Capítulo XLIX. Donde se trata del discreto coloquio
que Sancho Panza tuvo con su señor don Quijote
—
¡Ah
—dijo Sancho—; cogido le tengo! Esto es lo que yo deseaba saber, ccon toda mi
alma. Venga acá, señor: ¿podría negar lo que comúnmente suele decirse por ahí
cuando una persona está de mala voluntad: "No sé qué tiene fulano, que ni
come, ni bebe, ni duerme, ni responde a propósito a lo que le preguntan, que no
parece sino que está encantado"? De donde se viene a sacar que los que no
comen, ni beben, ni duermen, ni hacen las obras naturales que yo digo, estos
tales están encantados; pero no aquellos que tienen la gana que vuestra merced
tiene y que bebe cuando se lo dan, y come cuando lo tiene, y responde a todo
aquello que le preguntan.
—
Verdad
dices, Sancho —respondió don Quijote—, pero ya te he dicho que hay muchas
maneras de encantamentos, y podría ser que con el tiempo se hubiesen mudado de
unos en otros, y que ahora se use que los encantados hagan todo lo que yo hago,
aunque antes no lo hacían. De manera que contra el uso de los tiempos no hay
que discutir ni sacar consecuencias. Yo sé y tengo para mí que voy encantado, y
esto me basta para la seguridad de mi conciencia; que la formaría muy grande
(protestaría) si yo pensase que no estaba encantado y me dejase estar en esta
jaula, perezoso y cobarde, defraudando el socorro que podría dar a muchos
menesterosos y necesitados que de mi ayuda y amparo deben tener ahora mucha necesidad.
—
Pues,
con todo eso —replicó Sancho—, digo que, para mayor seguridad y satisfación,
sería bien que vuestra merced probase a salir de esta cárcel, que yo me obligo
con todo mi poder a facilitarlo, y aun a sacarle de ella, y probase de nuevo a
subir sobre su buen Rocinante, que también parece que va encantado, según va de
melancólico y triste; y, hecho esto, probásemos otra vez la suerte de buscar
más aventuras; y si no nos saliese bien, tiempo nos queda para volvernos a la
jaula, en la cual prometo, a ley de buen y leal escudero, de encerrarme
juntamente con vuestra merced, si acaso fuere vuestra merced tan desdichado, o
yo tan simple, que no acierte a salir con lo que digo.
—
Yo
estoy contento de hacer lo que dices, Sancho hermano —replicó don Quijote—; y
cuando tú veas ocasión de poner en obra mi libertad, yo te obedeceré en todo y
por todo; pero tú, Sancho, verás como te engañas en el conocimiento de mi desgracia.
En estas pláticas se entretuvieron el caballero andante
y el mal andante escudero, hasta que llegaron donde, ya apeados, los aguardaban
el cura, el canónigo y el barbero. Desunció luego los bueyes de la carreta el
boyero, y dejólos andar a sus anchas por aquel verde y apacible sitio, cuya
frescura convidaba a quererla gozar, no a las personas tan encantadas como don
Quijote, sino a los tan advertidos y discretos como su escudero; el cual rogó
al cura que permitiese que su señor saliese
un rato de la jaula, porque si no le dejaban salir, no iría tan limpia
aquella prisión como requiría la decencia de
un tal caballero como su amo. Entendióle el cura, y dijo que de muy
buena gana haría lo que le pedía si no temiera que, en viéndose su señor en
libertad, había de hacer de las suyas, y irse donde jamás gentes le viesen (le encontrasen).
—
Yo
respondo de que no se fugará —respondió Sancho.
—
Y
yo tambiés —dijo el canónigo—; y más si él me da la palabra, como caballero, de
no apartarse de nosotros hasta que sea nuestra
voluntad.
—
Sí
doy —respondió don Quijote, que todo lo estaba escuchando—; cuanto más, que el
que está encantado, como yo, no tiene libertad para hacer de su persona lo que
quisiere, porque el que le encantó puede
hacer que no se mueva de un lugar en tres siglos; y si hubiere huido, le hará
volver en volandas.
