miércoles, 27 de septiembre de 2017

D. QUIJOTE PARA TODOS.




Capítulo XXII. De la libertad que dio don Quijote a muchos desdichados que, mal de su grado, los llevaban donde no quisieran ir.

                                                  
Cuenta Cide Hamete Benengeli, autor arábigo y manchego, en esta gravísima, altisonante, minuciosa y nunca vista e imaginada historia que, después del coloquio que mantuvieron el famoso don Quijote de la Mancha y Sancho Panza, su escudero, sucedió lo que se dijo al final del capítulo anterior, que don Quijote alzó los ojos y vio que por el camino que llevaban venían hasta doce hombres a pie, ensartados, como cuentas, en una gran cadena de hierro por los cuellos, y todos con con las manos esposadas. Venían asimismo con ellos dos hombres de a caballo y dos de a pie; los de a caballo, con escopetas de rueda,( 44)  y los de a pie, con dardos( lanzas cortas) y espadas; y que así como Sancho Panza los vio, dijo:

   Ésta es cadena de galeotes, gente forzada del rey, que va a las galeras.
¿Cómo gente forzada? —preguntó don Quijote—. ¿Es posible que el rey haga fuerza a ninguna gente?

   No digo eso —respondió Sancho—, sino que es gente que, por sus delitos, va condenada a servir al rey en las galeras de por fuerza.

   En resolución —replicó don Quijote—, comoquiera que ello sea, esta gente, aunque los llevan, van forzados y no por su voluntad.

   Así es —dijo Sancho.

   Pues de esa manera —dijo su amo—, aquí encaja la ejecución de mi oficio: deshacer fuerzas y socorrer y ayudar a los miserables.

   Advierta vuestra merced —dijo Sancho— que la justicia, que es el mismo rey, no hace fuerza ni agravio a semejante gente, sino que los castiga en pena de sus delitos.

Llegó, en esto, la cadena de los galeotes, y don Quijote, con muy corteses razones, pidió a los guardianes que le informaran y le dijeran la causa, o causas, por las que llevaban a aquella gente de aquella manera. Uno de los guardianes de a caballo respondió que eran galeotes, gente de Su Majestad que iba a galeras, y que no había más que decir, ni él tenía más que saber (que a él no le importaba).

   Con todo eso —replicó don Quijote—, querría saber los delitos de los que se acusa a cada uno, añadiendo otras razones tan comedidas que movieron a compasion a uno de los guardias de a caballo que le dijo:   

       Aunque llevamos aquí la causa y el certificado  de las sentencias de cada uno de estos desdichados, no  es el momento de detenernos a sacarlas ni a leerlas; pregunte vuestra merced a ellos mismos, que se las digan, si quieren, que sí querrán, porque es gente a la que le gusta presumir de sus bellaquerías.

Con esta licencia, que don Quijote habría tomado, aunque no se la dieran, se llegó a la cadena, y al primero le preguntó que por qué pecados iba de tan mala manera.  Él le respondió que por enamorado iba  así
. — ¿Por eso nada más? —replicó don Quijote—. Pues, si por enamorados echan a galeras, haría ya tiempo que pudiera yo estar bogando en ellas.

No son los amores como los que vuestra merced piensa —dijo el galeote—; que los míos fueron que quise tanto a una canasta de ropa limpia, casi toda blanca, que la abracé conmigo tan fuertemente que, a no quitármela la justicia por fuerza, aún la tendría. Fue in fraganti (en el momento de cogerla), no hizo falta que me atormentaran; se terminó la causa, dándome cien azotes en las espaldas,  y por añadidura tres años de gurapas, y así acabó la cosa.

     --- ¿Qué son gurapas? —preguntó don Quijote.

   Gurapas son galeras —respondió el galeote.
El cual era un mozo de veinticuatro años, que dijo que era natural de Piedrahíta.Lo mismo preguntó don Quijote al segundo, el cual no respondió palabra, por lo  triste y malencónico que iba; pero respondió por él el primero, y dijo:

   Éste, señor,  va por canario; digo, por músico y cantor.

   Pues, ¿cómo —repitió don Quijote—, por músicos y cantores van también a galeras?

   Sí, señor —respondió el galeote—, que no hay peor cosa que cantar en el ansia ( en el tormento).

   Antes, he oído yo decir —dijo don Quijote— que quien canta sus males espanta.

   Aquí es al revés —dijo el galeote—, que quien canta una vez llora toda la vida.

   No lo entiendo —dijo don Quijote. Pero un de los guardianes le dijo:
   Señor caballero, cantar en el ansia se dice, entre esta gente de mal vivir, confesar en el tormento. A este pecador le dieron tormento y confesó su delito, que era ser cuatrero, que es ser ladrón de bestias, y, por haber confesado, le condenaron por seis años a galeras, además de a doscientos azotes que ya lleva en las espaldas. Y va siempre pensativo y triste, porque los demás ladrones que allá quedan y aquí van le maltratan y aniquilan, y escarnecen y tienen en poco, porque confesó y no tuvo ánimo de decir nones. Porque dicen ellos que tantas letras tiene un no como un sí, y que harta ventura tiene un delincuente, que está en su lengua su vida o su muerte, y no en la de los testigos ni en las  pruebas; y pienso que no están muy equivocados.

   Y yo lo entiendo así —respondió don Quijote, que siguió preguntando al tercero lo mismo que a los anteriores; el cual  con mucho desparpajo, respondió y dijo:
                                                                                         
   Yo voy por cinco años a las señoras gurapas por faltarme diez ducados (45).
    Yo daré veinte de muy buena gana —dijo don Quijote— por libraros de esta  pesadumbre.
   Eso me parece —respondió el galeote— como quien tiene dineros en mitad del golfo (en alta mar) y se está muriendo de hambre, sin tener adonde comprar lo que necesita. Lo dígo porque si a su tiempo hubiera tenido esos veinte ducados que vuestra merced ahora me ofrece, habría sobornado al escribano y avivado el ingenio del procurador, y ahora estaría en mitad de la plaza de Zocodover, de Toledo, y no en este camino, encadenado como galgo; pero Dios es grande: paciencia y basta.

