miércoles, 28 de febrero de 2018

D. QUIJOT PARA TODOS





Capítulo XLIII. Donde se cuenta la agradable historia del mozo de mulas, con otros estraños acaecimientos en la venta sucedidos]

-Marinero soy de amor, y en su piélago profundo navego sin esperanza
de llegar a puerto alguno.

Siguiendo voy a una estrella que desde lejos descubro, más bella y resplandeciente que cuantas vio Palinuro.(151)

Yo no sé adónde me guía, y así, navego confuso,
el alma a mirarla atenta, cuidadosa y con descuido.

Recatos impertinentes, honestidad contra el uso,
son nubes que me la encubren cuando más verla procuro.

¡Oh clara y luciente estrella, en cuya lumbre me apuro!;
al punto que te me encubras, será de mi muerte el punto.

Llegando el que cantaba a este punto, le pareció a Dorotea que no esataba bien que dejase Clara de oír una tan buena voz; y así, moviéndola a una y a otra parte, la despertó diciéndole:

   Perdóname, niña, que te despierte, pues lo hago porque disfrutes escuchando la mejor voz que quizá habrás oído en toda tu vida.

Clara despertó toda soñolienta, y de la primera vez no entendió lo que Dorotea le decía; y, volviéndoselo a preguntar, ella se lo volvió a decir, por lo cual estuvo atenta Clara. Pero, apenas hubo oído dos versos que el que cantaba iba prosiguiendo, cuando le tomó un temblor tan extraño como si de algún grave accidente de cuartana estuviera enferma, y, abrazándose estrechamente con Teodora, le dijo:

   ¡Ay señora de mi alma y de mi vida!, ¿para qué me despertastes?; que el mayor bien que la fortuna me podía hacer por ahora era tenerme cerrados los ojos y los oídos, para no ver ni oír a ese desdichado músico.

   ¿Qué es lo que dices, niña?; mira que dicen que el que canta es un mozo de mulas.

   No es sino señor de lugares (de un señorío) —respondió Clara—, y el que ocupa en mi alma con tanta seguridad que si él no quiere dejarle, no le será quitado eternamente.
   
     Admirada quedó Dorotea de las sentidas razones de la muchacha, pareciéndole que se aventajaban en mucho a la discreción que sus pocos años prometían; y así, le dijo:

   Habláis de modo, señora Clara, que no puedo entenderos: aclaraos más y decidme qué es lo que decís de alma y de lugares, y de este músico, cuya voz tan inquieta os tiene. Pero no me digáis nada por ahora, que no quiero perder, por acudir a vuestro sobresalto, el gusto que recibo de oír al que canta; que me parece que con nuevos versos y nuevo tono vuelve a su canto.

   Sea en buen hora —respondió Clara.

Y, por no oírle, se tapó con las manos ambos oídos, de lo que también se admiró Dorotea; la cual, estando atenta a lo que se cantaba, vio que proseguían en esta manera:

-Dulce esperanza mía,
que, rompiendo imposibles y malezas, sigues firme la vía
que tú mesma te finges y aderezas: no te desmaye el verte
a cada paso junto al de tu muerte.

No alcanzan perezosos
honrados triunfos ni vitoria alguna, ni pueden ser dichosos
los que, no contrastando a la fortuna, entregan, desvalidos,
al ocio blando todos los sentidos.

Que amor sus glorias venda
caras, es gran razón, y es trato justo, pues no hay más rica prenda
que la que se quilata por su gusto; y es cosa manifiesta
que no es de estima lo que poco cuesta.

Amorosas porfías
tal vez alcanzan imposibles cosas; y ansí, aunque con las mías
       sigo de amor las más dificultosas
no por eso recelo
de no alcanzar desde la tierra el cielo.

