miércoles, 8 de noviembre de 2017

D. QUIJOTE PARA TODOS




Capítulo XXVIII. Que trata de la nueva y agradable aventura que al cura y barbero sucedió en la mesma sierra


          Muy felices y afortunados fueron los tiempos en los que se echo al mundo el tambiém muy audaz caballero don Quijote de la Mancha, pues por haber tenido la feliz determinación de querer resucitar la ya casi muerta y perdida orden de la caballería andante, gozamos ahora en esta nuestra edad tan necesitada de alegres entretenimientos, no solo de la delicia de su verdadera historia sino de los cuentos y episodios que en ella se cuentan, algunos de los cuales son tan agradables, inventados y verdaderos como la misma historia; la cual prosiguiendo su enmarañado relato, cuenta que una vez que el cura comenzó a prepararse para consolar a Cardenio, lo impidió  una voz que llegó a sus oídos y que tristemente decía:

  ¡Ay Dios!  ¿ Será posible que haya encontrado el lugar en el que pueda esconder  esta amargura que tan en contra de mi voluntad tengo? Sí será, si la soledad que prometen esta sierras no me miente. ¡ Ay, desdichada, qué más agradable compañía que estos riscos y malezas para que con llantos  comunique mi  desgracia  al cielo, mucho mejor que a la de ningún humano, pues no hay en la tierra nadie de quien se pueda esperar consejo en las dudas, alivio en las penas , ni remedio en los males.

          Todos estos lamentos oyeron el cura y los que con él estaban, y por parecerles, como así era, que quien los decía estaba cerca, fueron a buscarle, y apenas a veinte pasos encontraron detrás de un peñasco y sentado al pie de un árbol, a un mozo  vestido como labrador que estaba inclinado lavándose los pies en el arroyo que por allí corría. Y llegaron con tanto sigilo que él no se dio cuenta, además sólo estaba atento a lavarse los pies, que parecían dos pedazos de blanco cristal que habían nacido entre las piedras del arroyo, cuya blancura y belleza les impresionó tanto que pensaron que no estaban acostumbrados a pisar terrones , ni a andar tras el arado y los bueyes, como daba entender la ropa que vestía; al ver que no los había escuchado llegar, el cura, que iba delante,  hizo señas a los otros para que se escondiesen detrás de una peña que allí cerca había. Así lo hicieron todos, mirando con atención lo que el mozo hacía. Cuando acabó de lavarse los hermosos pies, se los secó con una toalla, y al terminar alzó el rostro descubriendo una hermosura tan incomparable, que Cardenio Dijon al cura en voz baja: 

Ésta, ya que no es Luscinda, no es persona humana, sino divina.

El mozo se quitó la montera (gorro), y, sacudiendo la cabeza a una y a otra parte, se comenzaron a soltar unos cabellos, a los que los rayos del sol podrían envidiar. Con esto conocieron que el que parecía labrador era mujer, y delicada, y aun la más hermosa que hasta entonces los ojos de los dos habían visto, y aun los de Cardenio, si no hubieran mirado y conocido a Luscinda; que después afirmó que sola la belleza de Luscinda podía conpararse con aquella. Los largos y rubios cabellos no sólo le cubrieron la espalda, sino todo a su alrededor, de tal manera que poco más que los pies se veía: tales y tantos eran. Le sirvieron de peine unas manos, que si los pies en el agua habían parecido pedazos de cristal, las manos en los cabellos semejaban pedazos de apretada nieve; todo lo cual, aumentaba la admiración y el deseo de saber quien era a los tres que la miraban.