Pasó don Quijote al cuarto, que era un hombre de venerable rostro con una barba blanca que le pasaba del pecho; el cual, al oir  preguntar por la causa por la que allí venía, comenzó a llorar y no respondió palabra; mas el quinto condenado le sirvió de lengua, y dijo:

   Este hombre honrado va por cuatro años a galeras, después de pasar por  las calles  vestido en pompa y a caballo. (rodeado del verdugo y montado en un asno)

   Eso es —dijo Sancho Panza—, a lo que a mí me parece, haber salido a la vergüenza. (que lo habían sacado por las calles para que el pueblo se burlara de él)

   Así es —replicó el galeote—; y la culpa por la que le dieron esta pena es por haber sido corredor de oreja , y aun de todo el cuerpo  En efecto, quiero decir que este caballero va por alcahuete, y por tener asi mismo indicios   de hechicero.

   A no haberle añadido esos indicios  —dijo don Quijote—, por solamente el alcahuete limpio, no merecía él ir a bogar en las galeras, sino a mandarlas y a ser general de ellas; porque el oficio de alcahuete, lo es de discretos y muy necesario en una sociedad  bien ordenada, y que no lo debía ejercer sino gente muy bien nacida; y aun había de haber veedor (inspector)  y examinador de los tales, como le hay de los demás oficios, con plazas limitadas, como corredores de lonja; y desta manera se evitarían muchos males causados por ejercer este oficio y ejercicio  gente idiota (sin preparación) y de poco entendimiento, como son mujercillas de poco más a menos, pajecillos y truhanes de pocos años y de poca experiencia, que, en un asunto importante no saben que hacer.
Quisiera pasar adelante y dar las razones de porqué es conveniente selecionar a los que han de dedicarse a este oficio tan necesario, pero no es este el lugar apropiado para ello: algún día lo diré a quien le corresponda y lo pueda hacer.
Sólo digo ahora que la pena que me ha causado ver estas blancas canas y este rostro venerable en tanta fatiga, por alcahuete, me la ha quitado el adjunto( añadido) de ser hechicero; aunque bien sé que no hay hechizos en el mundo que puedan mover y forzar la voluntad, como algunos ingenuos piensan; que es libre nuestro albedrío, y no hay hierba ni encanto que le fuerce. Lo que suelen hacer algunas mujercillas simples y algunos embusteros bellacos es algunas misturas y venenos con que vuelven locos a los hombres, dando a entender que tienen fuerza para enamorar, siendo, como digo, cosa imposible forzar la voluntad.
 — Así es —dijo el buen viejo—, y, en verdad, señor, que si en lo de hechicero  no tuve culpa; en lo de alcahuete, no lo pude negar. Pero nunca pensé que hacía mal en ello: que toda mi intención era que todo el mundo se holgase (divirtiese) y viviese en paz y quietud, sin pendencias ni penas; pero no me aprovechó nada este buen deseo para dejar de ir de adonde no espero volver, según me cargan los años y un mal de orina que llevo, que no me deja reposar un rato.

Y aquí volvió a su llanto; y  Sancho tuvo tanta compasion,  que sacó un real de a cuatro del seno (pecho) y se le dio de limosna.

Pasó adelante don Quijote, y preguntó a otro su delito, el cual respondió con mucha más gallardía que el anterior:

— Yo voy aquí porque abuse en exceso de dos primas hermanas mías, y de otras dos hermanas que no lo eran mías; finalmente, tanto abuse y me burlé de todas, que la burla hizo crecer la familia, tan complicadamente que no hubo nadie que se hiciera responsable. Se probó todo contra mí, no tuve defensor, ni tuve dineros, me ví a punto de ser ahorcado y me sentenciaron a galeras por seis años, reconociendo mi culpa; pero soy mozo y tengo toda una vida por delante para poder salir de ellas. Si vuestra merced, señor caballero, lleva alguna cosa con que socorrer a estos pobretes, Dios se lo pagará en el cielo, y nosotros en la tierra pediremos a Dios en nuestras oraciones por la vida y salud de vuestra merced, que sea tan larga y tan buena como su buena presencia merece. Éste vestía hábito de estudiante (46), y dijo uno de los guardianes que era gran hablador, agradable y astuto..

Detras de todos éstos, venía un hombre de unos  treinta años, de muy buen parecer, pero un poco  bizco de los dos ojos. Venía atado de forma diferente a los demás, porque traía una cadena al pie, tan grande que se la liaba por todo el cuerpo, y dos argollas a la garganta, una en la cadena, y la otra de las que llaman guardaamigo o piedeamigo(47), de la cual decendían dos hierros que llegaban a la cintura, en los que había dos esposas, donde llevaba las manos, cerradas con un grueso candado, de manera que ni con las manos podía llegar a la boca, ni podía bajar la cabeza para llegar a las manos.
Preguntó don Quijote que cómo iba aquel hombre mucho más encadenado que los otros. Respondió el vigilante  que porque él solo tenía más delitos que todos los otros juntos, y que era tan atrevido y tan bellaco (malo, pícaro..) que, aunque le llevaban de aquella manera, no estaban seguros de que se pudiera escapar.
¿Qué delitos puede tener —dijo don Quijote—, si no ha merecido más pena que echarle a las galeras?
   Va por diez años —replicó el guardián—, que es como condenado a muerte. Este buen hombre es el famoso Ginés de Pasamonte, que por otro nombre llaman Ginesillo de Parapilla.

