Capítulo VIII. Del buen suceso que el valeroso don
Quijote tuvo en la espantable y jamás imaginada aventura de los molinos de
viento, con otros sucesos dignos de felice recordación
En
esto, descubrieron treinta o cuarenta molinos de viento que hay en aquel campo;
y, así como don Quijote los vio, dijo a su escudero:
—
La
ventura va guiando nuestras cosas mejor de lo que acertáramos a desear, porque
ves allí, amigo Sancho Panza, donde se descubren treinta o más desaforados gigantes, con quien pienso
hacer batalla y quitarles a todos las vidas, con cuyos despojos comenzaremos a
enriquecernos; que ésta es buena guerra, y es gran servicio de Dios quitar tan
mala simiente de sobre la faz de la tierra.
—
¿Qué
gigantes? —dijo Sancho Panza.
—
Aquellos
que allí ves de los brazos largos, que los suelen tener algunos de casi dos leguas.
—
Mire
vuestra merced —respondió Sancho— que aquello que allí se ve no son gigantes,
sino molinos de viento, y lo que en ellos parecen brazos son las aspas, que,
volteadas del viento, hacen andar la piedra del molino.
—
Bien
parece que no estás al tanto en esto de las aventuras: ellos son gigantes; y si
tienes miedo, quítate de ahí, apártate y empieza a rezar, porque yo voy a
entrar con ellos en fiera y desigual batalla.
Y, diciendo esto, dio de espuelas a su caballo Rocinante
sin atender a las voces que su escudero Sancho le daba advirtiéndole que, sin
duda alguna, eran molinos de viento, y no gigantes, aquellos que iba a
acometer. Pero él iba tan seguro que
eran gigantes, que ni oía las voces de su escudero Sancho ni veia, aunque
estaba ya bien cerca, lo que eran; antes, iba diciendo en voces altas:
—
Non huyais, cobardes y viles
criaturas, que un solo caballero es el que os acomete.
Se levantóse entonces un poco de viento y las grandes
aspas comenzaron a moverse, lo cual visto por don Quijote, dijo:
—
Pues,
aunque mováis más brazos que los del gigante Briareo, me lo habéis de pagar.
Y, en diciendo esto, y encomendándose de todo corazón a
su señora Dulcinea pidiéndole que en tal trance le socorriese, bien cubierto de
su rodela, con la lanza en el ristre (hierro en el que se apoyaba el extremo de
la lanza), arremetió a todo el galope de Rocinante y embistió con el primer
molino que estaba delante; y, dándole una lanzada en el aspa, la volvió el viento con tanta furia que
hizo la lanza pedazos, llevándose tras sí al caballo y al caballero, que fue
rodando muy maltrecho por el campo. Acudió Sancho Panza a socorrerle a todo el
correr de su asno y cuando llegó comprobó que no se podía mover: tal fue el
golpe que dio con él Rocinante.
—
¡Válgame
Dios! —dijo Sancho—. ¿No le dije yo a vuestra merced que mirase bien lo que
hacía, que no eran sino molinos de viento, y no lo podía ignorar sino quien
llevase otros tales en la cabeza?
—
Calla,
amigo Sancho —respondió don Quijote—, que las cosas de la guerra, más que
otras, están sujetas a continua mudanza; cuanto más, que yo pienso, y es así
verdad, que aquel sabio Frestón que me robó el aposento y los libros ha vuelto
estos gigantes en molinos por quitarme la gloria de su vencimiento: tal es la
enemistad que me tiene; mas con el tiempo, han de poder poco sus malas artes
contra la bondad de mi espada.
—
Dios
lo haga como dice —respondió Sancho Panza.
Y, ayudándole a levantarse, lo volvió a subir sobre
Rocinante, que medio despaldado estaba. Y, hablando de la pasada aventura
siguieron el camino del Puerto Lápice, porque allí decía don Quijote que
encontrarían muchas y diversas aventuras, por ser lugar muy transitado; aunque
que iba muy pesaroso por faltarle la lanza; y siguió diciéndole a su escudero:
- Yo me acuerdo haber leído
que un caballero español, llamado Diego Pérez de Vargas, habiéndosele en una
batalla roto la espada, desgajó de una encina un pesado ramo o tronco, y con él
hizo tales cosas aquel día, y machacó tantos moros, que le quedó por
sobrenombre Machuca, y así él como sus decendientes se llamaron desde aquel día
en adelante, Vargas y Machuca.