Aquí se calló  la voz, y volvieron los sollozos de Clara. Todo esto aumentaba la curiosidad de Dorotea, que deseaba conocer la causa de tan suave canto y de tan triste lloro. Y así, le volvió a preguntar qué era lo que le quería decir antes. Entonces Clara, no queriendo que Luscinda la oyese, se abrazó estrechamente a Dorotea, poniendo su boca tan junto de su oido, que podía hablar con la seguridad  de que nadie más la oyera, y así le dijo:

   Este que canta, señora mía, es  hijo de un caballero natural del reino de Aragón, señor de dos lugares, que vive enfrente de la casa de mi padre en la Corte; y, aunque mi padre tenía las ventanas de su casa con lienzos en el invierno y celosías en el verano, yo no sé lo que fue, ni lo que no, que este caballero, que era estudiante, me vio, no sé si en la iglesia o en otra parte. Finalmente, él se enamoró de mí, y me lo dio a entender desde las ventanas de su casa con tantas señas y con tantas lágrimas, que yo le creí, y aun querer, sin saber lo que quería. Entre las señas que me hacía,  una era  juntar las manos, dándome a entender que se casaría conmigo; y, aunque yo me alegraba mucho de que así fuera, como estaba sola y sin madre, no sabía a  quién comunicarlo, y así, lo dejé estar sin darle otro favor que cuando estaba mi padre fuera de casa y el suyo también, alzar un poco el lienzo o la celosía y dejarme ver toda, de lo que él hacía tanta fiesta, que daba señales de volverse loco. Llegó en esto el tiempo de la partida de mi padre, la cual él supo, y no por mí, pues nunca pude decírselo. Cayó malo, a lo que yo entiendo, de pena; y así, el día que  partimos no pude verle para despedirme de él, siquiera con los ojos. Pero, al cabo de dos días que caminábamos, al entrar en una posada, en un lugar que está a una jornada de aquí, le vi a la puerta del mesón, vestido de mozo de mulas, tan al natural que si yo no le tuviera tan presente en mi alma hubiera sido imposible conocerle. Conocíle, admiréme y alegréme; él me miró a escondidas de mi padre, de quien él siempre se esconde cuando atraviesa por delante de mí en los caminos y en las posadas a las que llegamos; y, como yo sé quién es, y considero que por amor a mí viene a pie y con tanto trabajo, me muero de pena, y adonde él pone los pies pongo yo los ojos. No sé con qué intención viene, ni cómo ha podido escaparse de su padre, que le quiere extraordinariamente, porque no tiene otro heredero, y porque él lo merece, como lo verá vuestra merced cuando le vea. Y puedo decirle: que todo aquello que canta lo saca de su cabeza; que he oído decir que es muy buen estudiante y poeta. Y hay más: que cada vez que le veo o le oigo cantar, tiemblo toda y me sobresalto, temerosa de que mi padre le conozca y se entere de nuestros deseos. En mi vida le he hablado palabra, y, con todo eso, le quiero de manera que no he de poder vivir sin él. Esto es, señora mía, todo lo que os puedo decir de este músico, cuya voz tanto os ha contentado; que solo por eso os daréis cuenta de  que no es mozo de mulas, como decís, sino señor de almas y lugares, como yo os he dicho.

   No digáis más, señora doña Clara —dijo entonces Dorotea, y esto, besándola mil veces—; no digáis más, digo, y esperad que venga el nuevo día, que yo espero en Dios de encaminar de manera vuestros negocios, que tengan el  fin feliz que tan honestos principios merecen.

   ¡Ay señora! —dijo doña Clara—, ¿qué fin se puede esperar, si su padre es tan principal y tan rico que le parecerá que ni siquiera yo  puedo ser criada de su hijo, cuanto más esposa? Pues casarme yo a escondidas de mi padre, no lo haré por nada del mundo. No querría sino que este mozo se volviese y me dejase; quizá con no verle y con la gran distancia del camino que llevamos se me aliviaría la pena que ahora llevo, aunque pienso que este remedio que  imagino me ha de aprovechar bien poco. No sé qué diablos ha sido esto, ni por dónde  ha entrado este amor que le tengo, siendo yo tan muchacha y él tan muchacho, que en verdad que creo que somos de una misma edad , y que yo no tengo cumplidos diez y seis años; que para el próximo día de San Miguel  dice mi padre que los cumplo.

No pudo dejar de reírse Dorotea, oyendo cuán como niña hablaba doña Clara, a quien dijo:

   Reposemos, señora, lo poco que creo queda de la noche, y amanecerá Dios y algo conseguiremos, o poca maña he de tener.