          Por esto decidieron  presentarse y al ponerse de pie, la hermosa moza alzó la cabeza y, quitándose con las manos los cabellos de delante de los ojos, miró a  los que habían hecho aquel ruido;  y al verlos se puso de pie, y, sin esperar a calzarse ni a recoger sus cabellos, cogió con rapidez un bulto con ropa  que tenía a su lado e intentó huir muy confusa y asustada; pero apenas hubo dado seis pasos, sus delicados pies no aguantaron la aspereza de las piedras y cayó al suelo. Al ver esto los tres se acercaron a ella, siendo el cura el primero que le habló, diciendo: 

 — Deteneos, señora, quienquiera que seáis, que nosotros solo queremos ayudarla. No es necesario que huyáis, porque ni vuestros pies lo podrán sufrir ni nosotros consentir. A todo esto, ella toda confusa y atónita no respondía nada. Se acercaron, pues, a ella, y, asiéndola el cura por la mano, prosiguió diciendo:

      Lo que vuestro traje, señora, nos niega, vuestros cabellos nos descubren: señales claras de que no deben de ser de poca importancia las causas que han disfrazado vuestra belleza con traje tan indigno, y traerla a tanta soledad como es ésta, en la cual ha sido suerte el encontraros, si no para dar remedio a vuestros males, al menos para darles consejo, pues ningún mal puede fatigar tanto, ni ser tan grande  que no permita a quien lo padece escuchar un consejo dado con buena intención, mientras haya vida. Así que, señora mía, o señor mío, o lo que vos quisiereis ser, olvidar el sobresalto que nuestra vista os ha causado y contadnos vuestra buena o mala suerte; que en nosotros, juntos o en cada uno, hallaréis quien os ayude a mitigar vuestras desgracias.

          En tanto que el cura le explicaba esto, estaba la disfrazada moza como embelesada, mirándolos a todos, sin mover los labios ni decir palabra alguna: al modo del rustico aldeano al que de improviso se le enseñan cosas raras que jamás ha visto. Pero volviendo el cura a darle otras explicaciones con el mismo propósito, dando ella un profundo suspiro, rompió el silencio y dijo:
      Ya que la soledad de estas sierras no ha sido bastante para ocultarme ni  la soltura de mis cabellos  me ha permitido mentir, inútil sería que yo ahora siguiera fingiendo, porque si me creyeran sería solamente por cortesía. Reconocido esto, os agradezco vuestro ofrecimiento, y por eso quiero satisfacer todo lo que me habéis pedido, aunque temo que el relato de mis desdichas os puede causar no sólo compasion por mi desgracia, sino dolor y pena porque no encontraréis remedio para curarla ni consuelo para aliviarla. Pero, aún así, para que no dudéis de mi honestidad, porque al haberme reconocido como mujer y viéndome moza, sola y con esta ropa, cosas que cada una por sí misma y todas juntas pueden echar por tierra la reputación más honesta, os contaré lo que si pudiera querría callar.       

          Todo esto dijo sin parar la que tan hermosa mujer parecía, con tanta fluidez  (soltura) y con voz tan suave que les admiró tanto como su hermosura. Y volviendo a insistirle  con nuevos ofrecimientos y ruegos, para que cumpliese lo prometido, ella, sin hacerse más de rogar, calzándose con toda honestidad y recogiendo sus cabellos  se acomodó en el asiento de una piedra en medio de los tres, que se esforzaban por contener las lágrimas y, con voz reposada y clara comenzó la historia de su vida de esta manera:

      «En esta Andalucía hay un lugar de quien toma título un duque, que es  uno de los que llaman grandes en España (59). Éste tiene dos hijos: el mayor, heredero de su estado (hacienda), y, al parecer, de sus buenas costumbres; y el menor, no sé yo de qué sea heredero, sino de las traiciones de Vellido o de don ´Julián (60). De este señor son vasallos mis padres, humildes en linaje, pero tan ricos que si los bienes de su naturaleza (linaje) igualaran a los de su fortuna, ni ellos tuvieran más que desear ni yo estaría en la desdicha en que me veo; porque quizá nace mi poca ventura de la que no tuvieron ellos en no haber nacido ilustres. Bien es verdad que no son tan bajos que puedan avergonzzarse de su estado, ni tan altos que no reconozca de que de su humildad viene mi desgracia. Ellos, en fin, son labradores, gente llana, sin mezcla alguna de judíos o de moros, y, como suele decirse, cristianos viejos ranciosos; (61) pero tan ricos que su riqueza y magnífico trato les va poco a poco adquiriendo nombre de hidalgos, y aun de caballeros. Puesto que de la mayor riqueza y nobleza que ellos se preciaban era de tenerme a mí por hija; y, así por no tener otra ni otro que los heredase y por ser padres muy cariñosos, yo era una de las más mimadas hijas que padres jamás mimaron. Era el espejo en que se miraban, el báculo de su vejez, y la persona  a quien dirigían, de acuerdo con el cielo, todos sus deseos; de los cuales, por ser ellos tan buenos, los míos no se apartaban en nada. Y del mismo modo que yo era señora de sus gustos, así lo era de su hacienda: yo contrataba y despedía a los criados; la forma y cuenta de lo que se sembraba y recogía pasaba por mi mano; los molinos de aceite, los lagares de vino, el número del ganado mayor y menor, el de las colmenas. Finalmente, de todo aquello que un tan rico labrador como mi padre puede tener y tiene, tenía yo la cuenta, y era la mayordoma y señora, con tanta eficacia mía y con tanto gusto suyo, que buenamente no acertaré a expresarlo. Los ratos libres que me quedaban, después de haber dado lo que convenía a los mayorales, a capataces y a otros jornaleros, los dedicaba a otras actividades, como son los que ofrecen la aguja y la almohadilla, y muchas veces la rueca; y si alguna vez, para descansar,dejaba estos ejercicios, me entretenía con la lectura de algún libro devoto, o a tocar un arpa, porque la experiencia me mostraba que la música restaura los ánimos descompuestos y alivia los trabajos que nacen del espíritu. »Ésta, pues, era la vida que yo tenía en casa de mis padres, la cual, si tan minuciosamente he contado, no ha sido por ostentación ni por dar a entender que soy rica, sino porque entiendan que no es culpa mía que haya cambiado aquella situación feliz, por esta desgraciada en la que me encuentro. Es, pues, el caso que, pasando mi vida en tantas ocupaciones y en un encerramiento tal que al de un monasterio pudiera compararse, sin ser vista, a mi parecer, de otra persona alguna que de los criados de casa, porque los días que iba a misa era tan de mañana, y tan acompañada de mi madre y de otras criadas, y yo tan cubierta y recatada que apenas veían mis ojos más tierra que aquella donde ponía los pies; y, a pesar de  esto, los del amor, o los de la ociosidad, por mejor decir, a quien los del lince no pueden igualarse, me vieron, puestos en el afecto de don Fernando, que éste es el nombre del hijo menor del duque que os he contado».

          Apenas nombró a don Fernando, se le mudó el color del rostro a Cardenio y comenzó a sudar tan alterado que el cura y el barbero temieron le hubiera vuelto un  nuevo episodio de locura, como habían oído decir  que de cuando en cuando le venían. Pero Cardenio no hizo otra cosa que sudar y quedarse quieto mirando atentamente a la labradora, que ya había imaginado quien era; pero ella sin reparar en los movimientos de Cardenio, prosiguió su historia diciendo:
«Y, aunque apenas tuvo tiempo de verme bien, como me dijo después,  quedó tan enamorado de mí como dieron a entender sus declaraciones. Pero, por acabar pronto la triste historia de mis desdichas quiero pasar por alto las maniobras que don Fernando hizo para declararme su afecto: desde sobornar a la gente de mi casa, hasta  las serenatas que por las noches no dejaban dormir, pasando por las fiestas y jolgorios en mi calle. Las cartas que, sin saber cómo, recibía estaban llenas de enamoradas promesas y juramentos. Nada de esto me ablandaba, más bien me endurecía considerándolo como mi mortal enemigo, y todas las cosas que hacía para rendirme a su voluntad, producían el efecto contrario; no porque no me agradara su cortesía, ni me pareciesen excesivas sus solicitudes, porque en realidad me gustaba verme tan querida y estimada por un caballero tan principal, y, como a toda mujer, por fea que sea, me gustaban todas las alabanzas que en sus cartas decía de mi hermosura.