Señor comisario —dijo entonces el galeote—, váyase poco a poco, y no andemos ahora a deslindar nombres y sobrenombres. Ginés me llamo y no Ginesillo, y Pasamonte es mi alcurnia (linaje), y no Parapilla, como dice vuestra merced; y que cada uno se ocupe de lo suyo y no de lo de los demás. Hable con menos arrogancia —replicó el comisario—, señor ladrón de marca mayor, si no quiere que le haga callar, mal que le pese.

   Bien parece —respondió el galeote— que  el hombre va como Dios quiere, no como él quisiera , pero algún día sabrá alguno si me llamo Ginesillo de Parapilla o no. — Pues, ¿no te llaman así, embustero? —dijo el vigilante.

   Sí me llaman —respondió Ginés—, pero yo haré que no me lo llamen y pelearé como sea para conseguirlo. Señor caballero, si tiene algo que darnos, dénoslo ya, y vaya con Dios, que ya enfada con tanto querer saber vidas ajenas; y si la mía quiere saber, sepa que yo soy Ginés de Pasamonte, cuya vida está escrita por estos pulgares.

   Dice verdad —dijo el comisario—: que él mismo ha escrito su historia, y no hay más que decir que deja empeñado el libro en la cárcel en docientos reales.
    Y lo pienso desempeñar —dijo Ginés—, aunque quedara en docientos ducados.
   ¿Tan bueno es? —dijo don Quijote.

   Es tan bueno —respondió Ginés— que supera al Lazarillo de Tormes y a todos cuantos los que de su género se han escrito o se  escriban ( se refiere a la novela  Picaresca). Lo que le sé decir a vuestra merced es que trata de verdades, y que son verdades tan lindas y tan donosas (graciosas) que no puede haber mentiras que se le igualen.

   ¿Y cómo se titula el libro? —preguntó don Quijote.

   La vida de Ginés de Pasamonte —respondió.

   ¿Y está acabado? —preguntó don Quijote.

   ¿Cómo puede estar acabado —respondió él—, si aún no está acabada mi vida? Lo que está escrito es desde mi nacimiento hasta el momento en que esta última vez me han echado en galeras.

   Luego, ¿otra vez habéis estado en ellas? —dijo don Quijote.

   Para servir a Dios y al rey, otra vez he estado cuatro años, y ya sé a qué sabe el bizcocho y el corbacho (48) —respondió Ginés—; y no me pesa mucho de ir a ellas, porque allí tendré tiempo de acabar mi libro, que me quedan muchas cosas que decir, y en las galeras de España hay mas sosiego de aquel que sería menester, aunque no es menester mucho más para lo que yo tengo que escribir, porque me lo sé de coro (memoria).

     ---  Hábil pareces —dijo don Quijote.

   Y desdichado —respondió Ginés—; porque siempre las desdichas persiguen al buen ingenio.
   Persiguen a los bellacos —dijo el comisario.

   Ya le he dicho, señor comisario —respondió Pasamonte—, que se vaya poco a poco, que aquellos señores no le dieron esa vara para que maltratase a los pobretes que aquí vamos, sino para que nos guiase y llevase adonde Su Majestad manda. Si no, ¡por vida de...! ¡Basta!, que podría ser que saliesen algún día las injusticias que se cometieron en la venta; y todo el mundo calle, y viva bien, y hable mejor y caminemos, que ya es mucho regodeo éste.

Alzó la vara en alto el comisario para dar a Pasamonte en respuesta de sus amenazas, mas don Quijote se puso en medio y le rogó que no le maltratase, pues no era mucho que quien llevaba tan atadas las manos tuviese algún tanto suelta la lengua. Y, volviéndose a todos los de la cadena, dijo: — De todo cuanto me habéis dicho, queridos hermanos, he sacado en limpio que, aunque os han castigado por vuestras culpas, las penas que vais a padecer no os dan mucho gusto, y que vais a ellas muy de mala gana y  contra vuestra voluntad; y que podría ser que el poco ánimo que aquél tuvo en el tormento, la falta de dineros de éste, el poco favor del otro y, finalmente, el torcido juicio del juez, hubiese sido causa de vuestra perdición y de no haber salido con la justicia que de vuestra parte teníais. Todo lo cual se me viene a la memoria de manera que me está diciendo, persuadiendo y aun forzando que muestre con vosotros la causa para la que el cielo me arrojó al mundo, y me hizo profesar en él la orden de caballería que profeso, y el voto que en ella hice de favorecer a los menesterosos y oprimidos de los poderosos.
Pero, porque sé que una de las partes de la prudencia es que lo que se puede hacer  bien no se haga mal, quiero rogar a estos señores guardianes y comisario tengan a bien desataros y dejaros ir en paz, que no faltarán otros que sirvan al rey en mejores ocasiones; porque me parece muy duro hacer esclavos a los que Dios y la naturaleza hizo libres. Cuanto más, señores guardianes—añadió don Quijote—, que estos pobres no han cometido nada contra vosotros. Que cargue cada uno con su pecado; Dios hay en el cielo, que no se descuida de castigar al malo ni de premiar al bueno, y no está bien que los hombres honrados sean verdugos de los otros hombres, no yéndoles nada en ello. Pido esto con esta mansedumbre y sosiego, porque tenga, si lo cumplís, algo que agradeceros; y, si de grado no lo haceis, esta lanza y esta espada, con el valor de mi brazo, harán que lo hagáis por fuerza.

