miércoles, 20 de septiembre de 2017

D. QUIJOTE PARA TODOS





CAPÍTULO XXI.  Que trata de la alta aventura y rica ganancia del yelmo de Mambrino, con otras cosas sucedidas a nuestro invencible caballero


          En esto, comenzó a llover un poco, y quiso Sancho  que  entraran en el molino de los batanes; pero don Quijote le había cogido tal aborrecimiento, por la pesada burla, que de ninguna manera consintió entrar; y así, torciendo el camino de la derecha, encontraron  otro como el que habían llevado el día de antes.

          De allí a poco, descubrió don Quijote un hombre a caballo, que traía en la cabeza una cosa que relumbraba como si fuera de oro, y cuando apenas le hubo visto, se volvió a Sancho y le dijo:

   Me parece, Sancho, que no hay refrán que no sea verdadero, porque todos son sentencias sacadas de la misma experiencia, madre de  todas las ciencias, especialmente aquel que dice: "Donde una puerta se cierra, otra se abre".
Lo digo porque si anoche se nos cerró la puerta de la aventura que buscábamos, engañándonos con los batanes, ahora nos abre de par en par otra, para otra mejor y más cierta aventura; que si yo no acertare a entrar por ella, mía será la culpa, sin que se la pueda achacar a los malditos batanes ni a la oscuridad de la noche. Digo esto porque, si no me engaño, viene hacia nosotros  uno que trae puesto en su cabeza  el yelmo de Mambrino, sobre el que yo hice el juramento que sabes.

   Mire vuestra merced bien lo que dice, y mejor lo que hace —dijo Sancho—, que no querría que fuesen otros batanes que nos acabasen de abatanar y aporrear el sentido.

   ¡ Que te lleve el diablo! —replicó don Quijote—. ¿En qué se parece un yelmo a los batanes ?

   No sé nada —respondió Sancho—; pero si yo pudiera hablar tanto como solía, quizá diera tales razones que vuestra merced viera que se engañaba en lo que dice.

   ¿Cómo me puedo engañar en lo que digo, traidor escrupuloso? —dijo don Quijote—. Dime, ¿no ves aquel caballero que hacia nosotros viene, sobre un caballo rucio rodado (de color pardo claro), que trae puesto en la cabeza un yelmo de oro? —
   Lo que yo veo y y distingo —respondió Sancho— no es sino un hombre sobre un asno pardo, como el mío, que trae sobre la cabeza una cosa que relumbra.
    — Pues ése es el yelmo de Mambrino —dijo don Quijote—. Échate a un lado y déjame con él a solas: verás que sin hablar palabra, para no perder tiempo, concluyo esta aventura y queda por mío el yelmo que tanto he deseado.

   De eso tendré buen cuidado  —replicó Sancho—, mas quiera Dios, tornó a decir, que orégano sea, y no batanes. (41)

   Ya os he dicho, hermano, que no me mentéis, ni por pienso, más eso de los batanes —dijo don Quijote—; que voto..., y no digo más, que os batanee el alma.

Calló Sancho, por  temor a que su amo  cumpliese  su amenaza.

El caso es, que lo que don Quijote veía como yelmo, caballo y caballero no era otra cosa que  en aquel contorno había dos lugares, el uno tan pequeño que ni tenía botica ni barbero, y el otro, que estaba cerca sí; y así, el barbero del mayor servía al menor, en el cual tuvo necesidad un enfermo de sangrarse y otro de hacerse la barba, para lo cual venía el barbero, y traía una bacía de azófar (latón); y quiso la suerte que, al tiempo que venía, comenzó a llover, y, porque no se le manchase el sombrero, que debía de ser nuevo, se puso la bacía sobre la cabeza; y, como estaba limpia, desde media legua relumbraba. Venía sobre un asno pardo, como Sancho dijo, y ésta fue la ocasión que a don Quijote le pareció caballo rucio rodado, y caballero, y yelmo de oro; que todas las cosas que veía, con mucha facilidad las acomodaba a sus desvariadas caballerías y malandantes pensamientos. Y cuando él vio que el pobre caballero llegaba cerca, sin ponerse con él en razones, a todo correr de Rocinante le enristró con el lanzón bajo, llevando intención de pasarle de parte a parte; mas cuando a él llegaba, sin detener la furia de su carrera, le dijo:

   ¡Defiéndete, miserable criatura, o entrégame por las buenas  lo que con tanta razón se me debe!