Sosegáronse con esto, y en toda la venta se guardaba un gran silencio; solamente no dormían la hija de la ventera y Maritornes, su criada, las cuales, como ya sabían el humor(carácter, condición) de que pecaba don Quijote, y que estaba fuera de la venta armado y a caballo haciendo la guardia, determinaron las dos hacerle alguna burla, o, al menos, de entretenerse un rato oyendo sus disparates.

Es, pues, el caso que en toda la venta no había ventana que saliese al campo, sino un agujero de un pajar, por donde echaban la paja hacia fuera. En este agujero se pusieron las dos semidoncellas(una doncella y otra no), y vieron que don Quijote estaba a caballo, recostado sobre su lanzón, dando de cuando en cuando tan dolientes y profundos suspiros que parecía, que con cada uno se le arrancaba el alma. Y asimismo oyeron que decía con voz blanda, cariñosa  y amorosa:

   ¡Oh mi señora Dulcinea del Toboso, estremo (límite) de toda hermosura, fin y remate de la discreción, archivo del mejor encanto, depósito de la honestidad, y, ultimamente, idea de todo lo provechoso, honesto y deleitable que hay en el mundo! Y ¿qué hará ahora  tu merced? ¿Tendrás por ventura el pensamiento en tu cautivo caballero, que a tantos peligros, por sólo servirte, de su voluntad ha querido ponerse? Dame tú nuevas de ella, ¡oh luminaria de las tres caras! (la luna llena, creciente y menguante) Quizá con envidia de la suya la estás ahora mirando; que, o paseándose por alguna galería de sus suntuosos palacios, o ya asomada algún balcón, está considerando cómo, salva su honestidad y grandeza, ha de amansar la tormenta que por ella este mi apenado corazón padece, qué gloria ha de dar a mis penas, qué sosiego a mi cuidado y, finalmente, qué vida a mi muerte y qué premio a mis servicios. Y tú, sol, que ya debes estar deprisa ensillando tus caballos, por madrugar y salir a ver a mi señora, así como la veas, te suplico que de mi parte la saludes; pero guárdate que al verla y saludarla no le des paz en el rostro, que tendré más celos de ti que tú los tuviste de aquella ligera ingrata que tanto te hizo sudar y correr por los llanos de Tesalia, o por las riberas de Peneo, que no me acuerdo bien por dónde corriste entonces celoso y enamorado.

     A este punto llegaba entonces don Quijote en su tan lastimero razonamiento, cuando la hija de la ventera le comenzó a cecear (llamarle) y a decirle:

   Señor mío, acérquese aquí, por favor, vuestra merced.

A cuyas señas y voz volvió don Quijote la cabeza, y vio, a la luz de la luna, que entonces estaba en toda su claridad, cómo le llamaban desde el agujero que a él le pareció ventana, y aun con rejas doradas, como conviene que las tengan tan ricos castillos como él se imaginaba que era aquella venta; y luego al instante se le representó en su loca imaginación que otra vez, como la pasada, la hermosa doncella, hija de la señora de aquel castillo, vencida de su amor, volvía a solicitarle; y con este pensamiento, por no mostrarse descortés y desagradecido, volvió las riendas a Rocinante y se acercó al agujero, y, viendo a las dos mozas, dijo:

   Lástima os tengo, hermosa señora, de que hayas puesto vuestros amorosos pensamientos en parte donde no es posible corresponderos conforme merece vuestro gran valor y gentileza; de lo que no debéis culpar a este miserable andante caballero, que no puede entregar su voluntad a otra que aquella que, al momento que sus ojos la vieron, la hizo señora absoluta de su alma. Perdonadme, buena señora, y recogeos en vuestro aposento, y no queráis, con declararme vuestros deseos, que yo me muestre más desagradecido; y si del amor que me tenéis halláis en mí otra cosa con que satisfaceros, que el mismo amor no sea, pedídmela; que yo os juro, por aquella ausente enemiga dulce mía, de dárosla inmediatamente, aunque me pidiésedes una guedeja (mechón) de los cabellos de Medusa, que eran todos culebras, o los mismos rayos del sol encerrados en una redoma.

   No necesita mi señora nada de eso, señor caballero —dijo entonces Maritornes.

   Pues, ¿qué necesita, discreta dueña, vuestra señora? —respondió don Quijote.

   Sola una de vuestras hermosas manos —dijo Maritornes—, para poder desahogar con ella el gran deseo que a este agujero la ha traído, con  tanto  peligro para su honor que si su señor padre la hubiera oido, la menor tajada de ella fuera la oreja.