  ¡Vaya tontería! —respondió el comisario— ¡Menuda ocurrencia con  la que nos sale al final! ¡ A los condenados del rey quiere que les dejemos, como si tuviéramos autoridad para soltarlos o él la tuviera para mandárnoslo! Váyase vuestra merced, señor, en buena hora, siga su camino y enderécese ese bacín que trae en la cabeza, y no ande buscando tres pies al gato.
     — ¡Vos sois el gato, y el ratón, y el bellaco! —respondió don Quijote.
 Y, diciendo y haciendo, arremetió contra él con tal rapidez que, sin darle tiempo a defenderse, dio con él en el suelo, malherido de una lanzada; y tuvo la suerte que este era el de la escopeta. Los demás guardianess quedaron atónitos y asombrados por el inesperado ataque; pero, reponiéndose, los de a caballo cogieron sus espadas, y los de a pie  sus dardos, y arremetieron a don Quijote, que con mucho sosiego los aguardaba; y, a no ser porque los galeotes aprovecharon la ocasion para librarse de las cadenas lo hubiera pasado mal. Se formó tal alboroto que los guardianes  que queriendo impedir que los galeotes se desataran y atacar a don quijote, no hicieron nada por ayudar a su comapañero caído. Por su parte, Sancho ayudó a Ginés de Pasamonte a librarse de las cadenas y siendo el primero que se unió a la lucha libre y desembarazado, y, arremetiendo al comisario caído, le quitó la espada y la escopeta, con la cual, apuntando al uno y señalando al otro, sin dispararla jamás, no quedó guardián en todo el campo, porque se fueron huyendo, así de la escopeta de Pasamonte como de las muchas pedradas que los ya sueltos galeotes les tiraban. Entristecióse mucho Sancho de este suceso, porque se le representó que los que iban huyendo habían de dar noticia del caso a la Santa Hermandad, la cual, al repicar la campana, saldría a buscar a los delincuentes, y así se lo dijo a su amo, y le rogó que se fueran rápidamente de allí y  se ocultasen en la sierra cercana.

Bien está eso —dijo don Quijote—, pero yo sé lo que ahora conviene que se haga.
Y., llamando a todos los galeotes, que andaban alborotados y habían despojado al comisario hasta dejarle en cueros, se le pusieron todos a la redonda para ver lo que les mandaba, y así les dijo:

  De gente bien nacida es agradecer los beneficios que reciben, y uno de los pecados que más a Dios ofende es la ingratitud. Lo dígo porque ya habéis visto, el que de mí habéis recibido; en pago del cual querría, y es mi voluntad, que, cargados de esa cadena que quité de vuestros cuellos, os pongáis en camino y vayais a la ciudad del Toboso, y allí os presentéis ante la señora Dulcinea del Toboso y le digáis que su caballero, el de la Triste Figura, os  envía para rendirle pleitesía, y le contéis, punto por punto, todo lo que ha ocurrido en esta famosa aventura hasta poneros en la deseada libertad; y, hecho esto, os podréis ir donde querais, a la buena ventura.

Respondió por todos Ginés de Pasamonte, y dijo:
0dv
 --- Lo que vuestra merced nos manda, señor y libertador nuestro, es imposible cumplirlo, porque no podemos ir juntos por los caminos, sino solos y divididos, y cada uno por su parte, procurando esconderse bien para que la Santa Hermandad no nos encuentre porque, sin duda alguna, ha de salir en nuestra busca. Lo que vuestra merced puede hacer, y es justo que haga, es cambiar ese servicio y tributo de la señora Dulcinea del Toboso en alguna cantidad de avemarías y credos, que nosotros diremos por la intención de vuestra merced; y ésta es cosa que se podrá cumplir de noche y de día, huyendo o reposando, en paz o en guerra; pero pensar que hemos de volver ahora, a tomar nuestra cadena y a ponernos en camino del Toboso, es pensar que es ahora de noche, que aún no son las diez del día, y pedirnos eso a nosotros eso como pedir peras al olmo.
  Pues ¡voto a tal! (os aseguro) —dijo don Quijote, ya puesto en cólera—, don hijo de la puta, don Ginesillo de Paropillo, o como os llamáis, que habéis de ir vos solo, rabo entre piernas, con toda la cadena a cuestas.

Pasamonte, que no tenía mucha paciencia, estando ya enterado de la locura de don Quijote, pues tal disparate había cometido como el de querer darles libertad, viéndose tratar de aquella manera, guiñó el ojo a los compañeros, y, apartándose, comenzaron a llover tantas piedras sobre don Quijote, que no podia cubrirse con la rodela; y el pobre de Rocinante no hacía más caso de la espuela que si fuera hecho de bronce. Sancho se puso tras su asno, y con él se defendía de la nube y pedrisco que sobre los dos llovía.
No se pudo escudar tan bien don Quijote como para evitar que no le acertasen no sé cuántos guijarros en el cuerpo, con tanta fuerza que dieron con él en el suelo; y apenas hubo caído, cuando fue sobre él el estudiante y le quitó la bacía de la cabeza, y diole con ella tres o cuatro golpes en las espaldas y otros tantos en la tierra, con que la hizo pedazos. Le quitáron una ropilla (49) que llevaba sobre las armas, y le hubieran quitado también las medias calzas si las grebas(50) no lo estorbaran. A Sancho le quitaron el gabán, y, dejándole en pelota, se repartierron  los demás despojos de la batalla y se fueron cada uno por su parte, con más cuidado de escaparse de la Hermandad, a la que temían, que de cargarse de la cadena e ir a presentarse ante la señora Dulcinea del Toboso.

Solos quedaron jumento y Rocinante, Sancho y Don Quijote; el jumento, cabizbajo y pensativo, sacudiendo de cuando en cuando las orejas, pensando que aún no había cesado la borrasca de las piedras, que le perseguían los oídos; Rocinante, tendido junto a su amo, que también vino al suelo de otra pedrada; Sancho, en pelota y temeroso de la Santa Hermandad; don Quijote, mohinísimo (muy disgustado y enojado) de verse tan malparado por los mismos a quien tanto bien había hecho.