El barbero, que, tan sin pensarlo ni temerlo, vio venir aquel fantasma contra él, no tuvo otro remedio, para poder guardarse del golpe de la lanza, que dejarse caer del asno; y apenas hubo tocado el suelo, se levantó más ligero que un gamo y comenzó a correr por aquel llano tan deprisa que ni el viento lo alcanzaría .Dejó la bacía en el suelo, con lo cual se contentó don Quijote, y dijo que el infiel había sido discreto y que había imitado al castor, el cual, viéndose acosado por los cazadores, se arrranca y corta con los dientes aquéllo por lo que él, por instinto natural, sabe que es perseguido. Mandó a Sancho que alzase el yelmo, el cual, tomándola en las manos, dijo:

   Por Dios, que la bacía es buena y que vale un real de a ocho (ocho reales de plata) como un maravedí.(moneda de aquella época)

Y, dándosela a su amo, se la puso luego en la cabeza, haciéndola girar para que le encajara; y como no podia, dijo:

— Sin duda que el infiel, a cuya medida se hizo esta famosa celada, debía de tener muy grande la cabeza, y lo peor es que le falta la mitad. Cuando Sancho oyó llamar a la bacía celada, no pudo contener la risa; pero acordándose de la cólera de su amo se contuvo.

. — ¿De qué te ríes, Sancho? —dijo don Quijote.

      ----  Me rio —respondió él— de considerar la gran cabeza que tenía el infiel dueño deste yelmo, que más parece una  bacía de barbero.  


---- ¿Sabes qué imagino, Sancho? Que esta famosa pieza de este encantado yelmo, por algún extraño accidente, vino a parar a manos de quien no supo conocer ni estimar su valor, y, sin saber lo que hacía, viéndola de oro purísimo, debió  fundir la otra mitad para aprovecharse de su valor, y de la otra mitad hizo ésta, que parece bacía de barbero, como tú dices. Pero, sea lo que fuere; que para mí que la conozco no hace al caso su cambio; que yo la arreglaré en el primer lugar donde haya herrero, y de tal manera que aventaje la que hizo y forjó el dios de los herreros (Vulcano) para el dios de la Guerra (Marte); y, mientras la llevaré como está que más vale algo que nada y puede evitarme alguna pedrada. 
   Eso será —dijo Sancho— si no se tira con honda, como se tiraron en la pelea de los dos ejércitos, cuando le arrancaron a vuestra merced las muelas y le rompieron la aceitera donde llevaba aquel dichoso brebaje que me hizo vomitar las asaduras.(las entrañas)
   No me da mucha pena el haberle perdido, que ya sabes tú, Sancho —dijo don Quijote—, que yo tengo la receta en la memoria.

   También la tengo yo —respondió Sancho—, pero si lo hiciera no lo probaría, aunque me estuviera muriendo. Pero no pienso ponerme en ocasión de necesitarlo, porque pienso guardarme con todos mis cinco sentidos de ser herido ni de herir a nadie. De lo del ser otra vez manteado, no digo nada, que semejantes desgracias mal se pueden prevenir, y si vienen, no hay que hacer otra cosa sino encoger los hombros, detener el aliento, cerrar los ojos y dejarse ir por donde la suerte y la manta nos llevare.

   Mal cristiano eres, Sancho —dijo, oyendo esto, don Quijote—, porque nunca olvidas la injuria que una vez te han hecho; pues has de saber que es de pechos nobles y generosos no hacer caso de niñerías. ¿Qué pie sacaste cojo, qué costilla quebrada, qué cabeza rota, para que no se te olvide aquella burla?
Que, bien mirado, broma y pasatiempo fue; que, a no entenderlo yo así,  hubiera vuelto allá y hubiera hecho en tu venganza más daño que el que hicieron los griegos por la secuestrada Elena. La cual, si viviera en este tiempo, o mi Dulcinea  en aquél, pudiera estar segura que no tuviera tanta fama de hermosa como tiene.
Y aquí dio un suspiro, y le puso en las nubes. Y dijo Sancho:

   Como  burla puede pasar, pero lo que dice de la venganza no me lo creo; pero yo sé de qué calidad fueron las veras y las burlas, y sé también que no se me caerán de la memoria, como nunca se quitarán de las espaldas. Pero, dejando esto aparte, dígame vuestra merced qué haremos de este caballo rucio rodado, que parece asno pardo, que dejó aquí desamparado aquel Martino (Sancho confunde Martino por Mambrino) que vuestra merced derribó; que, según él puso los pies en polvorosa y cogió las de Villadiego, no parece que quiere volver a recogerlol jamás; y ¡por mis barbas, que es bueno el rucio!