»Pero a todo esto se opone mi honestidad y los consejos continuos que mis padres me daban, que ya tenían muy claro lo que don Fernando pretendía, porque a él ya  no le importaba que todo el mundo lo supiese. Mis padres me decían  que confiaban en mi virtud y bondad  para defender su fama y su honra, pero  que considerase la desigualdad que había entre mí y don Fernando, y que por esto podría ver que, aunque él dijese otra cosa, pensaría más en su placer que en mi provecho; y que si yo quisiese poner  algún inconveniente para que él se olvidase de su injusta pretensión, que ellos me casarían enseguida con quien yo más gustase: bien de los más principales de nuestro lugar como de todos los circunvecinos, pues todo se podía esperar de su mucha hacienda y de mi buena fama. Con estas promesas y con la verdad que ellos me decían, fortificaba yo mi entereza, y jamás quise responder a don Fernando palabra que le pudiese mostrar, aunque de muy lejos, la esperanza de alcanzar su deseo.

    »Todas estas cautelas mias, que él debía tener por desprecios, pudieron ser la causa de avivar más su lascivo apetito, que este nombre quiero dar a los propósitos que me mostraba; que si  las hubiera cumplido, no las conoceríais ahora, porque no habría existido la ocasion de contarla. Finalmente, don Fernando supo que mis padres estaban pensando casarme para quitarle a él la esperanza de poseerme, o, al menos para que tuviese quien me defendiese de él;  y esto fue causa para que hiciese lo que ahora oiréis. Y fue que una noche, estando yo en mi aposento con la sola compañía de una doncella que me servía, teniendo bien cerradas las puertas, por temor que mi honestidad  se viese en peligro, sin saber ni imaginar cómo, a pesar de estas precauciones, y en la soledad de este silencio y encierro, me le encontré delante, cuya vista me sobresaltó de tal manera que me quitó la de mis ojos y me enmudeció la lengua; y así, no fui capaz de gritar, ni creo que él me hubiera dejado hacerlo, porque enseguida se acercó a mí, y, tomándome entre sus brazos (porque yo, como digo, no tuve fuerzas para defenderme, según estaba de aturdida), comenzó a decirme tales razones, que no sé cómo es posible que tenga tanta habilidad la mentira que las sepa componer de modo que parezcan tan verdaderas. Hacía el traidor que sus lágrimas acreditasen sus palabras y los suspiros su intención. Y yo, pobrecilla, sola entre los míos, sin experiencia en estos casos, comencé, no sé cómo, a tener por verdaderas tantas falsedades, pero sin que me moviesen a compasion sus lágrimas y suspiros.
     »Y así, pasado el sobresalto primero, volví a recuperar mis fuerzas y con más valor del que pensé tener, le dije: Si en lugar de estar en tus brazos como estoy, señor, estuviera entre los de un león fiero y por librarme de ellos pudiera hacer o decir algo que fuera en perjuicio de mi honestidad, tan imposible me resultaría hacerla o decirla como recuperar lo que había sido y ya no es ( se refiere a su virginidad). Así que, si tú tienes ceñido mi cuerpo con tus brazos, yo tengo atada mi alma con mis buenos deseos, que son tan diferentes de los tuyos como lo verás si forzándome quieres conseguirlos. Tu vasalla soy, pero no tu esclava; ni tiene ni debe tener derecho la nobleza de tu sangre para deshonrar y no valorar la humildad de la mía; y  tanto valgo yo  que soy villana y labradora, como tú, que eres señor y caballero. Conmigo no han de servir para nada ni tus fuerzas ni tus riquezas, ni tus palabras me van a engañar ni tus suspiros y lágrimas me van a ablandar. Si yo viera alguna de estas cosas que he dicho en el que mis padres me den por esposo, mi voluntad se ajustaría a la suya en todo; de modo que, como quedara con honra, aunque no fuera de mi agrado con gusto le entregaría lo que tú, señor, ahora con tanta fuerza pretendes. Todo esto lo digo porque nadie que no sea mi legítimo esposo conseguirá de mí cosa alguna”. ''Si sólo te preocupa eso, bellísima Dorotea —(que éste es el nombre de esta desdichada), dijo el desleal caballero—, Aqui mismo  te doy mi mano para ser tuyo, y sean testigos de esta verdad los cielos, a quien ninguna cosa se esconde, y esta imagen de Nuestra Señora que aquí tienes''.»
Cuando Cardenio le oyó decir que se llamaba Dorotea, tornó de nuevo a sus sobresaltos y acabó de confirmar por verdadera su primera opinión; pero no quiso interrumpir el cuento, por ver en qué venía a parar lo que él ya casi sabía; sólo dijo:

