Capítulo XX. De
la jamás vista ni oída aventura que con más poco peligro fue acabada de famoso
caballero en el mundo, como la que acabó el valeroso don Quijote de la Mancha
—
No es
posible, señor mío, sino que estas yerbas dan testimonio de que por aquí cerca
debe de estar alguna fuente o arroyo que las humedece; y así, será bien que
vayamos un poco más adelante, que ya toparemos donde podamos mitigar esta
terrible sed que nos fatiga, que, sin duda, causa mayor pena que el hambre.
Le pareció bien el consejo a don Quijote, y, tomando de
la rienda a Rocinante, y Sancho del cabestro a su asno, después de haber puesto
sobre él los relieves (sobras) que de la cena quedaron, comenzaron a caminar
por el prado arriba a tientas, porque la oscuridad de la noche no les dejaba
ver cosa alguna; pero no hubieron andado docientos pasos, cuando llegó a sus
oídos un gran ruido de agua, que parecía despeñarse de algunos grandes y elevados riscos.
Les alegró mucho el ruido y se pararon a escuchar de qué
parte sonaba
cuando oyeron
otro estruendo que les quitó la alegría que sintieron al escuchar el
ruido del agua, especialmente a Sancho, que era por naturaleza miedoso y de
poco ánimo. Digo que oyeron que daban
unos golpes a compás, con un cierto crujir de hierros y cadenas, que,
acompañados del furioso estruendo del agua, que pusieran pavor a cualquier otro
corazón que no fuera el de don Quijote. Era la noche, como se ha dicho, oscura,
y ellos acertaron a entrar entre unos árboles altos, cuyas hojas, movidas del
blando viento, hacían un espantoso y manso ruido; de manera que la soledad, el
sitio, la oscuridad, el ruido del agua con el susurro de las hojas, todo
causaba horror y espanto, y más cuando vieron que ni los golpes cesaban, ni el
viento dormía, ni la mañana llegaba; añadiéndose a todo esto el ignorar el
lugar donde se hallaban. Pero don Quijote, acompañado de su intrépido corazón,
saltó sobre Rocinante, y, embrazando su rodela, terció su lanzón y dijo: —
Sancho amigo, has de saber que yo nací, por querer del cielo, en esta nuestra
edad de hierro, para resucitar en ella la de oro, o la dorada, como suele
llamarse. Yo soy aquél para quien están guardados los peligros, las grandes
hazañas, los valerosos hechos. Yo soy, digo otra vez, quien ha de resucitar los
de la Tabla Redonda, los Doce de Francia y los Nueve de la Fama, y el que hará
que se olviden toda la caterva de los
famosos caballeros andantes del pasado,
haciendo tales grandezas, estrañezas y hechos de armas, que oscurezcan
las más claras (insignes) que ellos hicieron. Bien notas, escudero fiel y
legal, las tinieblas de esta noche, su estraño silencio, el sordo y confuso
estruendo destos árboles, el temeroso ruido de aquella agua en cuya busca
venimos, que parece que se despeña y derrumba desde los altos montes de la
luna, y aquel incesable golpear que nos hiere y lastima los oídos; las cuales
cosas, todas juntas y cada una por sí, son bastantes para infundir miedo, temor
y espanto en el pecho del mismo Marte, cuanto más en aquel que no está
acostumbrado a semejantes acontecimientos y aventuras. Pero todo esto son
incentivos y despertadores de mi ánimo, que ya hace que el corazón me reviente
en el pecho, con el deseo que tiene de acometer esta aventura, por muy dificultosa que se presente. Así que, aprieta
un poco las cinchas a Rocinante y quédate con Dios, y espérame aquí tres días más, en los cuales, si no volviere,
puedes tú volverte a nuestra aldea, y desde allí, por hacerme merced y buena
obra, irás al Toboso, donde dirás a la incomparable señora mía Dulcinea que su
cautivo caballero murió por acometer cosas que le hiciesen digno de poder
llamarse suyo.
