Capítulo XXIX.
Que trata de la discreción de la hermosa Dorotea, con otras cosas de mucho
gusto y pasatiempo
─ Esta es, señores, la verdadera historia de mi
tragedia: mirad y juzgad ahora si los suspiros que escuchasteis, las palabras
que oístes y las lágrimas que de mis ojos salían, estaban o no bien
justificadas; y ahora que sabéis la causa de mi desgracia, comprenderéis
que será inútil el consuelo, pues no hay
remedio para ella. Sólo os ruego (lo que con facilidad podréis y debéis hacer)
que me aconsejéis dónde podré pasar la vida sin el temor y el sobresalto que tengo de ser encontrada
por los que me buscan; que, aunque sé que el mucho amor que mis padres me
tienen me asegura que seré bien recibida, es tanta la vergüenza que tengo, que
lo mejor es no aparecer ante ellos pensando que no vean en mí la honestid que
de mí esperaban
Calló en
diciendo esto, y su rostro tomó un color que indicaba con claridad el
sentimiento y la vergüenza que sentía. Los que escuchaban sintieron tanta
lástima como admiración de su desgracia; y, aunque el cura quiso consolarla y aconsejarla,
se adelantó Cardenio diciendo:
:─ En fin, señora, que tú eres la hermosa
Dorotea, la hija única del rico Clenardo.
Admirada quedó Dorotea cuando oyó el nombre de su padre,
y ver la poca categoría del que le
nombraba, porque ya se ha dicho de la mala manera que Cardenio estaba vestido; y
así, le dijo:
—
Y ¿quién
sois vos, hermano, que sabéis el nombre
de mi padre? Porque yo, hasta ahora, si mal no recuerdo, en toda la historia de
mi desgracia jamás lo he nombrado..
—
Soy
—respondió Cardenio— aquel infeliz que, según vos habéis dicho, Luscinda dijo
que era su esposa. Soy el desdichado Cardenio, a quien la ruindad de quien os
ha puesto en el estado que estáis, ha hecho que me veáis como me veis: roto,
desnudo y desconsolado y, lo que es peor falto de
juicio, pues no le tengo sino cuando al cielo se le antoja dármele por algún
breve espacio. Yo, Dorotea, soy el que estaba ante las vilezas de don Fernando,
y el que aguardó oír el sí que de ser su esposa pronunció Luscinda. Yo soy el
que no tuvo ánimo para ver en qué paraba su desmayo, ni lo que resultaba del
papel que le fue hallado en el pecho, porque no fui capaz de soportar tanto
sufrimiento y tantas desventuras juntas; por eso dejé la casa y una carta que
dejé a un conocido
mío, a quien rogue se la
entregase a Luscinda, y me vine a estas soledades con intención de acabar en
ellas la vida, que desde aquel punto aborrecí como mortal enemiga mía. Pero la
suerte no se ha conformado con quitarme el juicio, quizá por conservarme para
la buena suerte que he tenido en hallaros; pues, siendo verdad, como creo que
lo es, lo que aquí habéis contado, aún podría ser que a los dos nos tuviese el
cielo guardado mejores cosas en nuestras desgracias que nosotros pensamos. Porque, dando por supuesto, que
Luscinda no puede casarse con don
Fernando, por ser mía, ni don Fernando con ella, por ser vuestro, y haberlo
ella tan manifiestamente declarado, bien podemos esperar que el cielo nos
restituya lo que es nuestro, pues está todavía vigente, y no se ha suspendido ni
disuelto. Y, pues este consuelo tenemos, nacido no de muy remota esperanza, ni
fundado en desvariadas imaginaciones, os suplico, señora, que toméis otra
resolución en vuestros honrados pensamientos, pues yo la pienso tomar en los
míos, acomodándoos a esperar mejor fortuna; que yo os juro, por la fe de
caballero y de cristiano, de no desampararos hasta veros en poder de don
Fernando, y que, si con palabras no consiguiera
que reconozca lo que os debe, usaré entonces la libertad que me concede
el ser caballero, y poder con justo título desafiarle, a causa de la injusticia
que os está haciendo, sin acordarme de mis agravios, cuya venganza dejaré al
cielo por acudir en la tierra a los vuestros.
