sábado, 19 de agosto de 2017

D. QUIJOTE PARA TODOS




Capítulo XVII. Donde se prosiguen los innumerables trabajos que el bravo don Quijote y su buen escudero Sancho Panza pasaron en la venta que, por su mal, pensó que era castillo


En este tiempo don Quijote había vuelto ya de su desmayo y, con el mismo tono de voz con que el día antes había llamado a su escudero, cuando estaba tendido donde recibieron los estacazos , le dijo

   Sancho amigo, ¿duermes? ¿Duermes, amigo Sancho?

   ¿Qué voy a dormir, desdichado de mi —respondió Sancho, lleno de pesadumbre y de despecho—; que no parece sino que todos los diablos han andado conmigo esta noche?

   Lo puedes creer así, sin duda —respondió don Quijote—, porque, o yo sé poco, o este castillo está encantado. Porque has de saber... Pero, me has de jurar que esto que voy a decirte lo guardarás en secreto hasta después de mi muerte.

   Sí lo juro —respondió Sancho.

   Te lo dígo —replicó don Quijote—, porque soy enemigo de que se quite la honra a nadie.

   Digo que sí juro —tornó a decir Sancho— que lo callaré hasta después de los días de vuestra merced, y quiera Dios que lo pueda descubrir mañana.
    ¿Tan mal te trato Sancho —respondió don Quijote—, que me quieres ver muerto tan pronto?

   No es por eso —respondió Sancho—, sino porque soy enemigo de guardar mucho las cosas, y no querría que se me pudriesen  guardadas.

   Sea por lo que fuere —dijo don Quijote—; que yo me fío de tu amor y de tu cortesía; y así, has de saber que esta noche me ha sucedido una de las más extrañas aventuras que yo pueda imaginar; y, por contártela brevemente, sabrás que hace poco vino a verme la hija del señor de este castillo, que es la más apuesta y hermosa doncella que en gran parte de la tierra se puede encontrar.
¿Qué te podría decir del adorno de su persona? ¿Qué de su gallardo entendimiento? ¿Qué de otras cosas ocultas, que, por guardar la fe que debo a mi señora Dulcinea del Toboso, dejaré pasar intactas y en silencio? Sólo te quiero decir que, envidioso el cielo de tanto bien como la ventura me había puesto en las manos, o quizá, y esto es lo más cierto, que, como tengo dicho, es encantado este castillo, al tiempo que yo estaba con ella en dulcísimos y amorosísimos coloquios, sin que yo la viese ni supiese por dónde venía, vino una mano pegada a algún brazo de algún descomunal gigante y me dio tal puñetazo en la mandíbula,  que la tengo bañada en sangre; y después me molió de tal suerte que estoy peor que ayer cuando los gallegos que, por los atrevimientos de Rocinante, nos hicieron el agravio que sabes. Por lo que sospecho que el tesoro de la hermosura de esta doncella lo debe  guardar algún encantado moro, y no debe de ser para mí.

   Ni para mí tampoco —respondió Sancho—, porque más de cuatrocientos moros me han aporreado, de manera que el molimiento de las estacas no fue nada comparado con este. Pero dígame, señor, ¿cómo llama a ésta buena y rara aventura, habiendo quedado de ella como hemos quedado? Aun vuestra merced menos mal, pues tuvo en sus manos aquella incomparable hermosura que ha dicho, pero yo, ¿qué tuve sino los mayores porrazos que pienso recibir en toda mi vida? ¡Desdichado de mí y de la madre que me parió, que sin ser caballero andante, ni pensarlo ser jamás, de todas las desgracias me llevo la peor parte!

   Entonces, ¿también estás tú aporreado? —respondió don Quijote.

   ¿No le he dicho que sí, a pesar de mi linaje (simple escudero y no caballero andante)? —dijo Sancho.
    No tengas pena, amigo —dijo don Quijote—, que yo haré ahora el bálsamo precioso con que sanaremos en un abrir y cerrar de ojos.

