sábado, 19 de agosto de 2017

D. QUIJOTE PARA TODOS




Capítulo XVII. Donde se prosiguen los innumerables trabajos que el bravo don Quijote y su buen escudero Sancho Panza pasaron en la venta que, por su mal, pensó que era castillo


En este tiempo don Quijote había vuelto ya de su desmayo y, con el mismo tono de voz con que el día antes había llamado a su escudero, cuando estaba tendido donde recibieron los estacazos , le dijo

   Sancho amigo, ¿duermes? ¿Duermes, amigo Sancho?

   ¿Qué voy a dormir, desdichado de mi —respondió Sancho, lleno de pesadumbre y de despecho—; que no parece sino que todos los diablos han andado conmigo esta noche?

   Lo puedes creer así, sin duda —respondió don Quijote—, porque, o yo sé poco, o este castillo está encantado. Porque has de saber... Pero, me has de jurar que esto que voy a decirte lo guardarás en secreto hasta después de mi muerte.

   Sí lo juro —respondió Sancho.

   Te lo dígo —replicó don Quijote—, porque soy enemigo de que se quite la honra a nadie.

   Digo que sí juro —tornó a decir Sancho— que lo callaré hasta después de los días de vuestra merced, y quiera Dios que lo pueda descubrir mañana.
    ¿Tan mal te trato Sancho —respondió don Quijote—, que me quieres ver muerto tan pronto?

   No es por eso —respondió Sancho—, sino porque soy enemigo de guardar mucho las cosas, y no querría que se me pudriesen  guardadas.

   Sea por lo que fuere —dijo don Quijote—; que yo me fío de tu amor y de tu cortesía; y así, has de saber que esta noche me ha sucedido una de las más extrañas aventuras que yo pueda imaginar; y, por contártela brevemente, sabrás que hace poco vino a verme la hija del señor de este castillo, que es la más apuesta y hermosa doncella que en gran parte de la tierra se puede encontrar.
¿Qué te podría decir del adorno de su persona? ¿Qué de su gallardo entendimiento? ¿Qué de otras cosas ocultas, que, por guardar la fe que debo a mi señora Dulcinea del Toboso, dejaré pasar intactas y en silencio? Sólo te quiero decir que, envidioso el cielo de tanto bien como la ventura me había puesto en las manos, o quizá, y esto es lo más cierto, que, como tengo dicho, es encantado este castillo, al tiempo que yo estaba con ella en dulcísimos y amorosísimos coloquios, sin que yo la viese ni supiese por dónde venía, vino una mano pegada a algún brazo de algún descomunal gigante y me dio tal puñetazo en la mandíbula,  que la tengo bañada en sangre; y después me molió de tal suerte que estoy peor que ayer cuando los gallegos que, por los atrevimientos de Rocinante, nos hicieron el agravio que sabes. Por lo que sospecho que el tesoro de la hermosura de esta doncella lo debe  guardar algún encantado moro, y no debe de ser para mí.

   Ni para mí tampoco —respondió Sancho—, porque más de cuatrocientos moros me han aporreado, de manera que el molimiento de las estacas no fue nada comparado con este. Pero dígame, señor, ¿cómo llama a ésta buena y rara aventura, habiendo quedado de ella como hemos quedado? Aun vuestra merced menos mal, pues tuvo en sus manos aquella incomparable hermosura que ha dicho, pero yo, ¿qué tuve sino los mayores porrazos que pienso recibir en toda mi vida? ¡Desdichado de mí y de la madre que me parió, que sin ser caballero andante, ni pensarlo ser jamás, de todas las desgracias me llevo la peor parte!

   Entonces, ¿también estás tú aporreado? —respondió don Quijote.

   ¿No le he dicho que sí, a pesar de mi linaje (simple escudero y no caballero andante)? —dijo Sancho.
    No tengas pena, amigo —dijo don Quijote—, que yo haré ahora el bálsamo precioso con que sanaremos en un abrir y cerrar de ojos.