   ¡Ya quisiera yo ver eso! —respondió don Quijote—; pero él se guardará bien de eso, si  no quiere hacer el más desgraciado fin que padre hizo en el mundo, por haber puesto las manos en los delicados miembros de su enamorada hija.

Le pareció a Maritornes que sin duda don Quijote daría la mano que le habían pedido, y, disponiéndose a hacer lo que habían pensado,  bajó del agujero y se fue a la caballeriza, donde tomó el cabestro del jumento de Sancho Panza, y con mucha presteza se volvió a su agujero, a tiempo que don Quijote se había puesto de pies sobre la silla de Rocinante, por alcanzar a la ventana enrejada, donde se imaginaba estar la herida doncella; y, al darle la mano, dijo:

   Tomad, señora, esa mano, o, por mejor decir, ese verdugo de los malhechores del mundo; tomad esa mano, digo, a quien no ha tocado otra de mujer alguna, ni aun la de aquella que tiene entera posesión de todo mi cuerpo. No os la doy para que la beséis, sino para que miréis la contestura de sus nervios, la trabazón de sus músculos, la anchura y espaciosidad de sus venas; de donde sacaréis qué tal debe de ser la fuerza del brazo que tal mano tiene.

   Ahora lo veremos —dijo Maritornes.

Y, haciendo una lanzada corrediza al cabestro, se la puso en la muñeca, y, bajándose del agujero, ató lo que quedaba al cerrojo de la puerta del pajar muy fuertemente. Don Quijote, que sintió la aspereza del cordel en su muñeca, dijo:

   Más parece que vuestra merced me ralla (ata) que no que me regala la mano; no la tratéis tan mal, pues ella no tiene la culpa del mal que mi voluntad os hace, ni está bien que en tan poca parte venguéis  todo vuestro enojo. Mirad que quien quiere bien no se venga tan mal.

Pero todas estas razones de don Quijote ya no las escuchaba nadie, porque, así como Maritornes le ató, ella y la otra se fueron, muertas de risa, y le dejaron asido de manera que fue imposible soltarse.

Estaba, pues, como se ha dicho, de pies sobre Rocinante, metido todo el brazo por el agujero y atado de la muñeca, y al cerrojo de la puerta, con grandísimo temor y cuidado, pues si Rocinante se desviaba un poco, se quedaría colgado del brazo; y por eso, no osaba hacer movimiento alguno, puesto que de la paciencia y quietud de Rocinante bien se podía esperar que estaría sin moverse un siglo entero.

En resolución, viéndose don Quijote atado, y que ya las damas se habían ido, comenzó a imaginar que todo aquello se hacía por vía de encantamento, como la vez pasada, cuando en aquel mismo castillo le molió aquel moro encantado del arriero; y maldecía entre sí su poca discreción y prudencia, pues, habiendo salido tan mal la vez primera de aquel castillo, se había aventurado a entrar en él la segunda, siendo advertencia de caballeros andantes que, cuando han probado una aventura y no han salido bien de ella, es señal que no está para ellos guardada, sino para otros; y así, no tienen necesidad de probarla una segunda vez. Con todo esto, tiraba de su brazo, por ver si podía soltarse; pero estaba tan bien asido, que todas sus pruebas fueron en vano. Bien es verdad que tiraba con tiento, para que Rocinante no se moviese; y, aunque él quisiera sentarse y ponerse en la silla, sólo podía  estar en pie, o arrancarse la mano.

Allí deseó la espada de Amadís, contra quien no tenía fuerza  encantamento alguno; allí fue el maldecir de su fortuna; allí fue el exagerar la falta que haría en el mundo su presencia el tiempo que allí estuviese encantado, que sin duda alguna se había creído que lo estaba; allí el acordarse de nuevo de su querida Dulcinea del Toboso; allí fue el llamar a su buen escudero Sancho Panza, que, sepultado en sueño y tendido sobre la albarda de su jumento, no se acordaba en aquel instante de la madre que lo había parido; allí llamó a los sabios Lirgandeo y Alquife (sabios encantadores), que le ayudasen; allí invocó a su buena amiga Urganda (sabia encantadora), que le socorriese, y, finalmente, allí le llegó mañana, tan desesperado y confuso que bramaba como un toro; porque no esperaba él que con el día se remediara su cuita (infortunio), porque la tenía por eterna, teniéndose por encantado. Y le hacía creer esto ver que Rocinante no se movia ni poco ni mucho, y creía que de aquella suerte, sin comer ni beber ni dormir, habían de estar él y su caballo, hasta que aquel mal influjo de las estrellas se pasase, o hasta que otro más sabio encantador le desencantase.

