Capítulo XXIV. Donde se prosigue la aventura de la Sierra Morena
Dice la historia que don Quijote escuchaba con mucha atención al
astroso (andrajoso y desdichado),Caballero de la Sierra, el cual, prosiguiendo
su plática, dijo:
— Por
cierto, señor, quienquiera que seáis, que, aunque no os conozco, agradezco los modales y la cortesía que
conmigo habéis usado; y quisiera yo encontrarme en otra situación en la que
pudiera corresponder de la misma manera a la cortesía y buena acogida con la
que me habéis tratado . Pero mi suerte no me permite otra cosa que el buen
deseo de satisfacerlas.
---
Lo que yo tengo —respondió don Quijote— son deseos
de serviros; tanto es así, que había decidido no salir de estas sierras hasta encontraros
y saber por vos mismo si el dolor que os ha llevado a esta vida tiene algún
remedio para, si es preciso, buscarle con la mayor diligencia posible. Y si
vuestra desventura es de aquellas que no tienen solución, ayudaros a llorarla
como mejor pueda, porque en las desgracias es siempre un consuelo encontrar a
alguien que nos acompañe en el dolor. Y, si pensáis que esta intención mía
merece ser agradecida, lo único que pido de vuestra demostrada cortesía es que
me digáis quien sois y el motivo que os ha traído a vivir y a morir entre estas
soledades como un animal, pues vivís como si lo fuéseis, como lo demuestran
vuestro traje y persona. Y juro —añadió don Quijote—, por la orden de
caballería que, aunque indigno y pecador recibí, y por la profesión de
caballero andante, que si me complacéis en esto os serviré con la lealtad que
me obliga el ser quien soy: bien remediando vuestra desgracia, si tiene
remedio, o bien ayudándoos a llorarla, como os lo he prometido.
El Caballero del Bosque, que de tal manera oyó hablar al de la
Triste Figura, no hacía sino mirarle, y volverlo a mirar de arriba abajo; y, cuando
le hubo visto bien, le dijo:
— Si
tienen algo que darme Para comer, por amor de Dios me lo den; que, después de haber comido, yo
haré todo lo que se me manda, en agradecimiento de tan buenos deseos como aquí
se me han mostrado.
Sancho de su costal y el cabrero de su zurrón,
sacaron con que satifacer el hambre de el Roto, que comía tan deprisa que no
dejaba tiempo entre un bocado y otro, de tal manera que más que tragar engullía
y, mientras comía ni él ni los que le miraban decían nada. Al acabar de comer
les hizo señas para que le siguiesen, llevándolos a un verde pradecillo que
estaba a la vuelta de una peña cercana. Cuando llegaron se tendió sobre la
hierba, haciendo lo mismo los demás; y todo esto sin decir palabra alguna,
hasta que el Roto, dijo:
— Si queréis que os
cuente la causa de mis desventuras, tenésis que prometer no imterrumpirme en ningún momento, porque en el
que lo hagáis teminaré la narración. Esto recordó a don Quijote el cuento de
las cabras que Sancho le había contado
(en el capítulo XX) y el Roto continuo diciendo que les hacía esta adveretencia, porque el recorder sus
desgracias le hacía sufrir más y así acabaría antes de contarlas. Don Quijote
se lo prometió en nombre de todos y él con esta promesa, comenzó de esta
manera:
— “ Mi
nombre es Cardenio; mi patria una de las mejores ciudades de Andalucía; soy de
linaje noble y de padres ricos que deben haber llorado mi desventura, sin que
su riqueza la pueda aliviar,, porque para las desdichas del cielo no suelen valer
los bienes de fortuna.
