miércoles, 28 de junio de 2017

DON QUIJOTE PARA TODOS





Capítulo IX. Donde se concluye y da fin a la estupenda batalla que el gallardo vizcaíno y el valiente manchego tuvieron


          Dejamos en la primera parte de esta historia al valeroso vizcaíno y al famoso don Quijote con las espadas altas y desnudas, en actitud de descargar dos furibundos golpes,  que si se se acertaban de lleno, por lo menos se dividirían y abrirían de arriba abajo como una granada; y que en aquel punto tan dudoso se interrumpio tan sabrosa historia, sin que su autor dijera donde se podría encontrar lo que faltaba.
Me causó esto mucha pesadumbre, porque el gusto de lo leído  se volvía en disgusto, porque pensaba que sería difícil encontrar lo que faltaba (se refiere a Cervantes que se presentó como segundo autor al final del capítulo anterior)
Pero estando yo un día en la calle Alcaná de Toledo,  llegó un muchacho a vender unos cuadernos y papeles viejos a un comerciante de seda; y llevado por mi gusto por la lectura cogí uno de los cuadernos que vendía  escrito en árabe que yo no sabía leer, por lo que busqué a un intérprete para que me lo tradujera. Apenas tuvo éste el cuaderno en la mano lo abrió por la mitad y leyendo un poco se comenzó a reír.
Le pregunté el motivo de su risa y me dijo que era de una nota que tenía escrita al margen sobre una tal Dulcinea del Toboso.
Al oir este nombre quedé atónito porque pensé que aquellos cuadernos trataban de la historia de don Quijote. Y efectivamente cuando le dije que leyese el principio traducido al castellano, dijo que  decía:  Historia de don Quijote de la Mancha, escrita por Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo.
Con gran esfuerzo disimulé mi alegría y olvidándose del comerciante me vendió todos los papeles y cuadernos por medio real, que me hubieran costado más de seis de conocer él mi interés. Luego, llevándolo aparte, le pedí que los tradujese al castellano sin quitar ni añadir nada y que le pagaría lo que él pidiese. Se contentó con dos arrobas de pasas (la arroba equivale a 11kilos y medio) y dos fanegas (ver capítulo 1, página 1) de trigo, y prometió traducirlos bien y fielmente y con mucha brevedad. Yo para no perder tan buen hallazgo y para darle facilidades lo llevé a mi casa, donde en poco más de mes y medio terminó toda la traducción.
En el primer cuaderno estaba pintada, con mucha realidad, la batalla de don Quijote con el vizcaíno, en la misma postura que la historia cuenta, levantadas las espadas, el uno cubierto con su rodela y el otro con la almohada. A los pies del Vizcaino había un rotulo que decía: Don Sancho de Azpetia, que, sin duda, debía de ser su nombre, y a los pies de Rocinante estaba otro que decía: Don Quijote de la Mancha. Rocinante estaba maravillosamente pintado, tan largo y tendido, tan consumido que justificaba su nombre (rocín (caballo) antes). A su lado se veía a Sancho Panza que tenía del cabestro a su asno, a los pies del cual estaba otro rótulo que decía: Sancho Zanca, porque la pintura lo mostraba con mucha barriga, el tronco corto y las piernas largas (zancas), y por esto se le pondrían los nombres de Panza y de Zancas, que con estos dos sobrenombres le llama algunas veces la historia.
Otras algunas menudencias había, pero todas de poca importancia y que no hacen al caso a la verdadera relación de la historia, que ninguna es mala si es verdadera.
Puestas y levantadas en alto las afiladas espadas de los dos valerosos y enojados combatientes, no parecía sino que estaban amenazando al cielo, a la tierra y al abismo: tal era el valor y la compostura que tenían. Y el primero en descargar el golpe fue el colérico Vizcaino que lo dio con tal furia que a no ser porque la espada se desvió en el camino con solo aquel golpe hubiera bastado para dar fin, no solo, a la contienda, sino a todas las aventuras de nuestro caballero. Pero por suerte, aunque le acertó en el hombro izquierdo, no le hizo más daño que desarmarle todo aquel lado, llevándose de camino gran parte de la celada, con la mitad de la oreja; que todo ello con espantosa ruina vino al suelo, dejándole muy maltrecho, y viéndose así se alzó de nuevo en los estribos, y, apretando más la espada con las dos manos, con tal furia descargó sobre el vizcaíno, acertándole de lleno sobre la almohada y sobre la cabeza,  comenzando a echar sangre por las narices,  por la boca y por los oídos, y a dar muestras de caer de la mula que hubiera caído si no se abrazara al cuello del animal, pero a pesar de esto sacó los pies de los estribos y soltó los brazos; y la mula, espantada del terrible golpe, comenzó a correr por el campo, y a los pocos saltos dio con su dueño en tierra.Don quijote lo miraba tranquilo y viéndole caer saltó de su caballo y muy deprisa     llegó a a él y, poniéndole la punta de la espada entre los ojos, le dijo que se rindiese o le cortaría la cabeza.
El vizcaíno no podía responder de lo turbado que estaba y lo hubiera pasado muy mal si las señoras del coche, que hasta entonces con gran desmayo habían mirado la pendencia, no fueran adonde estaba y le pidieran con mucho encarecimiento les hiciese tan gran merced y favor de perdonar la vida a aquel su escudero. A lo cual don Quijote respondió, con voz calmada y con modestia:
- hermosas señoras, con mucho gusto hare lo que me pedís,  con la condición y promesa de que este caballero irá al lugar del Toboso y se presentarrá de mi parte ante la sin par doña Dulcinea, para que ella haga de él lo que crea conveniente.
La temerosa y desconsolada señora, sin pensar lo que don Quijote pedía, y sin preguntar quién era Dulcinea le prometió que el escudero haría todo aquello que él le ordenase.
Pues confiando en vuestra palabra no le haré más daño, aunque lo tenía bien merecido.

