Capítulo VII. De la segunda salida de nuestro buen
caballero don Quijote de la Mancha
Estando
en esto, comenzó a dar voces don Quijote, diciendo:
— Aquí,
aquí, valerosos caballeros; aquí es menester mostrar la fuerza de vuestros
valerosos brazos, que los cortesanos (los caballeros de la Corte) llevan lo
mejor del torneo.
Por acudir a este ruido y
estruendo, no se pasó adelante con el escrutinio de los demás libros que
quedaban; y así, se cree que fueron al fuego algunos que, de haberlos visto el
cura, no hubieran ido a la hoguera.
Cuando llegaron al
aposento de don Quijote ya estaba
levantado de la cama y proseguía en sus voces y en sus desatinos, dando
cuchilladas y reveses a todas partes, estando tan despierto como si nunca
hubiera dormido. Abrazáronse con él, y por fuerza le volvieron al lecho; y,
después que se hubo sosegado un poco, se volvió para hablar con el cura y le dijo:
— Por
cierto, señor arzobispo Turpín, que es mucha deshonra de los que nos llamamos
doce Pares dejar, tan sin más ni más, llevar la victoria deste torneo a los
caballeros cortesanos, habiendo nosotros los aventureros ganado el prez (honor)
en los tres días precedentes..
— Calle
vuestra merced, señor compadre —dijo el cura—, que Dios permite que la suerte
se mude, y que lo que hoy se pierde se gane mañana; y atienda vuestra merced a
su salud por ahora, que me parece que debe de estar muy cansado, si no es que está malherido.
— Herido no
—dijo don Quijote—, pero molido y quebrantado, no hay duda en ello; porque
aquel bastardo de don Roldán me ha molido a palos con el tronco de una encina,
y todo por envidia, porque ve que yo sólo soy el rival de sus valentías. Pero
ahora me traigan algo de comer que ya llegará la hora de vengarme.
Así lo hicieron, le
dieron de comer y se quedó dormido otra vez y ellos, admirados de su locura.
Aquella noche quemó y
abrasó el ama cuantos libros había en el corral y en toda la casa, ardiendo
algunos que merecían haber sido guardados, cumpliéndose así el refran de que a veces pagan justos por pecadores.
El cura y el barbero
decidieron tapiar el aposento de los libros y decirle que un encantador se los
había llevado con aposento y todo, pensando que quitando la causa desaparecería
el efecto.
A los dos días se levantó don Quijote, y lo primero
que hizo fue ir a ver sus libros; y,
como no encontraba el aposento andaba de una a otra parte buscándole. Llegaba
adonde solía tener la puerta, y tentábala con las manos, y volvía y revolvía
los ojos por todo, sin decir palabra; pero, al cabo de una buen rato, preguntó
a su ama que donde estaba el aposento de sus libros, a lo que ésta, que ya estaba advertida, le dijo:
— ¿Qué
aposento, o qué nada, busca vuestra merced? Ya no hay aposento ni libros en
esta casa, porque todo se lo llevó el mismo diablo.
—
No era diablo —replicó la sobrina—, sino un encantador que vino sobre
una nube una noche, después del día que vuestra merced se fue, y, apeándose de
una serpiente en la que venía montado, entró en el aposento, y no sé lo
que hizo dentro, pero al poco tiempo salió volando por el tejado dejando la casa llena de humo; y, cuando
fuimos a mirar lo que había hecho, no vimos libro ni aposento alguno. Sólo
recordamos el ama y yo que al marcharse dijo a voces que por enemistad secreta
que tenía al dueño de aquellos libros y aposento, dejaba hecho aquel daño y
dijo que se llamaba el sabio Muñatón.
-Frestón diría —dijo don Quijote.
- No sé —respondió el ama— si se llamaba
Frestón o Fritón; sólo sé que acabó en tón su
nombre.
- Así es —dijo don Quijote—; que ése es
un sabio encantador, gran enemigo mío que me tiene ojeriza y sabe que tengo de venir, algún día, a
pelear en singular batalla con un caballero a quien él favorece y que le voy vencer,
sin que él lo pueda impedir. Por esto procura hacerme todo el daño que puede;
Pero yo le digo y le aseguro que no
podrá evitar lo que por el cielo está
ordenado.
— ¿Quién duda de eso? —dijo la sobrina—. Pero,
¿quién le mete a vuestra merced, señor tío, en esas pendencias? ¿No sería mejor
quedarse tranquilo en su casa y no irse por el mundo a buscar pan de trastrigo
(meterse en cosas que sólo pueden acarrear algún daño), sin considerar que muchos van por lana y vuelven tresquilados?
— ¡Oh
sobrina mía —respondió don Quijote—, y qué poco me conoces! antes que a mí me trasquilen, tendré peladas y
quitadas las barbas a cuantos osen tocarme en la punta de un solo cabello.