   Nunca acostumbro —dijo don Quijote— despojar a los que venzo, ni es uso de caballería quitarles los caballos y dejarlos a pie, a no  ser que el vencedor hubiese perdido en la pendencia el suyo; que, en tal caso, lícito es

tomar el del vencido, como ganado en guerra lícita. Así que, Sancho, deja ese caballo, o asno, o lo que tú quisieres que sea, que, cuando su dueño nos vea alejados de aquí, volverá por él.

   Dios sabe si quisiera llevárselo —replicó Sancho—, o, por lo menos, cambiarlo por este mío, que no me parece tan bueno. Verdaderamente que son estrechas las leyes de caballería, pues no  autotizan cambiar un asno por otro; y querría saber si podría,al menos, cambiar los aparejos.

   En eso no estoy muy seguro —respondió don Quijote—; y, en caso de duda, hasta estar mejor informado, digo que los cambies, si es que tienes mucha necesidad de ellos.

   Tanta es —respondió Sancho— que los ncesito como si fueran para mi misma persona. Y luego, habilitado con aquella licencia, hizo mutatio caparum  (cambió de tema) y puso su jumento a las mil lindezas, dejándole muy mejorado. Hecho esto, almorzaron de las sobras de la acémila que habían saqueado, bebieron del agua del arroyo de los batanes, sin volver la cara a mirarlos: tal era el aborrecimiento que les tenían por el miedo que les habían hecho pasar.

Calmadas ya la cólera y  malenconía, subieron a caballo, y, sin preocuparse del camino a tomar,  por ser muy de caballeros andantes el no tomar ninguno concreto, se pusieron a caminar por donde la voluntad de Rocinante quiso, que se llevaba tras sí la de su amo, y aun la del asno, que siempre le seguía por dondequiera que guiaba, en buen amor y compañía. Con todo esto, volvieron al camino real y siguieron por él a la ventura, sea cual fuere ésta.

Yendo, pues, así caminando, dijo Sancho a su amo:

   Señor, ¿quiere vuestra merced darme licencia para hablar un poco con vos? Que, después que me impuso la dura  orden del silencio, se me han olvidado más de cuatro cosas y una sola que ahora tengo en la punta de la lengua no querría que se malograse.

   Dila —dijo don Quijote—, y sé breve en tus razonamientos, que ninguno hay gustoso si es largo.