      ¿Que Dorotea es tu nombre, señora? De otra del mismo nombre he oído hablar, que quizá sus desdichas sean semejantes a las vuestras. Sigue contando que ya habrá tiempo para decirte cosas que te horroricen a la vez que te hieran. Se fijó Dorotea en lo que Cardenio le decía y en su extraño y andrajoso traje, rogándole que si sabía alguna cosa de su estado se la dijese enseguida; porque si algo le había dejado bueno su suerte, era el valor que tenía para sufrir cualquier desastre que le sobreviniese, segura de que, a su parecer, ninguno podía llegar al que ya estaba padeciendo.

─ No dudaría yo, señora —respondió Cardenio—, en decirte lo que pienso, si fuera verdad lo que imagino; pero  ahora no es la ocasión, ni a ti te interesa nada el saberlo.

      Sea lo que fuere —respondió Dorotea—, «lo que en mi cuento pasa fue que, tomando don Fernando una imagen que en aquel aposento estaba, la puso por testigo de nuestro desposorio. Con palabras eficacísimas y juramentos extraordinarios, me dio la palabra de ser mi marido, aunque, antes que acabase de decirlas, le dije que mirase bien lo que hacía y que considerase el enojo que su padre había de recibir de verle casado con una villana vasalla suya; que no le cegase mi hermosura, tal cual era, pues no era bastante para hallar en ella disculpa de su error, y que si algún bien me quería hacer, por el amor que me tenía, fuese dejar correr mi suerte a lo que   mi linaje podia aspirar, porque nunca los tan desiguales casamientos son felices ni dura mucho la felicidad con la que comienzan. »Todas estas razones que aquí he dicho le dije, y otras muchas de las que no me acuerdo, pero no fueron suficientes para que él dejase de seguir en su intento, como el que no piensa pagar no pierde el tiempo en regatear el precio. Entonces yo reflexioné, y me dije a mí misma: ''No seré yo la primera que por vía de matrimonio haya subido de humilde a grande estado, ni será don Fernando el primero a quien hermosura, o ciega pasión, que es lo más cierto, haya hecho tomar compañía desigual a su grandeza. Pues si no hago nada nuevo, aprovecharé esta ocasion que la suerte me ofrece. Aunque en éste no dure más lo que promete que el cumplimiento de su deseo; Pero, de todas formas, para con Dios seré su esposa. Y si lo desprecio, lo veo en tal estado, que, en lugar de comportarse como debe, usará la fuerza y quedaré deshonrada y sin disculpa ante quien no supiera que no ha sido por mi voluntad haber llegado a este situación.
. Porque, ¿qué explicaciones serian suficientes para convencer a  mis padres, y a otros, que este caballero entró en mi aposento sin mi consentimiento ?''