Con lo
que Cardenio dijo se acabó de admirar Dorotea, y, por no saber como agradecer
estos tan grandes ofrecimientos, quiso coger sus pies para besárselos; pero
Cardenio no lo consintió, y el licenciado (el cura) respondió por los dos,
aprobando lo que Cardenio había dicho, y, sobre todo, les rogó, aconsejó y
persuadió que se fuesen con él a su aldea, donde se podrían abastecer de las
cosas que les faltaban, y que allí se daría orden de cómo buscar a don
Fernando, o cómo llevar a Dorotea a sus padres, o hacer lo que más les
pareciese conveniente. Cardenio y Dorotea se lo agradecieron, y aceptaron el
favor que se les ofrecía. El barbero, que había estado muy atento y callado, comenzó
a hablar y se ofreció con no menos voluntad que el cura a todo aquello que
fuese bueno para servirles. Contó asimismo con brevedad la causa que allí los
había traído, con la extraña locura de
don Quijote, y cómo aguardaban a su escudero, que había ido a buscarle.
Se acordó Cardenio de la pendencia que con don Quijote
había tenido y la contó a los demás, pero no supo decir cuál fue la causa de la
disputa.
En esto,
oyeron voces, y conocieron que el que las daba era Sancho Panza, que, como no
los encontró donde los dejó, los llamaba a voces. Salieron a su encuentro y al
preguntar por don Quijote, les dijo que lo había encontrado desnudo, con solo
la camisa, flaco, amarillo, muerto de hambre, y suspirando por su señora
Dulcinea; y que cuando le dijo que ella le había dicho que le mandaba que
saliese de aquel lugar y se fuese al del Toboso, donde le quedaba esperando,
había respondido que había determinado no aparecer ante su hermosura hasta que
hubiese hecho hazañas que le hiciesen digno de su hermosura. Y que si aquello
cumplía, corría el peligro de no llegar a ser emperador, como estaba obligado,
ni aún arzobispo, que era lo menos que
podia ser. Por eso les dijo que pensasen que harían para sacarle de allí.
El
licenciado le respondió que no tuviese pena, que ellos le sacarían de allí, mal
que le pesase. Contó luego a Cardenio y a Dorotea lo que tenían pensado hacer
para curar a don Quijote, o al menos para llevarle a su casa. A lo cual dijo
Dorotea que ella haría la doncella menesterosa mejor que el barbero, porque
tenía allí vestidos con que hacerlo al natural (sin disfraces), y que confiaran
que sabría representar todo lo que hiciera falta para conseguir lo que
pretendían, porque ella había leído
muchos libros de caballerías y sabía bien la forma que tenían las doncellas cuitadas
(afligidas) cuando pedían sus dones (favores) a los andantes caballeros.
—
Pues
no es menester más —dijo el cura— sino hacerlo ya; que sin duda la suerte está de
nuestra parte, pues, sin pensarlo, a vosotros se os ha empezado a abrir una
puerta para vuestro desagravio y a nosotros se nos ha facilitado lo que
necesitamos. Sacó luego Dorotea de su almohada una saya entera de cierta
telilla rica y una mantilla de otra vistosa tela verde, y de una cajita un
collar y otras joyas, con lo que en un instante se acicaló de tal manera que parecía.
una rica y gran señora .Todo
aquello, y más, dijo que había sacado de su casa para lo que necesitase, y que
hasta entonces no había le había hecho falta usarlo. A todos les alegró mucho
su gracia, ingenio y hermosura, y consideraron a don Fernando poco inteligente
por despreciar tanta hermosura.
Pero el
que más alucinó fue Sancho Panza, por parecerle —como así era realmente— que en
todos los días de su vida había visto tan hermosa criatura; por lo que preguntó
al cura con mucho interés que le dijese quién era aquella señora tan hermosa y qué era lo que buscaba por aquellos
andurriales.
─ Esta hermosa señora —respondió el cura—, Sancho hermano, es, como
quien no dice nada, la heredera por línea directa del gran reino de Micomicón, que viene en busca de vuestro amo para pedirle por
favor que la defienda del agravio que un malvado gigante le está haciendo; y
por la fama que de buen caballero tiene vuestro amo por todo el mundo, ha
venido de Guinea a buscarle esta princesa.