 El cuadrillero  que, por fin, pudo encender el candil,  entró a ver al que él pensaba muerto; y, cuando le vio entrar Sancho, en camisa y con su gorro de dormir, el candil en la mano, y con cara de enfado, preguntó a su amo:

Señor, ¿ será éste, por casualidad, el moro encantado, que vuelve a castigarnos, si se dejó algo en el tintero?
   No puede ser el moro —respondió don Quijote—, porque los encantados no se dejan ver de nadie.
   No se dejaran ver, pero sí sentir  —dijo Sancho—; si no, que le pregunten a mis espaldas.
   También lo podrían decir las mías —respondió don Quijote—, pero no creo que éste sea el moro encantado.
    Cuando el cuadrillero los encontró hablando con tanta tranquilidad quedó confuso y como don Quijote estaba boca arriba, sin poderse mover, de puro molido y emplastado se acercó a él y le dijo:
   ¿Cómo está, buen hombre?
   Yo que vos hablaría con más respeto, o ¿es que es costumbre en esta tierra hablar de esta forma a los caballeros andantes, majadero? 
Al cuadrillero no le gusto que un hombre con tal mala pinta lo insultara, por lo que con  el candil lleno de  aceite le dio un golpe en la cabeza dejándolo más descalabrado todavía y aprovechando que todo quedó a oscuras de nuevo,  salió de alli; y Sancho Panza dijo:
   Sin duda, señor, que éste es el moro encantado, y debe guardar el tesoro para otros, y para nosotros sólo guarda las puñadas y los candilazos.
   Así es —respondió don Quijote—, y no hay que hacer caso de estas cosas de encantamentos, ni hay para qué tomar cólera ni enojo con ellas; que, como son invisibles y fantásticas, no hallaremos de quién vengarnos, por más que lo intentemos. Levántate, Sancho, si puedes, y llama al alcaide de esta fortaleza, y procura que se me dé un poco de aceite, vino, sal y romero para hacer el milagroso bálsamo; que en verdad creo que  ahora lo necesito, porque se me va mucha sangre por la herida que esta fantasma me ha hecho..
Sancho se levantó  muy dolorido y fue a  oscuras donde estaba el ventero que estaba hablando con el cuadrillero. Sancho le dijo al ventero:
   Señor, quien quiera que seáis, hacednos el favor de darnos un poco de romero, aceite, sal y vino, que se necesitan para curar a uno de los mejores caballeros andantes que hay en la tierra, el cual yace en aquella cama, malherido por las manos del encantado moro que está en esta venta. 

 Cuando el cuadrillero lo oyó se dio cuenta que no estaba muy bien de la cabeza y como ya estaba amaneciendo abrió la puerta de la venta y llamando al ventero le dijo lo que aquel buen hombre quería. El ventero le dio todo lo que pidió y  Sancho se lo llevó a don Quijote, que estaba con las manos en la cabeza, quejándose del dolor del candilazo, aunque solo le había hecho dos chichones y lo que el creía  sangre no era otra cosa que sudor producido por la congoja de la pasada tormenta. D. Quijote mezcló todo lo que le había dado el ventero y lo tuvo cociendo hasta que le pareció que estaba en su punto. Pidió luego un frasco para echarlo, pero como no había ninguno en la venta decidió ponerlo en una aceitera de hoja de lata. Una vez tuvo la mezcla en la aceitera pronunció más de ochenta padresnuestros y otras tantas avemarías, salves y credos, bendiciendo cada palabra  haciendo una cruz con las manos. Estaban presentes Sancho, el ventero y el cuadrillero; el arriero que se había tranquilizado ya, estaba atendiendo a sus animales. Terminada toda esta ceremonia se bebió lo que no pudo caber en la aceitera y quedaba en la olla donde se había cocido que era casi media azumbre (algo más de un litro); y apenas lo acabó de beber,  comenzó a vomitar de manera que no le quedó cosa en el estómago; y con las ansias y agitación del vómito le dio un sudor copiosísimo, por lo cual mandó que le arropasen y le dejasen solo. Asi lo hicieron y se quedó dormido más de tres horas al cabo de las cuales despertó y se sintió aliviadísimo del cuerpo, y en tal manera mejor de su quebrantamiento que se tuvo por sano; y verdaderamente creyó que había acertado con el bálsamo de Fierabrás, y que con aquel remedio podía acometer de allí en adelante, sin temor alguno, cualquier ruina, batalla y pendencia, por peligrosas que fuesen.
Sancho Panza, que también creyó milagrosa la mejoría de su amo le rogó que le diese lo que quedaba en la olla, que no era poca cantidad. Se la dio don Quijote y muy contento se la echo entre pecho y espalda, bebiendo casi la misma cantidad que su amo. Pero su estómago  no debía ser tan delicado y  antes de vomitar le dieron tantas ansias y arcadas acompañadas de sudores y desmayos que bien pensó que se estaba muriendo; y viéndose así maldecía el balsamo y al ladrón que se lo había dado. Al verlo así, le dijo don Quijote:
   Yo creo, Sancho, que todo este mal te viene por no ser armado caballero, porque tengo para mí que este licor no debe de aprovechar a los que no lo son.