Digo, pues, señor —respondió Sancho—, que, de algunos días a esta parte, he considerado lo poco que se gana y se obtiene de andar buscando estas aventuras que vuestra merced busca por estos desiertos y encrucijadas de caminos, que aunque se venzan y acaben las más peligrosas, nadie las ve ni conoce quedando en secreto, lo que va en perjuicio de la intención de vuestra merced y de lo que ellas merecen. Y así, me parece que sería mejor, salvo el mejor parecer de vuestra merced, que nos fuésemos a servir a algún emperador, o a otro príncipe grande que tenga alguna guerra, en cuyo servicio vuestra merced muestre el valor de su persona, sus grandes fuerzas y mayor entendimiento; que, visto esto por el señor a quien sirviéremos, por fuerza nos ha de remunerar, a cada cual según sus méritos, y allí no faltará quien ponga en escrito las hazañas de vuestra merced, para perpetua memoria. De las mías no digo nada, pues no han de salir de los límites escuderiles; aunque sí decir que, si se usa en la caballería escribir hazañas de escuderos, que no pienso que dejen de contarse y escribirse también las mías.
No dices mal, Sancho —respondió don Quijote—; pero antes hay que andar por el mundo buscando  aventuras y acabarlas con éxito para adquirir nombre y fama para que cuando el caballero llegue a la corte de algún monarca, sea ya conocido por sus hechos;  y que, apenas los muchachos lo vean entrar en la ciudad, lo sigan gritando: ''Éste es el Caballero del Sol'', o de la Sierpe, o del nombre  con el que hubiere realizado las grandes hazañas. Y así viendo al caballero y conociéndole por sus armas o por el lema de su escudo, ordenará a sus caballeros que salgan a recibir a la flor de la caballería, que allí viene!'' A cuyo mandamiento saldrán todos, y él llegará hasta la mitad de la escalera, y le abrazará estrechísimamente, y le dará paz besándole en el rostro; y luego le llevará por la mano al aposento de la señora reina, adonde el caballero la hallará con la infanta, su hija, que ha de ser una de las más hermosas y perfectas doncellas que sera difícil encontrar otra igual en toda la Tierra.  Desde allí le llevarán, sin duda, a algún cuarto del palacio, ricamente aderezado, donde, habiéndole quitado las armas, le traerán un rico manto de escarlata con que se cubra; y si bien le pareció armado, tan bien y mejor le  parecerá en farseto (ropa interior). Venida la noche, cenará con el rey, la reina y la infanta, sin quitar los ojos de ella, y haciendo ella lo mismo. Y aquella noche se despedirá de su señora la infanta por las rejas de un jardín, que cae en el aposento donde ella duerme, por las cuales ya otras muchas veces le había hablado, siendo medianera y sabidora de todo una doncella de quien la infanta mucho se fiaba. Suspirará él,  se desmayará ella, traerá agua la doncella, teniendo cuidado de que no sean descubiertos al venir la mañana y así defender la honra de su señora.
Se entristecerá mucho porque viene la mañana, y no querría que fuesen descubiertos, por la honra de su señora.
Finalmente, la infanta volverá en sí y dará sus blancas manos por la reja al caballero, el cual se las besará mil y mil veces y se las bañará en lágrimas. Concertarán la forma en la que se comunicarán las buenas o malas noticias, y la princesa le pedirá que no tarde mucho en volver;  se lo prometerá  él con muchos juramentos; tornará y  besará sus manos, y se despedirá con tanta pena que sentirá morir. Se va a su aposento, se acuesta en la cama pero no puede dormir por el dolor que le causa su marcha, se levanta muy temprano y  va a despedirse del rey, de la reina y de la infanta; al despedirse de los reyes, éstos le dicen que  la infanta no se encuentra bien y que no puede recibir visitas; el caballero piensa que es por la pena de su partida, se le parte el corazón, y a punto está de descubrir su pena. Está la doncella medianera delante, toma nota de todo y se lo cuenta a su señora, la cual la recibe con lágrimas y le dice que una de las mayores penas que tiene es no saber quién sea su caballero, y si es de linaje de reyes o no; le asegura la doncella que  tanta cortesía, gentileza y valentía como la de su caballero es propio de persona  real;  con esto se consuela  la apenada infanta; procurando animarse, para que sus padres no se den cuenta de su pena, y, al cabo de dos días, vuelve a salir  en público. Ya se ha ido el caballero: pelea en la guerra, vence al enemigo del rey, gana muchas ciudades, triunfa de muchas batallas, vuelve a la corte, ve a su señora por donde acostumbraba, conciertan que la pida a su padre por mujer en pago de sus servicios.E l rey no se la quiere dar, porque no sabe quién es; pero, con todo esto, o robada o de otra cualquier suerte que sea, la infanta viene a ser su esposa y su padre lo viene a tener a gran ventura, porque  averiguó que el tal caballero es hijo de un valeroso rey de no sé qué reino, porque creo que no debe de estar en el mapa. Al morir el padre, hereda la infanta y queda rey el caballero. Ahora  es cuando puede hacer mercedes a su escudero y a todos aquellos que le ayudaron a subir a tan alto estado: casa a su escudero con una doncella de la infanta, que será, sin duda, la que fue tercera en sus amores, que es hija de un duque muy principal.


   Eso pido, y sin trampas ni engaño) —dijo Sancho—; a eso me atengo, porque llamándose el Caballero de la Triste Figura todo sucederá como vuestra merced ha dicho.


   No lo dudes, Sancho —replicó don Quijote—, porque del mismo modo y por los mismos pasos que te he contado suben y han subido los caballeros andantes a ser reyes y emperadores. Sólo falta ahora mirar qué rey de los cristianos o de los infieles tenga guerra y tenga hija hermosa; pero tiempo habrá para pensar esto, pues, como te he dicho, antes de acudir a la corte hay que ganar fama por otras partes. También me falta otra cosa; pues aunque encontremos rey  con guerra y con hija hermosa, y  haya  yo ganado fama increíble por todo el universo, no sé  cómo se podía asegurar que yo sea de linaje de reyes, o, por lo menos, primo segundo de emperador; porque no me querrá el rey dar a su hija por mujer si no está primero muy enterado en esto, por muy famosos que sean mis hechos. Así que, por esta falta, temo perder lo que mi brazo tiene bien merecido. Bien es verdad que yo soy hidalgo de solar conocido, con propiedades y buenas rentas; y podría ser que el sabio que escribiese mi historia determinase de tal manera mi parentela y ascendencia, que me hallase quinto o sexto nieto de rey. Porque te hago saber, Sancho, que hay dos maneras de linajes en el mundo: unos que heredan su nobleza de  príncipes y monarcas y que, sin embargo la han perdido y otros que tuvieron principio de gente baja, y van subiendo de grado en grado, hasta llegar a ser grandes señores. De manera que está la diferencia en que unos fueron, que ya no son, y otros son, que antes no fueron; y podría ser yo de éstos, con lo cual se debía de contentar el rey, que sería mi suegro. Y porqué no me puede querer la infanta, aunque claramente sepa que soy hijo de un azacán,(aguador) de manera que, a pesar de su padre, me admita por señor y por esposo; y si no, aquí entra el robarla y llevarla donde más gusto me diere; que el tiempo o la muerte han de acabar con el enojo de sus padres.