»Todas estas preguntas y respuestas revolví yo en un instante en la imaginación; y, sobre todo, comenzaron a coger fuerza y a inclinarme a lo que fue, sin yo pensarlo, mi perdición: los juramentos de don Fernando, los testigos que ponía, las lágrimas que derramaba, y, finalmente, su dispusición y gentileza, que, acompañada con tantas muestras de verdadero amor, rendirían a cualquier corazón tan libre y honesto como el mío. Llamé a mi criada, para que en la tierra acompañase a los testigos del cielo; volvió don Fernando a reiterar y confirmar sus juramentos; añadió a los primeros nuevos santos por testigos; echóse mil futuras maldiciones, si no cumpliese lo que me prometía; volvió a humedecer sus ojos y a acrecentar sus suspiros; apretóme más entre sus brazos, de los cuales jamás me había dejado; y con esto, y con volverse a salir del aposento mi doncella, yo dejé de serlo y él acabó de ser traidor y fementido.

     »El día que sucedió a la noche de mi desgracia llegaba no tan aprisa como yo pienso que don Fernando deseaba, porque, después de cumplido aquello que el apetito pide, el mayor gusto que puede venir es apartarse de donde se alcanzó. Digo esto porque don Fernando se dio mucha prisa para apartarse de mí, y, con  la astucia de mi doncella, que era la misma que allí le había traído, antes que amaneciese se vio en la calle. Y, al despedirse de mí, aunque no con tanto ahínco y vehemencia como cuando vino, me dijo que estuviese segura de su fe y de ser firmes y verdaderos sus juramentos; y, para más confirmación de su palabra, sacó un rico anillo del dedo y lo puso en el mío. En efecto, él se fue y yo quedé, ni sé si triste o alegre; esto sé bien decir: que quedé confusa y pensativa, y casi fuera de mí con el nuevo acaecimiento, y no tuve valor o no  me acordé, de reñir a mi doncella por la traición cometida de encerrar a don Fernando en mi mismo aposento, porque aún no tenía claro si era bueno o malo lo que me había sucedido. Díjele, al partir, a don Fernando que por el mismo camino de aquélla podía verme otras noches, pues ya era suya, hasta que, cuando él quisiese, que aquel hecho se publicase. Pero no vino otra alguna, ni si quiera la siguiente, ni yo pude verle en la calle ni en la iglesia en más de un mes; que en vano me cansé en suplicárselo, puesto que supe que estaba en la villa y que todos los días iba de caza, ejercicio al que era muy aficionado.
»Estos días y estas horas bien sé yo que para mí fueron aciagos e infelices,  y en ellos comencé a dudar, y a dejar de fiarme de las promesas de don Fernando; y en ellos mi doncella escuchó entonces las palabras que en reprehensión de su atrevimiento antes no había oído; y fue necesario disimular mis lágrimas y  la tristeza de mi rostro, para evitar  que mis padres me preguntasen a que se debía mi desconsuelo, qué me preocupaba y me obligasen a buscar mentiras que decirles. Pero todo esto se acabó en un instante, donde se olvidaron respetos y se acabaron los honrados discursos, y adonde se perdió la paciencia y se divulgaron mis secretos pensamientos. Y esto fue porque, a los pocos días, se dijo en el lugar que en una ciudad cercana se había casado don Fernando con una doncella hermosísima y de muy principales padres, aunque no tan rica que, por la dote, pudiera aspirar a tan noble casamiento. Se dijo que se llamaba Luscinda, con otras cosas que en sus desposorios sucedieron dignas de admiración.»