   Si eso sabía vuestra merced —replicó Sancho—, ¡mal haya yo y toda mi parentela!, ¿porqué consintió que lo tomase?

En esto, hizo su operación el brebaje, y comenzó el pobre escudero a desaguarse por arriba y por abajo, con tanta prisa que ni la estera de enea, sobre la que se había vuelto a echar, ni la manta de anjeo( lienzo basto) con que se cubría, fueron suficientes para contener lo que echaba. Sudaba y trasudaba con tanta violencia y ataques, que no solamente él, sino todos pensaron que se le acababa la vida. Así estuvo el pobre casi dos horas, al cabo de las cuales no quedó como su amo, sino tan molido y quebrantado que no se podía tener.
Pero don Quijote, que, como se ha dicho, se sintió aliviado y sano, quiso partir enseguida en busca de aventuras, porque pensaba que tardar en salir era privar al mundo y a los menesterosos de su ayuda y amparo; y más con la seguridad y confianza que le daba su bálsamo. Tanto era su deseo que él mismo ensilló a Rocinante y enalbardó al jumento de su escudero, al que ayudó a vestirse y a subir al asno. Subió después al caballo y fue a un rincón de la venta donde cogió un lanzón (28) para que le sirviese de lanza.
Los miraban las más de veinte personas que había en la venta, además de el ventero y su hija, de la que don Quijote no quitaba la vista, suspirando profundamente de vez en cuando, pero todos pensaban que sería por el dolor que sentía en las costillas.
Una vez que estuvieron los dos a caballo y estando  en la puerta de la venta, llamó al ventero, diciéndole con voz serena y firme:
Muchas y muy grandes son las mercedes, señor alcaide, que en este vuestro castillo he recibido, y quedo obligadísimo a agradecéroslas todos los días de mi vida. Os las puedo pagar  vengandoos de alguien que os haya agraviado, pues mi oficio consiste en vengar a los que reciben algún agravio o traición, así que si recordais algo de esto no teneis más que decírmelo que yo os prometo por la orden de caballería que he recibido de satisfaceros como he dicho. 
El ventero le respondió con el mismo sosiego:

      Señor caballero, yo no tengo necesidad de que vuestra merced me vengue ningún agravio, porque yo sé vengarme cuando me hacen alguno.  Sólo quiero que vuestra merced me pague el gasto que esta noche ha hecho en la venta, y  la paja y cebada de sus dos bestias, como  la cena y camas.

   Luego, ¿venta es ésta? —replicó don Quijote.

   Y muy honrada —respondió el ventero.