─ Dichosa busqueda y
dichoso hallazgo —dijo entonces Sancho Panza—, y más si mi amo tiene la suerte
de deshacer ese agravio y remediar ese daño,
matando a ese gigante hideputa que
vuestra merced dice; que lo matará si lo encuentra a no ser que sea un
fantasma, porque contra estos no tiene mi amo ningún poder. Pero una cosa, entre otras, quiero suplicar a
vuestra merced, señor licenciado, y es
que, para que a mi amo no le entren
ganas de ser arzobispo, que es lo que yo
temo, que vuestra merced le aconseje que se case enseguida con esta princesa, y
así quedará imposibilitado de recibir órdenes arzobispales y conseguirá con
facilidad a su imperio y yo lo que deseo; que
yo he pensado bien en ello y sé que no me conviene que
mi amo sea arzobispo, porque yo no sirvo para la Iglesia, pues soy casado y
pedir dispensa para poder tener renta por la Iglesia, teniendo mujer e hijos,
sería cosa de nunca acabar. Pore eso, señor, lo que hay que conseguir es que mi
amo se case pronto con esta señora, que hasta ahora no sé su gracia, (nombre) y por
eso no la llamo por su nombre.
—
Se
llama —respondió el cura— la princesa Micomicona (62), porque, llamándose su
reino Micomicón, claro está que ella se ha de llamar así.
—
No
hay duda en eso —respondió Sancho—, que yo he visto a muchos tomar el apellido
y origen del lugar donde nacieron, llamándose Pedro de Alcalá, Juan de Úbeda y
Diego de Valladolid; y esto mismo se debe
usar allá en Guinea: tomar las reinas los nombres de sus reinos.
—
Así
debe de ser —dijo el cura—; y en lo del casarse vuestro amo, yo utilizaré toda
mi autoridad para convencerle.
Sancho quedó tan contento como el cura admirado de su ingenuidad, y de
ver cuanto se había contagiado de la fantasía y de los mismos disparates que su
amo, pues sin alguna duda se creía que había de llegar a ser emperador.
Mientras tanto, se había puesto Dorotea sobre la mula del cura
y el barbero se había acomodado al rostro la barba de la cola de buey, y
dijeron a Sancho que los guiase adonde don Quijote estaba; pero advirtiéndole
que no dijese que conocía al licenciado ni al barbero, porque de no conocerlos dependía
que su amo llegase a ser emperador. Ni el cura ni Cardenio quisieron ir con
ellos, porque no recordase don Quijote
la pendencia que con Cardenio había tenido, y el cura porque no era necesaria
por ahora su presencia. Y así, los dejaron ir delante, y ellos los fueron
siguiendo a pie, poco a poco. No dejó de indicar el cura lo que había de hacer
Dorotea; a lo que ella dijo que descuidasen, que todo se haría, sin faltar nada
de lo que pedían y pintaban los libros de caballerías. Tres cuartos de legua
habrían andado, cuando descubrieron a don Quijote entre unas intricadas peñas,
ya vestido, aunque no armado; y, así como Dorotea le vio y fue informada por
Sancho que aquél era don Quijote, picó espuelas a la mula, siguiéndole el bien
barbado barbero. Y, en llegando junto a él, el escudero se arrojó de la mula y
fue a tomar en los brazos a Dorotea, la cual, apeándose con gran desenvoltura,
se fue a hincar de rodillas ante las de don Quijote; y, aunque él pugnaba por levantarla, ella, sin levantarse, le habló
de esta manera:
—
De aquí
no me levantaré, ¡oh valeroso y esforzado caballero!, hasta que vuestra bondad y cortesía me conceda un
favor, el cual redundará en Gloria y fama de vuestra persona, y en provecho de
la más desconsolada y agraviada doncella que existe bajo el sol. Y si es que el valor de vuestro fuerte brazo
es como su fama dice, estáis obligado a ayudar a la desventurada que de tan lejanas tierras viene, por el
prestigio de vuestro famoso nombre, buscándoos para remedio de sus desdichas.
—
No os responderé palabra, hermosa
señora —respondió don Quijote— ni oiré nada de
vuestro suceso, hasta que os pongais de pie.
—
No
me levantaré, señor —respondió la afligida doncella—, si antes, por vuestra cortesía, no me es otorgado el favor que le pido.
—
Yo
os le otorgo y concedo —respondió don Quijote—, siempre que el cumplirlo no sea
en perjuicio de mi rey, de mi patria y de aquella que tiene la llave de mi
corazón y libertad.
—
No
será en daño ni en mengua de los que decís, mi buen señor —replicó la dolorosa
doncella.
Y, estando en esto, se llegó Sancho Panza al oído de su
señor y muy despacio le dijo:
—
Bien
puede vuestra merced, señor, concederle el favor que le pide, que es cosa de nada: sólo es matar a un
gigantazo, y esta que lo pide es la alta princesa Micomicona, reina del gran reino
Micomicón de Etiopía.(63)
—
Sea
quien fuere —respondió don Quijote—, yo cumpliré
con mi obligación y con lo que me dicta mi conciencia, conforme a la profesión
que ejerzo.
