martes, 5 de septiembre de 2017

D. QUIJOTE PARA TODOS




Capítulo XIX. De las discretas razones que Sancho pasaba con su amo, y de la aventura que le sucedió con un cuerpo muerto, con otros acontecimientos famosos

  Me parece, señor mío, que todas estas desventuras que estos días nos han sucedido, sin duda alguna han sido pena del pecado cometido por vuestra merced contra la orden de su caballería, no habiendo cumplido el juramento que hizo de no comer pan a manteles, con todo aquello que a esto se sigue y vuestra merced juró de cumplir, hasta quitar aquel yelmo(casco) de Malandrino, o como se llama el moro, que no me acuerdo bien.

  Tienes mucha razón, Sancho —dijo don Quijote—; pero, para decirte verdad, se me había olvidado; y también puedes tener por cierto que por  culpa de no habérmelo recordado a tiempo te sucedió aquello de la manta; pero yo lo arreglaré que en la orden de la caballería hay modos  para solucionar  todo.

   Pues, ¿ hice yo algún juramento? —respondió Sancho.

  No importa que no hayas jurado —dijo don Quijote—; basta que yo creo que no estás libre de ser cómplice y , por si acaso, no estará mal que le pongamos remedio.

  Pues siendo  así —dijo Sancho—, mire vuestra merced no se le vuelva a olvidar esto, como lo del juramento; y le entren ganas a los fantasmas de divertirse otra vez conmigo, incluso con vuestra merced si lo ven tan testarudo.

En estas y otras pláticas les sorprendió la noche en mitad del camino sin tener donde hospedarse; y, además, tenían hambre pues con la pérdida de las alforjas se quedaron sin comida alguna. Y como las desgracias no vienen solas, les sucedió una aventura que verdaderamente lo parecía. Y   fue que la noche cerró con alguna oscuridad; pero, con todo esto, caminaban, creyendo Sancho que, pues aquel camino era real, a una o dos leguas encontrarían con seguridad alguna venta.  Yendo, pues, de esta manera, la noche oscura, el escudero hambriento y el amo con ganas de comer, vieron que por el mismo camino que iban venían hacia ellos muchas luces, que no parecían sino estrellas que se movían. Sancho se sorprendió al verlas, y don Quijote no las tuvo todas consigo; tiró el uno del cabestro a su asno, y el otro de las riendas a su rocino, y estuvieron quietos, mirando atentamente lo que podía ser aquello, y vieron que las luces se iban acercando a ellos, y mientras más se acercaban, mayores parecían; al verlas Sancho comenzó a temblar, y a don Quijote se le erizaron los cabellos de la cabeza;  el cual, animándose un poco, dijo:

  Ésta, sin duda, Sancho, debe de ser grandísima y peligrosísima aventura, donde será necesario que yo muestre todo mi valor y esfuerzo. — ¡Desdichado de mí! —respondió Sancho—; si acaso esta aventura fuese de fantasmas, como me lo va pareciendo, ¿adónde habrá costillas que la sufran? — Por más fantasmas que sean —dijo don Quijote—, no consentiré yo que ninguna te toque; que si la otra vez se burlaron contigo, fue porque no pude yo saltar las paredes del corral, pero ahora estamos en campo abierto donde podré yo esgrimir mi espada sin problema.  .

   Y si le encantan e inmovilizan, como hicieron la otra vez  —dijo Sancho—,
¿qué aprovechará estar en campo abierto o no?

  Con todo eso —replicó don Quijote—, te ruego, Sancho, que tengas buen ánimo, que te demostraré el que yo tengo.

     lo tendré, si a Dios place —respondió Sancho.
Y, apartándose los dos a un lado del camino, volvieron a mirar atentamente lo que podía ser aquello de las  luces que caminaban; y al poco tiempo descubrieron muchos encamisados, cuya espantosa visión remató el ánimo de Sancho Panza, el cual comenzó a dar diente con diente, como quien tiene frío de cuartana (35); y el temblor aumentó al descubrir veinte encamisados a caballo con sus velas  encendidas en las manos; detrás de ellos venía una litera cubierta de luto, a la cual seguían otros seis  a caballo, enlutados hasta los pies de las mulas. Iban los encamisados murmurando entre sí, con una voz baja y compasiva. Esta extraña visión, a tales horas y en tal despoblado, bastaba para amedrentar a Sancho y a su amo, el que pensó que aquello era una de las aventuras de sus libros. Imaginó que la litera eran andas donde debía de ir algún mal herido o muerto caballero, cuya venganza a él solo estaba reservada; y, sin decir palabra,  enristró su lanzón, se colocó bien en la silla, y con mucho valor  se puso en la mitad del camino por donde los encamisados forzosamente tenían que  pasar, y cuando los vio cerca alzó la voz y dijo: — Deteneos, caballeros, o quienquiera que seáis, y dadme cuenta de quién sois, de dónde venís, adónde vais, qué es lo que en aquellas andas lleváis; que, por lo que se ve, o vosotros habéis hecho, u os han hecho, algún desaguisado, y conviene y es menester que yo lo sepa, o bien para castigaros del mal que hicisteiss, o bien para vengaros del mal que os hicieron.
  Llevamos prisa —respondió uno de los encamisados— y está la venta lejos, y no nos podemos detener a dar tanta cuenta como pedís.