 El cuadrillero  que, por fin, pudo encender el candil,  entró a ver al que él pensaba muerto; y, cuando le vio entrar Sancho, en camisa y con su gorro de dormir, el candil en la mano, y con cara de enfado, preguntó a su amo:

Señor, ¿ será éste, por casualidad, el moro encantado, que vuelve a castigarnos, si se dejó algo en el tintero?
   No puede ser el moro —respondió don Quijote—, porque los encantados no se dejan ver de nadie.
   No se dejaran ver, pero sí sentir  —dijo Sancho—; si no, que le pregunten a mis espaldas.
   También lo podrían decir las mías —respondió don Quijote—, pero no creo que éste sea el moro encantado.
    Cuando el cuadrillero los encontró hablando con tanta tranquilidad quedó confuso y como don Quijote estaba boca arriba, sin poderse mover, de puro molido y emplastado se acercó a él y le dijo:
   ¿Cómo está, buen hombre?
   Yo que vos hablaría con más respeto, o ¿es que es costumbre en esta tierra hablar de esta forma a los caballeros andantes, majadero? 
Al cuadrillero no le gusto que un hombre con tal mala pinta lo insultara, por lo que con  el candil lleno de  aceite le dio un golpe en la cabeza dejándolo más descalabrado todavía y aprovechando que todo quedó a oscuras de nuevo,  salió de alli; y Sancho Panza dijo:
   Sin duda, señor, que éste es el moro encantado, y debe guardar el tesoro para otros, y para nosotros sólo guarda las puñadas y los candilazos.
   Así es —respondió don Quijote—, y no hay que hacer caso de estas cosas de encantamentos, ni hay para qué tomar cólera ni enojo con ellas; que, como son invisibles y fantásticas, no hallaremos de quién vengarnos, por más que lo intentemos. Levántate, Sancho, si puedes, y llama al alcaide de esta fortaleza, y procura que se me dé un poco de aceite, vino, sal y romero para hacer el milagroso bálsamo; que en verdad creo que  ahora lo necesito, porque se me va mucha sangre por la herida que esta fantasma me ha hecho..
Sancho se levantó  muy dolorido y fue a  oscuras donde estaba el ventero que estaba hablando con el cuadrillero. Sancho le dijo al ventero:
   Señor, quien quiera que seáis, hacednos el favor de darnos un poco de romero, aceite, sal y vino, que se necesitan para curar a uno de los mejores caballeros andantes que hay en la tierra, el cual yace en aquella cama, malherido por las manos del encantado moro que está en esta venta. 

 Cuando el cuadrillero lo oyó se dio cuenta que no estaba muy bien de la cabeza y como ya estaba amaneciendo abrió la puerta de la venta y llamando al ventero le dijo lo que aquel buen hombre quería. El ventero le dio todo lo que pidió y  Sancho se lo llevó a don Quijote, que estaba con las manos en la cabeza, quejándose del dolor del candilazo, aunque solo le había hecho dos chichones y lo que el creía  sangre no era otra cosa que sudor producido por la congoja de la pasada tormenta. D. Quijote mezcló todo lo que le había dado el ventero y lo tuvo cociendo hasta que le pareció que estaba en su punto. Pidió luego un frasco para echarlo, pero como no había ninguno en la venta decidió ponerlo en una aceitera de hoja de lata. Una vez tuvo la mezcla en la aceitera pronunció más de ochenta padresnuestros y otras tantas avemarías, salves y credos, bendiciendo cada palabra  haciendo una cruz con las manos. Estaban presentes Sancho, el ventero y el cuadrillero; el arriero que se había tranquilizado ya, estaba atendiendo a sus animales. Terminada toda esta ceremonia se bebió lo que no pudo caber en la aceitera y quedaba en la olla donde se había cocido que era casi media azumbre (algo más de un litro); y apenas lo acabó de beber,  comenzó a vomitar de manera que no le quedó cosa en el estómago; y con las ansias y agitación del vómito le dio un sudor copiosísimo, por lo cual mandó que le arropasen y le dejasen solo. Asi lo hicieron y se quedó dormido más de tres horas al cabo de las cuales despertó y se sintió aliviadísimo del cuerpo, y en tal manera mejor de su quebrantamiento que se tuvo por sano; y verdaderamente creyó que había acertado con el bálsamo de Fierabrás, y que con aquel remedio podía acometer de allí en adelante, sin temor alguno, cualquier ruina, batalla y pendencia, por peligrosas que fuesen.
Sancho Panza, que también creyó milagrosa la mejoría de su amo le rogó que le diese lo que quedaba en la olla, que no era poca cantidad. Se la dio don Quijote y muy contento se la echo entre pecho y espalda, bebiendo casi la misma cantidad que su amo. Pero su estómago  no debía ser tan delicado y  antes de vomitar le dieron tantas ansias y arcadas acompañadas de sudores y desmayos que bien pensó que se estaba muriendo; y viéndose así maldecía el balsamo y al ladrón que se lo había dado. Al verlo así, le dijo don Quijote:
   Yo creo, Sancho, que todo este mal te viene por no ser armado caballero, porque tengo para mí que este licor no debe de aprovechar a los que no lo son.