Y, volviéndose a la doncella, dijo:
—
Levántese vuestra gran hermosura , que yo le otorgo
el favor que pedirme quisiere.
—
Pues
el que pido es —dijo la doncella— que
vuestra generosa persona se venga enseguida conmigo a donde yo le llevaré,
y me prometa que no se ha de comprometer con otra aventura ni petición alguna
hasta haberme vengado de un traidor que,
contra todo derecho divino y humano, tiene usurpado mi reino.
—
Digo
que así lo haré —respondió don Quijote—, y así podéis, señora, desde ahora por
siempre , desechar la melancolía que os angustia y
recuperar
el ánimo y la esperanza que, con la ayuda de Dios y la de mi brazo recuperareis
vuestro reino, por mucho que les pese a los envidiosos, cobardes y ruines que
impedirlo quisieran. Y manos a labor, que en la tardanza dicen que suele estar
el peligro.
La menesterosa doncella insistió mucho en besarle las
manos a don Quijote, pero éste, que en todo era comedido y cortés caballero jamás
lo consintió, sino que hizo que se levantase y la abrazó con mucha cortesía y
moderación, mandando a Sancho que examinase y tensase las cinchas de Rocinante
y lo aparejase al momento. Sancho descolgó las armas, que, como trofeo, de un
árbol estaban colgando, y, tensando las cinchas, en un instante armó a su
señor; el cual, viéndose armado, dijo:
─ Partamos de aquí, en el nombre de Dios, a
favorecer a esta gran señora.
Estaba
el barbero aún de rodillas, teniendo mucho cuidado de disimular la risa y de
que no se le cayese la barba, para no estropear lo que tenían tramado; y viendo
que el favor estaba ya concedido y la disposición de don Quijote de salir
cuanto antes a cumplirlo, se levantó y
tomando de la mano a su señora, entre los dos la subieron a la mula.
Subió después don Quijote sobre Rocinante, y el barbero se acomodó en su
cabalgadura, quedándose Sancho a pie,lamentándose de nuevo de la pérdida del
rucio, con la falta que entonces le hacía; pero todo lo llevaba con gusto, por
parecerle que ya su señor estaba puesto en camino, y muy a pique, de ser
emperador; porque sin duda alguna pensaba que se había de casar con aquella
princesa, y ser, por lo menos, rey de Micomicón. Sólo le disgustaba el pensar
que aquel reino era en tierra de negros, y que todos sus vasallos serías negros; pero en su
imaginación encontró un buen remedio, y se díjo a sí mismo:
—
¿Qué más me da que mis vasallos sean negros? ¿Sólo tengo que traerlos a España
y venderlos, donde me los pagarán al contado y con cuyo dinero podré comprar
algún título o algún cargo con el que vivir
descansado todos los días de mi vida?
¡No me voy a quedar quieto, sino
que con ingenio y habilidad dispondré las cosas para vender treinta o diez mil
vasallos rápidamente! Por Dios que los despacharé volando, a buenos con malos, o como pueda, y que, por negros que sean, los
convertiré en blancos (monedas de plata) o amarillos (monedas de oro).¡ Que
nadie piense que me chupo el dedo!
Con esto, andaba tan rápido y tan contento que se le
olvidaba la molestia de caminar a pie.
