mi señora nada de eso, señor caballero —dijo entonces Maritornes.

   Pues, ¿qué necesita, discreta dueña, vuestra señora? —respondió don Quijote.

   Sola una de vuestras hermosas manos —dijo Maritornes—, para poder desahogar con ella el gran deseo que a este agujero la ha traído, con  tanto  peligro para su honor que si su señor padre la hubiera oido, la menor tajada de ella fuera la oreja.

   ¡Ya quisiera yo ver eso! —respondió don Quijote—; pero él se guardará bien de eso, si  no quiere hacer el más desgraciado fin que padre hizo en el mundo, por haber puesto las manos en los delicados miembros de su enamorada hija.

Le pareció a Maritornes que sin duda don Quijote daría la mano que le habían pedido, y, disponiéndose a hacer lo que habían pensado,  bajó del agujero y se fue a la caballeriza, donde tomó el cabestro del jumento de Sancho Panza, y con mucha presteza se volvió a su agujero, a tiempo que don Quijote se había puesto de pies sobre la silla de Rocinante, por alcanzar a la ventana enrejada, donde se imaginaba estar la herida doncella; y, al darle la mano, dijo:

   Tomad, señora, esa mano, o, por mejor decir, ese verdugo de los malhechores del mundo; tomad esa mano, digo, a quien no ha tocado otra de mujer alguna, ni aun la de aquella que tiene entera posesión de todo mi cuerpo. No os la doy para que la beséis, sino para que miréis la contestura de sus nervios, la trabazón de sus músculos, la anchura y espaciosidad de sus venas; de donde sacaréis qué tal debe de ser la fuerza del brazo que tal mano tiene.

   Ahora lo veremos —dijo Maritornes.

Y, haciendo una lanzada corrediza al cabestro, se la puso en la muñeca, y, bajándose del agujero, ató lo que quedaba al cerrojo de la puerta del pajar muy fuertemente. Don Quijote, que sintió la aspereza del cordel en su muñeca, dijo:

   Más parece que vuestra merced me ralla (ata) que no que me regala la mano; no la tratéis tan mal, pues ella no tiene la culpa del mal que mi voluntad os hace, ni está bien que en tan poca parte venguéis  todo vuestro enojo. Mirad que quien quiere bien no se venga tan mal.

Pero todas estas razones de don Quijote ya no las escuchaba nadie, porque, así como Maritornes le ató, ella y la otra se fueron, muertas de risa, y le dejaron asido de manera que fue imposible soltarse.

Estaba, pues, como se ha dicho, de pies sobre Rocinante, metido todo el brazo por el agujero y atado de la muñeca, y al cerrojo de la puerta, con grandísimo temor y cuidado, pues si Rocinante se desviaba un poco, se quedaría colgado del brazo; y por eso, no osaba hacer movimiento alguno, puesto que de la paciencia y quietud de Rocinante bien se podía esperar que estaría sin moverse un siglo entero.

En resolución, viéndose don Quijote atado, y que ya las damas se habían ido, comenzó a imaginar que todo aquello se hacía por vía de encantamento, como la vez pasada, cuando en aquel mismo castillo le molió aquel moro encantado del arriero; y maldecía entre sí su poca discreción y prudencia, pues, habiendo salido tan mal la vez primera de aquel castillo, se había aventurado a entrar en él la segunda, siendo advertencia de caballeros andantes que, cuando han probado una aventura y no han salido bien de ella, es señal que no está para ellos guardada, sino para otros; y así, no tienen necesidad de probarla una segunda vez. Con todo esto, tiraba de su brazo, por ver si podía soltarse; pero estaba tan bien asido, que todas sus pruebas fueron en vano. Bien es verdad que tiraba con tiento, para que Rocinante no se moviese; y, aunque él quisiera sentarse y ponerse en la silla, sólo podía  estar en pie, o arrancarse la mano.

Allí deseó la espada de Amadís, contra quien no tenía fuerza  encantamento alguno; allí fue el maldecir de su fortuna; allí fue el exagerar la falta que haría en el mundo su presencia el tiempo que allí estuviese encantado, que sin duda alguna se había creído que lo estaba; allí el acordarse de nuevo de su querida Dulcinea del Toboso; allí fue el llamar a su buen escudero Sancho Panza, que, sepultado en sueño y tendido sobre la albarda de su jumento, no se acordaba en aquel instante de la madre que lo había parido; allí llamó a los sabios Lirgandeo y Alquife (sabios encantadores), que le ayudasen; allí invocó a su buena amiga Urganda (sabia encantadora), que le socorriese, y, finalmente, allí le llegó mañana, tan desesperado y confuso que bramaba como un toro; porque no esperaba él que con el día se remediara su cuita (infortunio), porque la tenía por eterna, teniéndose por encantado. Y le hacía creer esto ver que Rocinante no se movia ni poco ni mucho, y creía que de aquella suerte, sin comer ni beber ni dormir, habían de estar él y su caballo, hasta que aquel mal influjo de las estrellas se pasase, o hasta que otro más sabio encantador le desencantase.

Pero estaba muy engañado en su creencia, porque, apenas comenzó a amanecer, cuando llegaron a la venta cuatro hombres de a caballo, muy bien puestos y aderezados, con sus escopetas sobre los arzones. Llamaron a la puerta de la venta, que aún estaba cerrada, con grandes golpes; lo cual, visto por don Quijote que desde donde aún estaba no dejaba de hacer la centinela, con voz arrogante y alta dijo:

   Caballeros, o escuderos, o quienquiera que seáis: no tenéis para qué llamar a las puertas de este castillo; que asaz(bastante)  claro está que a tales horas, o los que están dentro duermen, o no tienen por costumbre de abrirse las fortalezas hasta que el sol esté tendido por todo el suelo. Desviaos afuera, y esperad que aclare el día, y entonces veremos si será justo o no que os abran.

   ¿Qué diablos de fortaleza o castillo es éste —dijo uno—, para obligarnos a guardar esas ceremonias? Si sois el ventero, mandad que nos abran, que somos caminantes que sólo queremos  dar cebada a nuestras cabalgaduras y pasar adelante, porque vamos de prisa.

   ¿Os parece, caballeros, que tengo yo pinta de ventero? —respondió don Quijote.

   No sé de qué tenéis pinta le —respondió el otro—, pero sé que decís disparates en llamar castillo a esta venta.

   Castillo es —replicó don Quijote—, y aun de los mejores de toda esta provincia; y gente tiene dentro que ha tenido cetro en la mano y corona en la cabeza.