Vivía
en la misma ciudad la Hermosa Luscinda, doncella tan noble y tan rica como yo,
a la que amé, quise y adore desde mi más tierna infancia, y ella me quiso a mí
con la sencillez y la lealtad propias de su poca edad. Conocían nuestros padres
nuestros pensamientos y les parecía bien, porque tenían claro que si seguían
adelante no podían tener otro final que el del matrimonio que, además, estaba en consonancia con la igualdad de
nuestro linaje y riqueza. Crecimos en edad y con ella nuestro amor, por lo que al padre de Luscinda le pareció
que, por respeto a las buenas costumbres,
estaba obligado a negarme la entrada en su casa. Esta negativa no hizo
sino aumentar las llamas del amor y del deseo, porque aunque acallara las
lenguas de la gente no podia hacerlo con el amor. ¡ Ay cielos cuántas notas le
escribí! ¡ Cuántas agradables y honestas respuestas recibí! ¡ Cuántas canciones y versos enamorados
compuse!
Viendo que mi alma se consumía con el deseo de
verla, determine pedírsela a su padre por legítima esposa, a lo que él me
respondió que me agradecía mis buenas intenciones, pero que, viviendo mi padre,
era éste el más apropiado para hacer aquella petición, que, aunque de su
agrado, no era Luscinda mujer para tomarse ni darse a escondidas.
»Yo le agradecí su decision, porque me pareció que llevaba razón y
porque mi padre atendería mi petición, por lo que en ese instante fui a decirle
a mi padre lo que deseaba y entrando en su aposento, tenía en su mano una carta
abierta que me dio antes de que yo le dijese nada, diciéndome: “Cardenio en
esta carta el duque Ricardo (un grande de España) que tiene sus propiedades en
lo mejor de Andalucía te quiere proteger y ayudar.” “ Cogí la carta y la leí,
viendo que hablaba tan bien de mí, que me pareció mal que mi padre no atendiera
sus deseos que no eran otros que me enviase a donde él estaba, porque quería
que fuese no criado, sino compañero de su hijo mayor y que él se ocuparía de
ponerme en la categoría que me corresponde por la alta estima en la que me
tenía. Leí la carta de nuevo y no salía de mi asombro, sobre todo cuando mi
padre me dijo que en dos días marcharía para hacer la voluntad del duque y que
diera gracias a Dios por la oportunidad que se me ofrecía de abrirme camino
para conseguir lo que, según él, merezco, y dándome como padre otros
consejos.
»Al acercarse el día de mi partida, hablé una
noche a Luscinda, contándole todo lo que pasaba, y también con su padre,
rogándole no la diese en matrimonio hasta saber lo que Ricardo quería de mí. Él
me lo prometió y ella me lo confirmó con mil juramentos y mil desmayos. Fuí a
donde estaba el duque Ricardo por el que
fui muy bien recibido y tratado, lo que despertó la envidia de los criados
antiguos que pensaban que el trato que el duque me daba les iba a perjudicar.
Pero el que más se alegro con mi llegada fue el segundo hijo del duque llamado
Fernando, ue era un mozo apuesto, gentilhombre, liberal y enamoradizo que quiso
que fuese su mejor amigo, lo que
extrañaba a todos; y, aunque el mayor me quería bien y me hacía favores no
llegó al extremo con que don Fernando me quería y trataba.
Y como entre los amigos no hay nada secreto, don Fernando me contaba
todos sus pensamientos, en especial un enamoramiento que lo tenía un poco
alterado. Quería bien a una labradora, vasalla de su padre, muy hermosa,
recatada, discreta y honesta que, además, tenía pretendientes muy ricos. Estos
tan buenos atributos de la hermosa labradora, aumentaron tanto los deeos de don
Fernando que determinó darle palabra de matrimonio porque de otra manera no
podría conseguir su amor ni que ella le ofreciera su virginidad. Yo como amigo,
intenté con los mejores argumentos y ejemplos que pude, apartarle de tal
propósito pero, viendo que no hacía caso a mis consejos decidí contarle el caso
a su padre el duque Ricardo, pero don Fernando que era astuto, sospechó de
esto, por parecerle que como buen criado yo estaba obligado a no ocultar algo
que iba en perjuicio de la honra de mi señor el duque, por lo que me dijo que
no encontraba otro remedio para olvidarse de la bella labradora que ausentarse
por algunos meses y que lo mejor era que los dos marcháramos a casa de mi
padre, diciéndole al duque que iba a ver y comprar unos muy buenos caballos que
había en mi ciudad, donde se crian los mejores del mundo (es posible que se
trate de Jerez de la Frontera). Cuando le oí decir esto, aunque su decisión no
me pareciera del todo buena, la acepté porque así tendría ocasion de volver a
ver a mi Luscinda, y por eso le animé a que llevara a efecto su propósito, para
que la ausencia hiciera su efecto cuanto antes. Pero cuando él me propuso esto,
ya había seducido y gozado de la labradora, según supe después, y quería
ponerse a salvo antes de que el duque, su padre, se enterase del disparate que
había cometido.
