martes, 15 de agosto de 2017

D. QUIJOTE PARA TODOS



Capítulo XVI. De lo que le sucedió al ingenioso hidalgo en la venta que él imaginaba ser castillo


El ventero, que vio a don Quijote atravesado en el asno, preguntó a Sancho qué mal traía. Sancho le respondió que no era nada, sino que había dado una caída de una peña abajo, y que tenía algo magullladas las costillas. La mujer del ventero que era caritativa y se compadecía de las calamidades del prójimo, acudió con su hija, muchacha de muy buen parecer,  a curar a don Quijote. Una moza asturiana muy poco agraciada fisicamente que servía en la venta ayudó a la muchacha a preparar una muy  mala cama en un desván que había servido de pajar muchos años. En la venta se alojaba también un arriero, que tenía la suya cerca de la de don Quijote. Y, aunque hecha con las albardas y mantas de sus animales era mucho mejor que la de nuestro caballero, que estaba hecha sobre cuatro tablas apoyadas sobre dos bancos desiguales y un colchón lleno de bolas que por su dureza parecían más de guijarros que de lana y que  más parecía colcha de lo delgado que era,  y dos sábanas hechas de cuero muy  fino y una manta de lana con tan pocos hilos que se podían contar.  

En este camastro se acostó don Quijote, y  la ventera y su hija le vendaron de arriba abajo, alumbrándoles Maritornes, que así se llamaba la asturiana; y, como al vendarlo vio la ventera cardenales por todo el cuerpo,  dijo que aquello más parecían golpes que caída.

   No fueron golpes —dijo Sancho—, sino que la peña tenía muchos picos y tropezones.
Y que cada uno había hecho su cardenal. Y también le dijo:

   Haga vuestra merced, señora, de manera que queden algunas vendas, que no faltará quien las necesite; que también me duelen a mí un poco los lomos.

   De esa manera —respondió la ventera—, también vos os caisteis.

   No caí —dijo Sancho Panza—, sino que del sobresalto que me llevé al ver caer a mi amo, de tal manera me duele a mí el cuerpo que me parece que me han dado mil palos.

   Bien podrá ser eso —dijo la doncella—; que a mí me ha acontecido muchas veces soñar que caía de una torre abajo y que nunca acababa de llegar al suelo, y, cuando despertaba del sueño, me encontraba tan molida y quebrantada que parecía que de verdad me hubiese caido.

   Ahí está el toque, señora —respondió Sancho Panza—: que yo, sin soñar nada, sino estando más despierto que ahora estoy, tengo casi los mismos cardenales que mi señor don Quijote.

   ¿Cómo se llama este caballero? —preguntó la asturiana Maritornes.

   Don Quijote de la Mancha —respondió Sancho Panza—, y es caballero aventurero, y de los mejores y más fuertes que los que se han visto en el mundo.

   ¿Qué es ser caballero aventurero? —replicó la moza.

   ¿Tan nueva sois en el mundo que no lo sabéis vos? —respondió Sancho Panza—. Pues sabed, hermana mía, que caballero aventurero es una cosa que tan pronto se ve apaleado como emperador. Hoy es la más desdichada criatura del mundo y la más menesterosa, y mañana puede  tener dos o tres coronas de reinos para dar a su escudero.

   Pues, ¿cómo vos, siéndolo de este tan buen señor —dijo la ventera—, no tenéis, a lo que parece, siquiera algún condado?

   Aún es temprano —respondió Sancho—, porque solo hace un mes que andamos buscando las aventuras, y hasta ahora no hemos topado con ninguna que lo sea. Y a veces se busca una cosa y se encuentra otra. Verdad es que, si mi señor don Quijote sana de esta herida o caída y yo no quedo contrahecho de ella, no cambiaría mis esperanzas por el mejor título de España.

Todas estas pláticas estaba escuchando, muy atento, don Quijote, y, sentándose en el lecho como pudo, tomando de la mano a la ventera, le dijo:

   Creedme, hermosa señora, que os podéis llamar venturosa por haber alojado en vuestro castillo a mi persona, que es tal, que si yo no la alabo, es por lo que suele decirse que la alabanza propia envilece; pero mi escudero os dirá quién soy. Sólo os digo que tendré eternamente escrito en mi memoria el servicio que me habeis hecho, para agradecéroslo mientras viva; y permitiera el cielo que el amor no me tuviera tan rendido y tan sujeto a sus leyes, y a los ojos de aquella hermosa ingrata que digo entre mis dientes; para que los de esta hermosa doncella fueran señores de mi libertad.