   Mejor fuera al revés —dijo el caminante—: el cetro en la cabeza y la corona en la mano. Y será, si llega el caso, que debe de estar dentro alguna compañía de comediantes,  los cuales tienen a menudo esas coronas y cetros que decís, porque en una venta tan pequeña, y adonde se guarda tanto silencio como ésta, no creo yo que se alojan personas dignas de corona y cetro.

   Sabéis poco del mundo —replicó don Quijote—, pues ignoráis los casos que suelen acontecer en la caballería andante.

Se cansaban  los compañeros que con el que preguntaba venían del coloquio que con don Quijote pasaba, y así, volvieron a llamar tan enfadados que  despertaron al ventero  y a todos los que estaban en la venta ; de forma que se levantó a preguntar quién llamaba. Sucedió en este tiempo que una de las cabalgaduras en que venían los cuatro que llamaban se llegó a oler a Rocinante, que, melancólico y triste, con las orejas caídas, sostenía sin moverse a su estirado señor; y como, en fin, era de carne, aunque parecía de leño, no pudo dejar de resentirse y tornar a oler a quien le llegaba a hacer caricias; y así, apenas se movió un poco, cuando se desviaron los juntos pies de don Quijote, y, resbalando de la silla, hubieran dado con él en el suelo, si no hubiera quedado colgado del brazo: cosa que le causó tanto dolor que creyó o que le cortaban la muñeca, o que el brazo se le arrancaba; porque él quedó tan cerca del suelo que con  las puntas de los pies tocaba la tierra, que era en su perjuicio, porque, como sentía lo poco que le faltaba para poner las plantas en la tierra, se esforzaba y estiraba cuanto podía por alcanzar al suelo:  como los que están en el tormento de la garrucha (152), casi tocando el suelo, pero sin conseguirlo,de tal forma que ellos mismos son la causa de acrecentar su dolor, con el ahínco que ponen en estirarse, engañados de la esperanza que se les representa, que con poco más que se estiren llegarán al suelo.


NOTAS.

151  Palinuro era el piloto mayor de la flota de Eneas en la Eneida..

152. Tormento que consiste en  en colgar al reo  de una polea con los brazos a la espalda y casi tocando con los pies el suelo, por lo que se esfuerza en llegar a él, pero sin conseguirlo.



miércoles, 14 de febrero de 2018

D.QUIJOTE PARA TODOS



Capítulo XLI. Donde todavía prosigue el cautivo su suceso


»No  pasaron quince días, cuando ya nuestro renegado tenía comprado una muy buena barca, con capacidad para más de treinta personas: y, para asegurar esto y darle credibilidad, quiso hacer, como hizo, un viaje a un lugar que se llamaba Sargel (hoy Argelia), que está a treinta leguas de Argel hacia la parte de Orán, en el cual hay mucha contratación de higos pasos. Dos o tres veces hizo este viaje, en compañía del tagarino que había dicho. Tagarinos llaman en Berbería a los moros de Aragón, y a los de Granada, mudéjares; y en el reino de Fez llaman a los mudéjares elches, los cuales son la gente de quien aquel rey más se sirve en la guerra.

»Digo, pues, que cada vez que pasaba con su barca daba fondo en una caleta que estaba muy cerca del jardín donde Zoraida esperaba; y allí, muy de propósito, se ponía el renegado con los morillos que bogaban el remo, bien para hacer la zalá, o para ensayar lo que pensaba hacer; y así, iba al jardín de Zoraida y le pedía fruta, y su padre se la daba sin conocerle; y, aunque él quería hablar a Zoraida, como él después me dijo, y decirle que él era el que por orden mía le había de llevar a tierra de cristianos, que estuviese contenta y segura, nunca le fue posible, porque las moras no se dejan ver de ningún moro ni turco, si no es que su marido o su padre se lo manden. Con cristianos cautivos sí hablan, aun más de aquello que sería razonable; y a mí no me hubiera gustado que él la hubiera hablado, por miedo a que  la inquietara, al ver que su plan estaba en boca de renegados. Pero Dios, que lo ordenaba de otra manera, no dio lugar al buen deseo que nuestro renegado tenía; el cual, viendo con cuanta seguridad iba y venía a Sargel, y que daba fondo cuando y como y adonde quería, y que el tagarino, su compañero, no tenía más voluntad de lo que la suya ordenaba, y que yo estaba ya rescatado, y que sólo faltaba buscar algunos cristianos que bogasen el remo, me dijo que le buscase yo a cuáles quería que trajera conmigo, además de los rescatados, y que los contratase para el primer viernes, cuando tenía pensado que fuese nuestra partida. Viendo esto, hablé a doce españoles, todos hombres valientes del remo, y de aquellos que más libremente podían salir de la ciudad; y no fue fácil encontrar tantos en aquella coyuntura, porque había veinte bajeles en corso (de corsarios), y se habían llevado toda la gente de remo, y éstos no se hubieran encontrado, si no fuera poque su amo se quedó aquel verano sin ir en corso, para acabar una galeota (142) que tenía en astillero. A los cuales no les dije otra cosa, sino que el primer viernes en la tarde  saliesen uno a uno, disimuladamente, y se fuesen hacia el jardín de Agi Morato, y que allí me aguardasen hasta que yo fuese. A cada uno di este aviso personalmente, con orden que, aunque allí viesen a otros cristianos, no les dijesen sino que yo les había mandado esperar en aquel lugar.

»Hecha esta diligencia, me faltaba hacer otra, que era la que más me convenía: y era la de avisar a Zoraida como estaba nuestro asunto, para que estuviese preparada y sobre aviso, que no se sobresaltase si de improviso la recogiésemos antes del tiempo que ella podía imaginar que la barca de cristianos podía volver. Y así, determiné  ir al jardín y ver si podría hablarla; y, con ocasión de coger algunas yerbas(verduras), un día, antes de mi partida, fui allá, y la primera persona con quién me encontré fue con su padre, el cual me dijo, en lengua que en toda la Berbería, y aun en Costantinopla, se habla entre cautivos y moros, que ni es morisca, ni castellana, ni de otra nación alguna, sino una mezcla de todas las lenguas con la cual todos nos entendemos; digo, pues, que en este lenguaje me preguntó que qué buscaba en aquel su jardín, y que quién era. Le respondíle que era esclavo de Arnaúte Mamí (y esto, porque yo sabía que era muy amigo suyo), y que buscaba  varias yerbas, para hacer ensalada. Me preguntó, si era hombre de rescate o no, y que cuánto pedía mi amo por mí. Estando en todas estas preguntas y respuestas, salió de la casa del jardín la bella Zoraida, la cual ya hacía mucho que me había visto; y, como las moras de ninguna manera sienten afecto de mostrarse a los cristianos, ni tampoco los esquivan, como ya he dicho, no le importó nada  venir adonde su padre estaba conmigo; más bien, en cuanto su padre vio que venía despacio, la llamó y mandó que llegase.

