Capítulo XLIII.
Donde se cuenta la agradable historia del mozo de mulas, con otros estraños
acaecimientos en la venta sucedidos]
-Marinero
soy de amor, y en su piélago profundo navego sin esperanza
de llegar a
puerto alguno.
Siguiendo
voy a una estrella que desde lejos descubro, más bella y resplandeciente que
cuantas vio Palinuro.(151)
Yo no sé
adónde me guía, y así, navego confuso,
el alma a
mirarla atenta, cuidadosa y con descuido.
Recatos
impertinentes, honestidad contra el uso,
son nubes que
me la encubren cuando más verla procuro.
¡Oh clara y
luciente estrella, en cuya lumbre me apuro!;
al punto que
te me encubras, será de mi muerte el punto.
Llegando el que cantaba a este punto, le pareció a
Dorotea que no esataba bien que dejase Clara de oír una tan buena voz; y así,
moviéndola a una y a otra parte, la despertó
diciéndole:
—
Perdóname,
niña, que te despierte, pues lo hago porque disfrutes escuchando la mejor voz
que quizá habrás oído en toda tu vida.
Clara despertó toda soñolienta, y de la primera vez no
entendió lo que Dorotea le decía; y, volviéndoselo a preguntar, ella se lo
volvió a decir, por lo cual estuvo atenta Clara. Pero, apenas hubo oído dos
versos que el que cantaba iba prosiguiendo, cuando le tomó un temblor tan
extraño como si de algún grave accidente de cuartana estuviera enferma, y,
abrazándose estrechamente con Teodora, le dijo:
—
¡Ay
señora de mi alma y de mi vida!, ¿para qué me despertastes?; que el mayor bien
que la fortuna me podía hacer por ahora era tenerme cerrados los ojos y los
oídos, para no ver ni oír a ese desdichado músico.
—
¿Qué es
lo que dices, niña?; mira que dicen que el que canta es un mozo de mulas.
—
No
es sino señor de lugares (de un señorío) —respondió Clara—, y el que ocupa en
mi alma con tanta seguridad que si él no quiere dejarle, no le será quitado
eternamente.
Admirada quedó
Dorotea de las sentidas razones de la muchacha, pareciéndole que se aventajaban
en mucho a la discreción que sus pocos años prometían; y así, le dijo:
—
Habláis
de modo, señora Clara, que no puedo entenderos: aclaraos más y decidme qué es
lo que decís de alma y de lugares, y de este músico, cuya voz tan inquieta os
tiene. Pero no me digáis nada por ahora, que no quiero perder, por acudir a
vuestro sobresalto, el gusto que recibo de oír al que canta; que me parece que
con nuevos versos y nuevo tono vuelve a su canto.
—
Sea
en buen hora —respondió Clara.
Y, por no oírle, se tapó con las manos ambos oídos, de
lo que también se admiró Dorotea; la cual, estando atenta a lo que se cantaba,
vio que proseguían en esta manera:
-Dulce
esperanza mía,
que,
rompiendo imposibles y malezas, sigues firme la vía
que tú mesma
te finges y aderezas: no te desmaye el verte
a cada paso
junto al de tu muerte.
No alcanzan perezosos
honrados
triunfos ni vitoria alguna, ni pueden ser dichosos
los que, no
contrastando a la fortuna, entregan, desvalidos,
al ocio
blando todos los sentidos.
Que amor sus
glorias venda
caras, es
gran razón, y es trato justo, pues no hay más rica prenda
que la que
se quilata por su gusto; y es cosa manifiesta
que no es de
estima lo que poco cuesta.
Amorosas porfías
tal vez
alcanzan imposibles cosas; y ansí, aunque con las mías
sigo de
amor las más dificultosas
no por eso recelo
de no alcanzar
desde la tierra el cielo.
Aquí se calló la
voz, y volvieron los sollozos de Clara. Todo esto aumentaba la curiosidad de
Dorotea, que deseaba conocer la causa de tan suave canto y de tan triste lloro.
