miércoles, 9 de mayo de 2018

D: QUIJOTE PARA TODOS


Capítulo LII. De la pendencia que don Quijote tuvo con el cabrero, con la rara aventura de los deceplinantes (disciplinantes), a quien dio felice fin a costa de su sudor


Mucho gustó a todos el cuento del cabrero; especialmente al canónigo, que con extraña curiosidad notó la manera con que le había contado, tan lejos de parecer rústico cabrero y cuan cerca de mostrarse discreto cortesano; y así, dijo que había dicho muy bien el cura en decir que los montes criaban letrados. Todos se ofrecieron a Eugenio; pero el que más liberal (generoso) se mostró en esto fue don Quijote, que le dijo:

   Por cierto, hermano cabrero, que si yo me hallara posibilitado de poder comenzar alguna aventura, enseguida me pusiera en camino porque vos la tuviérais buena (solucionara su problema); que yo sacaría  a Leandra del monasterio, donde, sin duda alguna, debe de estar contra su voluntad,a pesar de la abadesa y de cuantos quisieran estorbarlo, y os la pusiera en vuestras manos, para que hiciérais de ella a toda vuestra voluntad, pero guardando las leyes de la caballería, que mandan que a ninguna doncella se le haga desaguisado alguno; aunque yo espero en Dios Nuestro Señor que no ha de poder tanto la fuerza de un encantador malicioso, que no pueda más la de otro encantador mejor intencionado, y para entonces os prometo mi favor y ayuda, como me obliga mi profesión, que no es otra que favorecer a los desvalidos y menesterosos.

Lo miró el cabrero, y, como vio a don Quijote de tan mal pelaje y catadura, admiróse y preguntó al barbero, que estaba cerca de él:

   Señor, ¿quién es este hombre, que tal talle (aspecto) tiene y de tal manera habla?

   ¿Quién ha de ser —respondió el barbero— sino el famoso don Quijote de la Mancha, desfacedor de agravios, enderezador de tuertos (ofensas), el amparo de las doncellas, el asombro de los gigantes y el vencedor de las batallas?

   Eso parece —respondió el cabrero— a lo que se lee en los libros de caballeros andantes, que hacían todo eso que de este hombre vuestra merced dice; aunque para mí tengo, o que vuestra merced se burla, o que este gentil hombre debe de tener vacíos los aposentos de la cabeza.

   Sois un grandísimo bellaco —dijo entonces don Quijote—; y vos sois el vacío y el menguado, que yo estoy más lleno que jamás lo estuvo la muy hideputa puta que os parió.

Y, diciendo y haciendo, cogió un pan que junto a sí tenía, y dio con él al cabrero en todo el rostro, con tanta furia, que le remachó las narices; pero el cabrero, que no sabía de burlas, viendo que  le maltrataban claramente, sin tener respeto a la alhombra (alfombra de hierba), ni a los manteles, ni a todos aquellos que comiendo estaban, saltó sobre don Quijote, y, asiéndole del cuello con ambas manos, no hubiera dudado ahogarle, si Sancho Panza no llega en aquel momento,  y le agarrara por las espaldas dando con él encima de la mesa, quebrando platos, rompiendo tazas y derramando y esparciendo cuanto en ella estaba. Don Quijote, que se vio libre, acudió a subirse sobre el cabrero; el cual, lleno de sangre el rostro, molido a coces de Sancho, andaba buscando a gatas algún cuchillo de la mesa para hacer alguna sanguinolenta venganza, pero estorbábanselo el canónigo y el cura; pero el barbero hizo de suerte (se dio maña) que el cabrero cogiera debajo de sí a don Quijote, sobre el cual llovieron tanto número de mojicones, que del rostro del pobre caballero llovía tanta sangre como del suyo.

  Reventaban de risa el canónigo y el cura, saltaban los cuadrilleros de gozo, azuzaban los unos y los otros, como hacen a los perros cuando en pendencia están trabados; sólo Sancho Panza se desesperaba, porque no se podía soltar de un criado del canónigo, que impedía que  ayudase a su amo.