Cuando Sancho oyó las palabras de su amo, comenzó a
llorar con la mayor ternura del mundo y a decirle:
Señor, yo no sé por qué quiere vuestra merced acometer
esta tan temerosa aventura: ahora es de noche, aquí no nos ve nadie, bien
podemos torcer el camino y desviarnos del peligro, aunque no bebamos en tres
días; y, pues no hay quien nos vea,
menos habrá quien nos note de cobardes; cuanto más, que yo he oído predicar al
cura de nuestro lugar, que vuestra merced bien conoce, que quien busca el
peligro perece en él; así que, no está bien tentar a Dios acometiendo algo tan
temerario, de lo que si escapamos será por puro milagro; y ya bastantes ha
hecho el cielo con vuestra merced al librarle de ser manteado, como yo lo fui,
y al sacarle vencedor, libre y salvo de entre tantos enemigos como acompañaban
al difunto. Y, si todo esto no ablanda vuestro corazón piense que si vuestra merced se aparta de aquí, yo puedo
morir de miedo. Piense que yo salí de mi
casa y dejé hijos y mujer por venir a servir a vuestra merced, creyendo ser más
valiente; pero, como la avaricia rompe el saco, ha hecho que pierda mis
esperanzas, pues cuando más vivas las tenía de alcanzar aquella negra y maldita
ínsula que tantas veces vuestra merced me ha prometido, veo que, en pago y a
cambio de ella, me quiere dejar ahora en
este lugar tan apartado del trato humano. Por
Dios, señor mío, le ruego que que no me haga tal desaguisado; y si no
quiere vuestra merced desistir de acometer este hecho, déjelo, al menos, hasta
mañana que como aprendí cuando era pastor
no deben faltar tres horas para que amanezca.
—
¿Cómo
puedes tú, Sancho —dijo don Quijote—, decir eso estando la noche tan oscura que
no se ve ninguna estrella en el cielo?
--- Así es —dijo Sancho—, pero tiene el miedo
muchos ojos y ve las cosas debajo de tierra, cuanto más encima en el cielo; y
no es difícil pensar que falta poco para que nazca el nuevo día.
—
Falte
lo que falte —respondió don Quijote—; no quiero que se diga ni ahora ni nunca que por lágrimas y
ruegos me aparté de hacer lo que debía como caballero andante; por eso te ruego
que no insistas porque Dios que me ha inspirado que acometa ahora esta tan
oculta y temerosa aventura, cuidará de mi salud y consolará tu tristeza. Lo que
has de hacer ahora es apretar bien las cinchas a Rocinante y quedarte aquí, que
yo volveré pronto vivo o muerto.
Viendo, pues, Sancho la última resolución de su amo y
cuán poco valían con él sus lágrimas, consejos y ruegos, determinó aprovecharse
de su industria (ingenio) y hacerle esperar hasta el día, si pudiese; y así,
cuando apretaba las cinchas al caballo, bonitamente y sin ser sentido, ató con
el cabestro de su asno ambos pies a Rocinante, de manera que cuando don Quijote
se quiso ir, no pudo, porque el caballo no se podía mover sino a saltos. Viendo
Sancho Panza el buen suceso de su embuste, dijo:
—
Ea,
señor, que el cielo, conmovido de mis lágrimas y plegarias, ha ordenado que no
se pueda mover Rocinante; y si vos queréis porfiar, y espolear, y darle, será
enojar a la fortuna y dar coces, como dicen, contra el aguijón.
Desesperábase con esto don Quijote, y, por más que ponía
las piernas al caballo, menos le podía mover; y, sin caer en la cuenta de la
ligadura, tuvo por bien de sosegarse y esperar, o a que amaneciese, o a que
Rocinante se moviese, creyendo, sin duda, que aquello venía de otra parte que
de la industria de Sancho; y así, le dijo:
—
Bien,
Sancho ya que Rocinante no puede
moverse, yo esperaré a que ria el
alba (amanezca), aunque yo llore lo que ella tarde en venir. —
No hay que llorar —respondió Sancho—, que yo entretendré a vuestra merced
contando cuentos desde aquí al día, si ya no se quiere apear y echarse a dormir
un poco sobre la verde yerba, a uso de caballeros andantes, para hallarse más
descansado cuando llegue el día y disponerse a acometer esta tan incomparable
aventura que le espera.
—
¿A
qué llamas apear o a qué dormir? —dijo don Quijote—. ¿Soy yo, por ventura, de
aquellos caballeros que toman reposo en los peligros? Duerme tú, que naciste
para dormir, o haz lo que quieras, que yo haré lo que vea que más conviene a mi pretensión.
No se enoje vuestra merced, señor mío —respondió
Sancho—, que no lo dije por tanto.
