CAPÍTULO XXI. Que trata de la alta
aventura y rica ganancia del yelmo de Mambrino, con otras cosas sucedidas a
nuestro invencible caballero
En esto, comenzó a
llover un poco, y quiso Sancho que entraran en el molino de los batanes; pero
don Quijote le había cogido tal aborrecimiento, por la pesada burla, que de
ninguna manera consintió entrar; y así, torciendo el camino de la derecha,
encontraron otro como el que habían
llevado el día de antes.
De allí a poco,
descubrió don Quijote un hombre a caballo, que traía en la cabeza una cosa que
relumbraba como si fuera de oro, y cuando apenas le hubo visto, se volvió a
Sancho y le dijo:
— Me
parece, Sancho, que no hay refrán que no sea verdadero, porque todos son
sentencias sacadas de la misma experiencia, madre de todas las ciencias, especialmente aquel que
dice: "Donde una puerta se cierra, otra se abre".
Lo digo porque si anoche se nos cerró la puerta de la aventura que
buscábamos, engañándonos con los batanes, ahora nos abre de par en par otra,
para otra mejor y más cierta aventura; que si yo no acertare a entrar por ella,
mía será la culpa, sin que se la pueda achacar a los malditos batanes ni a la
oscuridad de la noche. Digo esto porque, si no me engaño, viene hacia
nosotros uno que trae puesto en su
cabeza el yelmo de Mambrino, sobre el
que yo hice el juramento que sabes.
— Mire vuestra merced bien lo que dice, y mejor lo que hace —dijo Sancho—,
que no querría que fuesen otros batanes que nos acabasen de abatanar y aporrear
el sentido.
— ¡ Que te lleve el diablo! —replicó don Quijote—. ¿En qué se parece un
yelmo a los batanes ?
— No sé nada —respondió Sancho—; pero si yo
pudiera hablar tanto como solía, quizá diera tales razones que vuestra
merced viera que se engañaba en lo que dice.
— ¿Cómo me puedo engañar en lo que digo, traidor escrupuloso? —dijo don
Quijote—. Dime, ¿no ves aquel caballero que hacia nosotros viene, sobre un
caballo rucio rodado (de color pardo claro), que trae puesto en la cabeza un
yelmo de oro? —
— Lo que yo veo y y distingo —respondió Sancho— no es sino un hombre sobre
un asno pardo, como el mío, que trae sobre la cabeza una cosa que relumbra.
— Pues ése es el yelmo de Mambrino
—dijo don Quijote—. Échate a un lado y déjame con él a solas: verás que sin
hablar palabra, para no perder tiempo, concluyo esta aventura y queda por mío
el yelmo que tanto he deseado.
— De eso tendré buen cuidado
—replicó Sancho—, mas quiera Dios, tornó a decir, que orégano sea, y no batanes. (41)
— Ya os he dicho, hermano, que no me mentéis, ni por pienso, más eso de
los batanes —dijo don Quijote—; que voto..., y no digo más, que os batanee el
alma.
Calló Sancho, por temor a que
su amo cumpliese su amenaza.
El caso es, que lo que don Quijote veía como yelmo, caballo y
caballero no era otra cosa que en aquel
contorno había dos lugares, el uno tan pequeño que ni tenía botica ni barbero,
y el otro, que estaba cerca sí; y así, el barbero del mayor servía al menor, en
el cual tuvo necesidad un enfermo de sangrarse y otro de hacerse la barba, para
lo cual venía el barbero, y traía una bacía de azófar (latón); y quiso la
suerte que, al tiempo que venía, comenzó a llover, y, porque no se le manchase
el sombrero, que debía de ser nuevo, se puso la bacía sobre la cabeza; y, como
estaba limpia, desde media legua relumbraba. Venía sobre un asno pardo, como
Sancho dijo, y ésta fue la ocasión que a don Quijote le pareció caballo rucio rodado,
y caballero, y yelmo de oro; que todas las cosas que veía, con mucha facilidad
las acomodaba a sus desvariadas caballerías y malandantes pensamientos. Y
cuando él vio que el pobre caballero llegaba cerca, sin ponerse con él en
razones, a todo correr de Rocinante le enristró con el lanzón bajo, llevando
intención de pasarle de parte a parte; mas cuando a él llegaba, sin detener la
furia de su carrera, le dijo:
— ¡Defiéndete,
miserable criatura, o entrégame por las buenas
lo que con tanta razón se me debe!