martes, 20 de junio de 2017

DON QUIJOTE PARA TODOS






Capítulo VIII. Del buen suceso que el valeroso don Quijote tuvo en la espantable y jamás imaginada aventura de los molinos de viento, con otros sucesos dignos de felice recordación

          En esto, descubrieron treinta o cuarenta molinos de viento que hay en aquel campo; y, así como don Quijote los vio, dijo a su escudero:

   La ventura va guiando nuestras cosas mejor de lo que acertáramos a desear, porque ves allí, amigo Sancho Panza, donde se descubren treinta o  más desaforados gigantes, con quien pienso hacer batalla y quitarles a todos las vidas, con cuyos despojos comenzaremos a enriquecernos; que ésta es buena guerra, y es gran servicio de Dios quitar tan mala simiente de sobre la faz de la tierra.

   ¿Qué gigantes? —dijo Sancho Panza.

   Aquellos que allí ves de los brazos largos, que los suelen tener algunos de casi dos leguas.

   Mire vuestra merced —respondió Sancho— que aquello que allí se ve no son gigantes, sino molinos de viento, y lo que en ellos parecen brazos son las aspas, que, volteadas del viento, hacen andar la piedra del molino.

   Bien parece que no estás al tanto en esto de las aventuras: ellos son gigantes; y si tienes miedo, quítate de ahí, apártate y empieza a rezar, porque yo voy a entrar con ellos en fiera y desigual batalla.

Y, diciendo esto, dio de espuelas a su caballo Rocinante sin atender a las voces que su escudero Sancho le daba advirtiéndole que, sin duda alguna, eran molinos de viento, y no gigantes, aquellos que iba a acometer. Pero él iba tan seguro  que eran gigantes, que ni oía las voces de su escudero Sancho ni veia, aunque estaba ya bien cerca, lo que eran; antes, iba diciendo en voces altas:

   Non huyais, cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es el que os acomete.

Se levantóse entonces un poco de viento y las grandes aspas comenzaron a moverse, lo cual visto por don Quijote, dijo:

   Pues, aunque mováis más brazos que los del gigante Briareo, me lo habéis de pagar.