Engañado he vivido hasta aquí —respondió don Quijote—, que en verdad  pensé que era castillo, y no malo; pero puesto que no es castillo sino venta, tenéis que perdonarme la deuda, porque yo no puedo contravenir a la orden de los caballeros andantes a la que pertenezco, porque por las molestias  que padecen buscando las aventuras de noche y de día, en invierno y en verano, a pie y a caballo, con sed y con hambre, con calor y con frío, sujetos a todas las inclemencias del cielo y a todo tipo de incomodidades, jamás pagaron posada ni otra cosa en venta donde estuviesen, porque se les debe de fuero (por ley) y de derecho cualquier buen acogimiento que se les hiciere, en pago de su insufrible trabajo.
- Poco tengo yo que ver en eso —respondió el ventero—; págueme lo que me debe y déjese de cuentos ni de caballerías que a mí lo que me importa es defender mi negocio.

   Vos sois un sandio (majadero) y mal hostelero —respondió don Quijote.

Y, picando espuelas a  Rocinante y empuñando su lanzón,  salió de la venta sin que nadie le detuviese, y  sin mirar si le seguía su escudero, se distanció un buen trecho.
El ventero, que le vio ir y que no le pagaba, acudió a cobrar de Sancho Panza, el cual dijo que, pues su señor no había querido pagar, que tampoco él pagaría; porque, siendo él escudero de caballero andante, como era, se ajustaba a la misma regla de no pagar cosa alguna en los mesones y ventas. 
El ventero muy enojado le dijo que si no le pagaba se lo cobraría de modo que le pesase. A lo cual Sancho respondió que, por la ley de caballería que su amo había recibido, no pagaría un solo cornado (29), aunque le costase la vida; porque no se había de perder por él la buena y antigua usanza de los caballeros andantes, ni se habían de quejar de él los futuros escuderos reprochándole el quebrantamiento de tan justo fuero.
Quiso la mala suerte del desdichado Sancho que, entre la gente que estaba en la venta, se hallasen cuatro perailes de Segovia,(cardadores de paño) tres agujeros del Potro de Córdoba(fabricantes y vendedores de agujas) y dos vecinos de la Heria de Sevilla (barrio de la feria), gente alegre, bien intencionada, maleante y juguetona, los cuales, casi como instigados y movidos de un mismo espíritu, se llegaron a Sancho, y, apeándole del asno, uno de ellos entró por la manta de la cama del huésped, y, echándole en ella, alzaron los ojos y vieron que el techo era algo más bajo de lo que habían menester para su obra, y determinaron salirse al corral, que tenía por límite el cielo. Y allí, puesto Sancho en mitad de la manta, comenzaron a levantarle en alto y a divertirse con él como con perro por carnestolendas (30). Las voces que el pobre manteado daba fueron tantas, que llegaron a los oídos de su amo; el cual, disponiéndose a escuchar atentamente, creyó que alguna nueva aventura le venía, hasta que claramente se dio cuenta que el que gritaba era su escudero; y, volviendo las riendas, con un penoso galope llegó a la venta, y, hallándola cerrada, la rodeó por ver si encontraba por donde entrar; pero apenas llegó a las paredes del corral, que no eran muy altas, cuando vio el mal juego que le estaban haciendo a su escudero. Lo vio bajar y subir por el aire, con tanta gracia y rapidez que, a no ser por su enfado se hubiera reido. Probó a subir desde el caballo a las bardas(31) , pero estaba tan molido y quebrantado que no pudo apearse; por lo que desde el mismo caballo comenzó a insultar de tal modo a los que manteaban a Sancho que no es posible escribirlo; pero ni por esas los manteadores dejaban de reirse ni el manteado de quejarse, amenazarlos, rogarles, pero de nada sirvieron ni las quejas ni las amenazas ni los ruegos; solo lo dejaron cuando de puro cansancio no podían más. Entonces le llevaron el  asno y lo subieron en él, arropándole con su gabán. La compasiva Maritornes, viéndole tan fatigado, fue a socorrerle con un jarro de agua que sacó del pozo por estar más fría. Lo cogió Sancho y se lo llevó a la boca, pero no bebió porque su amo a voces le decía:
  ¡Hijo Sancho, no bebas agua! ¡Hijo, no la bebas, que te matará! ¿Ves? Aquí tengo el santísimo bálsamo —y le enseñaba la aceitera con el brebaje—, que con dos gotas que bebas de él te pondrás bueno enseguida.