Y, llegándose a él, puso
una mano en el arzón delantero y la otra en el otro, de modo que quedó
abrazado con el muslo izquierdo de su amo, sin osarse apartar de él un dedo:
tal era el miedo que tenía a los golpes, que todavía alternativamente sonaban.
Díjole don Quijote que contase algún cuento para entretenerle, como se lo había
prometido, a lo que Sancho dijo que lo haría si le dejara el temor de lo que oía.
—
Pero,
con todo eso, yo me esforzaré a decir una historia que, si la acierto a contar
y no me interrumpe, es la mejor de las historias; y estéme vuestra merced
atento, que ya comienzo. «Érase que se era, el bien que viniere para todos sea,
y el mal, para quien lo fuere a buscar...» Y advierta vuestra merced, señor
mío, que el principio que los antiguos dieron a sus consejas (cuentos) no fue
así comoquiera, que fue una sentencia de Catón Zonzorino (censorino), romano,
que dice: "Y el mal, para quien le fuere a buscar", que viene aquí
como anillo al dedo, para que vuestra merced se esté quieto y no vaya a buscar
el mal a ninguna parte, sino que nos volvamos por otro camino, pues nadie nos
fuerza a que sigamos éste, donde tantos miedos nos sobresaltan.
—
Sigue
tu cuento, Sancho —dijo don Quijote—, y del camino que hemos de seguir déjame a
mí el cuidado.
«Digo, pues
—prosiguió Sancho—, que en un lugar de Extremadura
había un pastor cabrerizo (quiero decir que guardaba cabras), el cual pastor o
cabrerizo, como digo, de mi cuento, se llamaba Lope Ruiz; y este Lope Ruiz
andaba enamorado de una pastora que se llamaba Torralba, la cual pastora
llamada Torralba era hija de un ganadero rico, y este ganadero rico...»
— Si de esa manera cuentas tu cuento, Sancho
—dijo don Quijote—, repitiendo dos veces lo que vas diciendo, no acabarás en dos días; dilo seguidamente
y cuéntalo como hombre de entendimiento, y si no, no digas nada.
—
De
la misma manera que yo lo cuento —respondió Sancho—, se cuentan en mi tierra
todas las consejas, y yo no sé contarlo de otra, ni es bien que vuestra merced
me pida que haga usos nuevos.
—
Di
como quisieres —respondió don Quijote—; que, pues la suerte quiere que no pueda
dejar de escucharte, prosigue.
—
«Así
que, señor mío de mi anima (alma) —prosiguió Sancho—, que, como ya tengo dicho,
este pastor andaba enamorado de Torralba, la pastora, que era una moza rolliza,
zahareña (esquiva) y tiraba algo a hombruna, porque tenía unos pocos de
bigotes, que parece que ahora la veo.»
—
Luego,
¿conocístela tú? —dijo don Quijote.
—
No
la conocí yo —respondió Sancho—, pero quien me contó este cuento me dijo que
era tan cierto y verdadero que podía bien, cuando lo contase a otro, afirmar y
jurar que lo había visto todo. «Así que, yendo días y viniendo días, el diablo,
que no duerme y que todo lo añasca (enreda), hizo de manera que el amor que el
pastor tenía a la pastora se volviese en omecillo (odio) y mala voluntad; y la
causa fue, según malas lenguas, una cierta cantidad de celillos que ella le
dio, tales que pasaban de la raya y llegaban a lo vedado; y fue tanto lo que el
pastor la aborreció de allí adelante que, por no verla, se quiso ausentar de
aquella tierra e irse donde sus ojos no la viesen jamás. La Torralba, que se
vio desdeñada del Lope, luego le quiso como nunca le había querido.»
—
Ésa
es natural condición de mujeres —dijo don Quijote—: desdeñar a quien las quiere
y amar a quien las aborrece. Pasa adelante, Sancho.