NOTAS:

44. Llamada así, porque al chocar una rueda contra el pedernal , producía una chispa .
45. El ducado era la moneda en la época de los Reyes Católicos y valía once reales y un maravedí. Éste era una moneda de pocio valor.
46. Con sotana, manteo y bonete negros.
47. Un instrumento de hierro parecido a una horquilla, que sujeta la barba e impide bajar la cabeza y ocultar el rostro  
48. El bizcocho era el pan dos veces cocido para que durase más en las travesías marítimas; el corbacho era el látigo con el que azotaban a los remeros.
49. Vestidura corta con mangas que se vestía ajustada al cuerpo sobre el jubón (prenda de vestir con o sin mangas, que cubre hasta la cintura) 
50. Pieza de la armadura que cubría las piernas desde la rodilla hasta el comienzo del pie




                  






miércoles, 20 de septiembre de 2017

D. QUIJOTE PARA TODOS





CAPÍTULO XXI.  Que trata de la alta aventura y rica ganancia del yelmo de Mambrino, con otras cosas sucedidas a nuestro invencible caballero


          En esto, comenzó a llover un poco, y quiso Sancho  que  entraran en el molino de los batanes; pero don Quijote le había cogido tal aborrecimiento, por la pesada burla, que de ninguna manera consintió entrar; y así, torciendo el camino de la derecha, encontraron  otro como el que habían llevado el día de antes.

          De allí a poco, descubrió don Quijote un hombre a caballo, que traía en la cabeza una cosa que relumbraba como si fuera de oro, y cuando apenas le hubo visto, se volvió a Sancho y le dijo:

   Me parece, Sancho, que no hay refrán que no sea verdadero, porque todos son sentencias sacadas de la misma experiencia, madre de  todas las ciencias, especialmente aquel que dice: "Donde una puerta se cierra, otra se abre".
Lo digo porque si anoche se nos cerró la puerta de la aventura que buscábamos, engañándonos con los batanes, ahora nos abre de par en par otra, para otra mejor y más cierta aventura; que si yo no acertare a entrar por ella, mía será la culpa, sin que se la pueda achacar a los malditos batanes ni a la oscuridad de la noche. Digo esto porque, si no me engaño, viene hacia nosotros  uno que trae puesto en su cabeza  el yelmo de Mambrino, sobre el que yo hice el juramento que sabes.

   Mire vuestra merced bien lo que dice, y mejor lo que hace —dijo Sancho—, que no querría que fuesen otros batanes que nos acabasen de abatanar y aporrear el sentido.

   ¡ Que te lleve el diablo! —replicó don Quijote—. ¿En qué se parece un yelmo a los batanes ?

   No sé nada —respondió Sancho—; pero si yo pudiera hablar tanto como solía, quizá diera tales razones que vuestra merced viera que se engañaba en lo que dice.

   ¿Cómo me puedo engañar en lo que digo, traidor escrupuloso? —dijo don Quijote—. Dime, ¿no ves aquel caballero que hacia nosotros viene, sobre un caballo rucio rodado (de color pardo claro), que trae puesto en la cabeza un yelmo de oro? —
   Lo que yo veo y y distingo —respondió Sancho— no es sino un hombre sobre un asno pardo, como el mío, que trae sobre la cabeza una cosa que relumbra.
    — Pues ése es el yelmo de Mambrino —dijo don Quijote—. Échate a un lado y déjame con él a solas: verás que sin hablar palabra, para no perder tiempo, concluyo esta aventura y queda por mío el yelmo que tanto he deseado.

   De eso tendré buen cuidado  —replicó Sancho—, mas quiera Dios, tornó a decir, que orégano sea, y no batanes. (41)

   Ya os he dicho, hermano, que no me mentéis, ni por pienso, más eso de los batanes —dijo don Quijote—; que voto..., y no digo más, que os batanee el alma.

Calló Sancho, por  temor a que su amo  cumpliese  su amenaza.

El caso es, que lo que don Quijote veía como yelmo, caballo y caballero no era otra cosa que  en aquel contorno había dos lugares, el uno tan pequeño que ni tenía botica ni barbero, y el otro, que estaba cerca sí; y así, el barbero del mayor servía al menor, en el cual tuvo necesidad un enfermo de sangrarse y otro de hacerse la barba, para lo cual venía el barbero, y traía una bacía de azófar (latón); y quiso la suerte que, al tiempo que venía, comenzó a llover, y, porque no se le manchase el sombrero, que debía de ser nuevo, se puso la bacía sobre la cabeza; y, como estaba limpia, desde media legua relumbraba. Venía sobre un asno pardo, como Sancho dijo, y ésta fue la ocasión que a don Quijote le pareció caballo rucio rodado, y caballero, y yelmo de oro; que todas las cosas que veía, con mucha facilidad las acomodaba a sus desvariadas caballerías y malandantes pensamientos. Y cuando él vio que el pobre caballero llegaba cerca, sin ponerse con él en razones, a todo correr de Rocinante le enristró con el lanzón bajo, llevando intención de pasarle de parte a parte; mas cuando a él llegaba, sin detener la furia de su carrera, le dijo:

   ¡Defiéndete, miserable criatura, o entrégame por las buenas  lo que con tanta razón se me debe!

El barbero, que, tan sin pensarlo ni temerlo, vio venir aquel fantasma contra él, no tuvo otro remedio, para poder guardarse del golpe de la lanza, que dejarse caer del asno; y apenas hubo tocado el suelo, se levantó más ligero que un gamo y comenzó a correr por aquel llano tan deprisa que ni el viento lo alcanzaría .Dejó la bacía en el suelo, con lo cual se contentó don Quijote, y dijo que el infiel había sido discreto y que había imitado al castor, el cual, viéndose acosado por los cazadores, se arrranca y corta con los dientes aquéllo por lo que él, por instinto natural, sabe que es perseguido. Mandó a Sancho que alzase el yelmo, el cual, tomándola en las manos, dijo:

   Por Dios, que la bacía es buena y que vale un real de a ocho (ocho reales de plata) como un maravedí.(moneda de aquella época)

Y, dándosela a su amo, se la puso luego en la cabeza, haciéndola girar para que le encajara; y como no podia, dijo:

— Sin duda que el infiel, a cuya medida se hizo esta famosa celada, debía de tener muy grande la cabeza, y lo peor es que le falta la mitad. Cuando Sancho oyó llamar a la bacía celada, no pudo contener la risa; pero acordándose de la cólera de su amo se contuvo.