El barbero, que, tan sin pensarlo ni temerlo, vio venir aquel
fantasma contra él, no tuvo otro remedio, para poder guardarse del golpe de la
lanza, que dejarse caer del asno; y apenas hubo tocado el suelo, se levantó más
ligero que un gamo y comenzó a correr por aquel llano tan deprisa que ni el
viento lo alcanzaría .Dejó la bacía en el suelo, con lo cual se contentó don
Quijote, y dijo que el infiel había sido discreto y que había imitado al
castor, el cual, viéndose acosado por los cazadores, se arrranca y corta con
los dientes aquéllo por lo que él, por instinto natural, sabe que es
perseguido. Mandó a Sancho que alzase el yelmo, el cual, tomándola en las
manos, dijo:
— Por
Dios, que la bacía es buena y que vale un real de a ocho (ocho reales de plata)
como un maravedí.(moneda de aquella época)
Y, dándosela a su amo, se la puso luego en la cabeza, haciéndola
girar para que le encajara; y como no podia, dijo:
— Sin duda que el infiel, a cuya medida se hizo esta famosa celada,
debía de tener muy grande la cabeza, y lo peor es que le falta la mitad. Cuando
Sancho oyó llamar a la bacía celada, no pudo contener la risa; pero acordándose
de la cólera de su amo se contuvo.
. — ¿De qué te ríes, Sancho? —dijo don Quijote.
----
Me rio —respondió él— de considerar la
gran cabeza que tenía el infiel dueño deste yelmo, que más parece una bacía de barbero.
---- ¿Sabes qué imagino, Sancho? Que esta famosa pieza de este
encantado yelmo, por algún extraño
accidente, vino a parar a manos de quien no supo conocer ni estimar su valor,
y, sin saber lo que hacía, viéndola de oro purísimo, debió fundir la otra mitad para aprovecharse de su
valor, y de la otra mitad hizo ésta, que parece bacía de barbero, como tú
dices. Pero, sea lo que fuere; que para mí que la conozco no hace al caso su
cambio; que yo la arreglaré en el primer lugar donde haya herrero, y de tal
manera que aventaje la que hizo y forjó el dios de los herreros (Vulcano) para
el dios de la Guerra (Marte); y, mientras la llevaré como está que más vale
algo que nada y puede evitarme alguna pedrada.
— Eso será —dijo Sancho— si no se tira con honda, como se tiraron en la
pelea de los dos ejércitos, cuando le arrancaron a vuestra merced las muelas y
le rompieron la aceitera donde llevaba aquel dichoso brebaje que me hizo
vomitar las asaduras.(las entrañas)
— No me da mucha pena el haberle perdido, que ya sabes tú, Sancho —dijo
don Quijote—, que yo tengo la receta en la memoria.
— También la tengo yo —respondió Sancho—, pero si lo hiciera no lo
probaría, aunque me estuviera muriendo. Pero no pienso ponerme en ocasión de
necesitarlo, porque pienso guardarme con todos mis cinco sentidos de ser herido
ni de herir a nadie. De lo del ser otra vez manteado, no digo nada, que
semejantes desgracias mal se pueden prevenir, y si vienen, no hay que hacer
otra cosa sino encoger los hombros, detener el aliento, cerrar los ojos y
dejarse ir por donde la suerte y la manta nos
llevare.