» Sería demasiado  decir yo ahora la mucha hermosura, la gentileza, el gallardo y rico adorno con que mi querida Zoraida se mostró a mis ojos: sólo diré que más perlas pendían de su hermosísimo cuello, orejas y cabellos, que cabellos tenía en la cabeza. En las gargantas (tobillos) de sus pies, que tenía descubiertas, a su usanza, traía, dos carcajes (que así se llamaban las manillas o ajorcas de los pies en morisco) de purísimo oro, con tantos diamantes engastados, que ella me dijo después que su padre los estimaba en diez mil doblas (escudos de  a dos), y las que traía en las muñecas de las manos valían otro tanto. Las perlas eran muchas y muy buenas, porque las moras gustan mucho de  adornarse con ricas perlas y aljófar (perla pequeña e irregular), y así, hay más perlas y aljófar entre moros que entre todas las demás naciones; y el padre de Zoraida tenía fama de tener muchas y de las mejores que en Argel había, y de tener asimismo más de docientos mil escudos españoles, de todo lo cual era señora esta que ahora lo es mía. Si con todo este adorno podía venir entonces hermosa, por las reliquias que le han quedado de tantas adversidades se podrá conjeturar cuál debía de ser en las prosperidades. Porque ya se sabe que la hermosura de algunas mujeres tiene días y ocasiones, y según las situaciones puede disminuir o aumentar ; y es cosa natural que los estados de ánimo la aumenten o disminuysan, aunque casi siempre la disminuye.

»Digo, en fin, que entonces llegó  muy acicalada y muy hermosa, o, al  menos, a mí me pareció ser la más bella que hasta entonces había visto; y con esto, viendo las obligaciones en que me había puesto, me parecía que tenía delante de mí una deidad del cielo, venida a la tierra para mi gusto y para mi remedio. Cuando ella llegó, le dijo su padre en su lengua que yo era cautivo de su amigo Arnaúte Mamí, y que venía a buscar ensalada. Ella intervino, y en aquella mezcla de lenguas que tengo dicho me preguntó si era caballero y porqué  no me rescataba. Yo le respondí que ya estaba rescatado, y que en el precio podía comprobar lo que mi amo me estimaba, pues había dado por mí mil  quinientos zoltanís (143). A lo cual ella respondió: ''En verdad que si tú fueras de mi padre, yo haría que  él te pidiera dos mil, porque vosotros, cristianos, siempre mentís en cuanto decís, y os hacéis pobres para engañar a los moros''. ''Bien podría ser eso, señora —le respondí—, pero en verdad que yo lo he tratado con mi amo, y  así lo trataría con cualquier persona''. ''Y¿cuándo te vas?'', dijo Zoraida. ''Mañana, creo yo —dije—, porque está aquí un bajel de Francia que se hace mañana a la vela, y pienso irme en él''. ''¿No es mejor —replicó Zoraida—, esperar a que vengan bajeles de España, e irte con ellos, que no con los de Francia, que no son vuestros amigos?'' ''No —respondí yo—, aunque si es verdad, como dicen, que viene ya un bajel de España, yo le esperaría, aunque que es más seguro que parta mañana; porque el deseo que tengo de verme en mi tierra, y con las personas que bien quiero, es tanto que no me dejará esperar otra comodidad, si se tarda, por mejor que sea''. ''Debes de ser, sin duda, casado en tu tierra —dijo Zoraida—, y por eso deseas ir a verte con tu mujer''. ''No soy —respondí yo— casado, pero tengo dada la palabra de casarme en llegando allá''. ''Y ¿es hermosa la dama a quien se la diste?'', dijo Zoraida. ''Tan hermosa es —respondí yo— que para alabarla y decirte la verdad, se parece mucho  a ti ''. De esto se rió muy de veras su padre, y dijo: ''Gualá (por Alá), cristiano, que debe de ser muy hermosa si se parece a mi hija, que es la más hermosa de todo este reino. Si no, mírala bien, y verás como te digo la verdad''. Nos servía de intérprete  a la mayoría de estas palabras y razones el padre de Zoraida; pues, aunque ella hablaba la lengua bastarda que, como he dicho, allí se usa, para disimular, más declaraba su intención por señas que por palabras.

»Estando en estas y otras muchas razones, llegó un moro corriendo, y dijo, a grandes voces, que por las bardas o paredes del jardín habían saltado cuatro turcos, y andaban cogiendo la fruta, aunque no estaba madura. Se sobresaltó el viejo, y lo mismo hizo Zoraida, porque es común y casi natural el miedo que los moros tienen a los turcos,  especialmente a los soldados, los cuales son tan insolentes y tienen tanto imperio sobre los moros que a ellos están sujetos, que los tratan peor que si fuesen esclavos suyos. Digo, pues, que dijo su padre a Zoraida: ''Hija, retírate a la casa y enciérrate, en tanto que yo voy a hablar a estos perros; y tú, cristiano, busca tus yerbas, y vete en buena hora, y Alá te lleve con bien a tu tierra''. Yo me incliné, y él se fue a buscar a los turcos, dejándome solo con Zoraida, que comenzó a dar muestras de irse donde su padre la había mandado. Pero, apenas él se ocultó entre los árboles del jardín, ella, volviéndose a mí, llenos los ojos de lágrimas, me dijo: ''Ámexi, cristiano, ámexi''; que quiere decir: "¿Vete, cristiano, vete?" Yo la respondí: ''Señora, sí, pero de ninguna manera sin ti: el primer viernes me esperas, y no te sobresaltes cuando nos veas; que sin duda alguna iremos a tierra de cristianos''