   Si eso sabía vuestra merced —replicó Sancho—, ¡mal haya yo y toda mi parentela!, ¿porqué consintió que lo tomase?

En esto, hizo su operación el brebaje, y comenzó el pobre escudero a desaguarse por arriba y por abajo, con tanta prisa que ni la estera de enea, sobre la que se había vuelto a echar, ni la manta de anjeo( lienzo basto) con que se cubría, fueron suficientes para contener lo que echaba. Sudaba y trasudaba con tanta violencia y ataques, que no solamente él, sino todos pensaron que se le acababa la vida. Así estuvo el pobre casi dos horas, al cabo de las cuales no quedó como su amo, sino tan molido y quebrantado que no se podía tener.
Pero don Quijote, que, como se ha dicho, se sintió aliviado y sano, quiso partir enseguida en busca de aventuras, porque pensaba que tardar en salir era privar al mundo y a los menesterosos de su ayuda y amparo; y más con la seguridad y confianza que le daba su bálsamo. Tanto era su deseo que él mismo ensilló a Rocinante y enalbardó al jumento de su escudero, al que ayudó a vestirse y a subir al asno. Subió después al caballo y fue a un rincón de la venta donde cogió un lanzón (28) para que le sirviese de lanza.
Los miraban las más de veinte personas que había en la venta, además de el ventero y su hija, de la que don Quijote no quitaba la vista, suspirando profundamente de vez en cuando, pero todos pensaban que sería por el dolor que sentía en las costillas.
Una vez que estuvieron los dos a caballo y estando  en la puerta de la venta, llamó al ventero, diciéndole con voz serena y firme:
Muchas y muy grandes son las mercedes, señor alcaide, que en este vuestro castillo he recibido, y quedo obligadísimo a agradecéroslas todos los días de mi vida. Os las puedo pagar  vengandoos de alguien que os haya agraviado, pues mi oficio consiste en vengar a los que reciben algún agravio o traición, así que si recordais algo de esto no teneis más que decírmelo que yo os prometo por la orden de caballería que he recibido de satisfaceros como he dicho. 
El ventero le respondió con el mismo sosiego:

      Señor caballero, yo no tengo necesidad de que vuestra merced me vengue ningún agravio, porque yo sé vengarme cuando me hacen alguno.  Sólo quiero que vuestra merced me pague el gasto que esta noche ha hecho en la venta, y  la paja y cebada de sus dos bestias, como  la cena y camas.

   Luego, ¿venta es ésta? —replicó don Quijote.

   Y muy honrada —respondió el ventero.

Engañado he vivido hasta aquí —respondió don Quijote—, que en verdad  pensé que era castillo, y no malo; pero puesto que no es castillo sino venta, tenéis que perdonarme la deuda, porque yo no puedo contravenir a la orden de los caballeros andantes a la que pertenezco, porque por las molestias  que padecen buscando las aventuras de noche y de día, en invierno y en verano, a pie y a caballo, con sed y con hambre, con calor y con frío, sujetos a todas las inclemencias del cielo y a todo tipo de incomodidades, jamás pagaron posada ni otra cosa en venta donde estuviesen, porque se les debe de fuero (por ley) y de derecho cualquier buen acogimiento que se les hiciere, en pago de su insufrible trabajo.
- Poco tengo yo que ver en eso —respondió el ventero—; págueme lo que me debe y déjese de cuentos ni de caballerías que a mí lo que me importa es defender mi negocio.

   Vos sois un sandio (majadero) y mal hostelero —respondió don Quijote.