Te He dicho esto, porque de la primera encina o roble que encuentre
pienso desgajar un tronco tan bueno como
aquél, que me imagino y pienso hacer con él tales hazañas, que tú te tengas por
bien afortunado de haber merecido venir a verlas y a ser testigo de cosas
increibles.
—
Que
sea lo que Dios quiera —dijo Sancho—; yo lo creo todo así como vuestra merced
lo dice; pero enderécese un poco, que parece que va de medio lado, y debe de
ser del molimiento de la caída.
—
Así
es —respondió don Quijote—; y si no me quejo del dolor, es porque no es propio
de los caballeros andantes quejarse de herida alguna, aunque se le salgan las
tripas por ella.
—
Si
eso es así, no tengo yo nada que decir —respondió Sancho—,
—
Pero
Dios sabe que yo no me alegraré si vuestra merced se queja cuando tenga algún
dolor. De mí sé decir que me he de quejar del más pequeño que tenga, si no se ve mal que los escuderos
de los caballeros andantes puedan quejarse.
Le hizo gracia a don Quijote la simplicidad de su
escudero; y así, le declaró que podía muy bien quejarse, como y cuando
quisiese, sin gana o con ella; que hasta entonces no había leído cosa en
contrario en la orden de caballería. Sancho le recordó que era hora de
comer. Su amo le respondió que todavía no tenía hambre, pero que él
comiese cuando se le antojase. Con esta
licencia, se acomodó Sancho lo mejor que pudo sobre su jumento, y, sacando de
las alforjas lo que en ellas había puesto iba
caminando y comiendo alejado un poco y detrás de su amo y empinando de de vez en cuando
la bota, con tanto gusto, que le pudiera envidiar el más regalado
bodegonero de Málaga. Y, en tanto que él iba de aquella manera menudeando
tragos, no se acordaba de ninguna
promesa que su amo le hubiese hecho, ni tenía por ningún trabajo, sino por
mucho descanso, andar buscando las aventuras, por peligrosas que fuesen.
En resolución, aquella noche la pasaron entre unos
árboles, y de uno de ellos desgajó don Quijote un ramo seco que casi le podía
servir de lanza, y puso en él el hierro que quitó de la que se le había
quebrado. Toda aquella noche no durmió don Quijote, pensando en su señora Dulcinea,
por acomodarse a lo que había leído en sus libros, cuando los caballeros
pasaban sin dormir muchas noches en las bosques y despoblados, entretenidos con
las memorias de sus señoras. No la pasó así Sancho Panza, que, como tenía el
estómago lleno, y no de agua de achicoria, de un sueño se la llevó toda; y no
fueron suficiente para despertarle, si su amo no lo llamara, los rayos del sol,
que le daban en el rostro, ni el canto de muchas aves que con regocijo
saludaban, la venida del nuevo día. Al levantarse dio un tiento a la bota, y
la encontró algo más flaca que la noche
antes; se afligió por parecerle que no llevaban camino de llenarla de nuevo. No
quiso desayunarse don Quijote, porque, como está dicho, dio en sustentarse de
sabrosas memorias.
Siguieron el camino del Puerto Lápice, y a eso de las
tres de la tarde le descubrieron.
—
Aquí
—dijo, en viéndole, don Quijote— podemos, hermano Sancho Panza, meter las manos
hasta los codos en esto que llaman aventuras. Mas advierte que, aunque me veas
en los mayores peligros del mundo, no has de poner mano a tu espada para
defenderme, salvo que vieras que los que me ofenden es canalla y gente baja,
que en tal caso bien puedes ayudarme; pero si fueran caballeros, de ninguna
manera te es lícito ni concedido por las leyes de caballería que me ayudes,
hasta que seas armado caballero.
—
Por
cierto, señor —respondió Sancho—, que vuestra merced será muy bien obedecido en
esto; y más, que yo soy pacífico y enemigo de meterme en lios ni pendencias.