»Yo le dije esto de manera que ella  entendió muy bien  todas las razones que los dos dijimos; y, echándome un brazo al cuello, con desmayados pasos comenzó a caminar hacia la casa; y quiso la suerte, que pudo ser muy mala si el cielo no lo ordenara de otra manera, que, yendo los dos de la manera y postura que os he contado, con un brazo al cuello, su padre, que ya volvía de echar a los turcos, nos vio de la suerte y manera que íbamos, y nosotros vimos que él nos había visto; pero Zoraida, prevevida y discreta, no quiso quitar el brazo de mi cuello, antes se llegó más a mí y puso su cabeza sobre mi pecho, doblando un poco las rodillas, dando claras señales y muestras que se desmayaba, y yo, asimismo, di a entender que la sostenía contra mi voluntad. Su padre llegó corriendo adonde estábamos, y, viendo a su hija de aquella manera, le preguntó que qué tenía; pero, como ella no le respondiese, dijo su padre: ''Sin duda alguna que con el sobresalto de la entrada de estos canes se ha desmayado''. Y, quitándola del mío, la arrimó a su pecho; y ella, dando un suspiro y aún no secos los ojos de lágrimas, volvió a decir: ''Ámexi, cristiano, ámexi'': "Vete, cristiano, vete". A lo que su padre respondió: ''No importa, hija, que el cristiano se vaya, que ningún mal te ha hecho, y los turcos ya se han  ido. No te sobresaltes por nada, pues nada hay que pueda darte temor, pues, como ya te he dicho, los turcos, a mi ruego, se volvieron por donde entraron''. ''Ellos, señor, la sobresaltaron, como has dicho —dije yo a su padre—; pero, pues ella dice que yo me vaya, no la quiero dar pesadumbre: quédate en paz, y, con tu licencia, volveré, si fuere menester, por yerbas a este jardín; que, según dice mi amo, en ninguno las hay mejores para ensalada que en él''. ''Todas las veces que quieras podrás volver —respondió Agi Morato—, que mi hija no dice esto porque tú ni ninguno de los cristianos la enojaran, sino que, por decir que los turcos se fuesen, dijo que te fueses, o porque ya era hora que buscases tus yerbas''.

»Con esto, me despedí al momento de los dos; y ella, arrancándosele el alma, al parecer, se fue con su padre; y yo, con achaque de buscar las yerbas, rodeé muy bien y a mi placer todo el jardín: miré bien las entradas y salidas, y la fortaleza de la casa, y la manera para  facilitar todo nuestro negocio. Hecho esto, me vine y di cuenta de cuanto había pasado al renegado y a mis compañeros; y ya no veía la hora de verme gozar sin sobresalto del bien que en la hermosa y bella Zoraida la suerte me ofrecía.

»En fin, el tiempo pasó, y  llegó el día tan deseado por nosotros; y, siguiendo todos la estrategia que habíamos planeado, conseguimos lo que tanto deseábamos; porque el viernes que siguió al día que yo hablé con Zoraida en el jardín, nuestro renegado, al anochecer, dio fondo con la barca casi enfrente de donde la hermosísima Zoraida estaba. Ya los cristianos que habían de bogar el remo estaban prevenidos y escondidos por diversas partes de todos aquellos alrededores. Todos estaban suspensos y contentos, aguardándome, deseosos ya de embestir el bajel que tenían a la vista; porque ellos no sabían el concierto del renegado, sino que pensaban que a fuerza de brazos tenían que ganar la libertad, quitando la vida a los moros que dentro de la barca estaban.

»Sucedió, pues, que, cuando mis compañeros y yo nos dejamos ver, todos los demás que estaban escondidos, al vernos,  vinieron a donde estábamos. Esto era ya cuando  la ciudad estaba cerrada, y por toda aquella campiña no se veía  a nadie. Cuando estuvimos juntos, dudamos si sería mejor ir primero por Zoraida, o rendir primero a los moros bagarinos que bogaban el remo en la barca. Y, estando en esta duda, llegó a nosotros nuestro renegado diciéndonos que porqué nos deteníamos, que ya era hora, y que todos sus moros estaban descuidados, y los mayoría durmiendo. Le  dijimos lo que nos entretenía, y él dijo que lo que más importaba era rendir primero el bajel, que se podía hacer con grandísima facilidad y sin peligro alguno, y que luego podíamos ir por Zoraida. Nos pareció bien a todos lo que decía, y así, sin detenernos más, haciendo él de guía, llegamos al bajel, y, saltando él primero dentro, metió mano a un alfanje, y dijo en morisco: ''Ninguno de vosotros se mueva de aquí, si no quiere que le cueste la vida''. Ya, en  este tiempo, habían entrado dentro casi todos los cristianos. Los moros, que eran de poco ánimo, viendo hablar de aquella manera a su arráez (capitán del barco), se quedaron espantados, y ninguno  de ellos echó mano a las armas, que pocas o casi ningunas tenían, se dejaron, sin hablar alguna palabra, maniatar de los cristianos, los cuales con mucha presteza lo hicieron, amenazando a los moros que si alzaban la voz de alguna manera  los pasarían a todos a cuchillo

»Hecho ya esto, quedándose de guardia  la mitad de los nuestros, los que quedábamos, guiándonos el renegado, fuimos al jardín de Agi Morato, y quiso la buena suerte que, llegando a abrir la puerta, se abrió con tanta facilidad como si no estuviera cerrada; y así, con gran quietud y silencio, llegamos a la casa sin ser sentidos por nadie. Estaba la bellísima Zoraida aguardándonos en una ventana, y, cuando sintió gente, preguntó con voz baja si éramos nizarani,(144) como si dijera o preguntara si éramos cristianos. Yo le respondí que sí, y que bajase. Cuando ella me reconoció, no se detuvo un segundo, porque, sin responderme palabra, bajó en un instante, abrió la puerta y se mostró a todos tan hermosa y ricamente vestida que no acierto como alabarla. Cuando yo la vi, le tomé una mano y la comencé a besar, y el renegado hizo lo mismo, y mis dos camaradas; y los demás, que no conocían el caso,  hicieron lo que vieron que nosotros hacíamos, que no parecía sino que le dábamos las gracias y la reconocíamos por señora de nuestra libertad. El renegado le dijo en lengua morisca si estaba su padre en el jardín. Ella respondió que sí y que dormía. ''Pues será menester despertarle —replicó el renegado—, y llevarlo con nosotros, y todo aquello que tiene de valor este hermoso jardín.'' ''No —dijo ella—, a mi padre no se ha de tocar en ningún modo, y en esta casa no hay otra cosa que lo que yo llevo, que es suficiente para que todos quedéis ricos y contentos; esperar un poco y lo veréis''. Y, diciendo esto, volvió a entrar, diciendo que muy pronto volvería; que nos estuviésemos quietos, sin hacer ningún ruido. Le pregunté al renegado lo que con ella había tratado, el cual me lo contó, y yo le dije que había que hacer lo que Zoraida quisiese; la cual volvía ya cargada con un cofrecillo lleno de escudos de oro, tantos, que apenas lo podía sostener, quiso la mala suerte que su padre despertase en el ínterin (mientras tanto) y sintiese el ruido que había en el jardín; y, asomándose a la ventana, enseguida se dio cuenta  que todos los que en él estaban eran cristianos; y, dando muchas, grandes y desaforadas voces, comenzó a decir en arábigo: ''¡Cristianos, cristianos! ¡Ladrones, ladrones!''; al escuchar los gritos nos quedamos  todos muy  confundidos y asustados. Pero el renegado, viendo el peligro en que estábamos, y lo mucho que le importaba salir con aquella empresa, antes de ser visto, con grandísima presteza, subió donde estaba Agi Morato,  y con él fueron algunos de nosotros; que yo no osé desamparar a la Zoraida, que como desmayada se había dejado caer en mis brazos. En resolución, los que subieron se dieron tan buena maña que en un momento bajaron con Agi Morato, trayéndole atadas las manos y puesto un pañuelo en la boca, que no le dejaba hablar palabra, amenazándole que si hablaba le había de costar la vida. Cuando su hija le vio, se cubrió los ojos por no verle, y su padre quedó espantado, ignorando  que voluntariamente se había puesto en nuestras manos. Pero, entonces siendo más necesarios los pies, con diligencia y presteza nos pusimos en la barca; que ya los que en ella habían quedado nos esperaban, temerosos de que hubiéramos tenido algún problema.