   En resolución, estando todos en regocijo y fiesta, salvo los dos aporreantes que se carpían (arañaban), oyeron el son de una trompeta, tan triste que les hizo volver los rostros hacia donde les pareció que sonaba; pero el que más se alborotó de oírle fue don Quijote, el cual, aunque estaba debajo del cabrero, harto contra su voluntad y más que medianamente molido, le dijo:

— Hermano demonio, que no es posible que dejes de serlo, pues has tenido valor y fuerzas para sujetar las mías, te ruego que hagamos treguas, no más de por una hora; porque el doloroso son de aquella trompeta que a nuestros oídos llega me parece que a alguna nueva aventura me llama.
    El cabrero, que ya estaba cansado de moler y ser molido, le dejó enseguida, y don Quijote se puso en pie, volviendo asimismo el rostro adonde el son se oía, y vio a deshora (de improviso) que por un recuesto (montículo) bajaban muchos hombres vestidos de blanco, a modo de diciplinantes (penitentes).

   Era el caso que aquel año habían las nubes negado su rocío a la tierra, y por todos los lugares de aquella comarca se hacían procesiones, rogativas y diciplinas, pidiendo a Dios abriese las manos de su misericordia y les lloviese; y para este efecto la gente de una aldea que allí junto estaba venía en procesión a una devota ermita que en un recuesto de aquel valle había.

   Don Quijote, que vio los extraños trajes de los diciplinantes, sin pasarle por la memoria las muchas veces que los había de haber visto, se imaginó que era cosa de aventura, y que a él solo tocaba, como a caballero andante, el acometerla; y confirmóle más esta imaginación pensar que una imagen que traían cubierta de luto fuese alguna principal señora que llevaban por fuerza aquellos follones y descomedidos malandrines; y, como esto le cayó en las mientes, con gran ligereza arremetió a Rocinante, que paciendo andaba, quitándole del arzón el freno y el adarga, y en un punto le enfrenó, y, pidiendo a Sancho su espada, subió sobre Rocinante y embrazó su adarga, y dijo en alta voz a todos los que presentes estaban:

   Ahora, valerosa compañía, vereis cuánto importa que haya en el mundo caballeros que profesen la orden de la andante caballería; ahora digo que vereis, en la libertad de aquella buena señora que allí va cautiva, si se han de estimar los caballeros andantes.

    Y, en diciendo esto, apretó los muslos a Rocinante, porque no tenía espuelas,  y, a todo galope (trote), porque carrera tirada (galope) no se lee en toda esta verdadera historia que jamás la diese Rocinante, se fue a encontrar con los diciplinantes, aunque fueran el cura y el canónigo y barbero a detenerle; pero no les fue posible, ni menos le detuvieron las voces que Sancho le daba, diciendo:

   ¿Adónde va, señor don Quijote? ¿Qué demonios lleva en el pecho, que le incitan a ir contra nuestra fe católica? Advierta, mal haya yo, que aquélla es procesión de diciplinantes, y que aquella señora que llevan sobre la peana es la imagen benditísima de la Virgen sin mancilla; mire, señor, lo que hace, que por esta vez se puede decir que no es lo que sabe. (que no es lo que piensa)

      Fatigóse en vano Sancho, porque su amo iba tan puesto en llegar a los ensabanados y en librar a la señora enlutada, que no oyó palabra; y, aunque la oyera, no volviera, si el rey se lo mandara. Llegó, pues, a la procesión, y paró a Rocinante, que ya llevaba deseo de aquietarse un poco, y, con turbada y ronca voz, dijo:

   Vosotros, que, quizá por no ser buenos, os encubrís los rostros, atended y escuchad lo que deciros quiero.

Los primeros que se detuvieron fueron los que llevaban  la imagen; y uno de los cuatro clérigos que cantaban las letanías, viendo la extraña catadura de don Quijote, la flaqueza de Rocinante y otras circunstancias de risa que notó y descubrió en don Quijote, le respondió diciendo:

   Señor hermano, si nos quiere decir algo, dígalo pronto, porque se van estos hermanos abriendo las carnes, y no podemos, ni es razón que nos detengamos a oír cosa alguna, si ya no es tan breve que en dos palabras se diga.

   En una lo diré —replicó don Quijote—, y es ésta: que enseguida dejéis libre a esa hermosa señora, cuyas lágrimas y triste semblante dan claras muestras que la lleváis contra su voluntad y que algún notorio desaguisado le habéis hecho; y yo, que nací en el mundo para deshacer semejantes agravios, no consentiré que un solo paso adelante pase sin darle la deseada libertad que merece.