«Sucedió — dijo Sancho— que el pastor puso por
obra su determinación, y, antecogiendo sus cabras (llevándoselas antes de
tiempo), se encaminó por los campos de Extremadura, para pasarse a los reinos
de Portugal. La Torralba, que lo supo, se fue tras él, y seguíale a pie y
descalza desde lejos, con un bordón (bastón) en la mano y con unas alforjas al
cuello, donde llevaba, según es fama (costumbre), un pedazo de espejo y otro de
un peine, y no sé qué botecillo de mudas (maquillajes) para la cara; pero, llevase
lo que llevase, que yo no me quiero meter ahora en averiguarlo, sólo diré que
dicen que el pastor llegó con su ganado a pasar el río Guadiana que entonces
iba crecido y casi desbordado, y por la parte que llegó no había barca ni
barco, ni quien le pasase a él ni a su ganado a la otra parte, de lo que se
acongojó mucho, porque veía que la Torralba venía ya muy cerca y le había de
dar mucha pesadumbre con sus ruegos y lágrimas; mas, tanto anduvo mirando, que
vio un pescador que tenía junto a sí un barco, tan pequeño que solamente podían
caber en él una persona y una cabra; y, con todo esto, le habló y concertó con
él que le pasase a él y a trecientas cabras que llevaba. Entró el pescador en
el barco, y pasó una cabra; volvió, y pasó otra; tornó a volver, y tornó a
pasar otra.» Tenga vuestra merced cuenta en las cabras que el pescador va
pasando, porque si se pierde una de la memoria, se acabará el cuento y no será
posible contar más palabra de él. «Sigo, pues, y digo que el desembarcadero de
la otra parte estaba lleno de cieno y resbaloso, y tardaba el pescador mucho tiempo en ir
y volver. Con todo esto, volvió por otra cabra, y otra, y otra...»
—
Haz
cuenta que las pasó todas —dijo don Quijote—: no andes yendo y viniendo de esa
manera, que no acabarás de pasarlas en un año.
—
¿Cuántas
han pasado hasta ahora? —dijo Sancho.
—
¡Yo qué
diablos sé! —respondió don Quijote—.
—
He ahí
lo que yo dije: que tuviese buena cuenta. Pues, por Dios, que se ha acabado el
cuento, que no hay más que contar.
—
¿Cómo
puede ser eso? —respondió don Quijote—. ¿Tan de esencia de la historia es saber
las cabras que han pasado, por extenso, que si se pierde una del número no
puedes seguir adelante con la historia?
—
No
señor, en ninguna manera —respondió Sancho—; porque, así como yo pregunté a
vuestra merced que me dijese cuántas cabras habían pasado y me respondió que no
sabía, en aquel mesmo instante se me fue a mí de la memoria cuanto me quedaba
por decir, y a fe que era de mucha virtud y contento.
—
¿De
modo —dijo don Quijote— que ya la historia es
acabada?
—
Tan
acabada es como mi madre —dijo Sancho.
—
Dígote
de verdad —respondió don Quijote— que tú has contado una de las más nuevas
consejas, cuento o historia, que nadie pudo pensar en el mundo; y que tal modo
de contarla ni dejarla, jamás se podrá ver ni habrá visto en toda la vida,
aunque no esperaba yo otra cosa de tu buen discurso; mas no me maravillo, pues
quizá estos golpes, que no cesan, te deben
de tener turbado el entendimiento.
—
Todo
puede ser —respondió Sancho—, mas yo sé que en lo de mi cuento no hay más que
decir: que allí se acaba donde comienza el perder la cuenta de las cabras que
pasaron..
—
Acabe
en hora buena donde quisiere —dijo don
Quijote—, y veamos si se puede mover Rocinante.
Lo puso de pie, y él volvió a dar saltos y a estarse
quieto: tan bien atado lo tenía.
En esto, parece ser, o que el frío de la mañana, que ya
venía, o que Sancho hubiese cenado algunas cosas lenitivas (laxantes), o que
fuese cosa natural —que es lo que más se debe creer—, a él le vino en voluntad
y deseo de hacer lo que otro no pudiera hacer por él; mas era tanto el miedo
que había entrado en su corazón, que no osaba apartarse lo más mínimo de su
amo. Y pensar de no hacer lo que tenía gana, tampoco era posible; y así, lo que
hizo fue soltar la mano derecha, que tenía asida al arzón trasero, con la cual,
bonitamente y sin rumor alguno, se soltó la lazada corrediza con que los
calzones se sostenían, sin ayuda de otra alguna, y, en quitándosela, dieron
luego abajo y se le quedaron como grilletes. Después, alzó la camisa lo mejor
que pudo y echó al aire entrambas posaderas, que no eran muy pequeñas. Hecho esto —que él pensó que era
lo más que tenía que hacer para salir de aquel terrible aprieto y angustia—, le
sobrevino otra mayor, que fue que le pareció que no podía mudarse (evacuar) sin
hacer estrépito y ruido, y comenzó a apretar los dientes y a encoger los
hombros, recogiendo en sí el aliento todo cuanto podía; pero, a pesar de todas
estas diligencias, fue tan desdichado
que, al final, vino a hacer un poco de ruido, bien diferente de aquel que a él
le daba tanto miedo. Oyólo don Quijote y dijo: — ¿Qué rumor es ése, Sancho?