Todo esto
miraban detrás de unos matorrales Cardenio y el cura, y no sabían que hacer
para juntarse con ellos; pero el cura, que era muy creativo, imaginó enseguida
lo que harían para conseguir lo que deseaban; y fue que con unas tijeras que
traía en un estuche quitó rápidamente la barba a Cardenio, y le puso un
capotillo pardo que él traía y le dio un herreruelo negro,( antigua capa corta sin capilla)
y él se quedó en calzas y en jubón (a cuerpo, sin otra ropa de abrigo); quedando
Cardenio tan distinto de lo que antes
parecía, que ni él mismo se conocería,
aunque a un espejo se mirara. Hecho esto, puesto ya que los otros habían pasado
adelante en tanto que ellos se disfrazaron, con facilidad salieron al camino
real antes que ellos, porque las malezas y malos pasos de aquellos lugares no facilitaban
que anduviesen más rápido los de a caballo que los de a pie. De hecho, ellos llegaron
antes al llano, a la salida de la sierra, y, cuando de ella salieron don Quijote y sus camaradas, el cura se le quedó
mirando muy despacio, dando señales de que le iba reconociendo; y, al cabo de
un rato se fue a él abiertos los brazos y diciendo a voces: — Para bien sea
hallado el espejo de la caballería, mi
buen compatriota don Quijote de la Mancha, la flor y la nata de la gentileza,
el amparo y remedio de los menesterosos, la quintaesencia de los caballeros
andantes. Y, diciendo esto, tenía abrazado por la rodilla de la pierna
izquierda a don Quijote; el cual, espantado de lo que veía y oía decir y hacer
aquel hombre, se le puso a mirar con atención, y, al fin, le conoció y quedó
como espantado de verle, y hizo un gran esfuerzo para apearse; pero el cura no
lo consintió, por lo cual don Quijote decía:
─
Déjeme vuestra merced, señor licenciado, que no está bien que yo esté a
caballo, y una tan reverenda persona como vuestra merced esté a pie. —
—
Eso
no lo consentiré en ningún modo —dijo el cura—: quédese vuestra grandeza a
caballo, pues estando a caballo acabará las mayores hazañas y aventuras que en
nuestra edad se han visto; que a mí, aunque indigno sacerdote, me basta subir
en las ancas de una de las mulas de
estos señores que con vuestra merced caminan, si no les molesta. Y aun haré
cuenta que voy caballero sobre el caballo Pegaso (64), o sobre la cebra o
alfana en que cabalgaba aquel famoso moro Muzaraque, que todavía yace encantado
en la gran cuesta Zulema, que dista poco de la gran Compluto (65).
—
No
había pensado en esto, mi señor licenciado —respondió don Quijote—; y yo sé que
mi señora la princesa permitirá que su escudero ceda a vuestra merced la silla
de su mula y que él se acomode en las ancas, si es que la mula lo aguanta.
. ─ Sí lo aguanta —respondió la princesa—; y
no sera necesario mandárselo a mi escudero, que él es tan cortés y caballero que no consentirá que una persona eclesiástica
vaya a pie, pudiendo ir a caballo.
—
Así
es —respondió el barbero.
Y, apeándose al instante, ofreció al cura la silla que
la aceptó sin hacerse mucho de rogar. Pero el problema fue que al subir a las
ancas el barbero, la mula, que era de alquiler, que para decir que era mala
esto basta, alzó un poco los cuartos traseros y dio dos coces en el aire, que
si las hubiera dado en el pecho o en la cabeza de maese Nicolás, él mandaría al
Diablo la venida para recoger a don
Quijote. De todas formas el sobresalto le hizo caer al suelo, sin tener cuidado
de las barbas, que también cayeron; y al verse sin ellas no tuvo más remedio
que taparse la cara con ambas manos y quejarse de que le habían saltado las
muelas. Don Quijote, que vio todo aquel mazo de barbas, sin quijadas y sin
sangre, lejos del rostro del escudero caído, dijo:
—
¡Vive
Dios, que es gran milagro éste! ¡Las barbas se le han caído y arrancado del
rostro, como si se las hubieran quitado aposta!
El cura, que vio el peligro que corría su invención de
ser descubierta, recogió enseguida las barbas y se fue con ellas adonde maese Nicolás
estaba caido, quejándose todavía, y de un golpe, acercándole la cabeza a su
pecho, se las puso, murmurando unas palabras que dijo era un conjuro para pegar
barbas; y una vez puestas, se apartó quedando el escudero tan bien barbado y
tan sano como antes, de lo cual quedó
don Quijote muy admirado, y le rogó al cura que cuando tuviese tiempo le
enseñase aquel conjuro porque pensaba que debería servir para más cosas, pues
estaba claro que de donde las barbas se quitasen había de quedar la carne
llagada y maltrecha, y que, pues todo lo sanaba, a más que barbas tenía que aprovechar.
—
Así
es —dijo el cura, y prometió que se lo enseñaría en la primera ocasión que
tuviesen. Y acordaron que ahora subiese el cura. Y que se fuesen turnando hasta
que llegasen a la venta que estaba a unas dos leguas de allí; irian tres a
caballo, don Quijote, la princesa y el cura, y tres a pie, Cardenio, el barbero
y Sancho Panza. D. Quijote le dijo a la doncella:
─ Vuestra grandeza, señora mía, guíe por donde
más le guste. Y, antes que ella
respondiese, dijo el licenciado:
—
¿Hacia
qué reino quiere guiar vuestra señoría?
¿Es, por ventura, hacia el de Micomicón?; que así debe de ser, o yo sé poco de reinos.
