miércoles, 9 de agosto de 2017

D. QUIJOTE PARA TODOS



Capítulo XV. Donde se cuenta la desgraciada aventura que se topó don Quijote en topar con unos desalmados yangüeses

Cuenta el sabio Cide Hamete Benengeli que cuando don Quijote se despidió de los cabreros y de todos los que estuvieron en el entierro de Grisóstomo, él y su escudero entraron por el mismo bosque por el que  había entrado la pastora Marcela; y, después de mas de dos horas buscándola por todas partes sin encontrarla, llegaron a una prado que tenía mucha hierba fresca junto al que corría un arroyo apacible y fresco apropiado para pasar allí las horas de la siesta que ya que estaba comenzando.

 Una vez apeados  dejaron al jumento y a Rocinante disfrutar a sus anchas de la mucha yerba que allí había y metiendo mano a las alforjas amo y criado comieron en buena paz y compañía y sin ceremonia alguna de lo que encontraron en ellas.

Sancho no ató las patas de Rocinante, porque conocía su mansedumbre y su poca afición a las yeguas. Pero quiso la suerte que en aquel mismo valle se encontraran paciendo una manada de jacas  gallegas  y el diablo que nunca duerme despertó en Rocinante el deseo de solazarse con las jacas y trotando salió a su encuentro para calmar su necesidad con ellas. Pero éstas que tenían mas ganas de comer que de solazarse con él le recibieron a patadas y a mordiscos, de tal forma que se le rompieron las cinchas quedando sin silla, lo que se dice en cueros. Pero más que las coces y mordeduras lo que más le dolió fueron los palos que los arrieros le dieron al ver la fuerza que se les hacía  a sus yeguas. Tantos palos le dieron que lo derribaron al suelo malparado.
Don Quijote y sancho, que habían visto la paliza dada a Rocinante llegaron jadeantes por la carrera que habían tenido que dar para llegar donde estaba tendido, y don Quijote dirigiéndose a Sancho le dijo:

   Por  lo que  veo, amigo Sancho, éstos no son caballeros, sino gente soez y de baja ralea. Te digo esto para que me ayudes a vengarnos del agravio que ante nuestros ojos se le ha hecho a Rocinante. 
   ¿Qué diablos de venganza hemos de tomar —respondió Sancho—, si éstos son más de veinte y nosotros sólo dos, y si me apura uno y medio?.
   Yo valgo por ciento —replicó don Quijote.
   Y, sin decir una palabra más, echó mano a su espada y arremetió a los arrieros y lo mismo hizo Sancho Panza, incitado y movido por el ejemplo de su amo. Y, de buenas a primeras don Quijote dio tal cuchillada a uno de ellos que le rajó por gran parte de la espalda un sayo de cuero con el que iba vestido. Los arrieros al verse maltratar por solo dos hombres, echaron mano a sus estacas y comenzaron a golpear con tal vehemencia que al segundo toque dieron con los dos en el suelo, sin que a don Quijote le valise su destreza y buen ánimo, cayendo a los pies de Rocinante que todavía permanecía  tumbado en él . Los Gallegos (que de esta region eran los arrieros), al ver el mal que habían causado reunieron a su recua y siguieron su camino lo más rápido que pudieron, dejando maltrechos y enfadados a los dos aventureros.

 El primero en quejarse fue Sancho Panza que von voz lastimera le dijo a su amo:

  ¡Señor don Quijote! ¡Ah, señor don Quijote!

  ¿Qué quieres, Sancho hermano? —respondió don Quijote con el mismo tono afeminado y doliente que Sancho.

  Querría, si fuese posible —respondió Sancho Panza—, que vuestra merced me diese dos tragos de aquella bebida del feo Blas (22), si es que la tiene vuestra merced ahí a mano. Quizá será Buena para los quebrantamientos de huesos y para las heridas.

   Si la tuviera aquí, pobre de mi, no tendríamos problema alguno—respondió don Quijote—. Pero yo te juro, Sancho Panza, a fe de caballero andante, que antes que pasen dos días, si la fortuna no ordena otra cosa, poca maña he de  tener si no la tengo preparada.

  Entonces ¿cuando cree vuestra merced que podremos movernos? — replicó Sancho Panza.

