Mi amigo y paisano Luis Carlos Gutiérrez, gran escritor y poeta me envía el artículo que, con su autorización, reproduzco porque quiero compartirlo con los amables visitantes de mi blog. Es un artículo muy bello y culto a la vez y que reúne las tres condiciones que se requieren para que un escrito tenga calidad, a saber: Orden, Claridad y Belleza. Estoy seguro que quien lo lea disfrutará con él.
JOSÉ MARÍA MANZANARES
Tengo una concepción purista del toreo. En lo que me alcanza la memoria, recuerdo haber visto torear, en mis inicios como aficionado, a los dos grandes Antonios, Ordóñez y Bienvenida, y a sus coetáneos. Destaco el cartel tan repetido de Puerta, Camino y El Viti, cuya competencia hacía las delicias de los aficionados. Desdichadamente, no vi al excelso Pepe Luis Vázquez, cuyo hijo, Pepe Luis, con quien me une una buena amistad, es otro torero de importancia artística, aunque de carrera más intermitente. Y disfruté del toreo inspirado y cadencioso de Manolo Vázquez. Por encima de todo, soy currista. De Curro Romero, cuyo embrujo aún aletea por mis entrañas y que ha sido, es y será el ídolo que conservaré, como un tesoro, en el baúl de la felicidad, ese pequeño baúl de la vida en el que cabe sólo lo grandioso. Y de Rafael de Paula, el gitano mágico de Jerez, de capote de filigrana. Y de tantos toreros que no puedo mencionar por las limitaciones lógicas de un artículo. Sí quiero dejar constancia, empero, de que mi gusto por ese toreo estético y puro no está reñido con el que tengo por el que practican toreros de otro corte, pero que me hacen vibrar con su personalidad, su técnica, sus cercanías. Revolucionarios como Manuel Benítez “El Cordobés”, Paco Ojeda o José Tomás son hitos de la tauromaquia. Y cómo olvidar el poderío, el dominio y la sabiduría de Espartaco, Ponce o El Juli. Todos ellos, y otros que figuran por derecho propio en el álbum de mis sentimientos, han llenado, página a página, el libro inacabable de mi vida como aficionado. Pero hoy es el día literario de José Mari Manzanares, hijo, que ayer me transportó al mundo sublime del toreo más puro, dentro de un acontecimiento artístico que está ya escrito con moldes de embeleso en la historia de la tauromaquia.
Cuando inició su carrera artística su padre, José María Manzanares, un portento del planeta taurino, me hice seguidor suyo. Seguidor impenitente, porque llevaba en las venas la excelsitud del toreo. Le vi torear en infinidad de ocasiones y jamás, incluso en los días que no salía su toro, perdió la torería. Decían que parecía haber nacido en Sevilla. Yo no lo creo. El arte no tiene fronteras. Y Alicante tiene arte por todos sus poros. Como Salamanca, con El Viti. Como Madrid, con Antoñete. Como Galapagar, con José Tomás. Y aquí me detengo, porque es España entera la que tiene arte. Lo que pasa es que en Sevilla luce más que el sol. Aquí torea el azahar y por la Torre del Oro habitan los duendes y por la Maestranza cantan los ángeles y los toreros se subliman cabe el río.
Un día apareció por los ruedos José María Manzanares, hijo. Y yo tenía el presentimiento de que los genes del padre darían sus frutos. La primera vez que le vi torear, aún muy verde, me trasmitió la sensación de que los aficionados estábamos a las puertas de alcanzar una nueva época de gloria en el mundo de los toros. Y, además, coincidiendo con Morante de la Puebla, torero del asombro, de los sueños, el que cautiva a los aficionados sevillanos, el que hace que nuestra alma llore a la vera del río y de la Giralda. Pero José Mari Manzanares también cautivó a Sevilla desde el primer instante. Es difícil comparar a los toreros, porque cada uno tiene su personalidad, su duende, su estética, su técnica y su profundidad, mas el corazón del aficionado es un misterio y saborea con fruición todos los instantes de belleza casi inalcanzable que se suceden sobre el ruedo. Cuando la trasmisión es colectiva, llega la locura. Y eso sucedió ayer en la Maestranza de Sevilla. La plaza estaba sumergida en el delirio, porque José Mari Manzanares alcanzó el éxtasis, se lo brindó a los aficionados y les hizo partícipes de su emoción. Estábamos toreando todos, metidos en la piel de un artista que se derramó sobre la arena como una lluvia de lágrimas. Había, sobre aquel albero de seda y cante grande, un toro de Núñez del Cuvillo. Un toro bravo, incansable y noble, que embestía al son que le marcaba el torero. Los aficionados sabemos que no es fácil torear a un toro bravo, que un buen toro descubre las carencias de un mal torero. “Arrojado” necesitaba un torero en su plenitud y en trance. Y lo tuvo. El reloj de la Maestranza se detuvo en derechazos, naturales, de pecho, trincherillas, cambios de manos, todos inconmensurables, profundos, despaciosos, rozando la eternidad. Lloramos los que teníamos el pellizco en lo más hondo de nuestro ser. Ese es el toreo que concebimos quienes un día y otro esperamos, sin desmayo, a que florezca la primavera de la armonía en forma de lances majestuosos que irradia la luz de Sevilla.
Toro, torero, Sevilla…El toreo.
Luis Carlos Gutiérrez
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