Capítulo XV. Donde se cuenta la desgraciada aventura que se topó don
Quijote en topar con unos desalmados yangüeses
Cuenta el sabio Cide Hamete Benengeli que cuando don
Quijote se despidió de los cabreros y de todos los que estuvieron en el
entierro de Grisóstomo, él y su escudero entraron por el mismo bosque por el
que había entrado la pastora Marcela; y,
después de mas de dos horas buscándola por todas partes sin encontrarla,
llegaron a una prado que tenía mucha hierba fresca junto al que corría un
arroyo apacible y fresco apropiado para pasar allí las horas de la siesta que
ya que estaba comenzando.
Una vez apeados dejaron al jumento y a Rocinante disfrutar a
sus anchas de la mucha yerba que allí había y metiendo mano a las alforjas amo
y criado comieron en buena paz y compañía y sin ceremonia alguna de lo que
encontraron en ellas.
Sancho no ató las patas de Rocinante, porque conocía su mansedumbre
y su poca afición a las yeguas. Pero quiso la suerte que en aquel mismo valle
se encontraran paciendo una manada de jacas
gallegas y el diablo que nunca
duerme despertó en Rocinante el deseo de solazarse con las jacas y trotando
salió a su encuentro para calmar su necesidad con ellas. Pero éstas que tenían
mas ganas de comer que de solazarse con él le recibieron a patadas y a
mordiscos, de tal forma que se le rompieron las cinchas quedando sin silla, lo
que se dice en cueros. Pero más que las coces y mordeduras lo que más le dolió
fueron los palos que los arrieros le dieron al ver la fuerza que se les
hacía a sus yeguas. Tantos palos le
dieron que lo derribaron al suelo malparado.
Don Quijote y sancho, que habían visto la paliza dada a Rocinante
llegaron jadeantes por la carrera que habían tenido que dar para llegar donde
estaba tendido, y don Quijote dirigiéndose a Sancho le dijo:
—
Por lo que
veo, amigo Sancho, éstos no son caballeros, sino gente soez y de baja
ralea. Te digo esto para que me ayudes a vengarnos del agravio que ante
nuestros ojos se le ha hecho a Rocinante.
—
¿Qué
diablos de venganza hemos de tomar —respondió Sancho—, si éstos son más de
veinte y nosotros sólo dos, y si me apura uno y medio?.
—
Yo
valgo por ciento —replicó don Quijote.
—
Y, sin decir una palabra
más, echó mano a su espada y arremetió a los arrieros y lo mismo hizo Sancho
Panza, incitado y movido por el ejemplo de su amo. Y, de buenas a primeras don
Quijote dio tal cuchillada a uno de ellos que le rajó por gran parte de la
espalda un sayo de cuero con el que iba vestido. Los arrieros al verse
maltratar por solo dos hombres, echaron mano a sus estacas y comenzaron a
golpear con tal vehemencia que al segundo toque dieron con los dos en el suelo,
sin que a don Quijote le valise su destreza y buen ánimo, cayendo a los pies de
Rocinante que todavía permanecía tumbado
en él . Los Gallegos (que de esta region eran los arrieros), al ver el mal que
habían causado reunieron a su recua y siguieron su camino lo más rápido que
pudieron, dejando maltrechos y enfadados a los dos aventureros.
El primero en quejarse fue
Sancho Panza que von voz lastimera le dijo a su amo:
— ¡Señor don Quijote! ¡Ah, señor don Quijote!
— ¿Qué quieres, Sancho hermano? —respondió don
Quijote con el mismo tono afeminado y doliente que Sancho.
— Querría, si fuese posible —respondió Sancho
Panza—, que vuestra merced me diese dos tragos de aquella bebida del feo Blas
(22), si es que la tiene vuestra merced ahí a mano. Quizá será Buena para los
quebrantamientos de huesos y para las heridas.
— Si la
tuviera aquí, pobre de mi, no tendríamos problema alguno—respondió don Quijote—.
Pero yo te juro, Sancho Panza, a fe de caballero andante, que antes que pasen
dos días, si la fortuna no ordena otra cosa, poca maña he de tener si no la tengo preparada.
— Entonces ¿cuando cree vuestra merced que
podremos movernos? — replicó Sancho Panza.
