Capítulo XXIII. De lo que le aconteció al famoso don Quijote en
Sierra Morena, que fue una de las más raras
aventuras que en esta verdadera historia se cuentan
Viéndose tan malparado don Quijote, dijo a su escudero:
— Siempre,
Sancho, he oído decir, que el hacer bien a villanos es echar agua en la mar. Si
yo hubiera creído lo que me dijiste, yo hubiera escusado esta pesadumbre; pero
ya está hecho: paciencia, y escarmentar
desde aquí en adelante.
— Así escarmentará vuestra merced —respondió Sancho— como yo soy turco;
pero, como dice que si me hubiera creído se hubiera escusado este daño, créame
ahora y escusará otro mayor; porque le hago saber que con la Santa Hermandad no
vale usar de caballerías, que a ella los caballeros andantes les importan dos
maravedís; y sepa que ya me parece
que sus saetas (51) me zumban por los oídos.
Naturalmente eres cobarde, Sancho
—dijo don Quijote—, pero, porque no digas que soy contumaz (obstinado) y que
jamás hago lo que me aconsejas, por esta vez
te hare caso y me apartaré de la furia que tanto temes
(se refiere a la Santa Hermandad); pero a condición de que jamás dirás a nadie
que yo me retiré y aparté de este peligro por miedo, sino que lo hice por complacer a tus ruegos; que si dices otra
cosa mentirás, y diré que mientes y mentirás todas las veces que lo pensares o
lo dijeres. Y no me repliques más, que en sólo pensar que me aparto y retiro de
algún peligro, especialmente de éste, que parece que está motivado por el
miedo, ganas me dan de quedarme para
aguardar aquí solo, no solamente a la Santa Hermandad que tanto temes, sino a
los hermanos de las doce tribus de Israel, y a los siete Macabeos, y a Cástor y
a Pólux, y aun a todos los hermanos y hermandades que hay en el mundo.
— Señor —respondió Sancho—, el retirarse no es huir, ni el esperar es
cordura, cuando el peligro sobrepasa a la esperanza, y de sabios es guardarse
hoy para mañana y no aventurarse todo en un día. Y sepa que, aunque zafio y
villano, todavía se me alcanza algo de esto que llaman buen gobierno; así que,
no se arrepienta de haber tomado mi consejo, sino suba en Rocinante, si puede,
o si no yo le ayudaré, y sígame, que el caletre me dice que ahora vamos a
necesitar más los pies que las manos.
Subió don Quijote, sin decirle nada más, y, guiando Sancho sobre su
asno, se entraron por una parte de Sierra Morena, que allí junto estaba,
llevando Sancho intención de atravesarla toda e ir a salir al Viso (42), o a
Almodóvar del Campo, y esconderse algunos días por aquellas asperezas, para no
ser hallados si la Hermandad los buscase. Animóle a esto haber visto que de la
refriega de los galeotes se había librado la despensa que sobre su asno venía,
cosa que juzgó milagrosa, teniendo en
cuenta lo que buscaron y se llevaron los
galeotes.
En cuanto don Quijote entró por aquellas montañas, se le alegró el
corazón, pareciéndole aquellos lugares apropiados para las aventuras que
buscaba y recordando los maravillosos sucesos que en semejantes soledades y
asperezas habían vivido los caballeros andantes. Iba pensando en estas cosas,
tan embelesado y trasportado en ellas que de ninguna otra se acordaba. Ni
Sancho se preocupaba de otra cosa, al comprobar que caminaba por un lugar
seguro, que de satisfacer su estómago con los relieves (las sobras) que del
despojo clerical (la comida que habían
conseguido de los frailes); y así, iba tras su amo sentado a la mujeriega sobre
su jumento, sacando de un costal y embaulando en su panza; y esperando que, de
momento, no apareciera ninguna otra aventura.
En esto, alzó los ojos y vio que su amo estaba parado, procurando
con la punta del lanzón alzar un bulto que estaba caído en el suelo, por lo
cual se dio prisa en ir a ayudarle, y llegó cuando alzaba con la punta del lanzón un cojín y una
maleta asida a él, medio podridos, o podridos del todo, y deshechos; pero,
pesaba tanto, que fue necesario que Sancho se apease para cogerlos, y su amo le
dijo que mirase lo que contenía la maleta.