—
No
sé, señor —respondió él—. Alguna cosa nueva debe de ser, que las aventuras y
desventuras nunca comienzan por poco.
Tornó otra vez a probar ventura, y sucedióle tan bien
que, sin más ruido ni alboroto que el pasado, se halló libre de la carga que
tanta pesadumbre le había dado. Mas, como don Quijote tenía el sentido del
olfato tan vivo como el de los oídos, y Sancho estaba tan junto y pegado a él
que casi por línea recta subían los vapores hacia arriba, no se pudo escusar de
que algunos no llegasen a sus narices; y, apenas hubieron llegado, cuando él,
apretándolas entre los dos dedos; y, con tono algo gangoso, dijo:
—
Paréceme,
Sancho, que tienes mucho miedo.
—
Sí
tengo —respondió Sancho—; mas, ¿en qué lo echa de ver vuestra merced ahora más
que nunca?
—
En
que ahora más que nunca hueles, y no a ámbar —respondió don Quijote.
—
Bien
podrá ser —dijo Sancho—, mas yo no tengo la culpa, sino vuestra merced, que me
trae a deshoras y por estos no acostumbrados pasos. — Retírate tres o cuatro
allá, amigo —dijo don Quijote (todo esto sin quitarse los dedos de las
narices)—, y desde aquí adelante ten más cuenta con tu persona y con lo que
debes a la mía; que la mucha conversación que tengo contigo ha engendrado esta
falta de respeto..
—
Apostaré
—replicó Sancho— que piensa vuestra merced que yo he hecho de mi persona alguna
cosa que no deba.
—
Peor
es meneallo, amigo Sancho —respondió don Quijote.
En estos coloquios y otros semejantes pasaron la noche
amo y mozo. Mas, viendo Sancho que a toda prisa se venía la mañana, con mucho tiento desligó a Rocinante y se
ató los calzones. Como Rocinante se vio libre, aunque él de suyo no era nada
brioso, parece que se resintió, y comenzó a dar manotadas; porque corvetas —con
perdón suyo— no las sabía hacer. Viendo, pues, don Quijote que ya Rocinante se
movía, lo tuvo a buena señal, y creyó que lo era de que acometiese aquella
temerosa aventura.
Acabó en esto de descubrirse el alba y de verse con
claridad las cosas, y vio don Quijote que estaba entre unos castaños muy altos
que hacen la sombra muy oscura. Sintió también que el golpear no cesaba, pero
no vio quién lo podía causar; y así, sin más detenerse, hizo sentir las espuelas
a Rocinante, y, tornando a despedirse de Sancho, le mandó que allí le aguardase
tres días, a lo más, como ya otra vez se lo había dicho; y que, si al cabo de
ellos no hubiese vuelto, tuviese por cierto que Dios había sido servido de que
en aquella peligrosa aventura se le acabasen sus días. Volvió a recordarle el
recado y embajada que había de llevar de su parte a su señora Dulcinea, y que,
en lo que tocaba a la paga de sus servicios, no tuviese pena, porque él había
dejado hecho su testamento antes que saliera de su lugar, donde se hallaría
gratificado de todo lo tocante a su salario, en proporción al tiempo que le
hubiese servido; pero que si Dios le sacaba de aquel peligro sano y salvo y sin
ningúna carga, se podía tener por muy más que cierta la prometida ínsula.
De nuevo tornó a llorar Sancho, oyendo otra vez las
lastimeras razones de su buen señor, y determinó de no dejarle hasta el último
tránsito (paso) y fin de aquel negocio.
De estas lágrimas y determinación tan honrada de Sancho
Panza saca el autor desta historia que debía de ser bien nacido, y, por lo
menos, cristiano Viejo (sin
antepasados de otra religión) . Cuyo sentimiento enterneció algo a su amo, pero
no tanto que mostrase flaqueza alguna; antes, disimulando lo mejor que pudo,
comenzó a caminar hacia la parte de donde le pareció que venía el ruido del
agua y los golpes.