— Mal cristiano eres, Sancho —dijo, oyendo esto, don Quijote—, porque
nunca olvidas la injuria que una vez te han hecho; pues has de saber que es de
pechos nobles y generosos no hacer caso de niñerías. ¿Qué pie sacaste cojo, qué
costilla quebrada, qué cabeza rota, para que no se te olvide aquella burla?
Que, bien mirado, broma y pasatiempo fue; que, a no entenderlo yo
así, hubiera vuelto allá y hubiera hecho
en tu venganza más daño que el que hicieron los griegos por la secuestrada
Elena. La cual, si viviera en este tiempo, o mi Dulcinea en aquél, pudiera estar segura que no tuviera
tanta fama de hermosa como tiene.
Y aquí dio un suspiro, y le puso en las nubes. Y dijo Sancho:
— Como burla puede pasar, pero lo que dice de la
venganza no me lo creo; pero yo sé de qué calidad fueron las veras y las
burlas, y sé también que no se me caerán de la memoria, como nunca se quitarán
de las espaldas. Pero, dejando esto aparte, dígame vuestra merced qué haremos
de este caballo rucio rodado, que parece asno pardo, que dejó aquí desamparado
aquel Martino (Sancho confunde Martino por Mambrino) que vuestra merced
derribó; que, según él puso los pies en polvorosa y cogió las de Villadiego, no
parece que quiere volver a recogerlol jamás; y ¡por mis barbas, que es bueno el rucio!
— Nunca acostumbro —dijo don Quijote— despojar a los que venzo, ni es uso
de caballería quitarles los caballos y dejarlos a pie, a no ser que el vencedor hubiese perdido en la
pendencia el suyo; que, en tal caso, lícito
es
tomar el del vencido, como ganado en guerra lícita. Así que, Sancho,
deja ese caballo, o asno, o lo que tú quisieres que sea, que, cuando su dueño
nos vea alejados de aquí, volverá por él.
— Dios sabe si quisiera llevárselo —replicó Sancho—, o, por lo menos,
cambiarlo por este mío, que no me parece tan bueno. Verdaderamente que son
estrechas las leyes de caballería, pues no
autotizan cambiar un asno por otro; y querría saber si podría,al menos,
cambiar los aparejos.
— En eso no estoy muy seguro —respondió don Quijote—; y, en caso de duda,
hasta estar mejor informado, digo que los cambies, si es que tienes mucha
necesidad de ellos.
— Tanta es —respondió Sancho— que los ncesito como si fueran para mi misma
persona. Y
luego, habilitado con aquella licencia, hizo mutatio caparum (cambió de tema) y puso su jumento a las mil
lindezas, dejándole muy mejorado. Hecho esto, almorzaron de las sobras de la
acémila que habían saqueado, bebieron del agua del arroyo de los batanes, sin
volver la cara a mirarlos: tal era el aborrecimiento que les tenían por el
miedo que les habían hecho pasar.
Calmadas ya la cólera y
malenconía, subieron a caballo, y, sin preocuparse del camino a
tomar, por ser muy de caballeros
andantes el no tomar ninguno concreto, se pusieron a caminar por donde la
voluntad de Rocinante quiso, que se llevaba tras sí la de su amo, y aun la del
asno, que siempre le seguía por dondequiera que guiaba, en buen amor y
compañía. Con todo esto, volvieron al camino real y siguieron por él a la
ventura, sea cual fuere ésta.
Yendo, pues, así caminando, dijo Sancho a su amo:
— Señor,
¿quiere vuestra merced darme licencia para hablar un poco con vos? Que, después
que me impuso la dura orden del
silencio, se me han olvidado más de cuatro cosas y una sola que ahora tengo en
la punta de la lengua no querría que se malograse.
— Dila —dijo don Quijote—, y sé breve en tus razonamientos, que ninguno
hay gustoso si es largo.