Lo hizo Sancho al instante, y, aunque la maleta venía cerrada con
una cadena y su candado, por lo roto y podrido vio lo que en ella había, que eran cuatro camisas
de fina tela de lino y otras cosas de lienzo, no menos delicadas y limpias, y
un pequeño paño en el que halló un buen montoncillo de escudos de oro; y, así
como los vio, dijo:
—
¡Bendito sea todo el cielo,
que nos ha deparado una aventura que sea de provecho!
Y buscando más, encontró un cuaderno de notas, ricamente adornado.
D. quijote le pidió el cuaderno y le
dijo que guardase el dinero y se lo quedase para él. Sancho le besó las manos
por el regalo y, vaciando a la
valija de su lencería, la puso en el costal de la despensa. Todo lo cual visto
por don Quijote, dijo:
—
Me paréce, Sancho, y no es posible que sea
otra cosa, que algún caminante perdido debió de pasar por esta sierra, y,
salteándole malandrines, le debieron matar, y le trajeron a enterrar en esta
parte tan escondida.
—
No puede ser
eso —respondió Sancho—, porque si fueran ladrones, no hubieran dejado aquí este dinero.
—
Tienes razón
—dijo don Quijote—, y no adivino ni
entiendo lo que esto pueda ser; pero,
espera y veamos si en este cuaderno hay alguna cosa escrita por la que podamos
averiguar qué es todo esto.
Lo abrió, y lo primero que encontró fue el borrador de un soneto
que, escrito con muy buena letra y leyéndolo en voz alta para que Sancho
también lo escuchase, decía de esta manera:
O le falta al Amor conocimiento,
o le sobra crueldad, o no es mi pena igual a la ocasión
que me condena al género más duro de tormento.
Pero si Amor es dios, es argumento que nada ignora, y es
razón muy buena
que un dios no sea cruel. Pues, ¿quién ordena el
terrible dolor que adoro y siento?
Si digo que sois vos, Fili, no acierto; que tanto mal en
tanto bien no cabe,
ni me viene del cielo esta rüina.
Presto habré de morir, que es lo más cierto; que al mal
de quien la causa no se sabe milagro es acertar la medicina.
— Por ese verso —dijo Sancho— no se puede saber nada, a no ser que por ese
hilo que está ahí se saque el ovillo de todo.
— ¿Qué hilo está aquí? —dijo don Quijote.
— Me parece —dijo Sancho— que vuestra merced nombró ahí hilo.
— No dije sino Fili —respondió don Quijote—, y éste, sin duda, es el
nombre de la dama de quien se queja el autor de este soneto; y a fe que debe de
ser de un buen poeta, o yo sé poco de poesía.
— Luego, ¿también —dijo Sancho—
entiende vuestra merced de
trovas?
— Y más de lo que tú piensas —respondió don Quijote—, ya lo verás cuando
lleves una carta, escrita en verso de arriba abajo, a mi señora Dulcinea del
Toboso. Porque quiero que sepas, Sancho, que todos o la mayoría de los
caballeros andantes de la edad pasada eran grandes trovadores y grandes
músicos; que estas dos habilidades, o gracias, por mejor decir, son anexas a
los enamorados andantes. Aunque las coplas de los pasados caballeros tenían más
de alma que de arte.
— Lea más vuestra merced —dijo Sancho—, que ya hallará algo que nos
satisfaga.
Volvió la hoja don Quijote y dijo:
— Esto es prosa, y parece carta.
— ¿Carta misiva (familiar), señor? —preguntó Sancho.
— En el principio no parece sino de amores —respondió don Quijote.
— Pues lea vuestra merced alto
—dijo Sancho—, que me gustan mucho las
cosas de amores.
— De lo cual me alegro — dijo don Quijote.
Y, leyéndola alto, como Sancho se lo había pedido, vio que decía
desta manera:
Tu falsa promesa y mi cierta desventura me llevan a un sitio donde
antes te enterarás de mi muerte que de las razones de mis quejas. Me
rechazaste, ¡oh ingrata!, por quien tiene más, no por quien vale más que yo;
pero si la virtud fuera riqueza que se estimara, no envidiara yo dichas ajenas ni llorara desdichas
propias. Lo que levantó tu hermosura han derribado tus obras: por ella entendí
que eras ángel, y por ellas conozco que eres mujer. Quédate en paz, causante de
mi guerra, y haga el cielo que los engaños de tu esposo estén siempre
encubiertos, para que no te arrepientas (que no se lamente) de lo que hiciste y yo no tome venganza de lo
que no deseo.