A estas voces volvió Sancho los ojos, como de reojo, y dijo con otras mayores:

  ¿Acaso ha olvidado vuestra merced que no soy caballero, o quiere que acabe de vomitar las entrañas que me quedaron de anoche?
Guárdese su licor con todos los diablos y déjeme a mí.

Y acabar de decir esto y comenzar a beber todo fue uno; pero, como al primer trago vio que era agua, no quiso seguir, y rogó a Maritornes que le trajese  vino, y así lo hizo ella de muy buena voluntad, pagándolo de su dinero; porque, en efecto, se dice de ella que, a pesar de lo a lo que se dedicaba, tenía detalles de cristiana.
Al terminar de beber, Sancho espoleó a su asno, y, abriéndo la puerta de la venta de par en par,  salió de ella, muy contento de no haber pagado nada y de haberse salido con la suya, aunque había sido a costa de sus acostumbrados fiadores, que eran sus espaldas. Verdad es que el ventero se quedó con sus alforjas en pago de lo que se le debía; pero Sancho, por lo alterado que estaba, no las echo de menos. Quiso el ventero atrancar bien la puerta cuando le vio fuera, pero   no lo consintieron los manteadores, que eran gente que, aunque don Quijote fuera verdaderamente de los caballeros andantes de la Tabla Redonda, no le estimaran en dos ardites.(moneda de muy poco valor).


NOTAS:

28) Lanzón es una lanza corta y gruesa sujeta a un hierro largo y ancho
29) El cornado era una moneda de muy poco valor, apenas una sexta parte de un maravedí
30) Se refiere a una costumbre que había de mantear a los perros por carnaval.  
31) Cubierta de ramaje asegurada con piedras o tierra sobre las tapias de los corrales para protejarlas de la lluvia


martes, 15 de agosto de 2017

D. QUIJOTE PARA TODOS



Capítulo XVI. De lo que le sucedió al ingenioso hidalgo en la venta que él imaginaba ser castillo


El ventero, que vio a don Quijote atravesado en el asno, preguntó a Sancho qué mal traía. Sancho le respondió que no era nada, sino que había dado una caída de una peña abajo, y que tenía algo magullladas las costillas. La mujer del ventero que era caritativa y se compadecía de las calamidades del prójimo, acudió con su hija, muchacha de muy buen parecer,  a curar a don Quijote. Una moza asturiana muy poco agraciada fisicamente que servía en la venta ayudó a la muchacha a preparar una muy  mala cama en un desván que había servido de pajar muchos años. En la venta se alojaba también un arriero, que tenía la suya cerca de la de don Quijote. Y, aunque hecha con las albardas y mantas de sus animales era mucho mejor que la de nuestro caballero, que estaba hecha sobre cuatro tablas apoyadas sobre dos bancos desiguales y un colchón lleno de bolas que por su dureza parecían más de guijarros que de lana y que  más parecía colcha de lo delgado que era,  y dos sábanas hechas de cuero muy  fino y una manta de lana con tan pocos hilos que se podían contar.  

En este camastro se acostó don Quijote, y  la ventera y su hija le vendaron de arriba abajo, alumbrándoles Maritornes, que así se llamaba la asturiana; y, como al vendarlo vio la ventera cardenales por todo el cuerpo,  dijo que aquello más parecían golpes que caída.

   No fueron golpes —dijo Sancho—, sino que la peña tenía muchos picos y tropezones.
Y que cada uno había hecho su cardenal. Y también le dijo:

   Haga vuestra merced, señora, de manera que queden algunas vendas, que no faltará quien las necesite; que también me duelen a mí un poco los lomos.

   De esa manera —respondió la ventera—, también vos os caisteis.

   No caí —dijo Sancho Panza—, sino que del sobresalto que me llevé al ver caer a mi amo, de tal manera me duele a mí el cuerpo que me parece que me han dado mil palos.

   Bien podrá ser eso —dijo la doncella—; que a mí me ha acontecido muchas veces soñar que caía de una torre abajo y que nunca acababa de llegar al suelo, y, cuando despertaba del sueño, me encontraba tan molida y quebrantada que parecía que de verdad me hubiese caido.