Y, en diciendo esto, y encomendándose de todo corazón a su señora Dulcinea pidiéndole que en tal trance le socorriese, bien cubierto de su rodela, con la lanza en el ristre (hierro en el que se apoyaba el extremo de la lanza), arremetió a todo el galope de Rocinante y embistió con el primer molino que estaba delante; y, dándole una lanzada en el aspa, la volvió el viento con tanta furia que hizo la lanza pedazos, llevándose tras sí al caballo y al caballero, que fue rodando muy maltrecho por el campo. Acudió Sancho Panza a socorrerle a todo el correr de su asno y cuando llegó comprobó que no se podía mover: tal fue el golpe que dio con él Rocinante.

   ¡Válgame Dios! —dijo Sancho—. ¿No le dije yo a vuestra merced que mirase bien lo que hacía, que no eran sino molinos de viento, y no lo podía ignorar sino quien llevase otros tales en la cabeza?

   Calla, amigo Sancho —respondió don Quijote—, que las cosas de la guerra, más que otras, están sujetas a continua mudanza; cuanto más, que yo pienso, y es así verdad, que aquel sabio Frestón que me robó el aposento y los libros ha vuelto estos gigantes en molinos por quitarme la gloria de su vencimiento: tal es la enemistad que me tiene; mas con el tiempo, han de poder poco sus malas artes contra la bondad de mi espada.

   Dios lo haga como dice —respondió Sancho Panza.

Y, ayudándole a levantarse, lo volvió a subir sobre Rocinante, que medio despaldado estaba. Y, hablando de la pasada aventura siguieron el camino del Puerto Lápice, porque allí decía don Quijote que encontrarían muchas y diversas aventuras, por ser lugar muy transitado; aunque que iba muy pesaroso por faltarle la lanza; y siguió diciéndole a su escudero:

 - Yo me acuerdo haber leído que un caballero español, llamado Diego Pérez de Vargas, habiéndosele en una batalla roto la espada, desgajó de una encina un pesado ramo o tronco, y con él hizo tales cosas aquel día, y machacó tantos moros, que le quedó por sobrenombre Machuca, y así él como sus decendientes se llamaron desde aquel día en adelante, Vargas y Machuca.
Te He dicho esto, porque de la primera encina o roble que encuentre pienso desgajar un tronco  tan bueno como aquél, que me imagino y pienso hacer con él tales hazañas, que tú te tengas por bien afortunado de haber merecido venir a verlas y a ser testigo de cosas increibles.

   Que sea lo que Dios quiera —dijo Sancho—; yo lo creo todo así como vuestra merced lo dice; pero enderécese un poco, que parece que va de medio lado, y debe de ser del molimiento de la caída.

   Así es —respondió don Quijote—; y si no me quejo del dolor, es porque no es propio de los caballeros andantes quejarse de herida alguna, aunque se le salgan las tripas por ella.

   Si eso es así, no tengo yo nada que decir —respondió Sancho—,

   Pero Dios sabe que yo no me alegraré si vuestra merced se queja cuando tenga algún dolor. De mí sé decir que me he de quejar del más pequeño  que tenga, si no se ve mal que los escuderos de los caballeros andantes puedan quejarse.
Le hizo gracia a don Quijote la simplicidad de su escudero; y así, le declaró que podía muy bien quejarse, como y cuando quisiese, sin gana o con ella; que hasta entonces no había leído cosa en contrario en la orden de caballería. Sancho le recordó que era hora de comer.  Su amo le respondió  que todavía no tenía hambre, pero que él comiese  cuando se le antojase. Con esta licencia, se acomodó Sancho lo mejor que pudo sobre su jumento, y, sacando de las alforjas lo que en ellas había puesto iba caminando y comiendo alejado un poco y detrás de su amo  y empinando de de vez  en cuando  la bota, con tanto gusto, que le pudiera envidiar el más regalado bodegonero de Málaga. Y, en tanto que él iba de aquella manera menudeando tragos, no se  acordaba de ninguna promesa que su amo le hubiese hecho, ni tenía por ningún trabajo, sino por mucho descanso, andar buscando las aventuras, por peligrosas que fuesen.