Acabando de leer la carta, dijo don
Quijote:
Tanto por ésta como por los versos se puede pensar que quien la
escribió es algún desdeñado amante.
Y, hojeando casi todo el cuaderno, encontró otros versos y cartas,
que algunos pudo leer y otros no; pero lo que todos contenían eran quejas,
lamentos, desconfianzas, sabores y sinsabores, favores y desdenes, elogiados
los unos y llorados los otros.
Mientras don Quijote
examinaba el libro, examinaba Sancho la maleta, sin dejar ningún rincón ni en
ella, ni en el cojín, en el que no
buscase, escudriñase e inquiriese. Y, aunque no encontró nada mas que lo ya visto, dio por bien empleados los
vuelos de la manta, el vomitar del brebaje, los estacazos recibidos, los
puñetazos del arriero, la falta de las alforjas, el robo del gabán y todo el
hambre, sed y cansancio que había pasado en servicio de su buen señor,
pareciéndole que estaba muy bien pagado con el regalo de los cien escudos de
oro.
Con muchas ganas se quedó el Caballero de la Triste Figura de saber
quién era el dueño de la maleta, deduciendo, por el soneto, la carta, los
escudos de oro y por las buenas camisas, que debía de ser de algún principal
enamorado, a quien desdenes y malos tratamientos de su dama debían de haber
conducido a la desesperación. Pero, como
por aquel lugar inhabitable y escabroso no aparecía nadie de quien poder
informarse, decidió seguir adelante, dejando que Rocinante eligiera el camino y
siempre imaginando que no podía faltar por aquellas malezas alguna estraña aventura.
En este pensamiento estaba cuando vio que, por encima de una colina cercana, iba saltando un
hombre, de risco en risco y de mata en mata, con una rapidez insólita. Le pareció que iba desnudo,
tenía la barba negra y espesa, el pelo largo y revuelto, los pies descalzos y
las piernas desnudas; los muslos cubiertos con unos calzones, al parecer de
terciopelo rojizo, pero tan rotos que por muchas partes se le veían las carnes.
Traía la cabeza descubierta, y, aunque pasó con la ligereza que se ha dicho,
todas estas menudencias miró y notó el Caballero de la Triste Figura; y, aunque
lo intentó, no pudo seguirle, porque la debilidad de Rocinante no le
permitía andar por aquellas asperezas, y
más siendo él de paso corto y lento. D. Quijote imaginó que aquél era el dueño
del cojín y de la maleta, y decidió buscarle, aunque tuviese que andar un año
por aquellas montañas para encontrale; y para eso, mandó a Sancho que se apease
del asno y buscase por una parte de la montaña, que él iría por la otra y podría ser que de esta forma se encontrasen, con aquel hombre que con tanta
prisa había desaparecido.
— No puedo hacer eso —respondió Sancho—, porque, en apartándome de vuestra
merced, me entra el miedo, que me asalta con mil géneros de sobresaltos y
visiones. Y sírvale esto que digo de aviso, para que de aquí en adelante no me
aparte un dedo de su presencia.
— Así será —dijo el de la Triste Figura—, y yo estoy muy contento de que
confies en mi valor, que no te ha de faltar por muy acobardado que estés. Y ahora sígueme despacio o como puedas, y
abre bien los ojos porque vamos a rodear esta colina y quizá toparemos con
aquel hombre que vimos, el cual, sin duda alguna, no es otro que el dueño de
nuestro hallazgo.
A lo que Sancho respondió:
— Mucho mejor sería no buscarle, porque si le encontramos y resulta ser el
dueño del dinero, se lo tendría que devolver, mientras que si no lo buscamos
puedo quedarme con el sin ningún remordimiento hasta que aparezca su verdadero
dueño y entonces yo podría haberlo gastado ya y la justicia, siendo pobre, no
me lo podría reclamar.