Bien es verdad que, en lo que tocare a defender mi persona, no tendré mucha
cuenta con esas leyes, pues las divinas y humanas permiten que cada uno se
defienda de quien quisiere agraviarle.
—
No
digo yo menos —respondió don Quijote—; pero, en
esto de ayudarme contra caballeros, has de tener a raya tus naturales ímpetus.
—
Digo
que así lo haré —respondió Sancho—, y que guardaré ese precepto tan bien como
el día del domingo.
Estando en estas razones, asomaron por el camino dos
frailes de la orden de San Benito, caballeros sobre dos mulas tan grandes que
parecìan camellos. Traían sus anteojos
de camino (especie de antifaces para protegerse del polvo y del sol) y sus
quitasoles. Detrás de ellos venía un coche, con cuatro o cinco a caballo que le acompañaban y dos mozos de
mulas a pie. Venía en el coche, como
después se supo, una señora vizcaína, que iba a Sevilla, donde estaba su
marido, que pasaba a las Indias con
un muy honroso cargo. No venían los frailes con ella, aunque llevaban el mismo
camino; apenas los divisó don Quijote, cuando dijo a su escudero:
—
O yo me
engaño, o ésta ha de ser la más famosa aventura que se haya visto; porque
aquellos bultos negros que allí parecen deben de ser, y son sin duda, algunos
encantadores que llevan secuestrada a alguna princesa en aquel coche, y es
menester deshacer este entuerto con todas mis fuerzas.
—
Peor
será esto que los molinos de viento —dijo Sancho—. Mire, señor, que aquéllos
son frailes de San Benito, y el coche debe de ser de algunos pasajeros. Mire que digo que mire bien lo que
hace, no sea que el diablo le engañe.
—
Ya
te he dicho, Sancho —respondió don Quijote—, que sabes poco de achaque de
aventuras; lo que yo digo es verdad, y ahora lo verás.
Y, diciendo esto, se adelantó y se puso en la mitad del
camino por donde los frailes venían, y, en llegando tan cerca que a él le
pareció que le podrían oír lo que dijese, en alta voz dijo:
—
Gente
endiablada y descomunal, dejad enseguida a las altas princesas que en ese coche
lleváis forzadas; si no, preparados para morir
como justo castigo de vuestras malas
obras.
Detuvieron los frailes las riendas, y quedaron
admirados, tanto de la figura de don Quijote como de lo que decía, a lo cuál respondieron:
—
Señor
caballero, nosotros no somos endiablados ni descomunales, sino dos religiosos
de San Benito que llevamos nuestro camino, y no sabemos si en este coche
vienen, o no, ningunas forzadas princesas.
—
Conmigo
no useis palabras blandas, que yo ya os conozco, fementida (falsa) canalla
—dijo don Quijote.
Y, sin esperar más respuesta, picó a Rocinante y, bajando la lanza, arremetió contra el primer
fraile, con tanta furia y denuedo (valor) que, si el fraile no se dejara caer
de la mula, él le hubiera tirado al suelo, malherido, si no muerto. El segundo
religioso, que vio del modo que trataban a su compañero, puso piernas al
castillo de su buena mula, y comenzó a correr por aquella campiña, más ligero
que el mismo viento.
Sancho Panza, que vio
en el suelo al fraile, apeándose rápidamente de su asno, arremetió a él y le
comenzó a quitar los hábitos. Llegaron dos mozos de los frailes y le preguntaron
que por qué le desnudaba. Les respondió Sancho que aquello le tocaba a él legítimamente,
como despojos de la batalla que su señor don Quijote había ganado. Los mozos,
que no sabían de burlas, ni entendían aquello de despojos ni batallas, viendo
que ya don Quijote se había alejado de allí, hablando con las que venían en el
coche, arremetieron con Sancho lo
tiraron al suelo; y, sin dejarle pelo en las barbas, le molieron a coces y le
dejaron tendido en el suelo sin aliento ni sentido. Don
Quijote estaba, como se ha dicho, hablando con la señora del coche, diciéndole:
- Vuestra hermosura, señora mía, puede hacer de su
persona lo que más le apetezca, porque con mi fuerte brazo he vencido a
vuestros secuestradores y, para que sepais quien os ha liberado, sabed que yo
soy don Quijote de la Mancha, caballero andante y aventurero y cautivo de la
sin par y hermosa doña Dulcinea del Toboso; y, en pago del beneficio que de mí
habéis recibido, no quiero otra cosa sino que volváis al Toboso, y que de mi
parte os presentéis ante esta señora y le digáis lo que por vuestra libertad he hecho.