Digo, pues, señor —respondió
Sancho—, que, de algunos días a esta parte, he considerado lo poco que se gana
y se obtiene de andar buscando estas aventuras que vuestra merced busca por
estos desiertos y encrucijadas de caminos, que aunque se venzan y acaben las
más peligrosas, nadie las ve ni conoce quedando en secreto, lo que va en perjuicio
de la intención de vuestra merced y de lo que ellas merecen. Y así, me parece
que sería mejor, salvo el mejor parecer de vuestra merced, que nos fuésemos a
servir a algún emperador, o a otro príncipe grande que tenga alguna guerra, en
cuyo servicio vuestra merced muestre el valor de su persona, sus grandes
fuerzas y mayor entendimiento; que, visto esto por el señor a quien
sirviéremos, por fuerza nos ha de remunerar, a cada cual según sus méritos, y
allí no faltará quien ponga en escrito las hazañas de vuestra merced, para perpetua
memoria. De las mías no digo nada, pues no han de salir de los límites
escuderiles; aunque sí decir que, si se usa en la caballería escribir hazañas
de escuderos, que no pienso que dejen de contarse y escribirse también las
mías.
No dices mal, Sancho —respondió
don Quijote—; pero antes hay que andar por el mundo buscando aventuras y acabarlas con éxito para adquirir
nombre y fama para que cuando el caballero llegue a la corte de algún monarca,
sea ya conocido por sus hechos; y que,
apenas los muchachos lo vean entrar en la ciudad, lo sigan gritando: ''Éste es
el Caballero del Sol'', o de la Sierpe, o del nombre con el que hubiere realizado las grandes
hazañas. Y así viendo al caballero y conociéndole por sus armas o por el lema
de su escudo, ordenará a sus caballeros que salgan a recibir a la flor de la
caballería, que allí viene!'' A cuyo mandamiento saldrán todos, y él llegará
hasta la mitad de la escalera, y le abrazará estrechísimamente, y le dará paz
besándole en el rostro; y luego le llevará por la mano al aposento de la señora
reina, adonde el caballero la hallará con la infanta, su hija, que ha de ser
una de las más hermosas y perfectas doncellas que sera difícil encontrar otra
igual en toda la Tierra. Desde allí le
llevarán, sin duda, a algún cuarto del palacio, ricamente aderezado, donde,
habiéndole quitado las armas, le traerán un rico manto de escarlata con que se
cubra; y si bien le pareció armado, tan bien y mejor le parecerá en farseto (ropa interior). Venida la
noche, cenará con el rey, la reina y la infanta, sin quitar los ojos de ella, y
haciendo ella lo mismo. Y aquella noche se despedirá de su señora la infanta por las rejas de
un jardín, que cae en el aposento donde ella duerme, por las cuales ya otras
muchas veces le había hablado, siendo medianera y sabidora de todo una doncella
de quien la infanta mucho se fiaba. Suspirará él, se desmayará ella, traerá agua la doncella, teniendo
cuidado de que no sean descubiertos al venir la mañana y así defender la honra
de su señora.
Se entristecerá mucho porque viene la mañana, y no querría que
fuesen descubiertos, por la honra de su señora.