Y así, le volvió a preguntar qué era lo que le quería decir antes. Entonces
Clara, no queriendo que Luscinda la oyese, se abrazó estrechamente a Dorotea,
poniendo su boca tan junto de su oido, que podía hablar con la seguridad de que nadie más la oyera, y así le dijo:
—
Este que
canta, señora mía, es hijo de un
caballero natural del reino de Aragón, señor de dos lugares, que vive enfrente
de la casa de mi padre en la Corte; y, aunque mi padre tenía las ventanas de su
casa con lienzos en el invierno y celosías en el verano, yo no sé lo que fue,
ni lo que no, que este caballero, que era estudiante, me vio, no sé si en la
iglesia o en otra parte. Finalmente, él se enamoró de mí, y me lo dio a
entender desde las ventanas de su casa con tantas señas y con tantas lágrimas,
que yo le creí, y aun querer, sin saber lo que quería. Entre las señas que me
hacía, una era juntar las manos, dándome a entender que se
casaría conmigo; y, aunque yo me alegraba mucho de que así fuera, como estaba
sola y sin madre, no sabía a quién
comunicarlo, y así, lo dejé estar sin darle otro favor que cuando estaba mi
padre fuera de casa y el suyo también, alzar un poco el lienzo o la celosía y
dejarme ver toda, de lo que él hacía tanta fiesta, que daba señales de volverse
loco. Llegó en esto el tiempo de la partida de mi padre, la cual él supo, y no
por mí, pues nunca pude decírselo. Cayó malo, a lo que yo entiendo, de pena; y
así, el día que partimos no pude verle
para despedirme de él, siquiera con los ojos. Pero, al cabo de dos días que
caminábamos, al entrar en una posada, en un lugar que está a una jornada de
aquí, le vi a la puerta del mesón, vestido de mozo de mulas, tan al natural que
si yo no le tuviera tan presente en mi alma hubiera sido imposible conocerle.
Conocíle, admiréme y alegréme; él me miró a escondidas de mi padre, de quien él
siempre se esconde cuando atraviesa por delante de mí en los caminos y en las
posadas a las que llegamos; y, como yo sé quién es, y considero que por amor a
mí viene a pie y con tanto trabajo, me muero de pena, y adonde él pone los pies
pongo yo los ojos. No sé con qué intención viene, ni cómo ha podido escaparse
de su padre, que le quiere extraordinariamente, porque no tiene otro heredero,
y porque él lo merece, como lo verá vuestra merced cuando le vea. Y puedo
decirle: que todo aquello que canta lo saca de su cabeza; que he oído decir que
es muy buen estudiante y poeta. Y hay más: que cada vez que le veo o le oigo
cantar, tiemblo toda y me sobresalto, temerosa de que mi padre le conozca y se
entere de nuestros deseos. En mi vida le he hablado palabra, y, con todo eso,
le quiero de manera que no he de poder vivir sin él. Esto es, señora mía, todo
lo que os puedo decir de este músico, cuya voz tanto os ha contentado; que solo
por eso os daréis cuenta de que no es
mozo de mulas, como decís, sino señor de almas y lugares, como yo os he dicho.
—
No
digáis más, señora doña Clara —dijo entonces Dorotea, y esto, besándola mil
veces—; no digáis más, digo, y esperad que venga el nuevo día, que yo espero en
Dios de encaminar de manera vuestros negocios, que tengan el fin feliz que tan honestos principios merecen.
—
¡Ay
señora! —dijo doña Clara—, ¿qué fin se puede esperar, si su padre es tan
principal y tan rico que le parecerá que ni siquiera yo puedo ser criada de su hijo, cuanto más
esposa? Pues casarme yo a escondidas de mi padre, no lo haré por nada del
mundo. No querría sino que este mozo se volviese y me dejase; quizá con no
verle y con la gran distancia del camino que llevamos se me aliviaría la pena
que ahora llevo, aunque pienso que este remedio que imagino me ha de aprovechar bien poco. No sé qué
diablos ha sido esto, ni por dónde ha
entrado este amor que le tengo, siendo yo tan muchacha y él tan muchacho, que
en verdad que creo que somos de una misma edad , y que yo no tengo cumplidos
diez y seis años; que para el próximo día de San Miguel dice mi padre que los cumplo.
No pudo dejar de reírse Dorotea, oyendo cuán como niña
hablaba doña Clara, a quien dijo:
—
Reposemos,
señora, lo poco que creo queda de la noche, y amanecerá Dios y algo
conseguiremos, o poca maña he de tener.
Sosegáronse con esto, y en toda la venta se guardaba un
gran silencio; solamente no dormían la hija de la ventera y Maritornes, su
criada, las cuales, como ya sabían el humor(carácter, condición) de que pecaba
don Quijote, y que estaba fuera de la venta armado y a caballo haciendo la
guardia, determinaron las dos hacerle alguna burla, o, al menos, de
entretenerse un rato oyendo sus disparates.