Pero como el amor en los mozos, en la mayoría de
los casos, solo es apetito cuyo ultimo fin es el deleite, cuando éste se
consigue, se acaba todo lo que parecía amor y, cuando don Fernando disfrutó con
la labradora, se aplacaron sus deseos y si antes se quería ausentar para
remediarlos, ahora procuraba irse por no ponerlos en práctica. El duque le dio
permiso y mandó que le acompañase y llegamos a mi ciudad, recibiéndolo mi padre
como quien era; después vi a Luscinda y
volvieron mis deseos anteriores que no habían estado muertos, sino
solmente amortiguados. Para mi mal, di cuenta de ellos a don Fernando por
parecerme que debía hacerlo dada nuestra amistad. Y tanto alabé la hermosura,
gracia y discreción de Luscinda que quiso conocer a la doncella adornada de
tantas cualidades. Accedí a sus deseos, enseñándosela una noche, a la luz de
una vela, en una ventana por la cual
solíamos hablar. La vio vestida con una tunica y se olvidó de todas las bellezas
que hasta entonces había conocido. Enmudeció, perdió el
sentido, quedó absorto y, finalmente, tan enamorado como vereis cuando cuente
mi desventura. Y, para encenderle más el
deseo, que a mí me ocultaba y al cielo a solas descubría, quiso la casualidad que
encontrase un día una carta suya, tan discreta, tan honesta y tan enamorada, pidiéndome que la pidiese a su padre por
esposa, y, en leyéndola, me dijo que en solo Luscinda se encerraban todas las
gracias de hermosura y de entendimiento que en las demás mujeres del mundo
estaban repartidas.
Tengo que reconocer que, aunque las alabanzas que de Luscinda hacía
don Fernando eran justas, no me gustaba que las hiciera y comencé a tener celos
porque en todo momento quería que hablásemos de Luscinda y no porque yo no me
fiase de ella, pero aún así no se me
pasaba el temor a perderla, porque don Fernando procuraba leer las cartas que
Luscinda y yo nos enviábamos. En una de ellas Luscinda me pidió un libro de
caballerias a las que era muy aficionada, concretamente el de Amadís de Gaula.
Apenas don Quijote oyó hablar de libros de caballerias, dijo:
--- Si desde el principio vuestra merced me hubiera dicho la afición
de la señora Luscinda a los libros de caballería, sería suficiente para
entender la altura de su entendimiento, porque si no tuviera esta afición no
tendría las cualidades con que la habéis presentado: por lo tanto, no necesito
que alabeis su belleza, valor y entendimiento, pues sabiendo de esta afición,
la tengo por la más hermosa y más discreta mujer del mundo. Y me gustaría que
junto con Amadis de Gaula, le hubiérais enviado al bueno de Don Rugel de
Grecia, pues estoy seguro que la señora Luscinda disfrutará mucho de Daraida y
Geraya, así como de las discreciones del pastor Darinel y de sus admirables
versos. Pero tiempo tendremos de enmendar esa falta y si vuestra merced quiere
venir conmigo a mi aldea, le podré dar más de trescientos libros, si es que los
malignos y envidioso encantadores no se los han llevado, para fastidiarme y
privarme de su agradable lectura. Y perdóneme vuestra merced no haber respetado
lo convenido de no interrumpir su plática, pues en oyendo cosas de caballeria y
de caballeros andantes, no puedo resistirme a hablar de ellos, como los rayos
del sol no pueden dejar de calendar ni la luna humedecer. Así que os pido
perdon y proseguir que es lo más importante ahora.