Y, picando espuelas a  Rocinante y empuñando su lanzón,  salió de la venta sin que nadie le detuviese, y  sin mirar si le seguía su escudero, se distanció un buen trecho.
El ventero, que le vio ir y que no le pagaba, acudió a cobrar de Sancho Panza, el cual dijo que, pues su señor no había querido pagar, que tampoco él pagaría; porque, siendo él escudero de caballero andante, como era, se ajustaba a la misma regla de no pagar cosa alguna en los mesones y ventas. 
El ventero muy enojado le dijo que si no le pagaba se lo cobraría de modo que le pesase. A lo cual Sancho respondió que, por la ley de caballería que su amo había recibido, no pagaría un solo cornado (29), aunque le costase la vida; porque no se había de perder por él la buena y antigua usanza de los caballeros andantes, ni se habían de quejar de él los futuros escuderos reprochándole el quebrantamiento de tan justo fuero.
Quiso la mala suerte del desdichado Sancho que, entre la gente que estaba en la venta, se hallasen cuatro perailes de Segovia,(cardadores de paño) tres agujeros del Potro de Córdoba(fabricantes y vendedores de agujas) y dos vecinos de la Heria de Sevilla (barrio de la feria), gente alegre, bien intencionada, maleante y juguetona, los cuales, casi como instigados y movidos de un mismo espíritu, se llegaron a Sancho, y, apeándole del asno, uno de ellos entró por la manta de la cama del huésped, y, echándole en ella, alzaron los ojos y vieron que el techo era algo más bajo de lo que habían menester para su obra, y determinaron salirse al corral, que tenía por límite el cielo. Y allí, puesto Sancho en mitad de la manta, comenzaron a levantarle en alto y a divertirse con él como con perro por carnestolendas (30). Las voces que el pobre manteado daba fueron tantas, que llegaron a los oídos de su amo; el cual, disponiéndose a escuchar atentamente, creyó que alguna nueva aventura le venía, hasta que claramente se dio cuenta que el que gritaba era su escudero; y, volviendo las riendas, con un penoso galope llegó a la venta, y, hallándola cerrada, la rodeó por ver si encontraba por donde entrar; pero apenas llegó a las paredes del corral, que no eran muy altas, cuando vio el mal juego que le estaban haciendo a su escudero. Lo vio bajar y subir por el aire, con tanta gracia y rapidez que, a no ser por su enfado se hubiera reido. Probó a subir desde el caballo a las bardas(31) , pero estaba tan molido y quebrantado que no pudo apearse; por lo que desde el mismo caballo comenzó a insultar de tal modo a los que manteaban a Sancho que no es posible escribirlo; pero ni por esas los manteadores dejaban de reirse ni el manteado de quejarse, amenazarlos, rogarles, pero de nada sirvieron ni las quejas ni las amenazas ni los ruegos; solo lo dejaron cuando de puro cansancio no podían más. Entonces le llevaron el  asno y lo subieron en él, arropándole con su gabán. La compasiva Maritornes, viéndole tan fatigado, fue a socorrerle con un jarro de agua que sacó del pozo por estar más fría. Lo cogió Sancho y se lo llevó a la boca, pero no bebió porque su amo a voces le decía:
  ¡Hijo Sancho, no bebas agua! ¡Hijo, no la bebas, que te matará! ¿Ves? Aquí tengo el santísimo bálsamo —y le enseñaba la aceitera con el brebaje—, que con dos gotas que bebas de él te pondrás bueno enseguida.

A estas voces volvió Sancho los ojos, como de reojo, y dijo con otras mayores:

  ¿Acaso ha olvidado vuestra merced que no soy caballero, o quiere que acabe de vomitar las entrañas que me quedaron de anoche?
Guárdese su licor con todos los diablos y déjeme a mí.

Y acabar de decir esto y comenzar a beber todo fue uno; pero, como al primer trago vio que era agua, no quiso seguir, y rogó a Maritornes que le trajese  vino, y así lo hizo ella de muy buena voluntad, pagándolo de su dinero; porque, en efecto, se dice de ella que, a pesar de lo a lo que se dedicaba, tenía detalles de cristiana.
Al terminar de beber, Sancho espoleó a su asno, y, abriéndo la puerta de la venta de par en par,  salió de ella, muy contento de no haber pagado nada y de haberse salido con la suya, aunque había sido a costa de sus acostumbrados fiadores, que eran sus espaldas. Verdad es que el ventero se quedó con sus alforjas en pago de lo que se le debía; pero Sancho, por lo alterado que estaba, no las echo de menos. Quiso el ventero atrancar bien la puerta cuando le vio fuera, pero   no lo consintieron los manteadores, que eran gente que, aunque don Quijote fuera verdaderamente de los caballeros andantes de la Tabla Redonda, no le estimaran en dos ardites.(moneda de muy poco valor).


NOTAS:

28) Lanzón es una lanza corta y gruesa sujeta a un hierro largo y ancho
29) El cornado era una moneda de muy poco valor, apenas una sexta parte de un maravedí
30) Se refiere a una costumbre que había de mantear a los perros por carnaval.  
31) Cubierta de ramaje asegurada con piedras o tierra sobre las tapias de los corrales para protejarlas de la lluvia


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