En resolución, aquella noche la pasaron entre unos árboles, y de uno de ellos desgajó don Quijote un ramo seco que casi le podía servir de lanza, y puso en él el hierro que quitó de la que se le había quebrado. Toda aquella noche no durmió don Quijote, pensando en su señora Dulcinea, por acomodarse a lo que había leído en sus libros, cuando los caballeros pasaban sin dormir muchas noches en las bosques y despoblados, entretenidos con las memorias de sus señoras. No la pasó así Sancho Panza, que, como tenía el estómago lleno, y no de agua de achicoria, de un sueño se la llevó toda; y no fueron suficiente para despertarle, si su amo no lo llamara, los rayos del sol, que le daban en el rostro, ni el canto de muchas aves que con regocijo saludaban, la venida del nuevo día. Al levantarse dio un tiento a la bota, y la  encontró algo más flaca que la noche antes; se afligió por parecerle que no llevaban camino de llenarla de nuevo. No quiso desayunarse don Quijote, porque, como está dicho, dio en sustentarse de sabrosas memorias.
Siguieron el camino del Puerto Lápice, y a eso de las tres de la tarde le descubrieron.

   Aquí —dijo, en viéndole, don Quijote— podemos, hermano Sancho Panza, meter las manos hasta los codos en esto que llaman aventuras. Mas advierte que, aunque me veas en los mayores peligros del mundo, no has de poner mano a tu espada para defenderme, salvo que vieras que los que me ofenden es canalla y gente baja, que en tal caso bien puedes ayudarme; pero si fueran caballeros, de ninguna manera te es lícito ni concedido por las leyes de caballería que me ayudes, hasta que seas armado caballero.
   Por cierto, señor —respondió Sancho—, que vuestra merced será muy bien obedecido en esto; y más, que yo soy pacífico y enemigo de meterme en lios ni pendencias. Bien es verdad que, en lo que tocare a defender mi persona, no tendré mucha cuenta con esas leyes, pues las divinas y humanas permiten que cada uno se defienda de quien quisiere agraviarle.

   No digo yo menos —respondió don Quijote—; pero, en esto de ayudarme contra caballeros, has de tener a raya tus naturales ímpetus.

   Digo que así lo haré —respondió Sancho—, y que guardaré ese precepto tan bien como el día del domingo.

Estando en estas razones, asomaron por el camino dos frailes de la orden de San Benito, caballeros sobre dos mulas tan grandes que parecìan camellos.  Traían sus anteojos de camino (especie de antifaces para protegerse del polvo y del sol) y sus quitasoles. Detrás de ellos venía un coche, con cuatro o cinco  a caballo que le acompañaban y dos mozos de mulas a  pie. Venía en el coche, como después se supo, una señora vizcaína, que iba a Sevilla, donde estaba su marido, que pasaba a las Indias con un muy honroso cargo. No venían los frailes con ella, aunque llevaban el mismo camino; apenas los divisó don Quijote, cuando dijo a su escudero:

   O yo me engaño, o ésta ha de ser la más famosa aventura que se haya visto; porque aquellos bultos negros que allí parecen deben de ser, y son sin duda, algunos encantadores que llevan secuestrada a alguna princesa en aquel coche, y es menester deshacer este entuerto con todas mis fuerzas.

   Peor será esto que los molinos de viento —dijo Sancho—. Mire, señor, que aquéllos son frailes de San Benito, y el coche debe de ser de algunos  pasajeros. Mire que digo que mire bien lo que hace, no sea que el diablo le engañe.

   Ya te he dicho, Sancho —respondió don Quijote—, que sabes poco de achaque de aventuras; lo que yo digo es verdad, y ahora lo verás.

Y, diciendo esto, se adelantó y se puso en la mitad del camino por donde los frailes venían, y, en llegando tan cerca que a él le pareció que le podrían oír lo que dijese, en alta voz dijo:

   Gente endiablada y descomunal, dejad enseguida a las altas princesas que en ese coche lleváis forzadas; si no, preparados para morir  como justo castigo de vuestras malas obras.