Sancho le seguía a pie, llevando del cabestro a su
jumento y habiendo andado un rato por entre aquellos castaños y árboles
sombríos, llegaron a un pequeño prado al pie de unas altas peñas, de las cuales
se precipitaba un grandísimo salto de agua. Al pie de las peñas, estaban unas
casas mal hechas, que más parecían ruinas de edificios que casas, de entre las
cuales advirtieron que salía el ruido y estruendo de aquel golpear, que aún no cesaba.
Alborotóse Rocinante con el estruendo del agua y de los
golpes, y, sosegándole don Quijote, se fue llegando poco a poco a las casas,
encomendándose de todo corazón a su señora, suplicándole que en aquella
temerosa jornada y empresa le favoreciese, y de camino se encomendaba también a
Dios, que no le olvidase. No se le quitaba Sancho del lado, el cual alargaba
cuanto podía el cuello y la vista por entre las piernas de Rocinante, por ver
si vería ya lo que tan suspenso y medroso le tenía. Otros cien pasos serían los
que anduvieron, cuando, al doblar de una punta, pareció descubierta y patente
la misma causa, sin que pudiese ser otra, de aquel horrísono y para ellos
espantable ruido, que tan suspensos y medrosos toda la noche los había tenido.
Y eran seis mazos de batán (37), que con sus alternativos golpes
aquel estruendo formaban.
Cuando don Quijote vio lo que era, enmudeció y pasmóse
de arriba abajo. Miróle Sancho, y vio que tenía la cabeza inclinada sobre el
pecho, con
muestras de estar corrido (avergonzado). Miró también
don Quijote a Sancho, y vio que tenía los carrillos hinchados y la boca llena
de risa, con evidentes señales de querer reventar con ella, y no pudo su
melanconía tanto con él que, a la vista de Sancho, pudiese dejar de reírse; y,
como vio Sancho que su amo había comenzado, soltó la presa (carcajada) de
manera que tuvo necesidad de apretarse las ijadas (los costados) con los puños,
para no reventar de la risa. Cuatro veces sosegó, y otras tantas volvió a su
risa con el mismo ímpetu; de lo cual ya
se daba al diablo don Quijote (se enfadaba), y más cuando notó que Sancho se burlaba.
—
«Has de
saber, ¡oh Sancho amigo!, que yo nací, por querer del cielo, en esta nuestra
edad de hierro, para resucitar en ella la dorada, o de oro (se refiere a la
edad de oro. Yo soy aquél para quien están guardados los peligros, las hazañas
grandes, los valerosos fechos...»
Y siguió repitiendo todas o las más razones que don
Quijote dijo la vez primera que oyeron los temerosos golpes.
Viendo, pues, don Quijote que Sancho hacía burla de él,
se corrió y enojó tanto que alzó el lanzón y le asentó dos palos, que si en
lugar de recibirlos en la espalda los hubiera recibido en la cabeza, D. Quijote
tendría que pagarle el salario a sus
herederos. Viendo Sancho la reacción que sus burlas habían provocado en su amo,
y temiendo que siguiese con el enfado, le dijo con mucha humildad:
—
Sosiéguese
vuestra merced; que, por Dios, que me burlo.
(que no me burlo de vuestra merced, sino que estoy bromeando)
—
Pues,
porque os burláis, no me burlo yo —respondió don Quijote—. Venid acá, señor
alegre: ¿os parece a vos que, si en lugar de ser mazos de batán, hubieran sido
otra peligrosa aventura, no habría yo mostrado el ánimo que convenía para
emprenderla y acabarla? ¿Por casualidad estoy yo obligado por ser
caballero, a conocer y distinguir los sonidos y saber cuáles son de
batán o no? Y además, que podría ser, como es verdad, que no los he visto en mi
vida, como vos los habréis visto, como villano ruin que sois, criado y nacido
entre ellos. Si no, haced vos que estos seis mazos se vuelvan en seis jayanes
(gigantes), y echádmelos a las barbas uno a uno, o todos juntos, y, cuando yo
no diere con todos patas arriba, haced de mí la burla que querrais.
—
No
haya más, señor mío —replicó Sancho—, que yo confieso que he andado algo
risueño en demasía. Pero dígame vuestra merced, ahora que estamos en paz (así
Dios le saque de todas las aventuras que le sucedieren tan sano y salvo como le
ha sacado de ésta), ¿no ha sido cosa de reír, y lo es de contar, el gran miedo
que hemos tenido? A lo menos, el que yo tuve; que de vuestra merced ya yo sé
que no le conoce, ni sabe qué es temor ni espanto. — No niego yo —respondió don
Quijote— que lo que nos ha sucedido no sea cosa digna de risa, pero no es digna
de contarse; que no son todas las personas tan discretas que sepan poner en su
punto las cosas.