   Ahí está el toque, señora —respondió Sancho Panza—: que yo, sin soñar nada, sino estando más despierto que ahora estoy, tengo casi los mismos cardenales que mi señor don Quijote.

   ¿Cómo se llama este caballero? —preguntó la asturiana Maritornes.

   Don Quijote de la Mancha —respondió Sancho Panza—, y es caballero aventurero, y de los mejores y más fuertes que los que se han visto en el mundo.

   ¿Qué es ser caballero aventurero? —replicó la moza.

   ¿Tan nueva sois en el mundo que no lo sabéis vos? —respondió Sancho Panza—. Pues sabed, hermana mía, que caballero aventurero es una cosa que tan pronto se ve apaleado como emperador. Hoy es la más desdichada criatura del mundo y la más menesterosa, y mañana puede  tener dos o tres coronas de reinos para dar a su escudero.

   Pues, ¿cómo vos, siéndolo de este tan buen señor —dijo la ventera—, no tenéis, a lo que parece, siquiera algún condado?

   Aún es temprano —respondió Sancho—, porque solo hace un mes que andamos buscando las aventuras, y hasta ahora no hemos topado con ninguna que lo sea. Y a veces se busca una cosa y se encuentra otra. Verdad es que, si mi señor don Quijote sana de esta herida o caída y yo no quedo contrahecho de ella, no cambiaría mis esperanzas por el mejor título de España.

Todas estas pláticas estaba escuchando, muy atento, don Quijote, y, sentándose en el lecho como pudo, tomando de la mano a la ventera, le dijo:

   Creedme, hermosa señora, que os podéis llamar venturosa por haber alojado en vuestro castillo a mi persona, que es tal, que si yo no la alabo, es por lo que suele decirse que la alabanza propia envilece; pero mi escudero os dirá quién soy. Sólo os digo que tendré eternamente escrito en mi memoria el servicio que me habeis hecho, para agradecéroslo mientras viva; y permitiera el cielo que el amor no me tuviera tan rendido y tan sujeto a sus leyes, y a los ojos de aquella hermosa ingrata que digo entre mis dientes; para que los de esta hermosa doncella fueran señores de mi libertad.

Confusas estaban la ventera y su hija y la buena de Maritornes oyendo las razones del andante caballero, que aunque no las entendían,  conocieron que todas se encaminaban a ofrecimiento y requiebros; y, como no conocían este  lenguaje, le  miraban y se admiraban, y les parecía distinto a los hombres que conocían; y, agradeciéndole con sus palabras estos ofrecimientos, le dejaron; y la asturiana Maritornes curó a Sancho, que lo necesitaba tanto como su amo.
El arriero había concertado divertirse con ella aquella noche, y ella le había dado su palabra de que, cuando los huéspedes y sus amos estuviesen descansando y durmiendo, iría a buscarlo para satisfacer sus deseos. Y se cuenta de ella que nunca faltó a su palabra aunque la diese a solas y sin testigos porque presumía de formal y no le daba verguenza servir en la venta, porque decía que desgracias y circunstancias adversas la habían llevado a esa situación.
El lecho que le habían preparado a don Quijote era el primero en aquel desván
 y  junto a él, hizo el suyo Sancho, con una estera de enea y una manta que tenía muy poco de ser de lana. A continuación estaba el que, como se ha dicho, había preparado el arriero que era de los ricos de Arévalo. Éste  después de haber visitado  su recua y de darle  el segundo pienso, se tendió en su lecho esperando a Maritornes. Sancho estaba ya vendado y acostado, aunque el dolor de sus costillas le impedía conciliar el sueño; lo mismo le ocurría a don Quijote que con el dolor de las suyas tenía los ojos abiertos como una liebre. En la venta reinaba el silencio y la oscuridad, pues no había más luz que la que daba una lámpara colgada en medio del portal.
Esta maravillosa quietud, y los pensamientos que siempre nuestro caballero traía de los sucesos que a cada paso se cuentan en los libros causantes de su desgracia, le trajo a la imaginación una de las extrañas locuras que buenamente imaginarse pueden. Y fue que él se imaginó haber llegado a un famoso castillo —que, como se ha dicho, castillos eran a su parecer todas las ventas donde se alojaba—, y que la hija del ventero lo era del señor del castillo, la cual, vencida de su gentileza, se había enamorado de él y prometido que aquella noche, a escondidas de sus padres, vendría a yacer con él un buen rato; y, teniendo toda esta quimera, que él se había fabricado, por firme y verdadera, se comenzó a entristecer y a pensar en el peligroso trance en que su honestidad se había de ver, y propuso en su corazón no traicionar a su señora Dulcinea del Toboso, aunque la misma reina Ginebra con su dama Quintañona se le pusiesen delante.