»Apenas habían  pasado dos horas  de la noche, cuando ya estábamos todos en la barca, en la cual se le quitó al padre de Zoraida la atadura de las manos y el paño de la boca; pero le volvió a decir el renegado que no hablase palabra, que le quitarían la vida. Él, como vio allí a su hija, comenzó a suspirar ternísimamente, y más cuando vio que yo estrechamente la tenía abrazada, y que ella sin defenderse, quejarse ni esquivarse, se estaba quieta; pero, con todo esto, callaba, para  que el renegado no cumpliera las muchas amenazas que le hacía. Viéndose, pues, Zoraida ya en la barca, y que queríamos dar los remos al agua (empezar  a remar), y viendo allí a su padre y a los demás moros que atados estaban, le dijo al renegado que me dijese le hiciese el favor de soltar a aquellos moros y de dar libertad a su padre, porque antes se arrojaría al mar que ver delante de sus ojos y por causa suya llevar cautivo a un padre que tanto la había querido. El renegado me lo dijo; y yo respondí que estaba de acuerdo; pero él respondió que no convenía, porque si  los dejaban allí saltarían a tierra y alborotarían la ciudad, y conseguirían que saliesen a buscarlos con algunas fragatas ligeras, y  que no pudiésemos escapar; que lo que se podría hacer era darles libertad al llegar a la primera tierra de cristianos. En este parecer coincidimos todos, y Zoraida, a quien se le dio cuenta, de los motivos que nos movían a no hacer enseguida lo que quería, también estuvo de acuerdo; y enseguida, con regocijado silencio y alegre diligencia, cada uno de nuestros valientes remeros tomó su remo, y comenzamos, encomendándonos a Dios de todo corazón, a navegar rumbo a  las islas de Mallorca, que es la tierra de cristianos más cercana.

»Pero, a causa de soplar un poco el viento tramontana (cierzo del norte) y estar la mar algo picada, no fue posible seguir la derrota (dirección) de Mallorca, y tuvimos que navegar junto a la costa en dirección a Orán, no sin mucha pesadumbre nuestra, por temor a  ser descubiertos en Sargel, que en aquella costa está a sesenta millas de Argel. Y, además, temíamos encontrar por aquel paraje alguna galeota de las que de ordinario vienen con mercancía de Tetuán, aunque cada uno por sí, y todos juntos, presumíamos  que, si se encontraba galeota de mercancía, como no fuese de las que andan en corso, que no sólo no nos perderíamos, sino que tomaríamos bajel donde con más seguridad pudiésemos acabar nuestro viaje. Iba Zoraida, mientras se navegaba, puesta la cabeza entre mis manos, por no ver a su padre, y sentía yo que iba pidiendo a Lela Marién que nos ayudase.

»Apenas habíamos navegado treinta millas, cuando nos despertaron,  tres tiros de arcabuz disparados desde tierra,  la cual vimos desierta y sin nadie que nos descubriese; pero, con todo eso, nos fuimos a fuerza de brazos entrando un poco en la mar, que ya estaba algo más sosegada; y, habiendo entrado casi dos leguas, se dio orden que se bogase por relevos mientras comíamos algo, que iba bien proveída la barca, pero los que bogaban dijeron que no era aquél tiempo de tomar reposo alguno, que les diesen de comer los que no bogaban, que ellos no querían soltar los remos de las manos en manera alguna. Así se hizo, y en esto comenzó a soplar un viento largo (perpendicular al rumbo de la nave), que nos obligó a navegar a vela,  a dejar el remo, y enderezar a Orán, por no ser posible tomar otra ruta. Todo se hizo con muchísima presteza; y así, a la vela, navegamos  más de ocho millas por hora, con el único temor de  encontrarnos  con algún bajel de corsarios.

»Dimos de comer a los moros bagarinos, y el renegado les consoló diciéndoles que no iban cautivos, que en la primera ocasión les darían libertad. Lo mismo se le dijo al padre de Zoraida, el cual respondió: '' No podia esperar otra cosa  de vuestra generosidad y buena fe,  ¡oh cristianos!, pero  darme la libertad, no me tengáis por tan tonto que lo piense; que nunca os expusisteis vosotros al peligro de quitármela para volvermela a dar desinteresadamente, especialmente sabiendo quién soy yo, y el interes que podéis obtener; y si  queréis poner precio, desde aquí os ofrezco todo aquello que quisiéreis por mí y por esa desdichada hija mía, o si no, por ella sola, que es la mayor y la mejor parte de mi alma''. En diciendo esto, comenzó a llorar tan amargamente que a todos nos movió a compasión, y forzó a Zoraida que le mirase; la cual, viéndole llorar, así se enterneció tanto que se levantó de mis pies y fue a abrazar a su padre, y, juntando su rostro con el suyo, comenzaron los dos tan tierno llanto que muchos de los que allí íbamos le acompañamos en él. Pero, cuando su padre la vio adornada de fiesta y con tantas joyas sobre sí, le dijo en su lengua: ''¿Qué es esto, hija, que ayer al anochecer, antes que nos sucediese esta terrible desgracia en que nos vemos, te vi con tus ordinarios y caseros vestidos, y ahora, sin que hayas tenido tiempo de vestirte y sin haberte dado alguna buena noticia que celebrar  te veo compuesta con los mejores vestidos que yo supe y pude darte cuando nos fue la ventura más favorable? Respóndeme a esto, que me tiene más suspenso y admirado que la misma desgracia en que me hallo''.