Detuvieron los frailes las riendas, y quedaron admirados, tanto de la figura de don Quijote como de lo que decía, a lo cuál respondieron:

   Señor caballero, nosotros no somos endiablados ni descomunales, sino dos religiosos de San Benito que llevamos nuestro camino, y no sabemos si en este coche vienen, o no, ningunas forzadas princesas.

   Conmigo no useis palabras blandas, que yo ya os conozco, fementida (falsa) canalla —dijo don Quijote.

Y, sin esperar más respuesta, picó a Rocinante y,  bajando la lanza, arremetió contra el primer fraile, con tanta furia y denuedo (valor) que, si el fraile no se dejara caer de la mula, él le hubiera tirado al suelo, malherido, si no muerto. El segundo religioso, que vio del modo que trataban a su compañero, puso piernas al castillo de su buena mula, y comenzó a correr por aquella campiña, más ligero que el mismo viento.

Sancho Panza, que vio en el suelo al fraile, apeándose rápidamente de su asno, arremetió a él y le comenzó a quitar los hábitos. Llegaron dos mozos de los frailes y le preguntaron que por qué le desnudaba. Les respondió Sancho que aquello le tocaba a él legítimamente, como despojos de la batalla que su señor don Quijote había ganado. Los mozos, que no sabían de burlas, ni entendían aquello de despojos ni batallas, viendo que ya don Quijote se había alejado de allí, hablando con las que venían en el coche,  arremetieron con Sancho lo tiraron al suelo; y, sin dejarle pelo en las barbas, le molieron a coces y le dejaron tendido en el suelo sin aliento ni sentido. Don Quijote estaba, como se ha dicho, hablando con la señora del coche, diciéndole:

- Vuestra hermosura, señora mía, puede hacer de su persona lo que más le apetezca, porque con mi fuerte brazo he vencido a vuestros secuestradores y, para que sepais quien os ha liberado, sabed que yo soy don Quijote de la Mancha, caballero andante y aventurero y cautivo de la sin par y hermosa doña Dulcinea del Toboso; y, en pago del beneficio que de mí habéis recibido, no quiero otra cosa sino que volváis al Toboso, y que de mi parte os presentéis ante esta señora y le digáis lo que por vuestra libertad he hecho.

Todo esto que don Quijote decía lo escuchaba un escudero de los que  acompañaban el coche, que era vizcaíno, que; viendo que no quería dejar pasar el coche adelante, sino que decía que  había de dar la vuelta al Toboso, se fue para don Quijote y, asiéndole de la lanza, le dijo: has de saber caballero que por el Dios que me crió este Vizcaino te matará si no dejas que el coche siga su camino.

Don Quijote con mucho calma le respondió:

      Si fueras caballero  ya yo hubiera castigado tu sandez y atrevimiento, cautiva criatura.

A lo cual replicó el vizcaíno:

 - Yo no sere caballero, pero te juro por Dios que si me atacas yo me defenderé con la seguridad de vencerte.
.

   ¡Ahora lo verás, dijo Agrajes! (imitando a  Agrajes, primo de Amadís de Gaula, que cuando entraba en combate solía decir esto, respondió don Quijote.

Y, arrojando la lanza en el suelo, sacó su espada y embrazó su rodela, y arremetió al vizcaíno con determinación de quitarle la vida. El vizcaíno, que  le vio venir, aunque quiso apearse de la mula no pudo hacer otra cosa que sacar su espada, con la suerte de que al estar junto al coche pudo cojer una almohada que le sirvió de escudo, y luego se fueron el uno para el otro, como si fueran dos mortales enemigos. Los demás,  aunque quisieron ponerlos en paz, no pudieron porque el vizcaíno en sus mal trabadas razones decía que si no le dejaban acabar su batalla, que él mismo había de matar a su ama y a toda la gente que se lo impidiese. La señora del coche, admirada y temerosa de lo que veía, ordenó al cochero que se desviase de allí para ver desde lejos la contienda, en la que el vizcaino  dio una gran cuchillada a don Quijote en un hombro y por encima de la rodela que le salvo del golpe. Don Quijote, que sintió la pesadumbre de aquel desaforado golpe, dio una gran voz, diciendo:

      ¡Oh señora de mi alma, Dulcinea, flor de la hermosura, socorred a este vuestro caballero, que, por satisfacer  vuestra mucha bondad, en este dificil trance se encuentra. Decir esto, apretar la espada,  cubrirse bien de su rodela, arremeter al vizcaíno, todo fue uno, con la intención de acabar con él de un golpe solo.