No sé —dijo el molido
caballero don Quijote— los días que estaremos así. Pero sí que yo tengo la
culpa de todo por enfrentarme a hombres que no eran caballeros como yo y que
por eso el dios de las batalllas ha permitido este castigo. Por eso Sancho
debes poner atención a lo que te voy a decir porque es en bien de los dos; y es
que cuando gente de esta calaña nos
agravie no esperes a que yo les ataque, sino que debes hacerlo tú, aunque si en
su ayuda acudiera algún caballero yo te defenderé con el valor que ya has visto
en otras ocasiones. Tal quedó de arrogante el pobre
señor con el vencimiento del valiente vizcaíno. Pero no le pareció tan bien a
Sancho Panza el aviso de su amo, por lo que le dijo:
— Señor, yo soy hombre pacífico, manso, sosegado,
y sé disimular cualquier injuria, porque tengo mujer e hijos que sustentar y
criar. Así que, quede vuestra merced
avisado también, pues nunca lucharé ni
contra villano ni contra caballero y que desde ahora y hasta mi muerte
perdonaré cuantos agravios me hagan sin tener en cuenta quien o de qué
condición sea quien los haga. Al oirlo su amo le respondió:
— Quisiera tener aliento para poder hablar un
poco descansado, y que el dolor que tengo en esta costilla se aplacara lo
suficiente, para darte a entender, Panza, en el error en que estás. Ven acá,
pecador; si el viento de la fortuna, hasta ahora tan contrario, se vuelve en
nuestro favor, y sin tropiezo alguno llegamos a alguna de las ínsulas que te
tengo prometida, ¿qué sería de ti si, ganándola yo, te hiciese señor de ella?;
¿la rechazarías por no ser caballero, ni quererlo ser, ni tener valor ni
intención de vengar tus injurias y defender tu señorío? Porque has de saber que
en los reinos y provincias nuevamente conquistados nunca están quietos los
ánimos de sus naturales, ni tan de parte del nuevo señor que no intenten algo para alterar de nuevo las
cosas, por eso, es menester que el nuevo poseedor tenga entendimiento para
saber gobernar, y valor para ofender y defenderse en cualquier acontecimiento.
— En este que ahora nos ha acontecido —respondió
Sancho—, quisiera yo tener ese entendimiento y ese valor que vuestra merced
dice; mas yo le juro, a fe de pobre hombre, que más estoy para curas que para
pláticas. Mire vuestra merced si se puede levantar, y ayudaremos a Rocinante,
aunque no lo merece, porque él fue la causa principal de todo este molimiento.
Jamás creí tal cosa de Rocinante, que le
tenía por persona casta y tan pacífica como yo. En fin, bien dicen que hace
falta mucho tiempo para conocer a las
personas, y que no hay cosa segura en esta vida. ¿Quién dijera que tras de
aquellas tan grandes cuchilladas como vuestra merced dio a aquel desdichado
caballero andante, había de venir, despues esta tan gran tempestad de palos que
han descargado sobre nuestras espaldas? — Aun las tuyas, Sancho —replicó don
Quijote—, deben de estar hechas a semejantes nublados; pero las mías, criadas
entre telas muy delicadas, claro está que sentirán más el dolor de esta
desgracia. Y si no fuese porque imagino, ¿qué digo imagino?, sé muy cierto, que
todas estas incomodidades son propias del
ejercicio de las armas, aquí me dejaría morir de puro enojo.
A esto replicó el escudero:
— Señor, ya que estas desgracias son propias de
la caballería, dígame vuestra merced si suceden muy a menudo, o si tienen sus
tiempos limitados en que acaecen; porque me parece a mí que a dos cosechas
quedaremos inútiles para la tercera, si Dios, por su infinita misericordia, no
nos socorre.
— Has de saber, amigo Sancho —respondió don
Quijote—, que la vida de los caballeros andantes está sujeta a mil peligros y
desventuras; y, ni más ni menos, y sin tardar mucho éstos serán reyes y
emperadores, como lo ha mostrado la experiencia en muchos y diversos
caballeros, de cuyas historias yo estoy bien enterado. Y sino tuviera tantos
dolores te contaría ahora que algunos, sólo con el poder de su brazo alcanzaron
los puestos que te he contado y que estos mismos se vieron antes o después en
distintas calamidades y miserias. Porque el valeroso Amadís de Gaula
se vio en poder de su mortal enemigo Arcaláus el encantador, de quien se sabe
que le dio, teniéndole preso y atado a una columna de un patio, más de docientos
azotes con las riendas de su caballo,. Y aun hay un autor secreto, y de no poco
crédito, que dice que el Caballero del Febo cayó en una trampa que se le hundió
debajo de los pies, en un cierto castillo, hundiéndose en una profunda sima debajo de tierra, atado de pies y manos,
y de no haberlo ayudado un sabio amigo suyo lo hubiera pasado muy mal el pobre
caballero. Así que me puedo contar entre
tanta buena gente que sufrieron afrentas mayores que las que nosotros estamos
pasando. Y quiero que sepas, Sancho, que no deshonran las heridas
ocasionadas con cualquier instrumento que el
agresor utilice porque en la ley del duelo se dice expresamente que si
el zapatero da a otro con la horma que tiene en la mano, aunque esta sea de
palo (madera) no por eso se puede decir que ha sido apaleado aquel a quien dio
con ella
Digo esto para que no pienses
que, aunque de esta pendencia
quedamos molidos, hemos sido
deshonrados porque las armas que aquellos hombres traían, no eran sino sus
estacas, y no recuerdo que ninguno tuviese estoque, espada ni puñal.