— Te engañas en eso, Sancho —
respondió don Quijote—; porque ya que sospechamos quién es el dueño, estamos
obligados a buscarle y devolvérselos; y si no lo buscamos, como sospechamos
quien es el dueño, somos tan culpables como si de verdad lo fuésemos. Así que, Sancho
amigo, no te dé pena el buscarle, porque a mí se me quitará si le encuentro..
Y picando a Rocinante, y siguiéndole
Sancho con su acostumbrado jumento, rodearon parte de la montaña,
encontrando en un arroyo, caída,
muerta y medio comida de perros y picada de grajos, una mula ensillada y con su
bocado puesto; todo lo cual confirmó en ellos
la sospecha de que aquel que huía era el dueño de la mula y del cojín.
Cuando la estaban mirando, oyeron un silbido como de pastor que
guardaba ganado, y entonces aparecieron, por la izquierda, una gran cantidad de
cabras, y tras ellas, por encima de la montaña, apareció el cabrero que las
guardaba, que era un hombre anciano. Lo llamó a voces don Quijote, y le rogó
que bajase donde estaban. Él respondió a gritos que quién les había traído por
aquel lugar, solamente frecuentado por
cabras, lobos y otras fieras que por allí andaban. Sanchole respondió
que bajase, que de todo le darían buena cuenta. Bajó el cabrero, y, en llegando
adonde don Quijote estaba, dijo:
— Apostaré
que está mirando la mula de alquiler que está muerta en esa hondonada. Pues a
buena fe que hace ya seis meses que está en ese lugar. Díganme: ¿han topado por
ahí a su dueño?
— No hemos topado a nadie —respondió don Quijote—, sino a un cojín y a una
maletilla que no lejos de este lugar
encontramos.
— También yo la encontré —respondió
el cabrero—, pero nunca la quise coger ni
mirar su contenido, por temor a que procediese de algún robo; que es muy
sutil el diablo y, sin comerlo ni beberlo me
culpen a mí del delito.
— Eso mismo es lo que yo digo —respondió Sancho—: que también la hallé yo,
pero solo le tire una piedra para ver qué era, dejándola allí tal como
estaba,que no quiero perro con cencerro.(nada
que me traiga complicaciones)
— Decidme, buen hombre —dijo don Quijote—, ¿sabéis vos quién sea el dueño
de estas prendas?
--- Lo que puedo decir —dijo el cabrero— “es que hace unos
seis meses que llegó a una majada de pastores que está a unas tres leguas de
aquí un joven apuesto y de aspecto noble, caballero sobre esa misma mula que ahí
está muerta y con el cojín y la maleta que habéis encontrado y que decís no
habéis tocado. Nos preguntó que parte de esta sierra era la más áspera y
escondida y le dijimos que era esta en la que ahora estamos. Y lo podreis
comprobar porque si entrais media legua más adentro es posible que no acerteis
a salir; y me pregunto cómo habéis llegado hasta aquí, porque no hay camino ni
senda que llegue a este lugar. Cuando el joven escuchó nuestra respuesta, se
encaminó hacia el lugar que le señalamos, con tanta prisa que no lo volvimos a ver hasta que algunos días después, le
salió al camino a uno de nuestros pastores y sin mediar palabra, le dió muchos
puñetazos y patadas y luego se acercó a la borrica de las provisiones,
llevándose todo el pan y el queso que en ella traía y rápidamente se volvió a emboscar
en la sierra. Cuando nos enteramos, alguno de nosotros le buscamos durante dos
días por lo más cerrado de esta sierra, encontrándole metido en el hueco de un
grueso y robusto alcornoque. Salió y se acercó a nosotros muy tranquilo, con la
ropa rota, el rostro desfigurado y tan tostado por el sol que apenas le
conocimos, pero aún así pensamos que era el que buscábamos. Nos saludó de forma
muy cortés y en pocas pero bien dichas palabras, nos dijo que no nos
extrañáramos de verle de aquella manera, que estaba así para cumplir cierta
penitencia que por sus muchos pecados le había sido impuesta. Aunque le rogamos
nos dijese quien era no logramos que nos lo dijera. También le rogamos que
cuando necesitase comida nos dijese donde podríamos encontrárlo, porque con
mucho gusto se la llevaríamos; y que si no quería decírnoslo que, al menos
saliese a pedirla y no a quitársela a los pastores. Él agradeció nuestro