»Todo lo que el moro decía a su hija nos lo traducía el renegado, y ella no le respondía palabra. Pero, cuando él vio a un lado de la barca el cofrecillo donde ella solía tener sus joyas, el cual sabía  bien que lo había dejado en Argel, y no traído  del jardín, quedó más confuso, y le preguntó que cómo aquel cofre había venido a nuestras manos, y qué era lo que venía dentro. A lo cual el renegado, sin aguardar que Zoraida le respondiese, le respondió: ''No te canses, señor, en preguntar a Zoraida, tu hija, tantas cosas, porque con una que yo te responda te satisfaré a todas; y así, quiero que sepas que ella es cristiana, y es la que ha sido la lima (librado) de nuestras cadenas  y la libertad de nuestro cautiverio; ella va aquí por su voluntad, tan contenta, a lo que yo imagino, de verse en este estado, como el que sale de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida y de la pena a la gloria''. ''¿Es verdad lo que éste dice, hija?'', dijo el moro. ''Así es'', respondió Zoraida. ''¿Que, en verdad —replicó el viejo—, tú eres cristiana, y la que ha puesto a su padre en poder de sus enemigos?'' A lo cual respondió Zoraida: ''La que es cristiana yo soy, pero no la que te ha puesto en este punto, porque nunca mi deseo llegó a dejarte ni a hacerte mal, sino a hacerme a mí bien''. ''Y ¿qué bien es el que te has hecho, hija?'' ''Eso —respondió ella— pregúntaselo tú a Lela Marién, que ella te lo sabrá decir mejor que no yo''.

»Apenas hubo oído esto el moro, cuando, con una increíble rapidez, se arrojó de cabeza al mar, donde sin ninguna duda se hubiera ahogado, si el vestido largo y embarazoso que traía no le mantuviera un poco sobre el agua. Dio voces Zoraida que le sacasen, y todos acudimos enseguida  y, asiéndole de la almalafa (chilaba), le sacamos medio ahogado y sin sentido, lo que causó tanta pena a Zoraida que, como si estuviera ya muerto, hacía sobre él un tierno y doloroso llanto.Le volvímos boca abajo, vomitó mucha agua, volvió en sí al cabo de dos horas, en las cuales, habiéndose cambiado el viento, nos convino volver hacia tierra, y hacer fuerza de remos, para no embestir en ella; pero quiso nuestra buena suerte que llegaramos a una cala que se hace al lado de un pequeño promontorio o cabo que los moros lo llaman el de La Cava Rumía, que en nuestra lengua quiere decir La mala mujer cristiana; y es tradición entre los moros que en aquel lugar está enterrada la Cava, por quien se perdió España, porque cava en su lengua quiere decir mujer mala, y rumía, cristiana; y aun tienen por mal agüero llegar allí a dar fondo cuando la necesidad les fuerza a ello, porque nunca le dan sin ella; aunque para nosotros no fue abrigo de mala mujer, sino puerto seguro de nuestro remedio, según andaba alterada la mar.

»Dejamos nuestros centinelas en tierra, y no dejamos jamás los remos de la mano; comimos de lo que el renegado había proveído, y rogamos a Dios y a Nuestra Señora, de todo nuestro corazón, que nos ayudase y favoreciese para que felizmente diésemos fin a tan dichoso principio. Se dio orden, a petición de Zoraida, que dejásemos en tierra a su padre y a todos los demás moros que allí venían atados,  porque no tenía valor,  ni  podía sufrir sus tierno corazón, ver delante de sus ojos atado a su padre y aquellos de su tierra presos. Le prometimos  hacerlo cuando partiésemos, pues el dejarlos en aquel lugar despoblado no corría peligro. No fueron tan vanas nuestras oraciones pues fuero oídas en el cielo; y, en nuestro favor, volvió el viento, tranquilo al mar, animándonos a que continuar alegres nuestro comenzado viaje.

»Viendo esto, desatamos a los moros, y uno a uno los pusimos en tierra, de lo que ellos se quedaron admirados; pero, llegando a desembarcar al padre de Zoraida, que ya había recordado todo, dijo: ''¿Por qué pensáis, cristianos,
que esta mala hembra se alegra de que me dejeis en libertad? ¿Pensáis que es porque se apiada de mí? No, por cierto, sino que lo hace por evitar el estorbo que le dará mi presencia cuando quiera poner en práctica sus malos deseos; ni penséis que la ha movido a cambiar de religión porque crea que la vuestra aventaja a la nuestra, sino porque sabe que en vuestra tierra se usa la deshonestidad más libremente que en la nuestra''. Y, volviéndose a Zoraida, teniéndola yo y otro cristiano  asida de los dos brazos, por evitar que hiciese algún desatino, le dijo: ''¡Oh infame moza y mal aconsejada muchacha! ¿Adónde vas, ciega y desatinada, en poder de estos perros, naturales enemigos nuestros? ¡Maldita sea la hora en que yo te engendré, y malditos sean los regalos y deleites en que te he criado!'' Pero, viendo yo que no pensaba acabar pronto, metí prisa para ponerle en tierra, y desde allí, a voces, prosiguió en sus maldiciones y lamentos, rogando a Mahoma rogase a Alá que nos destruyese, confundiese y acabase (matase); y cuando, por habernos hecho a la vela, no podimos oír sus palabras, vimos sus obras, que eran arrancarse las barbas, mesarse los cabellos y arrastrarse por el suelo; mas una vez esforzó la voz de tal manera que podimos entender que decía: ''¡Vuelve, amada hija, vuelve a tierra, que todo te lo perdono; entrega a esos hombres ese dinero, que ya es suyo, y vuelve a consolar a este triste padre tuyo, que en esta desierta arena dejará la vida, si tú le dejas!'' Todo lo cual escuchaba Zoraida, y todo lo sentía y lloraba, y no supo decirle ni responderle palabra, sino: '' Plega (agrade)  a Alá, padre mío, que Lela Marién, que ha sido la causa de que yo sea cristiana, te consuele en tu tristeza. Alá sabe bien que no pude hacer otra cosa de la que he hecho, y que estos cristianos no deben nada a mi voluntad, pues, aunque quisiera no venir con ellos y quedarme en mi casa, me fuera imposible, según la prisa que me daba mi alma a poner por obra ésta que a mí me parece tan buena como tú, padre amado, la juzgas por mala''. Esto dijo, a tiempo que ni su padre la oía, ni nosotros ya le veíamos; y así, consolando yo a Zoraida, atendimos todos a nuestro viaje, el cual nos le facilitaba el propio viento, de tal manera que bien tuvimos por cierto vernos al día siguiente al amanecer en las riberas de España.

 » Pero, como pocas veces, o nunca, viene el bien puro y sencillo, sin ser acompañado o seguido de algún mal que le turbe o sobresalte, quiso nuestra ventura, o quizá las maldiciones que el moro a su hija había echado, que siempre se han de temer de cualquier padre; quiso, digo, que estando ya engolfados (en alta mar) y siendo ya casi pasadas tres horas de la noche, yendo con la vela bajada, frenillados (amarrados) los remos, porque el próspero viento nos quitaba el trabajo de necesitarlos, con la luz de la luna, que claramente resplandecía, vimos cerca de nosotros un bajel Redondo (con vela cuadrada), que, con todas las velas tendidas, con viento favorale, pasó tan cerca delante de nosotros que nos fue forzoso amainar  por no embestirle, y ellos, a la vez, forzaron el timón para que pudiéramos  pasar.