Pensando, pues, en estos disparates, llegó la hora, para él desgraciada, de la venida de la asturiana, la cual, en camisa y descalza, cogidos los cabellos con una redecilla de algodón, con mucho sigilo, entró en el aposento donde los tres se alojaban en busca del arriero. Pero, apenas llegó a la puerta, cuando don Quijote la sintió, y, sentándose en la cama, a pesar de sus cataplasmas y con dolor en sus costillas, tendió los brazos para recibir a su hermosa doncella. La asturiana, que, con mucho sigilo y callada, iba con las manos delante buscando a su querido, topó con los brazos de don Quijote, el cual la asió fuertemente de una muñeca y, tirándola hacía sí, sin que ella osase hablar palabra, la hizo sentar sobre la cama. Le tocó la camisa, y, aunque  era de harpillera,(26) a él le pareció ser de finísima seda..
Traía en las muñecas unas cuentas de vidrio, pero a él le parecieron preciosas perlas orientales. Los cabellos, que en alguna manera tiraban a crines, él los marcó por hebras de lucidísimo oro de Arabia, cuyo resplandor al del mismo sol escurecía. Y el aliento, que, sin duda alguna, olía a ensalada fiambre y trasnochada, a él le pareció que arrojaba de su boca un olor suave y aromático; y, finalmente, él la pintó en su imaginación de la misma traza y modo que lo había leído en sus libros de la otra princesa que vino a ver al mal herido caballero, vencida de sus amores, con todos los adornos que aquí van puestos. Y era tanta la ceguedad del pobre hidalgo, que ni el tacto, ni el aliento, ni otras cosas que traía en sí la buena doncella, no le desengañaban, las cuales pudieran hacer vomitar a otro que no fuera arriero; antes, le parecía que tenía entre sus brazos a la diosa de la hermosura. Y, teniéndola bien sujeta, con voz amorosa y baja le comenzó a decir:

— Quisiera poder, hermosa y alta señora, pagar el gran favor que  con la vista de vuestra gran hermosura me habéis hecho, pero ha querido la fortuna, que no se cansa de perseguir a los buenos, ponerme en este lecho, donde estoy acostado tan molido y quebrantado que, aunque mi voluntad quisiera satisfacer a la vuestra, sería imposible. Y más, que se añade a esta imposibilidad otra mayor, que es la prometida fe que tengo dada a la sin par Dulcinea del Toboso, única señora de mis más escondidos pensamientos; que si esto no hubiera de por medio, no fuera yo tan sandio (tonto) caballero que dejara pasar en blanco la venturosa ocasión en que vuestra gran bondad me ha puesto.
Maritornes estaba acongojadísima y sudando, de verse tan asida de don Quijote, y, sin entender ni estar atenta a las razones que le decía, procuraba, sin hablar palabra, soltarse. El bueno del arriero, a quien tenían despierto sus malos deseos, sintió a su amiga  desde el momento que entró  por la puerta y estuvo escuchando  atentamente todo lo que don Quijote decía, y, celoso de que la asturiana le hubiese faltado la palabra por otro, se acercó más al lecho de don Quijote, y estuvo callado hasta ver en qué paraban aquellas razones, que él no podía entender. Pero, como vio que la moza forcejaba por desasirse y don Quijote se esforzaba en  retenerla, le pareció mal la burla y levantando el brazo descargó tan terrible puñetado sobre las estrechas quijadas del enamorado caballero, que le bañó toda la boca en sangre; y, no contento con esto, se le subió encima de las costillas, y con los pies, como si bailase una jota,  se las paseó todas de cabo a cabo.