Oyó Cardenio el nombre de Luscinda, y no hizo otra cosa que encoger los hombros, morderse los labios, arquear las cejas y dejar caer por sus ojos dos fuentes de lágrimas. Pero no por esto dejó Dorotea de seguir su cuento, diciendo:

— «Llegó esta triste noticia a mis oídos, y, en lugar de helárseme el corazón en oírla, fue tanta la cólera y rabia que se encendió en él, que faltó poco para no salir por las calles dando voces, publicando la alevosía y traición que se me había hecho. Pero contuve esta furia al pensar lo que iba a hacer aquella misma noche: que fue ponerme esta ropa, que me dio uno de los criados de mi padre, al cual descubrí toda mi desventura, y le rogué me acompañase hasta la ciudad donde entendí que mi enemigo estaba. Él, después de desaprobar mi atrevimiento y afeado mi determinación, viéndome resuelta en mi intención, se ofreció a hacerme compañía, como él dijo, hasta el fin del mundo. Entonces guardé en una almohada de lienzo un vestido de mujer, y algunas joyas y dinero, por lo que pudiera suceder. Y en el silencio de aquella noche, sin dar cuenta a mi traidora doncella, salí de mi casa, acompañada de mi criado y de muchas imaginaciones, y me puse en camino de la ciudad, a pie, llevada en vuelo por el deseo de llegar, porque ya que no pudiera impedir lo que había hecho, al menos pedir a don Fernando me dijese con qué conciencia lo había realizado..

    »Llegué en dos días y medio donde quería, y, al entrar en la ciudad, pregunté por la casa de los padres de Luscinda, y al primero a quien pregunté me respondió más de lo que yo quisiera oír.
Me indicó la casa y todo lo que había sucedido en el desposorio de su hija, cosa tan pública en la ciudad, que se hacen corrillos para contarla por toda ella. Me dijo que la noche que don Fernando se desposó con Luscinda, después de haber ella dado el sí de ser su esposa, tuvo un grave desmayo, y que, llegando su esposo a desabrocharle el pecho para que le diese el aire, encontró un papel escrito por la misma Luscinda, en el que decía y declaraba que ella no podía ser esposa de don Fernando, porque lo era de Cardenio, que, a lo que el hombre me dijo, era un caballero muy principal de la misma ciudad; y que si había dado el sí a don Fernando, fue por no desobedecer a sus padres. En consecuencia, tales explicaciones contenía  el papel, que daban a entender que ella  había tenido la intención de matarse nada más casarse, y daba allí las razones por las que se había quitado la vida. Todo lo cual dicen que confirmó una daga que le hallaron no sé en qué parte de sus vestidos. Visto esto por don Fernando y pareciéndole que Luscinda le había burlado, escarnecido y tenido en poco, arremetió contra ella, antes que volviese de su desmayo, y con la misma daga que le hallaron la quiso apuñalar; y lo hubiera hecho si sus padres y los que estaban presentes no se lo hubieran impedido. Dijeron también que luego se ausentó don Fernando, y que Luscinda no había vuelto de su desmayo hasta el día siguiente, en el que contó a sus padres cómo ella era verdadera esposa de aquel Cardenio que he dicho. Supe más: que  Cardenio, según decían,estuvo en los desposorios, y que, en viéndola desposada, lo cual él jamás pensó, se salió de la ciudad desesperado, dejándole primero escrita una carta, donde daba a entender el agravio que Luscinda le había hecho, y de cómo él se iba adonde nadie pudiera verle.

          »Esto todo era público y notorio en toda la ciudad, y todos hablaban de ello; y más hablaron cuando supieron que Luscinda había faltado de casa de sus padres y de la ciudad, pues no la encontraron en ninguna parte; de que perdían el juicio sus padres y no sabían qué se podría hacer para encontrarla. Esto que escuché reanimó mis esperanzas, y me alegré no haber encontrado a don Fernando que haberlo encontrado casado,   pareciéndome que aún no estaba del todo cerrada la puerta a mi remedio, dándome yo a entender que podría ser que el cielo hubiese puesto aquel impedimento en el segundo matrimonio, para darle  a conocer lo que al primero debía, y a caer en la cuenta de que era cristiano y que estaba más obligado a su alma que a los respetos humanos. Todas estas cosas revolvía en mi fantasía, y me consolaba sin tener consuelo, fingiendo unas esperanzas largas y dudosas, para entretener la vida, que ya aborrezco.