En estas razones, cayeron todos los que las oyeron que don Quijote debía de ser algún hombre loco, y tomáronse (comenzaron) a reír de muy buena gana; cuya risa fue poner pólvora a la cólera de don Quijote, porque, sin decir más palabra, sacando la espada, arremetió a las andas. Uno de aquellos que las llevaban, dejando la carga a sus compañeros, salió al encuentro de don Quijote, enarbolando una horquilla o bastón con que sustentaba las andas en tanto que descansaba; y, recibiendo en ella una gran cuchillada que le tiró don Quijote, con que se la hizo dos partes, con el último tercio, que le quedó en la mano, dio tal golpe a don Quijote encima de un hombro, por el mismo lado de la espada, que no pudo cubrir el adarga contra villana fuerza, que el pobre don Quijote vino al suelo muy mal parado.

Sancho Panza, que jadeando le iba al  alcance, viéndole caído, dio voces a su moledor que no le diese otro palo, porque era un pobre caballero encantado, que no había hecho mal a nadie en todos los días de su vida. Mas, lo que detuvo al villano no fueron las voces de Sancho, sino el ver que don Quijote no bullía (movia) pie ni mano; y así, creyendo que le había matado, con prisa se alzó la túnica a la cinta (recogió las faldas a la cintura), y dio a huir por la campiña como un gamo.

Ya en esto llegaron todos los de la compañía de don Quijote adonde él estaba; y más los de la procesión, que los vieron venir corriendo, y con ellos los cuadrilleros con sus ballestas, temieron algún mal suceso, y hiciéronse todos un remolino alrededor de la imagen; y, alzados los capirotes, empuñando las diciplinas, y los clérigos los ciriales, esperaban el asalto con determinación de defenderse, y aun ofender, si pudiesen, a sus acometedores; pero la fortuna lo hizo mejor que se pensaba, porque Sancho no hizo otra cosa que arrojarse sobre el cuerpo de su señor, haciendo sobre él el más doloroso y risueño (gracioso) llanto del mundo, creyendo que estaba muerto.

El cura fue conocido de otro cura que en la procesión venía, cuyo conocimiento puso en sosiego el concebido temor de los dos escuadrones. El primer cura dio al segundo, en dos razones, cuenta de quién era don Quijote, y así él como toda la turba de los diciplinantes fueron a ver si estaba muerto el pobre caballero, y oyeron que Sancho Panza, con lágrimas en los ojos, decía:

  ¡Oh flor de la caballería, que con solo un garrotazo acabaste la carrera de tus tan bien gastados años! ¡Oh honra de tu linaje, honor y gloria de toda la Mancha, y aun de todo el mundo, el cual, faltando tú en él, quedará lleno de malhechores, sin temor de ser castigados de sus malas fechorías! ¡Oh liberal sobre todos los Alejandros (se refiere a Alejandro Magno), pues por solos ocho meses de servicio me tenías dada la mejor ínsula que el mar ciñe y rodea! ¡Oh humilde con los soberbios y arrogante con los humildes, acometedor de peligros, sufridor de afrentas, enamorado sin causa, imitador de los buenos, azote de los malos, enemigo de los ruines, en fin, caballero andante, que es todo lo que decir se puede!

Con las voces y gemidos de Sancho revivió don Quijote, y la primer palabra que dijo fue:

  El que de vos vive ausente, dulcísima Dulcinea, a mayores miserias que éstas está sujeto. Ayúdame, Sancho amigo, a ponerme sobre el carro encantado, que ya no estoy para oprimir la silla de Rocinante, porque tengo todo este hombro hecho pedazos.

  Eso haré yo de muy buena gana, señor mío —respondió Sancho—, y volvamos a mi aldea en compañía de estos señores, que su bien desean, y allí daremos orden (pensaremos como)  de hacer otra salida que nos sea de más provecho y fama.

  Bien dices, Sancho —respondió don Quijote—, y será gran prudencia dejar pasar el mal influjo de las estrellas que ahora corre.