Confusas estaban la ventera y su hija y la buena de Maritornes oyendo las razones del andante caballero, que aunque no las entendían,  conocieron que todas se encaminaban a ofrecimiento y requiebros; y, como no conocían este  lenguaje, le  miraban y se admiraban, y les parecía distinto a los hombres que conocían; y, agradeciéndole con sus palabras estos ofrecimientos, le dejaron; y la asturiana Maritornes curó a Sancho, que lo necesitaba tanto como su amo.
El arriero había concertado divertirse con ella aquella noche, y ella le había dado su palabra de que, cuando los huéspedes y sus amos estuviesen descansando y durmiendo, iría a buscarlo para satisfacer sus deseos. Y se cuenta de ella que nunca faltó a su palabra aunque la diese a solas y sin testigos porque presumía de formal y no le daba verguenza servir en la venta, porque decía que desgracias y circunstancias adversas la habían llevado a esa situación.
El lecho que le habían preparado a don Quijote era el primero en aquel desván
 y  junto a él, hizo el suyo Sancho, con una estera de enea y una manta que tenía muy poco de ser de lana. A continuación estaba el que, como se ha dicho, había preparado el arriero que era de los ricos de Arévalo. Éste  después de haber visitado  su recua y de darle  el segundo pienso, se tendió en su lecho esperando a Maritornes. Sancho estaba ya vendado y acostado, aunque el dolor de sus costillas le impedía conciliar el sueño; lo mismo le ocurría a don Quijote que con el dolor de las suyas tenía los ojos abiertos como una liebre. En la venta reinaba el silencio y la oscuridad, pues no había más luz que la que daba una lámpara colgada en medio del portal.
Esta maravillosa quietud, y los pensamientos que siempre nuestro caballero traía de los sucesos que a cada paso se cuentan en los libros causantes de su desgracia, le trajo a la imaginación una de las extrañas locuras que buenamente imaginarse pueden. Y fue que él se imaginó haber llegado a un famoso castillo —que, como se ha dicho, castillos eran a su parecer todas las ventas donde se alojaba—, y que la hija del ventero lo era del señor del castillo, la cual, vencida de su gentileza, se había enamorado de él y prometido que aquella noche, a escondidas de sus padres, vendría a yacer con él un buen rato; y, teniendo toda esta quimera, que él se había fabricado, por firme y verdadera, se comenzó a entristecer y a pensar en el peligroso trance en que su honestidad se había de ver, y propuso en su corazón no traicionar a su señora Dulcinea del Toboso, aunque la misma reina Ginebra con su dama Quintañona se le pusiesen delante.

Pensando, pues, en estos disparates, llegó la hora, para él desgraciada, de la venida de la asturiana, la cual, en camisa y descalza, cogidos los cabellos con una redecilla de algodón, con mucho sigilo, entró en el aposento donde los tres se alojaban en busca del arriero. Pero, apenas llegó a la puerta, cuando don Quijote la sintió, y, sentándose en la cama, a pesar de sus cataplasmas y con dolor en sus costillas, tendió los brazos para recibir a su hermosa doncella. La asturiana, que, con mucho sigilo y callada, iba con las manos delante buscando a su querido, topó con los brazos de don Quijote, el cual la asió fuertemente de una muñeca y, tirándola hacía sí, sin que ella osase hablar palabra, la hizo sentar sobre la cama. Le tocó la camisa, y, aunque  era de harpillera,(26) a él le pareció ser de finísima seda..
Traía en las muñecas unas cuentas de vidrio, pero a él le parecieron preciosas perlas orientales. Los cabellos, que en alguna manera tiraban a crines, él los marcó por hebras de lucidísimo oro de Arabia, cuyo resplandor al del mismo sol escurecía. Y el aliento, que, sin duda alguna, olía a ensalada fiambre y trasnochada, a él le pareció que arrojaba de su boca un olor suave y aromático; y, finalmente, él la pintó en su imaginación de la misma traza y modo que lo había leído en sus libros de la otra princesa que vino a ver al mal herido caballero, vencida de sus amores, con todos los adornos que aquí van puestos. Y era tanta la ceguedad del pobre hidalgo, que ni el tacto, ni el aliento, ni otras cosas que traía en sí la buena doncella, no le desengañaban, las cuales pudieran hacer vomitar a otro que no fuera arriero; antes, le parecía que tenía entre sus brazos a la diosa de la hermosura. Y, teniéndola bien sujeta, con voz amorosa y baja le comenzó a decir:

— Quisiera poder, hermosa y alta señora, pagar el gran favor que  con la vista de vuestra gran hermosura me habéis hecho, pero ha querido la fortuna, que no se cansa de perseguir a los buenos, ponerme en este lecho, donde estoy acostado tan molido y quebrantado que, aunque mi voluntad quisiera satisfacer a la vuestra, sería imposible. Y más, que se añade a esta imposibilidad otra mayor, que es la prometida fe que tengo dada a la sin par Dulcinea del Toboso, única señora de mis más escondidos pensamientos; que si esto no hubiera de por medio, no fuera yo tan sandio (tonto) caballero que dejara pasar en blanco la venturosa ocasión en que vuestra gran bondad me ha puesto.
Maritornes estaba acongojadísima y sudando, de verse tan asida de don Quijote, y, sin entender ni estar atenta a las razones que le decía, procuraba, sin hablar palabra, soltarse. El bueno del arriero, a quien tenían despierto sus malos deseos, sintió a su amiga  desde el momento que entró  por la puerta y estuvo escuchando  atentamente todo lo que don Quijote decía, y, celoso de que la asturiana le hubiese faltado la palabra por otro, se acercó más al lecho de don Quijote, y estuvo callado hasta ver en qué paraban aquellas razones, que él no podía entender. Pero, como vio que la moza forcejaba por desasirse y don Quijote se esforzaba en  retenerla, le pareció mal la burla y levantando el brazo descargó tan terrible puñetado sobre las estrechas quijadas del enamorado caballero, que le bañó toda la boca en sangre; y, no contento con esto, se le subió encima de las costillas, y con los pies, como si bailase una jota,  se las paseó todas de cabo a cabo.

Como el lecho era más bien endeble, si apenas aguantaba el peso de don Quijote con el peso añadido del arriero se derrrumbó y el ruido que hizo despertó al ventero que imaginó que sería a causa de algún lío de Marotornes, porque la había llamado a voces y no le contestaba. Con esta sospecha se levantó y con un candil fue hacía donde había escuchado la pelea. La moza, al ver venir a su amo al que temía por su mal carácter se refugió en la cama donde Sancho dormía y se acurrucó de forma que no la viera.

. El ventero entró diciendo:
   ¿Adónde estás, puta? Seguro que todo esto es cosa tuya.
En esto, despertó Sancho, y, sintiendo aquel bulto casi encima de él, pensó que soñaba, y comenzó a dar puñetazos a diestro y siniestro, y muchos los recibió Maritornes que los devolvió a Sancho quitándole el sueño y que viéndose tratar de aquella manera y sin saber de quién, se levantó  como pudo y abrazándose a Maritornes  comenzaron entre los dos la más reñida y graciosa escaramuza del mundo

El arriero que a la luz del cándil que llevaba el ventero vio, lo que le estaba pasando a su dama, dejó a don Quijote y acudió en su ayuda. Otro tanto hizo el ventero pero no para defenderla, sino para castigarla porque creía que era la causante de aquella trifulca.
Y así como suele decirse: el gato al rato, el rato a la cuerda, la cuerda al palo (27), daba el arriero a Sancho, Sancho a la moza, la moza a él, el ventero a la moza, y todos menudeaban con tanta prisa que no se daban un momento de reposo; y fue lo bueno que al ventero se le apagó el candil, y, como quedaron ascuras, se daban tan sin compasión todos a bulto que,  donde quiera que ponían la mano, no dejaban cosa sana.

Dio la casualidad que aquella noche se alojaba  en la venta un cuadrillero de los que llaman de la Santa Hermandad Vieja de Toledo (28), el cual, oyendo el extraño estruendo de la pelea, provisto de su vara de autoridad y de la caja de lata de sus títulos,  entró a oscuras en el aposento, diciendo:

   ¡Alto  a la justicia! ¡Alto a la Santa Hermandad!

Y el primero con quien topó fue con el apuñeado  don Quijote, que estaba en su derribado lecho, tendido boca arriba, sin sentido alguno y, agarrándole por las barbas  no cesaba de decir:

   ¡Favor a la justicia!

Pero, viendo que el que tenía asido no peleaba ni se movía, pensó que estaba muerto, y que lo habían matado los demás que allí estaban, por lo que alzó
la voz, diciendo:

   ¡ Que se cierre la puerta de la venta! ¡Que no salga nadie de ella, porque aquí han matado a un hombre!

Esta voz sobresaltó a todos, dejando la pelea. El ventero se fue a su aposento, al arriero a sus albardas, la moza a su alcoba; solos los desventurados don Quijote y Sancho no se pudieron mover de donde estaban. El cuadrillero soltó entonces las barbas de don Quijote y salió en busca de  una luz para buscar y prender a los delincuentes, pero no la encontró porque el ventero tuvo la precaución de apagar la lámpara antes de retirarse y no tuvo más remedio que ir a la chimenea donde con mucho trabajo y tiempo pudo encender otro candil.

NOTAS.
26) tejido vasto y fuerte usado para hacer sacos.
27)  Según Rrodriguez Marín estas palabras pueden ser de un cuentecillo popular infantil o de un juego de prendas.
28) La Santa Hermandad vieja de Toledo era la fundada en el siglo XIII y se llamaba así para distinguirse de la Nueva creada por los Reyes Católicos. La vara de autoridad era  una vara corta de color verde.







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