Finalmente, la infanta volverá en sí y dará sus blancas manos por la
reja al caballero, el cual se las besará mil y mil veces y se las bañará en
lágrimas. Concertarán la forma en la que se comunicarán las buenas o malas
noticias, y la princesa le pedirá que no tarde mucho en volver; se lo prometerá él con muchos juramentos; tornará y besará sus manos, y se despedirá con tanta
pena que sentirá morir. Se va a su aposento, se acuesta en la cama pero no
puede dormir por el dolor que le causa su marcha, se levanta muy temprano
y va a despedirse del rey, de la reina y
de la infanta; al despedirse de los reyes, éstos le dicen que la infanta no se encuentra bien y que no
puede recibir visitas; el caballero piensa que es por la pena de su partida, se
le parte el corazón, y a punto está de descubrir su pena. Está la doncella
medianera delante, toma nota de todo y se lo cuenta a su señora, la cual la
recibe con lágrimas y le dice que una de las mayores penas que tiene es no
saber quién sea su caballero, y si es de linaje de reyes o no; le asegura la
doncella que tanta cortesía, gentileza y
valentía como la de su caballero es propio de persona real;
con esto se consuela la apenada
infanta; procurando animarse, para que sus padres no se den cuenta de su pena,
y, al cabo de dos días, vuelve a salir
en público. Ya se ha ido el caballero: pelea en la guerra, vence al
enemigo del rey, gana muchas ciudades, triunfa de muchas batallas, vuelve a la
corte, ve a su señora por donde acostumbraba, conciertan que la pida a su padre
por mujer en pago de sus servicios.E l rey no se la quiere dar, porque no sabe
quién es; pero, con todo esto, o robada o de otra cualquier suerte que sea, la
infanta viene a ser su esposa y su padre lo viene a tener a gran ventura,
porque averiguó que el tal caballero es
hijo de un valeroso rey de no sé qué reino, porque creo que no debe de estar en
el mapa. Al morir el padre, hereda la infanta y queda rey el caballero.
Ahora es cuando puede hacer mercedes a
su escudero y a todos aquellos que le ayudaron a subir a tan alto estado: casa a
su escudero con una doncella de la
infanta, que será, sin duda, la que fue tercera en sus amores, que es hija de
un duque muy principal.
— Eso pido, y sin trampas ni engaño) —dijo Sancho—; a eso me atengo,
porque llamándose el Caballero de la Triste Figura todo sucederá como vuestra
merced ha dicho.
— No lo dudes, Sancho —replicó don Quijote—, porque del mismo modo y por
los mismos pasos que te he contado suben y han subido los caballeros andantes a
ser reyes y emperadores. Sólo falta ahora mirar qué rey de los cristianos o de
los infieles tenga guerra y tenga hija hermosa; pero tiempo habrá para pensar esto,
pues, como te he dicho, antes de acudir a la corte hay que ganar fama por otras
partes. También me falta otra cosa; pues aunque encontremos rey con guerra y con hija hermosa, y haya
yo ganado fama increíble por todo el universo, no sé cómo se podía asegurar que yo sea de linaje
de reyes, o, por lo menos, primo segundo de emperador; porque no me querrá el
rey dar a su hija por mujer si no está primero
muy enterado
en esto, por muy famosos que sean mis hechos. Así que, por esta falta, temo
perder lo que mi brazo tiene bien merecido. Bien es verdad que yo soy hidalgo
de solar conocido, con propiedades y buenas rentas; y podría ser que el sabio
que escribiese mi historia determinase de tal manera mi parentela y ascendencia,
que me hallase quinto o sexto nieto de rey. Porque te hago saber, Sancho, que
hay dos maneras de linajes en el mundo: unos que heredan su nobleza de príncipes y monarcas y que, sin embargo la
han perdido y otros que tuvieron principio de gente baja, y van subiendo de
grado en grado, hasta llegar a ser grandes señores. De manera que está la
diferencia en que unos fueron, que ya no son, y otros son, que antes no fueron;
y podría ser yo de éstos, con lo cual se debía de contentar el rey, que sería mi
suegro. Y porqué no me puede querer la infanta, aunque claramente sepa que soy
hijo de un azacán,(aguador) de manera que, a pesar de su padre, me admita por
señor y por esposo; y si no, aquí entra el robarla y llevarla donde más gusto
me diere; que el tiempo o la muerte han de acabar con el enojo de sus padres.
— Ahí entra bien también —dijo Sancho— lo que algunos desalmados dicen:
"No pidas de grado lo que puedes tomar por fuerza"; aunque mejor
cuadra decir: "Más vale salto de mata que ruego de hombres buenos".
Lo dígo porque si el señor rey, suegro de vuestra merced, no se aviene a
entregarle a mi señora la infanta, no hay sino, como vuestra merced dice,
robarla y llevársela a otra parte. Pero el problema es que, en tanto que se
hagan las paces y se goce pacíficamente el reino, el pobre escudero se podrá
estar en ayunas en esto de las mercedes.