—Y que, pues esto era así, bien podían soltarle, y más,
siendo tan en provecho de todos; y del no soltarle que no se quejasen si les
molestaba el olfato, si de allí no se desviaban.
Le tomó la mano el canónigo, aunque las tenía atadas, y,
debajo de su buena fe y palabra, le desenjaularon, de lo que él se alegró
infinito y en gran manera de verse fuera de la jaula. Y lo primero que hizo fue
estirarse todo el cuerpo, y luego se fue donde estaba Rocinante, y, dándole dos
palmadas en las ancas, dijo:
—
Aún
espero en Dios y en su bendita Madre, flor y espejo de los caballos, que pronto
nos hemos de ver los dos cual deseamos; tú, con tu señor a cuestas; y yo,
encima de ti, ejercitando el oficio para el que Dios me echó al mundo.
Y, diciendo esto, don Quijote se apartó lejos con
Sancho, de donde vino más aliviado y con más deseos de poner en obra lo que su
escudero ordenase.
Lo miraba el canónigo, y se admiraba de ver la extrañeza
de su gran locura, y de que, en cuanto hablaba y respondía, mostraba tener
bonísimo entendimiento: solamente venía a perder los estribos, como otras veces
se ha dicho, en tratándole de caballería. Y así, movido de compasión, después de haberse sentado todos en la verde
yerba, para esperar el repuesto (las viandas)
del canónigo, le dijo:
¿Es posible, señor hidalgo, que haya podido tanto con
vuestra merced la amarga y ociosa lectura de los libros de caballerías, que le
hayan vuelto el juicio de modo que venga a creer que va encantado, con otras
cosas de este jaez, tan lejos de ser verdaderas como lo está la misma mentira
de la verdad? Y ¿cómo es posible que haya entendimiento humano que crea que ha
habido en el mundo aquella infinidad de Amadises, y aquella turbamulta de tanto
famoso caballero, tanto emperador de Trapisonda, tanto Felixmarte de Hircania,
tanto palafrén, tanta doncella andante, tantas sierpes, tantos endriagos,
tantos gigantes, tantas inauditas aventuras, tanto género de encantamentos,
tantas batallas, tantos desaforados encuentros, tanta bizarría de trajes,
tantas princesas enamoradas, tantos escuderos condes, tantos enanos graciosos,
tanto billete (cartas), tanto requiebro, tantas mujeres valientes; y, finalmente, tantos y tan disparatados
casos como los libros de caballerías contienen? De mí sé decir que, cuando los
leo, en tanto que no pongo la imaginación en pensar que son todos mentira y
liviandad, me dan algún contento; pero, cuando caigo en la cuenta de lo que
son, doy con el mejor de ellos en la pared, y aun diera con él en el fuego si
cerca o presente le tuviera, bien como a merecedores de tal pena, por ser
falsos y embusteros, y fuera del trato que pide la común naturaleza, y como a
inventores de nuevas sectas y de nuevo modo de vida, y como a quien da ocasión
que el vulgo ignorante venga a creer y a tener por verdaderas tantas necedades
como contienen. Y aun tienen tanto atrevimiento, que se atreven a turbar los
ingenios de los discretos y bien nacidos hidalgos, como se echa bien de ver por
lo que con vuestra merced han hecho, pues le han traído a términos que sea
forzoso encerrarle en una jaula, y traerle sobre un carro de bueyes, como quien
trae o lleva algún león o algún tigre, de lugar en lugar, para ganar con él
dejando que le vean. ¡Ea, señor don Quijote, duélase de sí mismo, y vuelva al
gremio de la discreción, y sepa usar de la mucha que el cielo fue servido
darle, empleando el felicísimo talento de su ingenio en otra lectura que
redunde en aprovechamiento de su conciencia y en aumento de su honra! Y si
todavía, llevado de su natural inclinación, quisiere leer libros de hazañas y
de caballerías, lea en la Sacra Escritura el de los Jueces; que allí hallará
verdades grandiosas y hechos tan verdaderos como valientes. Un Viriato tuvo
Lusitania; un César, Roma; un Anibal, Cartago; un Alejandro, Grecia; un conde
Fernán González, Castilla; un Cid, Valencia; un Gonzalo Fernández, Andalucía;
un Diego García de Paredes, Extremadura; un Garci Pérez de Vargas, Jerez; un
Garcilaso, Toledo; un don Manuel de León, Sevilla, cuya lección de sus
valerosos hechos puede entretener, enseñar, deleitar y admirar a los más altos
ingenios que los leyeren. Ésta sí será lectura digna del buen entendimiento de
vuestra merced, señor don Quijote mío, de la cual saldrá erudito en la
historia, enamorado de la virtud, enseñado en la bondad, mejorado en las
costumbres, valiente sin temeridad, osado sin cobardía, y todo esto, para honra
de Dios, provecho suyo y fama de la Mancha; de donde, según he sabido, trae
vuestra merced su principio y origen.