Y, picando la mula, pasó adelante.  No   le gusto a don Quijote esta respuesta y, sujetando la mula, dijo:

  Deteneos y sed más educado, y dadme cuenta de lo que os he preguntado; si no, tendreis que pelear conmigo.

La mula que era asustadiza,  al tomarla del freno se espantó de manera que, alzándose en los pies, dio con su dueño  en el suelo. Un mozo que iba a pie, viendo caer al encamisado, comenzó a insultar a don Quijote, el cual, ya encolerizado, sin esperar más, enristrando su lanzón, arremetió a uno de los enlutados, y,  dio con él en tierra mal herido; y, volviéndose a los demás, era cosa de ver con la presteza que los acometía y dispersaba; que no parecía sino que en aquel instante le habían nacido alas a Rocinante, según andaba de ligero y orgulloso.

Todos los encamisados era gente medrosa y sin armas, y así, con facilidad, en un momento dejaron la refriega y comenzaron a correr por aquel campo con las hachas encendidas, que no parecían sino a los de las máscaras que en noche de regocijo y fiesta corren. Los enlutados, asimismo, revueltos y envueltos en sus sotanas negras, no se podían mover; así que, con mucha facilidad, don Quijote los apaleó a todos y les dejó huir a su pesar, porque todos pensaron que aquél no era hombre, sino diablo del infierno que les salía a quitar el cuerpo muerto que en la litera llevaban. Todo lo miraba Sancho, admirado de la bravura de su señor, y decía entre sí:

   Sin duda este mi amo es tan valiente y esforzado como él dice.

Había una vela encendida en el suelo, junto al primero que derribó la mula, a cuya luz le pudo ver don Quijote; y, llegándose a él, le puso la punta del lanzón en el rostro, diciéndole que se rindiese; si no, que le mataría. A lo cual respondió el caído:
  Bastante rendido estoy, pues no me puedo mover, que tengo una pierna rota; suplico a vuestra merced, si es caballero cristiano, que no me mate; que cometerá un gran sacrilegio, que soy licenciado y tengo las primeras órdenes.

  Pues, ¿quién diablos os ha traído aquí —dijo don Quijote—, siendo hombre de Iglesia?

   ¿Quién, señor? —replicó el caído—: mi desventura.

  Pues otra mayor os amenaza —dijo don Quijote—, si no me satisfacéis a todo cuanto primero os pregunté.

  Con facilidad será vuestra merced satisfecho —respondió el licenciado—; y así, sabrá vuestra merced que, aunque antes dije que yo era licenciado, no soy sino bachiller, y me lllamo Alonso López; soy natural de Alcobendas; vengo de la ciudad de Baeza con otros once sacerdotes, que son los que huyeron con las velas; vamos a la ciudad de Segovia acompañando un cuerpo muerto, que va en aquella litera, que es de un caballero que murió en Baeza, donde fue enterrado provisionalmente; y ahora, como digo, llevábamos sus huesos a su sepultura, que está en Segovia, de donde es natural.

   ¿Y quién le mató? —preguntó don Quijote.

  Dios, por medio de unas calenturas pestilentes que le dieron —respondió el bachiller.

  Entonces —dijo don Quijote—, Nuestro Señor me ha librado del trabajo de  vengar su muerte si otro alguno le hubiera matado; pero, habiéndole muerto quien le mató, no hay sino callar y encoger los hombros, porque lo mismo hiciera si a mí mismo me matara. Y quiero que sepa vuestra reverencia que yo soy un caballero de la Mancha, llamado don Quijote, y es mi oficio y ejercicio andar por el mundo reparando injurias  y deshaciendo agravios.

  No sé cómo pueda ser eso de reparar injurias —dijo el bachiller—, pues a mí,  por lo pronto, me habéis  agraviado, dejándome una pierna quebrada, la cual no se verá derecha en todos los días de su vida; y el agravio que en mí habéis deshecho ha sido dejarme agraviado de manera que me quedaré agraviado para siempre; y harta desventura ha sido topar con vos, que vais buscando aventuras.
  No todas las cosas —respondió don Quijote— suceden de un mismo modo. El daño estuvo, señor bachiller Alonso López, en venir, de noche vestidos con aquellas sobrepellices (35), con las hachas encendidas, rezando, cubiertos de luto, que propiamente pareciais cosa mala y del otro mundo; y así, yo no pude dejar de cumplir con mi obligación acometiéndoos, y lo hubiera hecho aunque hubieseis sido demonios, pues por tales os tuve.