Es, pues, el caso que en toda la venta no había ventana
que saliese al campo, sino un agujero de un pajar, por donde echaban la paja
hacia fuera. En este agujero se pusieron las dos semidoncellas(una doncella y
otra no), y vieron que don Quijote estaba a caballo, recostado sobre su lanzón,
dando de cuando en cuando tan dolientes y profundos suspiros que parecía, que con
cada uno se le arrancaba el alma. Y asimismo oyeron que decía con voz blanda,
cariñosa y amorosa:
—
¡Oh mi
señora Dulcinea del Toboso, estremo (límite) de toda hermosura, fin y remate de
la discreción, archivo del mejor encanto, depósito de la honestidad, y,
ultimamente, idea de todo lo provechoso, honesto y deleitable que hay en el
mundo! Y ¿qué hará ahora tu merced?
¿Tendrás por ventura el pensamiento en tu cautivo caballero, que a tantos
peligros, por sólo servirte, de su voluntad ha querido ponerse? Dame tú nuevas
de ella, ¡oh luminaria de las tres caras!
(la luna llena, creciente y menguante) Quizá
con envidia de la suya la estás ahora mirando; que, o paseándose por alguna
galería de sus suntuosos palacios, o ya asomada algún balcón, está considerando
cómo, salva su honestidad y grandeza, ha de amansar la tormenta que por ella
este mi apenado corazón padece, qué gloria ha de dar a mis penas, qué sosiego a
mi cuidado y, finalmente, qué vida a mi muerte y qué premio a mis servicios. Y
tú, sol, que ya debes estar deprisa ensillando tus caballos, por madrugar y
salir a ver a mi señora, así como la veas, te suplico que de mi parte la
saludes; pero guárdate que al verla y saludarla no le des paz en el rostro, que
tendré más celos de ti que tú los tuviste de aquella ligera ingrata que tanto
te hizo sudar y correr por los llanos de Tesalia, o por las riberas de Peneo,
que no me acuerdo bien por dónde corriste entonces celoso y enamorado.
A este punto
llegaba entonces don Quijote en su tan lastimero razonamiento, cuando la hija
de la ventera le comenzó a cecear (llamarle) y a decirle:
—
Señor
mío, acérquese aquí, por favor, vuestra merced.
A cuyas señas y voz volvió don Quijote la cabeza, y vio,
a la luz de la luna, que entonces estaba en toda su claridad, cómo le llamaban
desde el agujero que a él le pareció ventana, y aun con rejas doradas, como
conviene que las tengan tan ricos castillos como él se imaginaba que era
aquella venta; y luego al instante se le representó en su loca imaginación que
otra vez, como la pasada, la hermosa doncella, hija de la señora de aquel
castillo, vencida de su amor, volvía a solicitarle; y con este pensamiento, por
no mostrarse descortés y desagradecido, volvió las riendas a Rocinante y se
acercó al agujero, y, viendo a las dos mozas,
dijo:
—
Lástima
os tengo, hermosa señora, de que hayas puesto vuestros amorosos pensamientos en
parte donde no es posible corresponderos conforme merece vuestro gran valor y
gentileza; de lo que no debéis culpar a este miserable andante caballero, que
no puede entregar su voluntad a otra que aquella que, al momento que sus ojos
la vieron, la hizo señora absoluta de su alma. Perdonadme, buena señora, y
recogeos en vuestro aposento, y no queráis, con declararme vuestros deseos, que
yo me muestre más desagradecido; y si del amor que me tenéis halláis en mí otra
cosa con que satisfaceros, que el mismo amor no sea, pedídmela; que yo os juro,
por aquella ausente enemiga dulce mía, de dárosla inmediatamente, aunque me
pidiésedes una guedeja (mechón) de los cabellos de Medusa, que eran todos
culebras, o los mismos rayos del sol encerrados en una redoma.
—
No
necesita mi señora nada de eso, señor caballero —dijo entonces Maritornes.
—
Pues,
¿qué necesita, discreta dueña, vuestra señora? —respondió don Quijote.
—
Sola
una de vuestras hermosas manos —dijo Maritornes—, para poder desahogar con ella
el gran deseo que a este agujero la ha traído, con tanto
peligro para su honor que si su señor padre la hubiera oido, la menor
tajada de ella fuera la oreja.