Al menos —respondió
Sancho—, supo vuestra merced poner en su punto el lanzón, apuntándome a la
cabeza, y dándome en las espaldas, gracias a Dios y a la diligencia que puse en
ladearme. Pero vaya, que todo saldrá en la
colada ;(todo se descubrirá) que yo he oído decir:
"Ése te quiere bien, que te hace llorar" (38) ; y más, que suelen los principales señores, tras una mala palabra
que dicen a un criado, darle luego unas calzas (calzones); aunque no sé lo que
le suelen dar tras haberle dado de palos, si ya no es que los caballeros
andantes dan tras palos ínsulas o reinos en tierra firme.
—
Tal
podría correr el dado (la suerte) —dijo don Quijote— que todo lo que dices
viniese a ser verdad; y perdona lo pasado, pues eres discreto y sabes que los
primeros movimientos no son en mano del hombre (no se piensan), y está
advertido de aquí adelante en una cosa, para que te abstengas y reportes en el
hablar demasiado conmigo; que en cuantos libros de caballerías he leído, que
son infinitos, jamás he hallado que ningún escudero hablase tanto con su señor
como tú con el tuyo. Y en verdad que lo tengo a gran falta, tuya y mía: tuya,
en que me estimas en poco; mía, en que no me dejo estimar en más. Sí (sé), que
Gandalín, escudero de Amadís de Gaula, fue conde de la ínsula Firme; y se lee de él que
siempre hablaba a su señor con la gorra en la mano, inclinada la cabeza y
doblado el cuerpo more turquesco (39). Pues, ¿qué diremos de Gasabal, escudero de
don Galaor, que fue tan callado que, para declararnos la excelencia de su
maravilloso silencio, sola una vez se dice su nombre en toda aquella tan grande
como verdadera historia? De todo lo que he dicho has de inferir, Sancho, que es
menester hacer diferencia de amo a mozo, de señor a criado y de caballero a
escudero. Así que, desde hoy en adelante, nos hemos de tratar con más respeto,
sin darnos cordelejo (sin bromear), porque, de cualquier manera que yo me enoje
con vos, ha de ser mal para el cántaro (40).
Las mercedes y beneficios que yo os he prometido llegarán a su tiempo; y si no
llegaren, el salario, a lo menos, no se ha de perder, como ya os he dicho.
—
Está
bien cuanto vuestra merced dice —dijo Sancho—, pero querría yo saber, por si
acaso no llegase el tiempo de las mercedes y fuese necesario acudir al de los
salarios, cuánto ganaba un escudero de un caballero andante en aquellos
tiempos, y si se concertaban por meses, o por días, como peones de albañil.
—
No
creo yo —respondió don Quijote— que jamás los tales escuderos estuvieron a
salario, sino a merced (a voluntad). Y si yo ahora te le he señalado a ti en el
testamento cerrado que dejé en mi casa, fue por lo que podía suceder; que aún
no sé cómo prueba (como funciona) en estos tan calamitosos tiempos nuestros la
caballería, y no querría que por pocas cosas penase mi ánima en el otro mundo.
Porque quiero que sepas, Sancho, que en él no hay estado más peligroso que el
de los aventureros.
Así es verdad —dijo Sancho—, pues sólo el ruido
de los mazos de un batán pudo alborotar y desasosegar el corazón de un tan
valeroso andante aventurero como es vuestra merced. Mas, bien puede estar
seguro que, de aquí adelante, no despliegue mis labios para hacer donaire de
las cosas de vuestra merced, si no fuere para honrarle, como a mi amo y señor
natural. — De esa manera —replicó don Quijote—, vivirás sobre la faz de la
tierra; porque, después de a los padres, a los amos se ha de respetar como si
lo fuesen.
NOTAS
37)
Batán: máquina formada de mazos de Madera gruesos que mueve una rueda con el
agua para golpear los paños y así limpiarlos del aceite y prepararlos para
tejer.
38)
Quien bien te quiere, te hará llorar; y quien mal, reir y cantar (Refranero
español)
39.
Al modo turco, inclinándose mucho
40.Si le cántaro da en la
piedra, mal para el cántaro; si la piedra da en el cántaro, mal para el
cántaro, no para ella (refraneo)
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