Mientras don Quijote estuvo hablando, se le cayó a Cardenio la
cabeza sobre el pecho, dando muestras de estar profundamente pensativo. Pero a
pesar de que don Quijote insistiera, no alzaba la cabeza ni respondía nada;
pero, al cabo de un rato largo, la levantó y
dijo:
---- No se me puede quitar del pensamiento, ni
habrá quien me lo quite en el mundo, ni quien me dé a entender otra cosa (y
sería un majadero el que lo contrario
entendiese o creyese), sino que aquel bellaconazo del maestro Elisabat estaba
amancebado con la reina Madésima.
— Eso no, ¡voto a tal! —respondió con mucha cólera don Quijote, jurando
como acostumbraba; y ésa es una muy gran malicia, o bellaquería, porque la reina Madásima fue muy principal señora, y
no puede ser que tan alta princesa se amancebara
con un sacapotras (sacamuelas); y quien piense lo contrario miente como un
bellaco. Y yo hare que lo entienda, a pie o a caballo, armado o desarmado, de
noche o de día, o como más gusto le diera
Cardenio lo miraba muy atentamente y como había vuelto a recaer en su locura no podia proseguir su historia; ni
don Quijote tampoco escucharla porque le había disgustado mucho lo que había
dicho de Madásima. ¡ extraño caso, pues la defendió como si fuera su verdadera
y natural señora: que así lo habían dejado sus descomulgados libros! Como ya Cardenio
había vuelto a su locura y se sintió desmentido y tratado de bellaco, con otros
insultos semejantes, cogió una piedra que tenía al lado y golpeó con ella el
pecho de don Quijote, haciéndolo caer de espaldas. Sancho Panza que vio como
trataba a su señor, arremetió contra el loco con el puño cerrado; y el loco lo
recibió con un puñetazo que lo tiró al suelo y, subiéndose sobre él le molió a
golpes las costillas todo lo que quiso. El cabrero, que le
quiso defender, corrió la misma suerte. Y cuando los tuvo a todos rendidos y
molidos los dejó y se fue tranquilamente a emboscarse en la montaña.
Se
levantó Sancho, y, con la rabia que tenía de verse apaleado sin motivo, quiso
vengarse del cabrero culpándole de no haberles avisado de que a aquel hombre le
venía de pronto la locura y que de haberlo sabido hubieran estado atentos para
poder defenderse. El cabrero le respondió que ya lo había dicho, y que si él no
lo había oído, que no era suya la culpa. Replicó Sancho Panza, y tornó a
replicar el cabrero, y fue el fin de las réplicas asirse de las barbas y darse
tales puñetazos que, si don Quijote no los pusiera en paz, se hicieran pedazos.
Sancho, agarrado al cabrero decía:
— Déjeme
vuestra merced, señor Caballero de la Triste Figura, que con éste, que es
villano como yo y no está armado caballero, bien puedo luchar y satisfacerme
del agravio que me ha hecho, peleando con él mano a mano, como hombre honrado.
— Así es —dijo don Quijote—, pero yo sé que él no tiene ninguna culpa de
lo sucedido.
Con esto los apaciguó, y don Quijote volvió a preguntar al cabrero
si sería posible hallar a Cardenio, porque quedaba con grandísimo deseo de
saber el fin de su historia. Le dijo el cabrero lo que al principio le había
dicho, que no conocía su refugio; pero que si recorría aquellos contornos no
tardaría en encontrarle, o cuerdo o loco.
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