Atentísimamente estuvo don Quijote escuchando las
razones del canónigo; y, cuando vio que ya había puesto fin a ellas, después de
haberle estado un buen espacio mirando, le dijo:
─ Me parece, señor hidalgo, que la plática de vuestra merced se ha
encaminado a querer darme a entender que no ha habido caballeros andantes en el
mundo, y que todos los libros de caballerías son falsos, mentirosos, dañinos e
inútiles para la república (el pueblo); y que yo he hecho mal en leerlos, y
peor en creerlos, y más mal en imitarlos, habiéndome puesto a seguir la
durísima profesión de la caballería andante, que ellos enseñan, negándome que
no ha habido en el mundo Amadises, ni de Gaula ni de Grecia, ni todos los otros
caballeros de que las escrituras están llenas.
—
Todo
es al pie de la letra como vuestra merced lo va relatando —dijo a está sazón el canónigo.
A lo cual respondió don
Quijote:
—
Añadió
también vuestra merced, diciendo que me habían hecho mucho daño tales libros,
pues me habían vuelto el juicio y puesto en una jaula, y que me sería mejor
enmendarme y cambiar de lectura, leyendo otros más verdaderos y que mejor
deleitan y enseñan.
—
Así
es —dijo el canónigo.
—
Pues
yo —replicó don Quijote— hallo por mi cuenta que el sin juicio y el encantado es
vuestra merced, pues se ha puesto a decir tantas blasfemias contra una cosa tan
admitida en el mundo, y tenida por tan verdadera, que el que la negase, como
vuestra merced la niega, merecía la misma pena que vuestra merced dice que da a
los libros cuando los lee y le enfadan. Porque querer dar a entender a nadie
que Amadís no existió, ni todos los otros caballeros aventureros de que están
colmadas las historias, será querer persuadir que el sol no alumbra, ni el
hielo enfría, ni la tierra sustenta; porque;
¿qué ingenio puede haber en el mundo que pueda persuadir
a otro que no fue verdad lo de la infanta Floripes y Guy de Borgoña, y lo de
Fierabrás con el puente de Mantible, que sucedió en el tiempo de Carlomagno;
que voto a tal que es tanta verdad como es ahora de día? Y si es mentira,
también lo debe de ser que no hubo Héctor, ni Aquiles, ni la guerra de Troya,
ni los Doce Pares de Francia, ni el rey Arturo de Ingalaterra, que anda hasta
ahora convertido en cuervo y le esperan en su reino por momentos. Y también se
atreverán a decir que es mentirosa la historia de Guarino Mezquino, y la de la
demanda del Santo Grial, y que son apócrifos los amores de don Tristán y la
reina Iseo, como los de Ginebra y Lanzarote, habiendo personas que casi se
acuerdan de haber visto a la dueña Quintañona, que fue la mejor escanciadora de
vino que tuvo la Gran Bretaña. Y es esto tan así, que me acuerdo yo que me
decía una abuela mia de parte de mi padre, cuando veía alguna dueña con tocas
reverendas: ''Aquélla, nieto, se parece a la dueña Quintañona''; de donde
arguyo yo que la debió de conocer ella o, por lo menos, debió de alcanzar a ver
algún retrato suyo. Pues, ¿quién podrá negar no ser verdadera la historia de
Pierres y la linda Magalona, pues aun hasta hoy día se ve en la armería de los
reyes la clavija con que volvía al caballo de madera, sobre quien iba el
valiente Pierres por los aires, que es un poco mayor que un timón de carreta? Y
junto a la clavija está la silla de Babieca, y en Roncesvalles está el cuerno
de Roldán, tan grande como una gran viga: de donde se infiere que hubo Doce
Pares, que hubo Pierres, que hubo Cides, y otros caballeros semejantes,
de estos que dicen las gentes que a sus
aventuras van.