Ella, que estaba bien informada del plan que tenían, entendió
que había de responder que sí; y así,
dijo:
—
Sí,
señor, hacia ese reino es mi camino.
—
Si así es —dijo el cura—, tenemos que pasar
por mi pueblo, y de allí tomará vuestra merced el camino de Cartagena, donde
con suerte se podrá embarcar; y si hay viento próspero, mar tranquilo y sin
borrasca, en poco menos de nueve años
podrá ver la gran laguna Meona, digo, Meótides,(66) que está a poco más
de cien jornadas del reino de vuestra grandeza.
—
Vuestra
merced está engañado, señor mío —dijo ella—, porque no hace dos años que yo
partí de él, y nunca tuve buen tiempo, y, con todo eso, he llegado a ver lo que
tanto deseaba, que es al señor don Quijote de la Mancha, cuyas hazañas llegaron
a mis oídos así como puse los pies en España, y ellas me movieron a buscarle,
para encomendarme a su cortesía y
solicitar de su invencible brazo que me haga
justicia.
─ No más
alabanzas —dijo a esta sazón don Quijote—, porque soy enemigo de todo género de
adulación; y, aunque ésta no lo sea, todavía ofenden a mis castas orejas
semejantes halagos. Lo que yo sé decir, señora mía, que ya tenga valor o no, el que tuviere o no tuviere
se ha de emplear en vuestro servicio hasta perder la vida; y así, dejando esto
para su tiempo, ruego al señor licenciado me diga cuál es la causa que le ha
traído por estas partes, tan solo, y tan sin criados, y tan a la ligera, que,
en verdad, me alarma.
─ A eso le responderé
brevemente —respondió el cura—, porque
sabrá vuestra merced, señor don Quijote, que yo y maese Nicolás, nuestro amigo
y nuestro barbero, íbamos a Sevilla a cobrar cierto dinero que un pariente mío
que hace muchos años marchó a las Indias me había enviado, y una buen cantidad
que pasan de sesenta mil pesos ensayados
(67); y, pasando ayer por estos lugares, nos salieron al encuentro cuatro
salteadores y nos quitaron hasta las barbas; y de tal modo nos las quitaron,
que el barbero tuvo que ponérselas postizas; y aun a este mancebo que aquí va
—señalando a Cardenio— le pusieron como nuevo. Y es lo bueno que se sabe por
todos estos contornos que los que nos asaltaron son unos galeotes que dicen que
libertó, casi en este mismo sitio, un hombre tan valiente que, a pesar del
comisario y de los guardias, los soltó a todos; y, sin duda alguna, él debía de
estar fuera de juicio, o debe de ser tan bellaco como ellos, o a algún hombre sin alma y sin
conciencia, pues quiso soltar al lobo entre las ovejas, a la raposa entre las gallinas, a la mosca entre la miel; quiso burlar
la justicia, ir contra su rey y señor natural, pues fue contra sus justos mandamientos. Quiso, digo, quitar a las
galeras sus remeros, poner en alboroto a la Santa Hermandad, que hacía muchos
años que descansaba; quiso, finalmente, hacer un hecho por donde se pierda su
alma, sin que gane nada su cuerpo..
Sancho les había
contado Sancho al cura y al barbero la aventura de los galeotes, que acabó su
amo con tanta gloria suya, y por esto cargaba la mano (exageraba) el cura
refiriéndola, para ver lo que hacía o decía don Quijote; al cual se le mudaba el
color a cada palabra, y no osaba decir que él había sido el libertador de
aquella buena gente.
—
Éstos,
pues —dijo el cura—, fueron los que nos robaron; que Dios, por su misericordia,
se lo perdone al que no los dejó llevar al debido suplicio.
NOTAS.
62. Micomicona es el aumentativo de mico, mono de cola larga que debe
vivir en Guinea.
63. Aunque ahora diga Etiopía, se trata de Guinea, ya que así se conocía
al África negra en general.
64. Pegaso es el nombre de un
caballo alado de la mitología grecolatina. Y alfana era una yegua corpulenta y briosa
(fuerte).
65. Parece
ser que este personaje es una invención de Cervantes, ya que no se tienen
noticias de él. También puede referirse a una tradición de Alcalá de Henares,
cerca de la cual está el cerro llamado Zulema.
66.
LLamada Mar de Azof.
67. Quiere
decir que habían comprobado bien si eran o no de plata , porque el peso
equivalía a ocho reales de plata.
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