Todo esto que don Quijote decía lo escuchaba un escudero
de los que acompañaban el coche, que era
vizcaíno, que; viendo que no quería dejar pasar el coche adelante, sino que
decía que había de dar la vuelta al
Toboso, se fue para don Quijote y, asiéndole de la lanza, le dijo: has de saber
caballero que por el Dios que me crió este Vizcaino te matará si no dejas que
el coche siga su camino.
Don Quijote con mucho calma le respondió:
—
Si fueras caballero ya yo hubiera castigado tu sandez y
atrevimiento, cautiva criatura.
A lo cual replicó el vizcaíno:
- Yo no sere caballero, pero te juro por Dios
que si me atacas yo me defenderé con la seguridad de vencerte.
.
—
¡Ahora
lo verás, dijo Agrajes! (imitando a
Agrajes, primo de Amadís de Gaula, que cuando entraba en combate solía
decir esto, respondió don Quijote.
Y, arrojando la lanza en el suelo, sacó su espada y
embrazó su rodela, y arremetió al vizcaíno con determinación de quitarle la
vida. El vizcaíno, que le vio venir,
aunque quiso apearse de la mula no pudo hacer otra cosa que sacar su espada,
con la suerte de que al estar junto al coche pudo cojer una almohada que le
sirvió de escudo, y luego se fueron el uno para el otro, como si fueran dos
mortales enemigos. Los demás, aunque
quisieron ponerlos en paz, no pudieron porque el vizcaíno en sus mal trabadas
razones decía que si no le dejaban acabar su batalla, que él mismo había de
matar a su ama y a toda la gente que
se lo impidiese. La señora del coche, admirada y temerosa de lo que veía,
ordenó al cochero que se desviase de allí para ver desde lejos la contienda, en
la que el vizcaino dio una gran
cuchillada a don Quijote en un hombro y por encima de la rodela que le salvo
del golpe. Don Quijote, que sintió la pesadumbre de aquel desaforado golpe, dio
una gran voz, diciendo:
—
¡Oh
señora de mi alma, Dulcinea, flor de la hermosura, socorred a este vuestro
caballero, que, por satisfacer vuestra
mucha bondad, en este dificil trance se encuentra. Decir
esto, apretar la espada, cubrirse bien
de su rodela, arremeter al vizcaíno, todo fue uno, con la intención de acabar con
él de un golpe solo.
El vizcaíno, que así le vio venir contra él, hizo lo
mismo, esperándole bien cubierto con su
almohada, sin poder mover la mula a una ni a otra parte que de puro cansada y no acostumbrada a estas
cosas, no podía dar un paso.
Venía, pues don Quijote contra el cauto vizcaíno, con la
espada en alto, con intención de abrirle por medio, y el vizcaíno le aguardaba
de la misma manera levantada la espada y resguardado con su almohada.Todos los
demás estaban temerosos y pendientes del resultado de la pelea. La señora del
coche y los demás estaban haciendo promesas y ofrecimientos a todas las
imágenes y casas de devoción de España, para que Dios librase a su escudero y a
ellas de aquel peligro tan grande en el que se
encontraban
Pero el problema de todo esto es que en este punto el
autor déja pendiente el final de la batalla, disculpándose porque no encontró
más escrito sobre estas hazañas de don Quijote. Bien es verdad que el segundo
autor desta obra no quiso creer que tan curiosa historia estuviese entregada a
las leyes del olvido, ni que hubiesen sido tan poco curiosos los ingenios de la
Mancha que no tuviesen en sus archivos o en sus escritorios algunos papeles que
de este famoso caballero tratasen; y así, con esta esperanza, no se desesperó
de hallar el fin de esta apacible historia, al cual, siéndole el cielo
favorable, lo encontró del modo que se contará en la segunda parte.