Si no, díganme también que no es verdad que fue
caballero andante el valiente lusitano Juan de Merlo, que fue a Borgoña y combatió en la ciudad de Ras con el famoso
señor de Charní, llamado mosén Pierres, y después, en la ciudad de Basilea, con
mosén Enrique de Remestán, saliendo de ambas empresas vencedor y lleno de
honrosa fama; y las aventuras y desafíos que también acabaron en Borgoña los
valientes españoles Pedro Barba y Gutierre Quijada (de cuya alcurnia yo
desciendo por línea recta de varón), venciendo a los hijos del conde de San
Polo. Niéguenme, asimismo, que no fue a buscar las aventuras a Alemania don
Fernando de Guevara, donde combatió con micer (título aragonés) Jorge,
caballero de la casa del duque de Austria; digan que fueron burla las justas de
Suero de Quiñones, del Paso; las empresas de mosén Luis de Falces contra don
Gonzalo de Guzmán, caballero castellano, con otras muchas hazañas hechas por
caballeros cristianos, de estos y de los reinos extranjeros, tan auténticas y
verdaderas, que torno a decir que el que las negase carecería de toda razón y
buen discurso.
Admirado quedó el canónigo de oír la mezcla que don
Quijote hacía de verdades y mentiras, y de ver la noticia que tenía de todas
aquellas cosas tocantes y concernientes a los hechos de su andante caballería;
y así, le respondió:
—
No puedo
yo negar, señor don Quijote, que no sea verdad algo de lo que vuestra merced ha
dicho, especialmente en lo que toca a los caballeros andantes españoles; y,
asimismo, quiero conceder que hubo Doce Pares de Francia, pero no quiero creer
que hicieron todas aquellas cosas que el arzobispo Turpín de ellos escribe;
porque la verdad es que fueron
caballeros escogidos por los reyes de Francia, a quien llamaron pares por ser
todos iguales en valor, en calidad y en valentía; al menos, si no lo eran, era razón que lo fuesen
y era como una religión de las que ahora se usan de Santiago o de Calatrava
(órdenes militares), que se presupone que los que la profesan han de ser, o
deben ser, caballeros valerosos, valientes y bien nacidos; y, como ahora dicen
caballero de San Juan, o de Alcántara, decían en aquel tiempo caballero de los
Doce Pares, porque no fueron doce iguales los que para esta religión militar se
escogieron. En lo de que hubo Cid no hay duda, ni menos Bernardo del Carpio,
pero de que hicieron las hazañas que dicen, creo que la hay muy grande. En lo
otro de la clavija que vuestra merced dice del conde Pierres, y que está junto
a la silla de Babieca en la armería de los reyes, confieso mi pecado; que soy
tan ignorante, o tan corto de vista, que, aunque he visto la silla, no he
echado de ver la clavija, y más siendo tan grande como vuestra merced ha dicho.
—
Pues
allí está, sin duda alguna —replicó don Quijote—; y, por más señas, dicen que
está metida en una funda de vaqueta (169), para no se tome de moho.
—
Todo
puede ser —respondió el canónigo—; pero, por las órdenes que recibí, que no me
acuerdo haberla visto. Pero, aunque admita
que está allí, no por eso me obligo a creer las historias de tantos
Amadises, ni las de tanta turbamulta de caballeros como por ahí nos cuentan; ni
es razón que un hombre como vuestra merced, tan honrado y de tan buenas partes,
y dotado de tan buen entendimiento, se dé a entender que son verdaderas tantas
y tan extrañas locuras como las que están escritas en los disparatados libros
de caballerías.
NOTAS:
169.
Cuero de buey o
vaca.
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