. — ¿De qué te ríes, Sancho? —dijo don Quijote.

      ----  Me rio —respondió él— de considerar la gran cabeza que tenía el infiel dueño deste yelmo, que más parece una  bacía de barbero.  


---- ¿Sabes qué imagino, Sancho? Que esta famosa pieza de este encantado yelmo, por algún extraño accidente, vino a parar a manos de quien no supo conocer ni estimar su valor, y, sin saber lo que hacía, viéndola de oro purísimo, debió  fundir la otra mitad para aprovecharse de su valor, y de la otra mitad hizo ésta, que parece bacía de barbero, como tú dices. Pero, sea lo que fuere; que para mí que la conozco no hace al caso su cambio; que yo la arreglaré en el primer lugar donde haya herrero, y de tal manera que aventaje la que hizo y forjó el dios de los herreros (Vulcano) para el dios de la Guerra (Marte); y, mientras la llevaré como está que más vale algo que nada y puede evitarme alguna pedrada. 
   Eso será —dijo Sancho— si no se tira con honda, como se tiraron en la pelea de los dos ejércitos, cuando le arrancaron a vuestra merced las muelas y le rompieron la aceitera donde llevaba aquel dichoso brebaje que me hizo vomitar las asaduras.(las entrañas)
   No me da mucha pena el haberle perdido, que ya sabes tú, Sancho —dijo don Quijote—, que yo tengo la receta en la memoria.

   También la tengo yo —respondió Sancho—, pero si lo hiciera no lo probaría, aunque me estuviera muriendo. Pero no pienso ponerme en ocasión de necesitarlo, porque pienso guardarme con todos mis cinco sentidos de ser herido ni de herir a nadie. De lo del ser otra vez manteado, no digo nada, que semejantes desgracias mal se pueden prevenir, y si vienen, no hay que hacer otra cosa sino encoger los hombros, detener el aliento, cerrar los ojos y dejarse ir por donde la suerte y la manta nos llevare.

   Mal cristiano eres, Sancho —dijo, oyendo esto, don Quijote—, porque nunca olvidas la injuria que una vez te han hecho; pues has de saber que es de pechos nobles y generosos no hacer caso de niñerías. ¿Qué pie sacaste cojo, qué costilla quebrada, qué cabeza rota, para que no se te olvide aquella burla?
Que, bien mirado, broma y pasatiempo fue; que, a no entenderlo yo así,  hubiera vuelto allá y hubiera hecho en tu venganza más daño que el que hicieron los griegos por la secuestrada Elena. La cual, si viviera en este tiempo, o mi Dulcinea  en aquél, pudiera estar segura que no tuviera tanta fama de hermosa como tiene.
Y aquí dio un suspiro, y le puso en las nubes. Y dijo Sancho:

   Como  burla puede pasar, pero lo que dice de la venganza no me lo creo; pero yo sé de qué calidad fueron las veras y las burlas, y sé también que no se me caerán de la memoria, como nunca se quitarán de las espaldas. Pero, dejando esto aparte, dígame vuestra merced qué haremos de este caballo rucio rodado, que parece asno pardo, que dejó aquí desamparado aquel Martino (Sancho confunde Martino por Mambrino) que vuestra merced derribó; que, según él puso los pies en polvorosa y cogió las de Villadiego, no parece que quiere volver a recogerlol jamás; y ¡por mis barbas, que es bueno el rucio!

   Nunca acostumbro —dijo don Quijote— despojar a los que venzo, ni es uso de caballería quitarles los caballos y dejarlos a pie, a no  ser que el vencedor hubiese perdido en la pendencia el suyo; que, en tal caso, lícito es

tomar el del vencido, como ganado en guerra lícita. Así que, Sancho, deja ese caballo, o asno, o lo que tú quisieres que sea, que, cuando su dueño nos vea alejados de aquí, volverá por él.

   Dios sabe si quisiera llevárselo —replicó Sancho—, o, por lo menos, cambiarlo por este mío, que no me parece tan bueno. Verdaderamente que son estrechas las leyes de caballería, pues no  autotizan cambiar un asno por otro; y querría saber si podría,al menos, cambiar los aparejos.

   En eso no estoy muy seguro —respondió don Quijote—; y, en caso de duda, hasta estar mejor informado, digo que los cambies, si es que tienes mucha necesidad de ellos.

   Tanta es —respondió Sancho— que los ncesito como si fueran para mi misma persona. Y luego, habilitado con aquella licencia, hizo mutatio caparum  (cambió de tema) y puso su jumento a las mil lindezas, dejándole muy mejorado. Hecho esto, almorzaron de las sobras de la acémila que habían saqueado, bebieron del agua del arroyo de los batanes, sin volver la cara a mirarlos: tal era el aborrecimiento que les tenían por el miedo que les habían hecho pasar.

Calmadas ya la cólera y  malenconía, subieron a caballo, y, sin preocuparse del camino a tomar,  por ser muy de caballeros andantes el no tomar ninguno concreto, se pusieron a caminar por donde la voluntad de Rocinante quiso, que se llevaba tras sí la de su amo, y aun la del asno, que siempre le seguía por dondequiera que guiaba, en buen amor y compañía. Con todo esto, volvieron al camino real y siguieron por él a la ventura, sea cual fuere ésta.

Yendo, pues, así caminando, dijo Sancho a su amo:

   Señor, ¿quiere vuestra merced darme licencia para hablar un poco con vos? Que, después que me impuso la dura  orden del silencio, se me han olvidado más de cuatro cosas y una sola que ahora tengo en la punta de la lengua no querría que se malograse.