»Se habían puesto a bordo (al costado) del bajel a preguntarnos quienes éramos, y adónde navegábamos, y de dónde veníamos; pero, por preguntarnos esto en lengua francesa, dijo nuestro renegado: ''Ninguno responda; porque éstos, sin duda, son cosarios franceses, que hacen a toda ropa'' (que roban lo que encuentran). Por esta  advertencia, ninguno respondió palabra; y, habiendolo adelantado un poco, que ya el bajel quedaba sotavento (opuesto al viento), de improviso soltaron dos piezas de artillería, y, a lo que parecía, ambas venían con cadenas,(145)  porque con una cortaron nuestro árbol (palo mayor) por medio, y dieron con él y con la vela en la mar; y al momento, disparando otra pieza y vino a dar la bala en mitad de nuestra barca, de modo que la abrió toda, sin hacer otro mal alguno; pero, como nosotros nos vimos ir a fondo, comenzamos todos a pedir socorro a grandes voces y a rogar a los del bajel que nos acogiesen, porque nos ahogábamos . Amainaron entonces, y, echando el esquife o barca a la mar, entraron en él hasta doce franceses bien armados, con sus arcabuces y cuerdas encendidas (146), y así llegaron junto al nuestro; y, viendo que  eramos pocos y que el bajel se hundía, nos recogieron, diciendo que, por no haber tenido la cortesía responderles, nos había sucedido aquello. Nuestro renegado tomó el cofre de las riquezas de Zoraida, y  lo tiró al mar, sin que ninguno viéramos lo que hacía. En resolución, todos pasamos con los franceses, los cuales, después de haberse informado de todo aquello que de nosotros  quisieron saber, como si fueran nuestros capitales enemigos, nos despojaron de todo cuanto teníamos, y a Zoraida le quitaron hasta los carcajes que traía en los pies. Pero no me daba a mí tanta pena como a Zoraida, como me la daba el temor que tenía de que pasaran de quitar las riquísimas y preciosísimas joyas a quitar  la joya que más valía y ella más estimaba. Pero los deseos de aquella gente no pasaban del dinero, y de esto jamás se ve harta su codicia; la cual entonces llegó a tanto, que aun hasta los vestidos de cautivos nos quitaran si de algún provecho les fueran. Y pensaron entre ellos de arrojarnos a la mar envueltos en una vela, porque tenían intención de tratar en algunos puertos de España con nombre de que eran bretones, y si nos llevaban vivos, serían castigados, siendo descubierto su hurto.Pero el capitán, que era el que había despojado a mi querida Zoraida, dijo que él se contentaba con la presa que tenía, y que no quería tocar en ningún puerto de España, sino pasar el estrecho de Gibraltar de noche, o como pudiese, y irse a la Rochela, de donde había salido; y así, acordaron darnos el esquife (la barca) de su navío, y todo lo necesario para la corta navegación que nos quedaba, como lo hicieron al día siguiente,  cuando ya se veía tierra de España, y  todas nuestras pesadumbres y pobrezas se nos olvidaron del todo, como si no hubieran ocurrido: tanto era el deseo de alcanzar la libertad perdida.
» Sería cerca de mediodía  cuando nos echaron en la barca, dándonos dos barriles de agua y algún bizcocho (147) ; y el capitán, movido no sé de qué misericordia, al embarcarse la hermosísima Zoraida, le dio hasta cuarenta escudos de oro, y no consintió que le quitasen sus soldados estos mismos vestidos que ahora tiene puestos. Entramos en el bajel; le dimos las gracias por el bien que nos hacían, mostrándonos más agradecidos que quejosos; ellos  navegaron con el viento de costado, rumbo al estrecho; nosotros, sin mirar a otra parte que a la tierra que se nos mostraba delante, nos dimos tanta prisa en bogar que al ponerse  el sol estábamos tan cerca que casi pensamos poder llegar antes que fuera muy de noche; pero, por no aparecer en aquella noche la luna y el cielo mostrarse oscuro, y por ignorar el paraje en que estábamos, no nos pareció cosa segura saltar a tierra, como a muchos de nosotros les parecía, diciendo que diésemos en ella, aunque fuese en unas peñas y lejos de poblado, porque así evitaríamos el temor de que con razón se debía tener que por allí anduviesen bajeles de corsarios de Tetuán, los cuales anochecen en Berbería y amanecen en las costas de España, y hacen de ordinario presa, y se vuelven a dormir a sus casas. Pero, de los contrarios pareceres, el que se tomó fue que nos llegásemos poco a poco, y que si el sosiego del mar lo concediese, desembarcásemos donde pudiésemos.
»Así se hizo, y poco antes de la media noche sería cuando llegamos al pie de una disformísima (irregular) y alta montaña, no tan junto al mar que no tuviésemos un poco de espacio para poder desembarcar cómodamente. Llegamos a la arena, saltamos a tierra, besamos el suelo, y, con lágrimas de mucha alegría, dimos todos gracias a Dios, Señor Nuestro, por el bien tan incomparable que nos había hecho. Sacamos de la barca las provisiones que tenía, la tiramos en tierra, y subimos un gran trecho en la montaña, porque aún allí estábamos, y aún no podíamos estar seguros, ni acabábamos de creer que era tierra de cristianos la que ya nos sostenía.
Amaneció más tarde, a mi parecer, de lo que quisiéramos. Acabamos de subir toda la montaña, para ver si desde allí se descubría algún poblado,  o algunas cabañas de pastores; pero, por más que miramos, ni poblado, ni persona, ni senda, ni camino descubrimos. Con todo esto, decidimos seguir  tierra adentro, pues no podría ser menos que pronto descubriésemos quien nos diese noticia de ella. Pero lo que a mí más me fatigaba era el ver ir a pie a Zoraida por aquellas asperezas, que, aunque que alguna vez la puse sobre mis hombros, más le cansaba a ella mi cansancio que la reposaba su reposo; y así, nunca más quiso que yo tomase aquel trabajo;  y, con mucha paciencia y muestras de alegría, llevándola yo siempre de la mano, poco menos de un cuarto de legua debíamos de haber andado, cuando llegó a nuestros oídos el son de una pequeña esquila, señal clara que por allí cerca había ganado; y, mirando todos con atención si alguno aparecía, vimos al pie de un alcornoque un pastor mozo, que  muy tranquilo estaba labrando un palo con un cuchillo. Dimos voces, y él, alzando la cabeza, se puso ligeramente en pie, y, como supimos después, a   los primeros que vio fueron al renegado y a Zoraida, y, como él los vio con vestidos de moros, pensó que todos los de la Berbería estaban sobre él; y, metiéndose con extraña ligereza por el bosque adelante, comenzó a dar los mayores gritos del mundo diciendo: ''¡Moros, moros hay en la tierra! ¡Moros, moros! ¡Arma, arma!''