El vizcaíno, que así le vio venir contra él, hizo lo mismo, esperándole  bien cubierto con su almohada, sin poder mover la mula a una ni a otra parte que  de puro cansada y no acostumbrada a estas cosas, no podía dar un paso.

Venía, pues don Quijote contra el cauto vizcaíno, con la espada en alto, con intención de abrirle por medio, y el vizcaíno le aguardaba de la misma manera levantada la espada y resguardado con su almohada.Todos los demás estaban temerosos y pendientes del resultado de la pelea. La señora del coche y los demás estaban haciendo promesas y ofrecimientos a todas las imágenes y casas de devoción de España, para que Dios librase a su escudero y a ellas de aquel peligro tan grande en el que se encontraban
Pero el problema de todo esto es que en este punto el autor déja pendiente el final de la batalla, disculpándose porque no encontró más escrito sobre estas hazañas de don Quijote. Bien es verdad que el segundo autor desta obra no quiso creer que tan curiosa historia estuviese entregada a las leyes del olvido, ni que hubiesen sido tan poco curiosos los ingenios de la Mancha que no tuviesen en sus archivos o en sus escritorios algunos papeles que de este famoso caballero tratasen; y así, con esta esperanza, no se desesperó de hallar el fin de esta apacible historia, al cual, siéndole el cielo favorable, lo encontró del modo que se contará en la segunda parte.





























































miércoles, 14 de junio de 2017

D. QUIJOTE PARA TODOS







 Capítulo VII. De la segunda salida de nuestro buen caballero don Quijote de la Mancha

 Estando en esto, comenzó a dar voces don Quijote, diciendo:

 —   Aquí, aquí, valerosos caballeros; aquí es menester mostrar la fuerza de vuestros valerosos brazos, que los cortesanos (los caballeros de la Corte) llevan lo mejor del torneo.
Por acudir a este ruido y estruendo, no se pasó adelante con el escrutinio de los demás libros que quedaban; y así, se cree que fueron al fuego algunos que, de haberlos visto el cura, no hubieran ido a la hoguera.
Cuando llegaron al aposento de don Quijote ya  estaba levantado de la cama y proseguía en sus voces y en sus desatinos, dando cuchilladas y reveses a todas partes, estando tan despierto como si nunca hubiera dormido. Abrazáronse con él, y por fuerza le volvieron al lecho; y, después que se hubo sosegado un poco, se volvió para  hablar con el cura y le dijo:
 —   Por cierto, señor arzobispo Turpín, que es mucha deshonra de los que nos llamamos doce Pares dejar, tan sin más ni más, llevar la victoria deste torneo a los caballeros cortesanos, habiendo nosotros los aventureros ganado el prez (honor) en los tres días precedentes..
 —   Calle vuestra merced, señor compadre —dijo el cura—, que Dios permite que la suerte se mude, y que lo que hoy se pierde se gane mañana; y atienda vuestra merced a su salud por ahora, que me parece que debe de estar muy cansado, si  no es que está malherido.
 —   Herido no —dijo don Quijote—, pero molido y quebrantado, no hay duda en ello; porque aquel bastardo de don Roldán me ha molido a palos con el tronco de una encina, y todo por envidia, porque ve que yo sólo soy el rival de sus valentías. Pero ahora me traigan algo de comer que ya llegará la hora de vengarme.
Así lo hicieron, le dieron de comer y se quedó dormido otra vez y ellos, admirados de su locura.
Aquella noche quemó y abrasó el ama cuantos libros había en el corral y en toda la casa, ardiendo algunos que merecían haber sido guardados, cumpliéndose así el refran de que a veces pagan justos por pecadores.
El cura y el barbero decidieron tapiar el aposento de los libros y decirle que un encantador se los había llevado con aposento y todo, pensando que quitando la causa desaparecería el efecto.
A los  dos días se levantó don Quijote, y lo primero que hizo fue ir a ver sus libros; y, como no encontraba el aposento andaba de una a otra parte buscándole. Llegaba adonde solía tener la puerta, y tentábala con las manos, y volvía y revolvía los ojos por todo, sin decir palabra; pero, al cabo de una buen rato, preguntó a su ama que donde estaba el aposento de sus libros, a lo que ésta, que ya  estaba advertida,  le dijo:
—      ¿Qué aposento, o qué nada, busca vuestra merced? Ya no hay aposento ni libros en esta casa, porque todo se lo llevó el mismo diablo.
             —      No era diablo —replicó la sobrina—, sino un encantador que vino sobre una nube una noche, después del día que vuestra merced se fue, y, apeándose de una serpiente en la que venía montado, entró en el aposento, y no sé lo que  hizo dentro, pero al poco tiempo salió volando por el tejado  dejando la casa llena de humo; y, cuando fuimos a mirar lo que había hecho, no vimos libro ni aposento alguno. Sólo recordamos el ama y yo que al marcharse dijo a voces que por enemistad secreta que tenía al dueño de aquellos libros y aposento, dejaba hecho aquel daño y dijo que se llamaba el sabio Muñatón.
                 -Frestón diría —dijo don Quijote.
            - No sé —respondió el ama— si se llamaba Frestón o Fritón; sólo sé que acabó en tón su nombre.
           - Así es —dijo don Quijote—; que ése es un sabio encantador, gran enemigo mío que me tiene ojeriza  y sabe que tengo de venir, algún día, a pelear en singular batalla con un caballero a quien él favorece y que le voy vencer, sin que él lo pueda impedir. Por esto procura hacerme todo el daño que puede; Pero yo le digo y le aseguro  que no podrá  evitar lo que por el cielo está ordenado.
—   ¿Quién duda de eso? —dijo la sobrina—. Pero, ¿quién le mete a vuestra merced, señor tío, en esas pendencias? ¿No sería mejor quedarse tranquilo en su casa y no irse por el mundo a buscar pan de trastrigo (meterse en cosas que sólo pueden acarrear algún daño), sin considerar que muchos van por lana y vuelven tresquilados?
              —  ¡Oh sobrina mía —respondió don Quijote—, y qué poco me conoces! antes  que a mí me trasquilen, tendré peladas y quitadas las barbas a cuantos osen tocarme en la punta de un solo cabello.