   »Estando, pues, en la ciudad, sin saber qué hacer, ya que a don Fernando no le encontraba, escuché un pregón prometiendo una buena recompense a quien me encontrase, dando las señas de mi edad y del traje que llevaba; y escuché que me había sacado de la casa de mis padres el mozo que vino conmigo, cosa que me llegó al alma, por ver como había caído mi reputación, pues no la perdía solo por mi venida, sino por añadir que me había escapade con una persona tan indigna de mí. Al escuchar el pregón salí de la ciudad con mi criado, que ya empezaba a dudar  de la fidelidad que me había prometido, y aquella noche entramos  en lo más espeso de esta montaña, con el miedo de ser encontrados Pero, como suele decirse que un mal llama a otro, y que el fin de una desgracia suele ser principio de otra mayor, así me sucedió a mí, porque mi buen criado, hasta entonces fiel y seguro, cuando  me vio en esta soledad, empujado por su ruindad antes que por mi hermosura, quiso aprovecharse de la ocasión que, a su parecer, este lugar solitario le facilitaba; y, con poca vergüenza y menos temor de Dios ni respeto mío, me requirió de amores; y, viendo que yo con feas y justas palabras respondía a las desvergüenzas de sus propósitos, dejó aparte los ruegos, de quien primero pensó aprovecharse, y comenzó a usar  la fuerza. Pero el justo cielo, que pocas o ningunas veces deja de mirar y favorecer a las justas intenciones, favoreció las mías, de manera que con mis pocas fuerzas, y con poco trabajo,
conseguí derribar, dejándolo  en un barranco, no sé si vivo o muerto; y después con más ligereza que mi sobresalto y cansancio me dejaban, entré por estas montañas, sin llevar otro pensamiento ni otra intención que esconderme en ellas y huir de mi padre y de aquellos que de su parte me andaban buscando.

    »Con este deseo, no sé cuántos meses hace que entré en ellas, donde encontré un ganadero que me llevó como criado a un lugar que está en las entrañas de esta sierra, al cual he servido de zagal todo este tiempo, procurando estar siempre en el campo por encubrir estos cabellos que ahora, tan si pensarlo, me han descubierto. Pero ni mi ingenio ni mis precauciones me han servido de nada, pues mi amo se enteró de que yo no era varón, y se despertó en él el mismo mal pensamiento que en mi criado; y, como no siempre la fortuna da remedios a las desgracias, no hallé ningún barranco por el que despeñar y matar al amo, como le encontré  para el criado; y así, tuve como mal menor dejarle y esconderme de nuevo entre estas asperezas que enfrentarme a él. Digo, pues, que me volví a emboscar, y a buscar donde sin impedimento alguno pudiese con suspiros y lágrimas rogar al cielo se apiade de mi desventura y me dé luces  y ayuda para salir de ella, o para dejar la vida entre estas soledades, sin que quede memoria de esta triste, que tan sin culpa suya habrá dado temas para que se hable y murmure de ella en en la suya y en las ajenas tierras.»


NOTAS:
 
59. Puede tratarse del duque de Osuna.
 
60. Sancho II de Castilla no aceptó el testamento de su padre el rey don Fernando y tenía sitiada la ciudad de Zamora que la había heredado su hermana doña Urraca. Vellido Dolfos fue al campamento castellano a entrevistrse con Sancho y diciéndole que iba a pasarse a su bando y que le enseñaría una puerta de entrada a la ciudad. En un descuido y a traición, Dolfos asesinó al rey Sancho.   Don Julián era el gobernador de Ceuta que facilitó a los invasores musulmanes  su entrada enEspaña acabando así con el reino visigodo.

61. Cristiano Viejo era el que lo había sido ddesde su nacimiento, sinéndolo también sus antepasados; se diferenciaban de los judíos o moros conversos. Y rancio porque todos sus ascendientes lo habían sido. Es decir, el cristiano viejo era el que cristiano puro que no había profesado antes ninguna otra religion

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