—
¡Ya quisiera
yo ver eso! —respondió don Quijote—; pero él se guardará bien de eso, si no quiere hacer el más desgraciado fin que
padre hizo en el mundo, por haber puesto las manos en los delicados miembros de
su enamorada hija.
Le pareció a Maritornes que sin duda don Quijote daría
la mano que le habían pedido, y, disponiéndose a hacer lo que habían
pensado, bajó del agujero y se fue a la
caballeriza, donde tomó el cabestro del jumento de Sancho Panza, y con mucha
presteza se volvió a su agujero, a tiempo que don Quijote se había puesto de
pies sobre la silla de Rocinante, por alcanzar a la ventana enrejada, donde se
imaginaba estar la herida doncella; y, al darle la mano, dijo:
—
Tomad,
señora, esa mano, o, por mejor decir, ese verdugo de los malhechores del mundo;
tomad esa mano, digo, a quien no ha tocado otra de mujer alguna, ni aun la de
aquella que tiene entera posesión de todo mi cuerpo. No os la doy para que la
beséis, sino para que miréis la contestura de sus nervios, la trabazón de sus
músculos, la anchura y espaciosidad de sus venas; de donde sacaréis qué tal
debe de ser la fuerza del brazo que tal mano
tiene.
—
Ahora
lo veremos —dijo Maritornes.
Y, haciendo una lanzada corrediza al cabestro, se la
puso en la muñeca, y, bajándose del agujero, ató lo que quedaba al cerrojo de
la puerta del pajar muy fuertemente. Don Quijote, que sintió la aspereza del
cordel en su muñeca, dijo:
—
Más
parece que vuestra merced me ralla (ata) que no que me regala la mano; no la
tratéis tan mal, pues ella no tiene la culpa del mal que mi voluntad os hace,
ni está bien que en tan poca parte venguéis
todo vuestro enojo. Mirad que quien quiere bien no se venga tan mal.
Pero todas estas razones de don Quijote ya no las
escuchaba nadie, porque, así como Maritornes le ató, ella y la otra se fueron,
muertas de risa, y le dejaron asido de manera que fue imposible soltarse.
Estaba, pues, como se ha dicho, de pies sobre Rocinante,
metido todo el brazo por el agujero y atado de la muñeca, y al cerrojo de la puerta, con grandísimo temor y
cuidado, pues si Rocinante se desviaba un poco, se quedaría colgado del brazo;
y por eso, no osaba hacer movimiento alguno, puesto que de la paciencia y
quietud de Rocinante bien se podía esperar que estaría sin moverse un siglo entero.
En resolución, viéndose don Quijote atado, y que ya las
damas se habían ido, comenzó a imaginar que todo aquello se hacía por vía de
encantamento, como la vez pasada, cuando en aquel mismo castillo le molió aquel
moro encantado del arriero; y maldecía entre sí su poca discreción y prudencia,
pues, habiendo salido tan mal la vez primera de aquel castillo, se había
aventurado a entrar en él la segunda, siendo advertencia de caballeros andantes
que, cuando han probado una aventura y no han salido bien de ella, es señal que
no está para ellos guardada, sino para otros; y así, no tienen necesidad de
probarla una segunda vez. Con todo esto, tiraba de su brazo, por ver si podía
soltarse; pero estaba tan bien asido, que todas sus pruebas fueron en vano.
Bien es verdad que tiraba con tiento, para que Rocinante no se moviese; y,
aunque él quisiera sentarse y ponerse en la silla, sólo podía estar en pie, o arrancarse la mano.
Allí deseó la espada de Amadís, contra quien no tenía
fuerza encantamento alguno; allí fue el
maldecir de su fortuna; allí fue el exagerar la falta que haría en el mundo su
presencia el tiempo que allí estuviese encantado, que sin duda alguna se había
creído que lo estaba; allí el acordarse de nuevo de su querida Dulcinea del
Toboso; allí fue el llamar a su buen escudero Sancho Panza, que, sepultado en
sueño y tendido sobre la albarda de su jumento, no se acordaba en aquel
instante de la madre que lo había parido; allí llamó a los sabios Lirgandeo y
Alquife (sabios encantadores), que le ayudasen; allí invocó a su buena amiga Urganda (sabia
encantadora), que le socorriese, y, finalmente, allí le llegó mañana, tan
desesperado y confuso que bramaba como un toro; porque no esperaba él que con
el día se remediara su cuita (infortunio), porque la tenía por eterna,
teniéndose por encantado. Y le hacía creer esto ver que Rocinante no se movia
ni poco ni mucho, y creía que de aquella suerte, sin comer ni beber ni dormir,
habían de estar él y su caballo, hasta que aquel mal influjo de las estrellas
se pasase, o hasta que otro más sabio encantador le desencantase.