Pero estaba muy engañado en su creencia, porque, apenas comenzó a amanecer, cuando llegaron a la venta cuatro hombres de a caballo, muy bien puestos y aderezados, con sus escopetas sobre los arzones. Llamaron a la puerta de la venta, que aún estaba cerrada, con grandes golpes; lo cual, visto por don Quijote que desde donde aún estaba no dejaba de hacer la centinela, con voz arrogante y alta dijo:

   Caballeros, o escuderos, o quienquiera que seáis: no tenéis para qué llamar a las puertas de este castillo; que asaz(bastante)  claro está que a tales horas, o los que están dentro duermen, o no tienen por costumbre de abrirse las fortalezas hasta que el sol esté tendido por todo el suelo. Desviaos afuera, y esperad que aclare el día, y entonces veremos si será justo o no que os abran.

   ¿Qué diablos de fortaleza o castillo es éste —dijo uno—, para obligarnos a guardar esas ceremonias? Si sois el ventero, mandad que nos abran, que somos caminantes que sólo queremos  dar cebada a nuestras cabalgaduras y pasar adelante, porque vamos de prisa.

   ¿Os parece, caballeros, que tengo yo pinta de ventero? —respondió don Quijote.

   No sé de qué tenéis pinta le —respondió el otro—, pero sé que decís disparates en llamar castillo a esta venta.

   Castillo es —replicó don Quijote—, y aun de los mejores de toda esta provincia; y gente tiene dentro que ha tenido cetro en la mano y corona en la cabeza.

   Mejor fuera al revés —dijo el caminante—: el cetro en la cabeza y la corona en la mano. Y será, si llega el caso, que debe de estar dentro alguna compañía de comediantes,  los cuales tienen a menudo esas coronas y cetros que decís, porque en una venta tan pequeña, y adonde se guarda tanto silencio como ésta, no creo yo que se alojan personas dignas de corona y cetro.

   Sabéis poco del mundo —replicó don Quijote—, pues ignoráis los casos que suelen acontecer en la caballería andante.

Se cansaban  los compañeros que con el que preguntaba venían del coloquio que con don Quijote pasaba, y así, volvieron a llamar tan enfadados que  despertaron al ventero  y a todos los que estaban en la venta ; de forma que se levantó a preguntar quién llamaba. Sucedió en este tiempo que una de las cabalgaduras en que venían los cuatro que llamaban se llegó a oler a Rocinante, que, melancólico y triste, con las orejas caídas, sostenía sin moverse a su estirado señor; y como, en fin, era de carne, aunque parecía de leño, no pudo dejar de resentirse y tornar a oler a quien le llegaba a hacer caricias; y así, apenas se movió un poco, cuando se desviaron los juntos pies de don Quijote, y, resbalando de la silla, hubieran dado con él en el suelo, si no hubiera quedado colgado del brazo: cosa que le causó tanto dolor que creyó o que le cortaban la muñeca, o que el brazo se le arrancaba; porque él quedó tan cerca del suelo que con  las puntas de los pies tocaba la tierra, que era en su perjuicio, porque, como sentía lo poco que le faltaba para poner las plantas en la tierra, se esforzaba y estiraba cuanto podía por alcanzar al suelo:  como los que están en el tormento de la garrucha (152), casi tocando el suelo, pero sin conseguirlo,de tal forma que ellos mismos son la causa de acrecentar su dolor, con el ahínco que ponen en estirarse, engañados de la esperanza que se les representa, que con poco más que se estiren llegarán al suelo.


NOTAS.

151  Palinuro era el piloto mayor de la flota de Eneas en la Eneida..

152. Tormento que consiste en  en colgar al reo  de una polea con los brazos a la espalda y casi tocando con los pies el suelo, por lo que se esfuerza en llegar a él, pero sin conseguirlo.



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