No sé —dijo el molido caballero don Quijote— los días que estaremos así. Pero sí que yo tengo la culpa de todo por enfrentarme a hombres que no eran caballeros como yo y que por eso el dios de las batalllas ha permitido este castigo. Por eso Sancho debes poner atención a lo que te voy a decir porque es en bien de los dos; y es que cuando gente de  esta calaña nos agravie no esperes a que yo les ataque, sino que debes hacerlo tú, aunque si en su ayuda acudiera algún caballero yo te defenderé con el valor que ya has visto en otras ocasiones. Tal quedó de arrogante el pobre señor con el vencimiento del valiente vizcaíno. Pero no le pareció tan bien a Sancho Panza el aviso de su amo, por lo que le dijo:

  Señor, yo soy hombre pacífico, manso, sosegado, y sé disimular cualquier injuria, porque tengo mujer e hijos que sustentar y criar. Así que, quede  vuestra merced avisado también,  pues nunca lucharé ni contra villano ni contra caballero y que desde ahora y hasta mi muerte perdonaré cuantos agravios me hagan sin tener en cuenta quien o de qué condición sea quien los haga. Al oirlo su amo le respondió:

  Quisiera tener aliento para poder hablar un poco descansado, y que el dolor que tengo en esta costilla se aplacara lo suficiente, para darte a entender, Panza, en el error en que estás. Ven acá, pecador; si el viento de la fortuna, hasta ahora tan contrario, se vuelve en nuestro favor, y sin tropiezo alguno llegamos a alguna de las ínsulas que te tengo prometida, ¿qué sería de ti si, ganándola yo, te hiciese señor de ella?; ¿la rechazarías por no ser caballero, ni quererlo ser, ni tener valor ni intención de vengar tus injurias y defender tu señorío? Porque has de saber que en los reinos y provincias nuevamente conquistados nunca están quietos los ánimos de sus naturales, ni tan de parte del nuevo señor que no  intenten algo para alterar de nuevo las cosas, por eso, es menester que el nuevo poseedor tenga entendimiento para saber gobernar, y valor para ofender y defenderse en cualquier acontecimiento.

  En este que ahora nos ha acontecido —respondió Sancho—, quisiera yo tener ese entendimiento y ese valor que vuestra merced dice; mas yo le juro, a fe de pobre hombre, que más estoy para curas que para pláticas. Mire vuestra merced si se puede levantar, y ayudaremos a Rocinante, aunque no lo merece, porque él fue la causa principal de todo este molimiento. Jamás creí  tal cosa de Rocinante, que le tenía por persona casta y tan pacífica como yo. En fin, bien dicen que hace falta mucho tiempo para  conocer a las personas, y que no hay cosa segura en esta vida. ¿Quién dijera que tras de aquellas tan grandes cuchilladas como vuestra merced dio a aquel desdichado caballero andante, había de venir, despues esta tan gran tempestad de palos que han descargado sobre nuestras espaldas? — Aun las tuyas, Sancho —replicó don Quijote—, deben de estar hechas a semejantes nublados; pero las mías, criadas entre telas muy delicadas, claro está que sentirán más el dolor de esta desgracia. Y si no fuese porque imagino, ¿qué digo imagino?, sé muy cierto, que todas estas incomodidades son propias del  ejercicio de las armas, aquí me dejaría morir de puro enojo.
A esto replicó el escudero:
  Señor, ya que estas desgracias son propias de la caballería, dígame vuestra merced si suceden muy a menudo, o si tienen sus tiempos limitados en que acaecen; porque me parece a mí que a dos cosechas quedaremos inútiles para la tercera, si Dios, por su infinita misericordia, no nos socorre.

  Has de saber, amigo Sancho —respondió don Quijote—, que la vida de los caballeros andantes está sujeta a mil peligros y desventuras; y, ni más ni menos, y sin tardar mucho éstos serán reyes y emperadores, como lo ha mostrado la experiencia en muchos y diversos caballeros, de cuyas historias yo estoy bien enterado. Y sino tuviera tantos dolores te contaría ahora que algunos, sólo con el poder de su brazo alcanzaron los puestos que te he contado y que estos mismos se vieron antes o después en distintas calamidades y miserias. Porque el valeroso Amadís de Gaula se vio en poder de su mortal enemigo Arcaláus el encantador, de quien se sabe que le dio, teniéndole preso y atado a una columna de un patio, más de docientos azotes con las riendas de su caballo,. Y aun hay un autor secreto, y de no poco crédito, que dice que el Caballero del Febo cayó en una trampa que se le hundió debajo de los pies, en un cierto castillo, hundiéndose en una profunda  sima debajo de tierra, atado de pies y manos, y de no haberlo ayudado un sabio amigo suyo lo hubiera pasado muy mal el pobre caballero. Así que me puedo contar  entre tanta buena gente que sufrieron afrentas mayores que las que nosotros estamos pasando. Y quiero que sepas, Sancho,  que no deshonran las heridas ocasionadas con cualquier instrumento que el  agresor utilice porque en la ley del duelo se dice expresamente que si el zapatero da a otro con la horma que tiene en la mano, aunque esta sea de palo (madera) no por eso se puede decir que ha sido apaleado aquel a quien dio con ella
 Digo esto para que no pienses que,  aunque de esta pendencia quedamos      molidos, hemos sido deshonrados porque las armas que aquellos hombres traían, no eran sino sus estacas, y no recuerdo que ninguno tuviese estoque, espada ni puñal.
  No me dieron tiempo —respondió Sancho—  a fijarme en ello; porque, apenas cogí mi espada, cuando me vapulearon los hombros con sus estacas, de manera que me quitaron la vista de los ojos y la fuerza de los pies, dando conmigo adonde ahora estoy tumbado y me da igual si fue o no deshonra lo de los estacazos, solo sé que el dolor de los golpes no se me va a olvidar en mucho tiempo..
  Con todo eso, te hago saber, hermano Panza —replicó don Quijote—, que no hay memoria que no borre el tiempo ni dolor que cien años dure.