   Ahí entra bien también —dijo Sancho— lo que algunos desalmados dicen: "No pidas de grado lo que puedes tomar por fuerza"; aunque mejor cuadra decir: "Más vale salto de mata que ruego de hombres buenos". Lo dígo porque si el señor rey, suegro de vuestra merced, no se aviene a entregarle a mi señora la infanta, no hay sino, como vuestra merced dice, robarla y llevársela a otra parte. Pero el problema es que, en tanto que se hagan las paces y se goce pacíficamente el reino, el pobre escudero se podrá estar en ayunas en esto de las mercedes.
   Esas no hay quien la quite —dijo don Quijote.

   Pues, si es así —respondió Sancho—, no hay sino encomendarnos a Dios, y dejar correr la suerte por donde mejor lo encaminare.

   Hágalo Dios —respondió don Quijote— como yo deseo y tú, Sancho, has menester; y ruin sea quien por ruin se tiene.

   Sea por Dios —dijo Sancho—, que yo cristiano viejo soy, y para ser conde esto me basta.

   Y aun te sobra —dijo don Quijote—; y aunque no lo fueras, porque siendo yo el rey, bien te puedo dar nobleza, sin que la compres ni me sirvas con nada. Porque, en haciéndote conde, considérate caballero, y digan lo que dijeren; que a buena fe que te han de llamar señoría, mal que les pese.

   Y ¡a fe mía! que no sabría yo autorizar el litado! —dijo Sancho. — Dictado has de decir, que no litado —dijo su amo.
   Que así sea —respondió Sancho Panza—. Digo que lo sabría hacer bien,  porque, un tiempo fui muñidor(41) de una cofradía, y que me sentaba tan bien la ropa de muñidor, que todos decían que tenía presencia para poder ser prioste (42) de la mIsma cofradía. Pues, ¿qué será cuando me ponga  ropón ducal (43) a cuestas, o me vista de oro y de perlas, como un conde extranjero? Para mí tengo que me han de venir a ver desde muy lejos.
     — Bien parecerás —dijo don Quijote—, pero será menester que te rapes las barbas a menudo; que, según las tienes de espesas, aborrascadas y mal puestas, si no te las rapas a navaja, cada dos días por lo menos, a tiro de escopeta (desde muy lejos) se echará de ver lo que eres.

   ¿Qué hay más —dijo Sancho—, sino contratar un barbero y tenerle asalariado en casa? Y aun, si fuere menester, le haré que ande tras mí, como caballerizo de grande.

   Pues, ¿cómo sabes tú —preguntó don Quijote— que los grandes llevan detrás de sí a sus caballerizos?

   Yo se lo diré —respondió Sancho—: los años pasados estuve un mes en la corte, y allí vi que, paseándose un señor muy pequeño, que decían que era muy grande, un hombre le seguía a caballo a todas las vueltas que daba, que no parecía sino que era su rabo. Pregunté que cómo aquel hombre no se juntaba con el otro, sino que siempre andaba tras de él. Respondiéronme que era su caballerizo y que era uso de los grandes llevar tras sí a los tales. Desde entonces lo sé tan bien que nunca se me ha olvidado.

   Digo que tienes razón —dijo don Quijote—, y que así puedes tú llevar a tu barbero; que los usos no vinieron todos juntos, ni se inventaron de una vez, y puedes ser tú el primer conde que lleve tras sí su barbero; y aun es de más confianza el hacer la barba que ensillar un caballo.

   Quédese eso del barbero a mi cargo —dijo Sancho—, y al de vuestra merced se quede el procurar venir a ser rey y el hacerme conde.

   Así será —respondió don Quijote.

Y, alzando los ojos, vio lo que se dirá en el siguiente capítulo.

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41. Se trata de parte d eun refrán que complete dice: Quiera Dios que orégano sea, y no se nos vuelva alcaravea. (Planta de tallos cuadrados y ramosos, hojas estrechas y lanceoladas, flores blancas, agrupadas en ramilletes, y semillas pequeñas.
42. Criado de una cofradía que se enargaba de avisar a los cofrades cuando tenían que acudir a algún acto o reunion.
  43. mayordomo o hermano mayor de la cofradía.
  44. manto solemne forrado de armiños.



















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