— No me dieron tiempo —respondió Sancho— a fijarme en ello; porque, apenas cogí mi
espada, cuando me vapulearon los hombros con sus estacas, de manera que me
quitaron la vista de los ojos y la fuerza de los pies, dando conmigo adonde
ahora estoy tumbado y me da igual si fue o no deshonra lo de los estacazos,
solo sé que el dolor de los golpes no se me va a olvidar en mucho tiempo..
— Con todo eso, te hago saber, hermano Panza
—replicó don Quijote—, que no hay memoria que no borre el tiempo ni dolor que
cien años dure.
— Pues, ¿qué mayor desdicha puede ser —replicó
Panza— que aquella que tiene que esperar a que el tiempo la borre o a que la
muerte la acabe? Si esta desgracia nuestra fuera de las que se curan con un par de cataplasmas, no sería tan mala;
pero por lo que veo ni con todos los emplastos de un hospital van a tener fácil
remedio.
— Olvida ya eso y saca fuerzas de flaqueza, Sancho
—respondió don Quijote—, que así haré yo, y veamos cómo está Rocinante; que, a
lo que me parece, no le ha cabido al pobre la menor parte de esta desgracia.
— No hay que maravillarse de eso —respondió
Sancho—, siendo él tan buen caballero andante; de lo que yo me maravillo es de
que mi jumento haya quedado libre y sin costas donde nosotros salimos sin costillas.
Siempre deja la
ventura una puerta abierta en las desdichas, para dar remedio a ellas —dijo don
Quijote—. Te lo digo porque esa bestezuela podrá suplir ahora la falta de
Rocinante, llevándome a mí desde aquí a algún castillo donde sea curado de mis heridas. Y no
tendré a deshonra tal caballería, porque me acuerdo haber leído que aquel buen
viejo Sileno, consejero y maestro del alegre dios de la risa, (23) cuando entró
en la ciudad de las cien puertas iba, muy a su placer, caballero sobre un muy
hermoso asno.
— Verdad será que él debía de ir caballero, como
vuestra merced dice — respondió Sancho—, pero hay gran diferencia del ir
caballero al ir atravesado como costal de basura.
A lo cual respondió don
Quijote:
— Las heridas que se reciben en las batallas,
antes dan honra que la quitan. Así que, Panza amigo, no me repliques más, sino,
como ya te he dicho, levántate lo mejor que puedas y ponme de la manera que mas
te agrade encima de tu jumento, y vamonos de aquí antes que la noche venga y
nos sorprenda en este despoblado.
— Pues yo he oído decir a vuestra merced —dijo
Panza— que es muy de caballeros andantes el dormir en los páramos y desiertos
casi todas las noches del año, y que así son muy felices.
— Eso es —dijo don Quijote— cuando no pueden más,
o cuando están enamorados; y es tan verdad esto, que ha habido caballero que se
ha estado sobre una peña, al sol y a la sombra, y a las inclemencias del cielo,
dos años, sin que lo supiese su señora. Y uno de estos fue Amadís, cuando,
llamándose Beltenebros(24), se alojó en la Peña Pobre, no sé si ocho años u
ocho meses, que no se sabe bien: Es suficiente saber que estuvo allí haciendo
penitencia, por no sé qué sinsabor que le hizo la señora Oriana. Pero dejemos
ya esto, Sancho, y acaba, antes que suceda al jumento otra desgracia, como la
de Rocinante.
— Sólo nos faltaba eso —dijo Sancho.
Y, soltando treinta lamentos, sesenta suspiros y
ciento veinte maldiciones y reniegos de
quien allí le había traído, se levantó, quedándose encorvado en la mitad del
camino, como arco turquesco, (25) sin poder acabar de enderezarse; y con todo
este trabajo aparejó su asno, que también había andado algo destraído con la
demasiada libertad de aquel día. Levantó luego a Rocinante, el cual, si tuviera
lengua con que quejarse, a buen seguro que Sancho ni su amo se hubieran
lamentado más.
En resolución, Sancho acomodó a don Quijote sobre el asno y puso de
reata a Rocinante; y, llevando al asno de cabestro, se encaminó, poco más o
menos, hacia donde le pareció que podía estar el camino real. Y tuvo la suerte,
de que apenas hubo andado una legua, (
5,5 Km.) cuando encontró el camino, en
el cual descubrió una venta que, a pesar suyo y gusto de don Quijote, había de
ser castillo. Porfiaba Sancho que era venta, y su amo que no, sino castillo; y
tanto duró la porfía, que llegaron, sin
acabarla, y Sancho entró en ella sin más
averiguación , con toda su recua.
NOTAS.
22) Se refiere al
bálsamo de fierabrás del que le había hablado don Quijote
23) El dios de la risa es Baco y
la ciudad de las cien puertas es Tebas en Egipto, pero que Cervantes se refiere
a la Tebas de Beocia, patria de Baco.
24) Beltebebros es el nombre que
un ermitaño le puso a Amadís de Gaula cuando creyéndose despreciado por Oriana
se iba a retirar a la Peña Pobre.
25) El arco turquesco era muy largo y se disparaba apoyando uno de sus
extremos en el suelo para que se curvase.
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