No quisieron las dos
replicarle más, porque vieron que se le encendía la cólera. D. Quijote estuvo quince días en casa muy sosegado, sin
dar muestras de querer volver a sus primeros devaneos, conversando con el cura
y el barbero sobre la necesidad que tenía el mundo de caballeros andantes y de
que él resucitase este oficio. El cura a
veces le contradecía y otras no. El caso que él
esos días contó graciosísimos cuentos con sus dos compadres el cura y el
barbero, sobre que la cosa de que más necesidad tenía el mundo era de
caballeros andantes y de que en él se resucitase la caballería andantesca. El
cura algunas veces le contradecía y otras le seguía la corriente, con el fin de
poder averigüar el verdadero pensamiento de don Quijote. El cual, en este
tiempo, llamó a un labrador vecino suyo,
hombre de bien pero de muy poco seso,
al cual tanto le dijo y tanto le persuadió y prometió, que el pobre hombre
decidió salir con él y servirle de
escudero. Entre otras cosas le decía don Quijote que se animara a irse con él
porque era posible que en alguna aventura ganase alguna ínsula (isla) en la que
le dejaría a él de gobernador. Así que con estas promesas y otras por el estilo
Sancho Panza, que así se llamaba el labrador, dejó mujer e hijos y aceptó ser
escudero de su vecino.
Se dedicó entonces
don Quijote a buscar dinero y, vendiendo una cosa, empeñando otra, y
malbaratándolas todas, consiguió una
razonable cantidad.
Un vecino le prestó
una rodela (escudo redondo que cogido con el brazo izquierdo cubría el pecho)
y arreglando su rota celada lo mejor que
pudo, avisó a su escudero Sancho del día y la hora que pensaba ponerse en
camino, para que él se proveyera de lo que le pareciese necesitar. Sobre todo
le encargó que llevase alforjas; le dijo éste que las llevaría así como un asno muy bueno que tenía. En lo del asno
reparó un poco don Quijote, intentando recordar si algún caballero andante
había tenido escudero caballero asnalmente, pero no le vino ninguno a la
memoria; no obstante accedió que le llevase con la esperanza de proporcionarle
el caballo del primer caballero que venciese.
Siguiendo los
consejos que el ventero le había dado se proveyó de camisas y de las demás
cosas que él pudo, conforme al consejo. Y habiendo hecho todo esto, sin despedirse Panza de sus hijos y mujer, ni
don Quijote de su ama y sobrina, una noche
salieron del lugar sin que nadie los viese; en la cual caminaron tanto,
que al amanecer se tuvieron por seguros de que no los hallarían aunque los
buscasen.
Iba Sancho Panza
sobre su jumento como un patriarca, con sus alforjas y su bota, y con mucho
deseo de verse ya gobernador de la ínsula que su amo le había prometido.
Tomaron el mismo camino que el que él había tomado en su primera salida, que
fue por el campo de Montiel, por el cual caminaban con menos pesadumbre que la
vez pasada, porque, por ser hora temprana los rayos del sol de lado, no les agobiaban
tanto. Dijo en esto Sancho Panza a su amo:
— Mire
vuestra merced, señor caballero andante, que no se le olvide lo que de la
ínsula me tiene prometido; que yo la sabré gobernar, por grande que sea.
A lo cual le
respondió don Quijote:
— Has
de saber, amigo Sancho Panza, que fue costumbre muy usada de los caballeros
andantes antiguos hacer gobernadores a sus escuderos de las ínsulas o reinos
que ganaban, y yo tengo determinado de que por mí no falte tan agradecida
usanza; antes, pienso aventajarme en ella: porque ellos algunas veces, y quizá
las más, esperaban a que sus escuderos fuesen viejos; y, ya después de hartos
de servir y de llevar malos días y peores noches, les daban algún título de
conde, o, por lo mucho, de marqués, de algún valle o provincia de poco más a
menos (de poca importancia); pero, si tú vives y yo vivo, bien podría ser que
antes de seis días ganase yo tal reino que tuviese otros a él adherentes, que
viniesen de molde para coronarte por rey de uno de ellos. Y no creas que
exagero, que estas cosas le suceden a los caballeros andantes de forma tan
nunca vista e inesperada que es posible que te podría dar aún mas de lo que te
he prometido.
- De esa manera —respondió Sancho Panza—, si
yo fuese rey por algún milagro de los que vuestra merced dice, por lo menos,
Juana Gutiérrez, mi oíslo (su mujer que
ahora la llama Juana y otras veces Teresa) , vendría a ser reina y mis hijos infantes.
— Pues, ¿quién lo duda? —respondió don Quijote.
— Yo lo dudo —replicó Sancho
Panza—; porque tengo para mí que, aunque lloviese Dios reinos sobre la tierra,
ninguno asentaría bien sobre la cabeza de Mari Gutiérrez (ahora le da otro
nombre) . Sepa, señor, que no vale nada para reina; condesa le caerá mejor, y
aun necesitando la ayuda de Dios
— Encomiéndalo tú a Dios,
Sancho —respondió don Quijote—, que Él dará lo que más le convenga, pero no te
subestimes tanto que te contentes con ser solamente adelantado (equivalente a Gobernador
Civil)
- No
lo haré, señor mío —respondió Sancho—; y más teniendo tan principal amo en
vuestra merced, que me sabrá dar todo aquello que me esté bien y yo pueda llevar.
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