ofrecimiento, nos pidió perdón por los asaltos pasados y prometió que en adelante
lo pediría por amor de Dios y sin causarnos ninguna molestia. En relación con el lugar en el que
vivía, dijo que lo hacía en el que encontraba al llegar la noche, acabando su
conversación con un llanto tan tierno que hubiéramos sido de piedra si no llorásemos con él, teniendo
en cuenta cómo le habíamos visto la
primera vez y cómo lo veíamos ahora. Porque, como he dicho, era un joven
apuesto y de noble aspecto, como la había demostrado con sus corteses y ordenados razonamientos propios de
personas bien nacidas. Y, estando en lo mejor de su
discurso, paró y enmudeció; clavó los ojos en
el suelo un rato largo, en el
cual todos estuvimos quietos y asombrados, esperando en qué había de parar
aquel embelesamiento, con no poca lástima de verlo; porque, por lo que hacía de
abrir los ojos, estar fijo mirando al suelo sin mover pestaña mucho rato, y
otras veces cerrarlos, apretando los labios y enarcando las cejas, fácilmente
conocimos que algún accidente de locura le había sobrevenido. Pero él vino a
demostrar enseguida que era verdad lo que pensábamos, cuando con gran furia se
levantó del suelo, en el que se había tumbado, arremetiendo con el primero que
estaba a su lado, con tal valor y rabia,
que si no se lo quitamos de encima, lo mata a puñetazos y bocados; y todo esto
hacía, diciendo: ''¡Ah, fementido(traidor) Fernando! ¡Aquí, aquí me pagarás la
injusticia que me hiciste: estas manos te sacarán el corazón, donde albergan y
tienen morada todas las maldades juntas, principalmente el fraude y el
engaño!'' Y a éstas añadía otras razones, hablando muy mal de aquel Fernando
y tachándole de traidor y de infame. Le
dejamos, con no poca pesadumbre, y él, sin decir más palabra, se apartó de
nosotros y se emboscó corriendo por entre estos jarales y malezas, de modo que
nos fue imposible seguirle. Por esto deducimos que la locura
era temporal, y que alguno que se llamaba Fernando le debía de haber hecho
alguna mala faena, tan dura que le había le había llevado a tal estado”. Esto
es, señores, lo que sé deciros de lo que me habéis preguntado; y entended que
el dueño de las prendas que hallastes es el mismo que vistes pasar con tanta
ligereza como desnudez —que ya le había dicho don Quijote cómo había visto
pasar aquel hombre saltando por la sierra.
Muy sorprendido Quedó don Quijote
de lo que el cabrero le había contado, y aumentó su
deseo de saber quién era el desdichado loco; y se propuso buscarle por toda la montaña, sin dejar
rincón ni cueva sin mirar, hasta encontrarle. Pero tuvo la suerte de que entonces,
por entre una quebrada de la sierra que salía donde ellos estaban, apareciera
el mancebo que buscaba, el cual venía hablando entre sí cosas que no podían ser
entendidas de cerca, cuanto más de lejos. Su traje era cual se ha pintado, sólo
que, llegando cerca, vio don Quijote que un coleto (53) hecho pedazos que traía
puesto era de color ámbar; por lo que quedó convencido de que quien vestía
semejante ropa, tenía que ser una persona importante
En llegando el mancebo a ellos, les saludó con una voz desentonada y
bronca, pero con mucha cortesía. Don Quijote le devolvió el saludo con la misma cortesía, y, apeándose de
Rocinante, con airoso porte y agilidad, le abrazó y le estrechó entre sus
brazos, como si de siempre le hubiera conocido. El otro, a quien podemos llamar
el Roto de la Mala Figura —como a don Quijote el de la Triste—, después de
haberse dejado abrazar, le apartó un poco de sí, y, puestas sus manos en los
hombros de don Quijote, le estuvo mirando, para ver si le conocía; no menos
admirado quizá de ver la figura, talle y armas de don Quijote, que don Quijote
lo estaba de verle a él. En resolución, el primero que habló después del
abrazamiento fue el Roto, y dijo lo que se dirá adelante.
NOTAS:
51. La Santa Hermandad a los condenados a muerte los ejecutaba
asaetándolos.
52. Viso del Marquén, en Ciudad Real.
53. Casaca o jubón e piel
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