— Esas no hay quien la quite —dijo don Quijote.
— Pues, si es así —respondió Sancho—, no hay sino encomendarnos a Dios, y
dejar correr la suerte por donde mejor lo encaminare.
— Hágalo Dios —respondió don Quijote— como yo deseo y tú, Sancho, has
menester; y ruin sea quien por ruin se tiene.
— Sea por Dios —dijo Sancho—, que yo cristiano viejo soy, y para ser conde
esto me basta.
— Y aun te sobra —dijo don Quijote—; y aunque no lo fueras, porque siendo
yo el rey, bien te puedo dar nobleza, sin que la compres ni me sirvas con nada.
Porque, en haciéndote conde, considérate caballero, y digan lo que dijeren; que
a buena fe que te han de llamar señoría, mal que les pese.
— Y ¡a fe mía! que no sabría yo autorizar el litado! —dijo Sancho. —
Dictado has de decir, que no litado —dijo su
amo.
— Que así sea —respondió Sancho Panza—. Digo que lo sabría hacer
bien, porque, un tiempo fui muñidor(41)
de una cofradía, y que me sentaba tan bien la ropa de muñidor, que todos decían
que tenía presencia para poder ser prioste (42) de la mIsma cofradía. Pues,
¿qué será cuando me ponga ropón ducal
(43) a cuestas, o me vista de oro y de perlas, como un conde extranjero? Para
mí tengo que me han de venir a ver desde muy lejos.
— Bien parecerás —dijo don Quijote—, pero será
menester que te rapes las barbas a menudo; que, según las tienes de espesas,
aborrascadas y mal puestas, si no te las rapas a navaja, cada dos días por lo
menos, a tiro de escopeta (desde muy lejos) se echará de ver lo que eres.
— ¿Qué hay más —dijo Sancho—, sino contratar un barbero y tenerle
asalariado en casa? Y aun, si fuere menester, le haré que ande tras mí, como
caballerizo de grande.
— Pues, ¿cómo sabes tú —preguntó don Quijote— que los grandes llevan
detrás de sí a sus caballerizos?
— Yo se lo diré —respondió Sancho—: los años pasados estuve un mes en la
corte, y allí vi que, paseándose un señor muy pequeño, que decían que era muy
grande, un hombre le seguía a caballo a todas las vueltas que daba, que no
parecía sino que era su rabo. Pregunté que cómo aquel hombre no se juntaba con
el otro, sino que siempre andaba tras de él. Respondiéronme que era su
caballerizo y que era uso de los grandes llevar tras sí a los tales. Desde
entonces lo sé tan bien que nunca se me ha olvidado.
— Digo que tienes razón —dijo don Quijote—, y que así puedes tú llevar a
tu barbero; que los usos no vinieron todos juntos, ni se inventaron de una vez,
y puedes ser tú el primer conde que lleve tras sí su barbero; y aun es de más
confianza el hacer la barba que ensillar un caballo.
— Quédese eso del barbero a mi cargo —dijo Sancho—, y al de vuestra merced
se quede el procurar venir a ser rey y el hacerme conde.
— Así será —respondió don Quijote.
Y, alzando los ojos, vio lo que se dirá en el siguiente capítulo.
..
41. Se trata de parte d eun refrán que complete dice: Quiera Dios que
orégano sea, y no se nos vuelva alcaravea.
(Planta de tallos cuadrados y ramosos, hojas estrechas y lanceoladas,
flores blancas, agrupadas en ramilletes, y semillas pequeñas.
42. Criado de una cofradía que se enargaba de avisar a los cofrades
cuando tenían que acudir a algún acto o reunion.
43. mayordomo o hermano mayor de la
cofradía.
44. manto solemne forrado de armiños.
No hay comentarios:
Publicar un comentario