Como el lecho era más bien endeble, si apenas aguantaba el peso de don Quijote con el peso añadido del arriero se derrrumbó y el ruido que hizo despertó al ventero que imaginó que sería a causa de algún lío de Marotornes, porque la había llamado a voces y no le contestaba. Con esta sospecha se levantó y con un candil fue hacía donde había escuchado la pelea. La moza, al ver venir a su amo al que temía por su mal carácter se refugió en la cama donde Sancho dormía y se acurrucó de forma que no la viera.

. El ventero entró diciendo:
   ¿Adónde estás, puta? Seguro que todo esto es cosa tuya.
En esto, despertó Sancho, y, sintiendo aquel bulto casi encima de él, pensó que soñaba, y comenzó a dar puñetazos a diestro y siniestro, y muchos los recibió Maritornes que los devolvió a Sancho quitándole el sueño y que viéndose tratar de aquella manera y sin saber de quién, se levantó  como pudo y abrazándose a Maritornes  comenzaron entre los dos la más reñida y graciosa escaramuza del mundo

El arriero que a la luz del cándil que llevaba el ventero vio, lo que le estaba pasando a su dama, dejó a don Quijote y acudió en su ayuda. Otro tanto hizo el ventero pero no para defenderla, sino para castigarla porque creía que era la causante de aquella trifulca.
Y así como suele decirse: el gato al rato, el rato a la cuerda, la cuerda al palo (27), daba el arriero a Sancho, Sancho a la moza, la moza a él, el ventero a la moza, y todos menudeaban con tanta prisa que no se daban un momento de reposo; y fue lo bueno que al ventero se le apagó el candil, y, como quedaron ascuras, se daban tan sin compasión todos a bulto que,  donde quiera que ponían la mano, no dejaban cosa sana.

Dio la casualidad que aquella noche se alojaba  en la venta un cuadrillero de los que llaman de la Santa Hermandad Vieja de Toledo (28), el cual, oyendo el extraño estruendo de la pelea, provisto de su vara de autoridad y de la caja de lata de sus títulos,  entró a oscuras en el aposento, diciendo:

   ¡Alto  a la justicia! ¡Alto a la Santa Hermandad!

Y el primero con quien topó fue con el apuñeado  don Quijote, que estaba en su derribado lecho, tendido boca arriba, sin sentido alguno y, agarrándole por las barbas  no cesaba de decir:

   ¡Favor a la justicia!

Pero, viendo que el que tenía asido no peleaba ni se movía, pensó que estaba muerto, y que lo habían matado los demás que allí estaban, por lo que alzó
la voz, diciendo:

   ¡ Que se cierre la puerta de la venta! ¡Que no salga nadie de ella, porque aquí han matado a un hombre!

Esta voz sobresaltó a todos, dejando la pelea. El ventero se fue a su aposento, al arriero a sus albardas, la moza a su alcoba; solos los desventurados don Quijote y Sancho no se pudieron mover de donde estaban. El cuadrillero soltó entonces las barbas de don Quijote y salió en busca de  una luz para buscar y prender a los delincuentes, pero no la encontró porque el ventero tuvo la precaución de apagar la lámpara antes de retirarse y no tuvo más remedio que ir a la chimenea donde con mucho trabajo y tiempo pudo encender otro candil.

NOTAS.
26) tejido vasto y fuerte usado para hacer sacos.
27)  Según Rrodriguez Marín estas palabras pueden ser de un cuentecillo popular infantil o de un juego de prendas.
28) La Santa Hermandad vieja de Toledo era la fundada en el siglo XIII y se llamaba así para distinguirse de la Nueva creada por los Reyes Católicos. La vara de autoridad era  una vara corta de color verde.