»Con estas voces quedamos todos confusos, y no sabíamos qué hacer; pero, considerando que las voces del pastor habían de alarmar a quien hubiera en  tierra, y que la caballería de la costa había de venir rápido a ver lo que era, acordamos que el renegado se quitase las ropas del turco y se pusiese una casaca de cautivo que uno de nosotros le dio, aunque se quedó en camisa; y así, encomendándonos a Dios, fuimos por el mismo camino que vimos que el pastor llevaba, esperando siempre cuándo había de encontrarnos la caballería de la costa. Y no nos engañó nuestro pensamiento, porque, aún no habrían pasado dos horas cuando, habiendo ya salido de aquellas malezas a un llano, descubrimos hasta cincuenta caballeros, que con gran ligereza, corriendo a media rienda, hacia nosotros venían, y al verlos, nos quedamos quietos aguardándolos; pero, como al llegar vieron a tantos cristianos pobres , en lugar de los moros que buscaban, , quedaron confusos, y uno de ellos nos preguntó si éramos nosotros acaso los que habíamos alarmado al pastor que había reclamado ayuda. ''Sí'', dije yo; y, queriendo comenzar a contarle mi suceso (mi caso), y de dónde veníamos y quienes éramos, uno de los cristianos que con nosotros venían conoció al jinete que nos había hecho la pregunta, y dijo, sin dejarme hablar a mí:  ''¡Gracias sean dadas a Dios, señores, que a tan buena parte nos ha conducido!, porque, si yo no me engaño, la tierra que pisamos es la de Vélez Málaga, si ya los años de mi cautiverio no me han quitado de la memoria el acordarme que vos, señor, que nos preguntáis quienes somos, sois Pedro de Bustamante, tío mío''. Apenas hubo dicho esto el cristiano cautivo, cuando el jinete se arrojó del caballo y vino a abrazar al mozo, diciéndole: ''Sobrino de mi alma y de mi vida, ya te conozco, y ya te he llorado por muerto yo, y mi hermana, tu madre, y todos los tuyos, que aún viven; y Dios ha sido servido de darles vida para que gocen el placer de verte: ya sabíamos que estabas en Argel, y por las señales y muestras de tus vestidos, y la de todos los que te acompañan, comprendo que habéis tenido milagrosa libertad''. ''Así es —respondió el mozo—, y tiempo tendremos para contároslo todo''.

»Cuando los jinetes vieron que éramos cristianos cautivos, se apearon de sus caballos, y cada uno nos convidaba con el suyo para llevarnos a la ciudad de Vélez Málaga, que a legua y media de allí estaba. Algunos de ellos volvieron a llevar la barca a la ciudad, diciéndoles dónde la habíamos dejado; otros nos subieron a las ancas, y Zoraida fue en las del caballo del tío del cristiano. Nos salió a recibir todo el pueblo, que por alguno que se había adelantado sabían la noticia de nuestra venida. No se admiraban de ver cautivos libres, ni moros cautivos, porque toda la gente de aquella costa está hecha a ver a los unos y a los otros; pero admirábanse de la hermosura de Zoraida, la cual en aquel instante y ocasión estaba en su punto, ya por el cansancio del camino como por la alegría de verse ya en tierra de cristianos, sin sobresalto de perderse, le  habían subido al rostro tales colores que, si  el afecto  no me engañara,  osaría decir que más hermosa criatura no había en el mundo; al menos, que yo la hubiese visto.

»Fuimos derechos a la iglesia, a dar gracias a Dios por el favor recibido; y, así como en ella entró Zoraida, dijo que allí había rostros que se parecían a los de Lela Marién. Le dijímos que eran imágines suyas, y como mejor  pudo le explicó el renegado que significaban, para que ella las adorase como si verdaderamente fueran cada una de ellas la misma Lela Marién que le había hablado. Ella, que tiene buen entendimiento y un natural fácil y claro, entendió enseguida todo lo que de las imágenes se le dijo. Desde allí nos llevaron y alojaron a todos en diferentes casas del pueblo; pero al renegado, Zoraida y a mí nos llevó el cristiano que vino con nosotros, a la casa de sus padres, que medianamente eran acomodados de los bienes de fortuna, y nos trataron con tanto amor como a su mismo hijo.

»Seis días estuvimos en Vélez, al cabo de los cuales el renegado, informando de lo que le convenía, se fue a la ciudad de Granada, a convertirse por medio de la Santa Inquisición al gremio santísimo de la Iglesia; los demás cristianos liberados se fueron cada uno donde mejor le pareció; solos quedamos Zoraida y yo, con solo los escudos que la cortesía del francés le dio a Zoraida, con los cuales compré este animal en que ella viene; y, sirviéndola yo hasta ahora de padre y escudero, y no de esposo, vamos con intención de ver si mi padre vive todavía, o si alguno de mis hermanos ha tenido más próspera ventura que la mía, puesto que, por haberme hecho el cielo compañero de Zoraida, me parece que ninguna otra suerte me pudiera venir, por buena que fuera, que más la estimara. La paciencia con que Zoraida lleva las incomodidades que la pobreza trae consigo, y el deseo que muestra tener de verse ya cristiana es tanto, que me admira y me mueve a servirla todo el tiempo de mi vida, y el deseo que tengo de verme suyo y de que ella sea mía hace que olvide no saber si hallaré en mi tierra algún rincón donde recogerla, y si habrán hecho el tiempo y la muerte tal mudanza en la hacienda y vida de mi padre y hermanos que apenas encuentre quien me conozca, si ellos faltan.» No tengo más, señores, que deciros de mi historia; la cual, si es agradable y peregrina, júzguenlo vuestros buenos entendimientos; que me hubiera gustado habérosla contado más brevemente, pero por el temor de enfadaros más de cuatro sucesos de dejado sin contar.

  

NOTAS.

 142. Una galeota era una galera pequeña  que tenía entre 16 y 20 remos por banda y un solo hombre por remo.

143. Moneda argelina cuyo valor dependía de que fuera de plata o de oro.

144. Los moros llamaban  a los cristianos nizarini, por  haber vivido  Cristo en Nazaret.

145. Partidas en dos mitades unidas con cadenas. 

146. Mechas con las que se prendía el arcabuz.

147.  El bizcocho era el pan dos veces cocido para que durase má en las travesías marítimas; el corbacho era el látigo con el que azotaban a los remeros