  Pues, ¿qué mayor desdicha puede ser —replicó Panza— que aquella que tiene que esperar a que el tiempo la borre o a que la muerte la acabe? Si esta desgracia nuestra fuera de las que se curan  con un par de cataplasmas, no sería tan mala; pero por lo que veo ni con todos los emplastos de un hospital van a tener fácil remedio.

  Olvida ya eso y saca fuerzas de flaqueza, Sancho —respondió don Quijote—, que así haré yo, y veamos cómo está Rocinante; que, a lo que me parece, no le ha cabido al pobre la menor parte de esta desgracia.

  No hay que maravillarse de eso —respondió Sancho—, siendo él tan buen caballero andante; de lo que yo me maravillo es de que mi jumento haya quedado libre y sin costas donde nosotros salimos sin costillas.

Siempre deja la ventura una puerta abierta en las desdichas, para dar remedio a ellas —dijo don Quijote—. Te lo digo porque esa bestezuela podrá suplir ahora la falta de Rocinante, llevándome a mí desde aquí a algún castillo donde sea curado de mis heridas. Y no tendré a deshonra tal caballería, porque me acuerdo haber leído que aquel buen viejo Sileno, consejero y maestro del alegre dios de la risa, (23) cuando entró en la ciudad de las cien puertas iba, muy a su placer, caballero sobre un muy hermoso asno.
  Verdad será que él debía de ir caballero, como vuestra merced dice — respondió Sancho—, pero hay gran diferencia del ir caballero al ir atravesado como costal de basura.

A lo cual respondió don Quijote:
  Las heridas que se reciben en las batallas, antes dan honra que la quitan. Así que, Panza amigo, no me repliques más, sino, como ya te he dicho, levántate lo mejor que puedas y ponme de la manera que mas te agrade encima de tu jumento, y vamonos de aquí antes que la noche venga y nos sorprenda en este despoblado.

  Pues yo he oído decir a vuestra merced —dijo Panza— que es muy de caballeros andantes el dormir en los páramos y desiertos casi todas las noches del año, y que así son muy felices.
  Eso es —dijo don Quijote— cuando no pueden más, o cuando están enamorados; y es tan verdad esto, que ha habido caballero que se ha estado sobre una peña, al sol y a la sombra, y a las inclemencias del cielo, dos años, sin que lo supiese su señora. Y uno de estos fue Amadís, cuando, llamándose Beltenebros(24), se alojó en la Peña Pobre, no sé si ocho años u ocho meses, que no se sabe bien: Es suficiente saber que estuvo allí haciendo penitencia, por no sé qué sinsabor que le hizo la señora Oriana. Pero dejemos ya esto, Sancho, y acaba, antes que suceda al jumento otra desgracia, como la de Rocinante.

  Sólo nos faltaba eso —dijo Sancho.

Y, soltando treinta lamentos, sesenta suspiros y ciento  veinte maldiciones y reniegos de quien allí le había traído, se levantó, quedándose encorvado en la mitad del camino, como arco turquesco, (25) sin poder acabar de enderezarse; y con todo este trabajo aparejó su asno, que también había andado algo destraído con la demasiada libertad de aquel día. Levantó luego a Rocinante, el cual, si tuviera lengua con que quejarse, a buen seguro que Sancho ni su amo se hubieran lamentado más.

En resolución, Sancho acomodó a don Quijote sobre el asno y puso de reata a Rocinante; y, llevando al asno de cabestro, se encaminó, poco más o menos, hacia donde le pareció que podía estar el camino real. Y tuvo la suerte, de que apenas  hubo andado una legua, ( 5,5 Km.)  cuando encontró el camino, en el cual descubrió una venta que, a pesar suyo y gusto de don Quijote, había de ser castillo. Porfiaba Sancho que era venta, y su amo que no, sino castillo; y tanto duró la porfía, que  llegaron, sin acabarla, y  Sancho entró en ella sin más averiguación , con toda su recua.

NOTAS.

22) Se refiere al bálsamo de fierabrás del que le había hablado don Quijote
23)  El dios de la risa es Baco y la ciudad de las cien puertas es Tebas en Egipto, pero que Cervantes se refiere a  la Tebas de Beocia, patria de Baco.
24)  Beltebebros es el nombre que un ermitaño le puso a Amadís de Gaula cuando creyéndose despreciado por Oriana se iba a retirar a la Peña Pobre.
25) El arco turquesco era muy largo y se disparaba apoyando uno de sus extremos en el suelo para que se curvase.  





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