   Dila —dijo don Quijote—, y sé breve en tus razonamientos, que ninguno hay gustoso si es largo.

Digo, pues, señor —respondió Sancho—, que, de algunos días a esta parte, he considerado lo poco que se gana y se obtiene de andar buscando estas aventuras que vuestra merced busca por estos desiertos y encrucijadas de caminos, que aunque se venzan y acaben las más peligrosas, nadie las ve ni conoce quedando en secreto, lo que va en perjuicio de la intención de vuestra merced y de lo que ellas merecen. Y así, me parece que sería mejor, salvo el mejor parecer de vuestra merced, que nos fuésemos a servir a algún emperador, o a otro príncipe grande que tenga alguna guerra, en cuyo servicio vuestra merced muestre el valor de su persona, sus grandes fuerzas y mayor entendimiento; que, visto esto por el señor a quien sirviéremos, por fuerza nos ha de remunerar, a cada cual según sus méritos, y allí no faltará quien ponga en escrito las hazañas de vuestra merced, para perpetua memoria. De las mías no digo nada, pues no han de salir de los límites escuderiles; aunque sí decir que, si se usa en la caballería escribir hazañas de escuderos, que no pienso que dejen de contarse y escribirse también las mías.
No dices mal, Sancho —respondió don Quijote—; pero antes hay que andar por el mundo buscando  aventuras y acabarlas con éxito para adquirir nombre y fama para que cuando el caballero llegue a la corte de algún monarca, sea ya conocido por sus hechos;  y que, apenas los muchachos lo vean entrar en la ciudad, lo sigan gritando: ''Éste es el Caballero del Sol'', o de la Sierpe, o del nombre  con el que hubiere realizado las grandes hazañas. Y así viendo al caballero y conociéndole por sus armas o por el lema de su escudo, ordenará a sus caballeros que salgan a recibir a la flor de la caballería, que allí viene!'' A cuyo mandamiento saldrán todos, y él llegará hasta la mitad de la escalera, y le abrazará estrechísimamente, y le dará paz besándole en el rostro; y luego le llevará por la mano al aposento de la señora reina, adonde el caballero la hallará con la infanta, su hija, que ha de ser una de las más hermosas y perfectas doncellas que sera difícil encontrar otra igual en toda la Tierra.  Desde allí le llevarán, sin duda, a algún cuarto del palacio, ricamente aderezado, donde, habiéndole quitado las armas, le traerán un rico manto de escarlata con que se cubra; y si bien le pareció armado, tan bien y mejor le  parecerá en farseto (ropa interior). Venida la noche, cenará con el rey, la reina y la infanta, sin quitar los ojos de ella, y haciendo ella lo mismo. Y aquella noche se despedirá de su señora la infanta por las rejas de un jardín, que cae en el aposento donde ella duerme, por las cuales ya otras muchas veces le había hablado, siendo medianera y sabidora de todo una doncella de quien la infanta mucho se fiaba. Suspirará él,  se desmayará ella, traerá agua la doncella, teniendo cuidado de que no sean descubiertos al venir la mañana y así defender la honra de su señora.
Se entristecerá mucho porque viene la mañana, y no querría que fuesen descubiertos, por la honra de su señora.
Finalmente, la infanta volverá en sí y dará sus blancas manos por la reja al caballero, el cual se las besará mil y mil veces y se las bañará en lágrimas. Concertarán la forma en la que se comunicarán las buenas o malas noticias, y la princesa le pedirá que no tarde mucho en volver;  se lo prometerá  él con muchos juramentos; tornará y  besará sus manos, y se despedirá con tanta pena que sentirá morir. Se va a su aposento, se acuesta en la cama pero no puede dormir por el dolor que le causa su marcha, se levanta muy temprano y  va a despedirse del rey, de la reina y de la infanta; al despedirse de los reyes, éstos le dicen que  la infanta no se encuentra bien y que no puede recibir visitas; el caballero piensa que es por la pena de su partida, se le parte el corazón, y a punto está de descubrir su pena. Está la doncella medianera delante, toma nota de todo y se lo cuenta a su señora, la cual la recibe con lágrimas y le dice que una de las mayores penas que tiene es no saber quién sea su caballero, y si es de linaje de reyes o no; le asegura la doncella que  tanta cortesía, gentileza y valentía como la de su caballero es propio de persona  real;  con esto se consuela  la apenada infanta; procurando animarse, para que sus padres no se den cuenta de su pena, y, al cabo de dos días, vuelve a salir  en público. Ya se ha ido el caballero: pelea en la guerra, vence al enemigo del rey, gana muchas ciudades, triunfa de muchas batallas, vuelve a la corte, ve a su señora por donde acostumbraba, conciertan que la pida a su padre por mujer en pago de sus servicios.E l rey no se la quiere dar, porque no sabe quién es; pero, con todo esto, o robada o de otra cualquier suerte que sea, la infanta viene a ser su esposa y su padre lo viene a tener a gran ventura, porque  averiguó que el tal caballero es hijo de un valeroso rey de no sé qué reino, porque creo que no debe de estar en el mapa. Al morir el padre, hereda la infanta y queda rey el caballero. Ahora  es cuando puede hacer mercedes a su escudero y a todos aquellos que le ayudaron a subir a tan alto estado: casa a su escudero con una doncella de la infanta, que será, sin duda, la que fue tercera en sus amores, que es hija de un duque muy principal.


   Eso pido, y sin trampas ni engaño) —dijo Sancho—; a eso me atengo, porque llamándose el Caballero de la Triste Figura todo sucederá como vuestra merced ha dicho.