 Ya que así lo ha querido mi suerte —dijo el bachiller—, suplico a vuestra merced, señor caballero andante (que en tan mala hora lo encontré), me ayude a salir de debajo de esta mula, que me tiene cogida una pierna entre el estribo y la silla.
  ¡A buenas horas! —dijo don Quijote—. Y ¿a qué esperábais para decirlo?
Entoces empezó a llamar a voces a Sancho, pero él no hizo caso porque estaba muy  ocupado desvalijando una mula de repuesto, muy bien provista  de comida, que traían aquellos buenos señores. Hizo una especie de saco con su gabán,  recogió  todo lo que pudo y cupo en el talego, cargó su jumento, y solo entonces acudió a las voces de su amo y ayudó a sacar al señor bachiller de la opresión de la mula; y, poniéndole encima de ella, le dio la antorcha, y don Quijote le dijo que siguiese la dirección de sus compañeros, rogándole les pidiese perdón de su parte por el agravio que les había hecho. Sancho le dijo también:

  Si esos señores quieren saber quién ha sido el valiente que así los ha dejado dígales que es el famoso don Quijote de la Mancha, llamado también el Caballero de la Triste Figura.

Con esto, se fue el bachiller; y don Quijote preguntó a Sancho qué le había movido a llamarle ahora el Caballero de la Triste Figura

  Yo se lo diré —respondió Sancho—: porque le he estado mirando un rato a la luz de aquella antorcha que lleva aquel pobre hombre, y verdaderamente tiene vuestra merced peor pinta que nunca y debe ser por el cansancio de este combate y por la falta de dientes y muelas  

  No es por eso —respondió don Quijote—, sino porque al sabio, a cuyo cargo debe de estar el escribir la historia de mis hazañas, le habrá parecido  bien que yo tome algún apodo, como lo tomaban todos los caballeros pasados: como el que se llamaba el de la Ardiente Espada; o, el del Unicornio; o el, de las Doncellas; el del Ave Fénix;  el Caballero del Grifo; o, el de la Muerte; y por estos nombres  eran conocidos por toda la redondez de la tierra. Y pienso que dicho sabio , te habrá inspirado que ahora me llames el Caballero de la Triste Figura, como pienso llamarme de ahora en adelante; y, para que mejor me cuadre tal nombre, me propongo hacer pintar, cuando pueda, en mi escudo una muy triste figura. — No es necesario gastar tiempo y dinero en hacer esa figura —dijo Sancho—, solo basta que vuestra merced descubra la suya a quienes le miren, para que a sí le llamen; y créame lo que le digo, porque le prometo a vuestra merced, señor, y esto se lo digo en broma, que le hace tan mala cara el hambre y la falta de las muelas, que, como ya he dicho, se podrá muy bien prescindir de cualquier  pintura.

Se rió  don Quijote de la gracia de Sancho, pero, no obstante determinó no llamarse así hasta que pudiera pintar en su escudo o rodela la triste figura.
En esto volvió el bachiller y le dijo a don Quijote:

  Se me olvidaba decir que advierta vuestra merced que queda excomulgado por haber puesto las manos violentamente en cosa sagrada:
  D. Quijote respondió que no hizo tal cosa, porque no sabía que eran sacerdotes que él era un buen católico y fiel cristiano y que era muy respetuoso con las cosas sagradas; que él pensó que eran fantasmas o mosntruos del otro mundo.
Cuando el bachilller escuchó esto se marchó sin decir nada

En oyendo esto el bachiller, se fue, como queda dicho, sin replicarle palabra y don Quijote quiso comprobar si el cuerpo  que venía en la litera eran huesos o no, pero no lo consintió Sancho, diciéndole:

  Señor, vuestra merced ha acabado esta peligrosa aventura mejor que las anteriores y no sea que esa gente caiga en la cuenta de que los venció una sola persona y avergonzados vuelvan a vengarse y nos apaleen. El jumento está como conviene, la montaña cerca, el hambre aprieta, lo que tenemos que hacer es retirarnos y como dice el refrán el muerto al hoyo y el vivo al bollo. Y cogiendo su asno rogó a su amo que lo siguiera, el cual pensando que Sancho tenía razón, sin decir nada le siguió. Y caminando entre dos pequeñas montañas, se encontraron, al poco tiempo, en un valle espacioso y escondido, en el que se apearon; Sancho alivió el jumento
y, tendidos sobre la verde yerba,  almorzaron, comieron, merendaron y cenaron a la vez,  satisfaciendo sus estómagos con más de una fiambrera que los señores clérigos del difunto llevaban.Pero les sucedió otra desgracia que a  Sancho le pareció la peor de su vida y es que no tenían vino ni agua que beber, por lo que acosados de  la sed Sancho, viendo la abundancia de yerba verde que había en el prado dijo, lo que se dirá en el capítulo siguiente.

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