No quisieron las dos replicarle más, porque vieron que se le encendía la cólera. D. Quijote estuvo quince días en casa muy sosegado, sin dar muestras de querer volver a sus primeros devaneos, conversando con el cura y el barbero sobre la necesidad que tenía el mundo de caballeros andantes y de que él  resucitase este oficio. El cura a veces le contradecía y otras no. El caso que él  esos días contó graciosísimos cuentos con sus dos compadres el cura y el barbero, sobre que la cosa de que más necesidad tenía el mundo era de caballeros andantes y de que en él se resucitase la caballería andantesca. El cura algunas veces le contradecía y otras le seguía la corriente, con el fin de poder averigüar el verdadero pensamiento de don Quijote. El cual, en este tiempo, llamó  a un labrador vecino suyo, hombre de bien pero de muy poco seso, al cual tanto le dijo y tanto le persuadió y prometió, que el pobre hombre decidió  salir con él y servirle de escudero. Entre otras cosas le decía don Quijote que se animara a irse con él porque era posible que en alguna aventura ganase alguna ínsula (isla) en la que le dejaría a él de gobernador. Así que con estas promesas y otras por el estilo Sancho Panza, que así se llamaba el labrador, dejó mujer e hijos y aceptó ser escudero de su vecino.
Se dedicó entonces don Quijote a buscar dinero y, vendiendo una cosa, empeñando otra, y malbaratándolas todas, consiguió  una razonable cantidad.
Un vecino le prestó una rodela (escudo redondo que cogido con el brazo izquierdo cubría el pecho) y  arreglando su rota celada lo mejor que pudo, avisó a su escudero Sancho del día y la hora que pensaba ponerse en camino, para que él se proveyera de lo que le pareciese necesitar. Sobre todo le encargó que llevase alforjas; le dijo éste que las llevaría así como un  asno muy bueno que tenía. En lo del asno reparó un poco don Quijote, intentando recordar si algún caballero andante había tenido escudero caballero asnalmente, pero no le vino ninguno a la memoria; no obstante accedió que le llevase con la esperanza de proporcionarle el caballo del primer caballero que venciese.
Siguiendo los consejos que el ventero le había dado se proveyó de camisas y de las demás cosas que él pudo, conforme al consejo. Y habiendo hecho todo esto,  sin despedirse Panza de sus hijos y mujer, ni don Quijote de su ama y sobrina, una noche  salieron del lugar sin que nadie los viese; en la cual caminaron tanto, que al amanecer se tuvieron por seguros de que no los hallarían aunque los buscasen.
Iba Sancho Panza sobre su jumento como un patriarca, con sus alforjas y su bota, y con mucho deseo de verse ya gobernador de la ínsula que su amo le había prometido. Tomaron el mismo camino que el que él había tomado en su primera salida, que fue por el campo de Montiel, por el cual caminaban con menos pesadumbre que la vez pasada, porque, por ser  hora temprana  los rayos del sol de lado, no les agobiaban tanto. Dijo en esto Sancho Panza a su amo:
      —    Mire vuestra merced, señor caballero andante, que no se le olvide lo que de la ínsula me tiene prometido; que yo la sabré gobernar, por grande que sea.
A lo cual le respondió don Quijote:
     Has de saber, amigo Sancho Panza, que fue costumbre muy usada de los caballeros andantes antiguos hacer gobernadores a sus escuderos de las ínsulas o reinos que ganaban, y yo tengo determinado de que por mí no falte tan agradecida usanza; antes, pienso aventajarme en ella: porque ellos algunas veces, y quizá las más, esperaban a que sus escuderos fuesen viejos; y, ya después de hartos de servir y de llevar malos días y peores noches, les daban algún título de conde, o, por lo mucho, de marqués, de algún valle o provincia de poco más a menos (de poca importancia); pero, si tú vives y yo vivo, bien podría ser que antes de seis días ganase yo tal reino que tuviese otros a él adherentes, que viniesen de molde para coronarte por rey de uno de ellos. Y no creas que exagero, que estas cosas le suceden a los caballeros andantes de forma tan nunca vista e inesperada que es posible que te podría dar aún mas de lo que te he prometido.
   - De esa manera —respondió Sancho Panza—, si yo fuese rey por algún milagro de los que vuestra merced dice, por lo menos, Juana Gutiérrez, mi oíslo (su mujer  que ahora la llama Juana y otras veces Teresa) , vendría a ser reina y mis hijos infantes.
         —   Pues, ¿quién lo duda? —respondió don Quijote.
      —   Yo lo dudo —replicó Sancho Panza—; porque tengo para mí que, aunque lloviese Dios reinos sobre la tierra, ninguno asentaría bien sobre la cabeza de Mari Gutiérrez (ahora le da otro nombre) . Sepa, señor, que no vale nada para reina; condesa le caerá mejor, y aun necesitando la ayuda de Dios
         —    Encomiéndalo tú a Dios, Sancho —respondió don Quijote—, que Él dará lo que más le convenga, pero no te subestimes tanto que te contentes con ser solamente adelantado (equivalente a Gobernador Civil) 
      -    No lo haré, señor mío —respondió Sancho—; y más teniendo tan principal amo en vuestra merced, que me sabrá dar todo aquello que me esté bien y yo pueda llevar.