   No lo dudes, Sancho —replicó don Quijote—, porque del mismo modo y por los mismos pasos que te he contado suben y han subido los caballeros andantes a ser reyes y emperadores. Sólo falta ahora mirar qué rey de los cristianos o de los infieles tenga guerra y tenga hija hermosa; pero tiempo habrá para pensar esto, pues, como te he dicho, antes de acudir a la corte hay que ganar fama por otras partes. También me falta otra cosa; pues aunque encontremos rey  con guerra y con hija hermosa, y  haya  yo ganado fama increíble por todo el universo, no sé  cómo se podía asegurar que yo sea de linaje de reyes, o, por lo menos, primo segundo de emperador; porque no me querrá el rey dar a su hija por mujer si no está primero muy enterado en esto, por muy famosos que sean mis hechos. Así que, por esta falta, temo perder lo que mi brazo tiene bien merecido. Bien es verdad que yo soy hidalgo de solar conocido, con propiedades y buenas rentas; y podría ser que el sabio que escribiese mi historia determinase de tal manera mi parentela y ascendencia, que me hallase quinto o sexto nieto de rey. Porque te hago saber, Sancho, que hay dos maneras de linajes en el mundo: unos que heredan su nobleza de  príncipes y monarcas y que, sin embargo la han perdido y otros que tuvieron principio de gente baja, y van subiendo de grado en grado, hasta llegar a ser grandes señores. De manera que está la diferencia en que unos fueron, que ya no son, y otros son, que antes no fueron; y podría ser yo de éstos, con lo cual se debía de contentar el rey, que sería mi suegro. Y porqué no me puede querer la infanta, aunque claramente sepa que soy hijo de un azacán,(aguador) de manera que, a pesar de su padre, me admita por señor y por esposo; y si no, aquí entra el robarla y llevarla donde más gusto me diere; que el tiempo o la muerte han de acabar con el enojo de sus padres.

   Ahí entra bien también —dijo Sancho— lo que algunos desalmados dicen: "No pidas de grado lo que puedes tomar por fuerza"; aunque mejor cuadra decir: "Más vale salto de mata que ruego de hombres buenos". Lo dígo porque si el señor rey, suegro de vuestra merced, no se aviene a entregarle a mi señora la infanta, no hay sino, como vuestra merced dice, robarla y llevársela a otra parte. Pero el problema es que, en tanto que se hagan las paces y se goce pacíficamente el reino, el pobre escudero se podrá estar en ayunas en esto de las mercedes.
   Esas no hay quien la quite —dijo don Quijote.

   Pues, si es así —respondió Sancho—, no hay sino encomendarnos a Dios, y dejar correr la suerte por donde mejor lo encaminare.

   Hágalo Dios —respondió don Quijote— como yo deseo y tú, Sancho, has menester; y ruin sea quien por ruin se tiene.

   Sea por Dios —dijo Sancho—, que yo cristiano viejo soy, y para ser conde esto me basta.

   Y aun te sobra —dijo don Quijote—; y aunque no lo fueras, porque siendo yo el rey, bien te puedo dar nobleza, sin que la compres ni me sirvas con nada. Porque, en haciéndote conde, considérate caballero, y digan lo que dijeren; que a buena fe que te han de llamar señoría, mal que les pese.

   Y ¡a fe mía! que no sabría yo autorizar el litado! —dijo Sancho. — Dictado has de decir, que no litado —dijo su amo.
   Que así sea —respondió Sancho Panza—. Digo que lo sabría hacer bien,  porque, un tiempo fui muñidor(41) de una cofradía, y que me sentaba tan bien la ropa de muñidor, que todos decían que tenía presencia para poder ser prioste (42) de la mIsma cofradía. Pues, ¿qué será cuando me ponga  ropón ducal (43) a cuestas, o me vista de oro y de perlas, como un conde extranjero? Para mí tengo que me han de venir a ver desde muy lejos.
     — Bien parecerás —dijo don Quijote—, pero será menester que te rapes las barbas a menudo; que, según las tienes de espesas, aborrascadas y mal puestas, si no te las rapas a navaja, cada dos días por lo menos, a tiro de escopeta (desde muy lejos) se echará de ver lo que eres.

   ¿Qué hay más —dijo Sancho—, sino contratar un barbero y tenerle asalariado en casa? Y aun, si fuere menester, le haré que ande tras mí, como caballerizo de grande.

   Pues, ¿cómo sabes tú —preguntó don Quijote— que los grandes llevan detrás de sí a sus caballerizos?

   Yo se lo diré —respondió Sancho—: los años pasados estuve un mes en la corte, y allí vi que, paseándose un señor muy pequeño, que decían que era muy grande, un hombre le seguía a caballo a todas las vueltas que daba, que no parecía sino que era su rabo. Pregunté que cómo aquel hombre no se juntaba con el otro, sino que siempre andaba tras de él. Respondiéronme que era su caballerizo y que era uso de los grandes llevar tras sí a los tales. Desde entonces lo sé tan bien que nunca se me ha olvidado.

   Digo que tienes razón —dijo don Quijote—, y que así puedes tú llevar a tu barbero; que los usos no vinieron todos juntos, ni se inventaron de una vez, y puedes ser tú el primer conde que lleve tras sí su barbero; y aun es de más confianza el hacer la barba que ensillar un caballo.

   Quédese eso del barbero a mi cargo —dijo Sancho—, y al de vuestra merced se quede el procurar venir a ser rey y el hacerme conde.

   Así será —respondió don Quijote.

Y, alzando los ojos, vio lo que se dirá en el siguiente capítulo.

..

41. Se trata de parte d eun refrán que complete dice: Quiera Dios que orégano sea, y no se nos vuelva alcaravea. (Planta de tallos cuadrados y ramosos, hojas estrechas y lanceoladas, flores blancas, agrupadas en ramilletes, y semillas pequeñas.
42. Criado de una cofradía que se enargaba de avisar a los cofrades cuando tenían que acudir a algún acto o reunion.
  43. mayordomo o hermano mayor de la cofradía.
  44. manto solemne forrado de armiños.