Pero estaba muy engañado en su creencia, porque, apenas
comenzó a amanecer, cuando llegaron a la venta cuatro hombres de a caballo, muy
bien puestos y aderezados, con sus escopetas sobre los arzones. Llamaron a la
puerta de la venta, que aún estaba cerrada, con grandes golpes; lo cual, visto
por don Quijote que desde donde aún estaba no dejaba de hacer la centinela, con
voz arrogante y alta dijo:
—
Caballeros,
o escuderos, o quienquiera que seáis: no tenéis para qué llamar a las puertas
de este castillo; que asaz(bastante)
claro está que a tales horas, o los que están dentro duermen, o no tienen
por costumbre de abrirse las fortalezas hasta que el sol esté tendido por todo
el suelo. Desviaos afuera, y esperad que aclare el día, y entonces veremos si
será justo o no que os abran.
—
¿Qué
diablos de fortaleza o castillo es éste —dijo uno—, para obligarnos a guardar
esas ceremonias? Si sois el ventero, mandad que nos abran, que somos caminantes
que sólo queremos dar cebada a nuestras
cabalgaduras y pasar adelante, porque vamos de
prisa.
—
¿Os
parece, caballeros, que tengo yo pinta de ventero? —respondió don Quijote.
—
No
sé de qué tenéis pinta le —respondió el otro—, pero sé que decís disparates en
llamar castillo a esta venta.
—
Castillo
es —replicó don Quijote—, y aun de los mejores de toda esta provincia; y gente
tiene dentro que ha tenido cetro en la mano y corona en la cabeza.
—
Mejor
fuera al revés —dijo el caminante—: el cetro en la cabeza y la corona en la
mano. Y será, si llega el caso, que debe de estar dentro alguna compañía de
comediantes, los cuales tienen a menudo
esas coronas y cetros que decís, porque en una venta tan pequeña, y adonde se
guarda tanto silencio como ésta, no creo yo que se alojan personas dignas de
corona y cetro.
—
Sabéis
poco del mundo —replicó don Quijote—, pues ignoráis los casos que suelen
acontecer en la caballería andante.
Se cansaban los
compañeros que con el que preguntaba venían del coloquio que con don Quijote
pasaba, y así, volvieron a llamar tan enfadados que despertaron al ventero y a todos los que estaban en la venta ; de forma que se levantó a
preguntar quién llamaba. Sucedió en este tiempo que una de las cabalgaduras en que venían los cuatro
que llamaban se llegó a oler a Rocinante, que, melancólico y triste, con las
orejas caídas, sostenía sin moverse a su estirado señor; y como, en fin, era de
carne, aunque parecía de leño, no pudo dejar de resentirse y tornar a oler a
quien le llegaba a hacer caricias; y así, apenas se movió un poco, cuando se
desviaron los juntos pies de don Quijote, y, resbalando de la silla, hubieran
dado con él en el suelo, si no hubiera quedado colgado del brazo: cosa que le
causó tanto dolor que creyó o que le cortaban la muñeca, o que el brazo se le
arrancaba; porque él quedó tan cerca del suelo que con las puntas de los pies tocaba la tierra, que
era en su perjuicio, porque, como sentía lo poco que le faltaba para poner las
plantas en la tierra, se esforzaba y estiraba cuanto podía por alcanzar al
suelo: como los que están en el tormento
de la garrucha (152), casi tocando el suelo, pero sin conseguirlo,de tal forma
que ellos mismos son la causa de acrecentar su dolor, con el ahínco que ponen
en estirarse, engañados de la esperanza que se les representa, que con poco más
que se estiren llegarán al suelo.
NOTAS.
151 Palinuro era el piloto mayor de la flota de Eneas en la Eneida..
152. Tormento que consiste
en en colgar al reo de una polea con los brazos a la espalda y
casi tocando con los pies el suelo, por lo que se esfuerza en llegar a él, pero
sin conseguirlo.
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