El canónigo y el cura y barbero le dijeron que haría muy bien en hacer lo que decía; y así, habiendo recibido gran gusto (alegría) de las simplicidades de Sancho Panza, pusieron a don Quijote en el carro, como antes venía. La procesión volvió a ordenarse y a proseguir su camino; el cabrero se despidió de todos; los cuadrilleros no quisieron pasar adelante, y el cura les pagó lo que se les debía. El canónigo pidió al cura le avisase el suceso de don Quijote (en qué quedaba), si sanaba de su locura o si proseguía en ella, y con esto tomó licencia para seguir su viaje. En fin, todos se dividieron y apartaron, quedando solos el cura y barbero, don Quijote y Panza, y el bueno de Rocinante, que a todo lo que había visto estaba con tanta paciencia como su amo.

El boyero unció sus bueyes y acomodó a don Quijote sobre un haz de heno, y con su acostumbrada flema siguió el camino que el cura quiso, y al cabo de seis días llegaron a la aldea de don Quijote, adonde entraron en la mitad del día, que acertó a ser domingo, y la gente estaba toda en la plaza, por mitad de la cual atravesó el carro de don Quijote. Acudieron todos a ver lo que en el carro venía, y, cuando conocieron a su compatriota, quedaron maravillados, y un muchacho acudió corriendo a dar las nuevas a su ama y a su sobrina de que su tío y su señor venía flaco y amarillo, y tendido sobre un montón de heno y sobre un carro de bueyes. Cosa de lástima fue oír los gritos que las dos buenas señoras alzaron, las bofetadas que se dieron, las maldiciones que de nuevo echaron a los malditos libros de caballerías; todo lo cual se renovó cuando vieron entrar a don Quijote por sus puertas.

A las nuevas de esta venida de don Quijote, acudió la mujer de Sancho Panza, que ya había sabido que había ido con él sirviéndole de escudero, y, así como vio a Sancho, lo primero que le preguntó fue que si venía bueno el asno. Sancho respondió que venía mejor que su amo.

   Gracias sean dadas a Dios —replicó ella—, que tanto bien me ha hecho; pero contadme ahora, amigo: ¿qué bien habéis sacado de vuestras escuderías?, ¿qué saboyana (174)) me traes a mí?, ¿qué zapaticos a vuestros hijos?

   No traigo nada de eso —dijo Sancho—, mujer mía, aunque traigo otras cosas de más momento (importancia) y consideración.

   De eso recibo yo mucho gusto —respondió la mujer—; mostradme esas cosas de más consideración y más momento, amigo mío, que las quiero ver, para que se me alegre este corazón, que tan triste y descontento ha estado en todos los siglos de vuestra ausencia.

   En casa os las mostraré, mujer —dijo Panza—, y por ahora estad contenta, que, siendo Dios servido (que si Dios quiere) de que otra vez salgamos en viaje a buscar aventuras, vos me veréis pronto conde o gobernador de una ínsula, y no de las de por ahí, sino la mejor que pueda hallarse.

   Quiéralo así el cielo, marido mío; que bien lo habemos menester. Mas, decidme: ¿qué es eso de ínsulas, que no lo entiendo?

   No es la miel para la boca del asno —respondió Sancho—; a su tiempo lo verás, mujer, y aun te admirarás de oírte llamar Señoría de todos tus vasallos.

   ¿Qué es lo que decís, Sancho, de señorías, ínsulas y vasallos? —respondió Juana Panza, que así se llamaba la mujer de Sancho, aunque no eran parientes, sino porque se usa en la Mancha tomar las mujeres el apellido de sus maridos.
   No te acucies (agobies), Juana (175), por saber todo esto tan aprisa; basta que te digo verdad, y cose la boca. Sólo te sabré decir, así de paso, que no hay cosa más gustosa en el mundo que ser un hombre honrado escudero de un caballero andante buscador de aventuras. Bien es verdad que las más que se hallan no salen tan a gusto como el hombre querría, porque de ciento que se encuentran, las noventa y nueve suelen salir aviesas y torcidas. Lo sé por expiriencia, porque de algunas he salido manteado, y de otras molido; pero, con todo eso, es linda cosa esperar los sucesos atravesando montes, escudriñando selvas, pisando peñas, visitando castillos, alojando en ventas a toda discreción, sin pagar, ofrecido sea al diablo, el maravedí.

Todas estas pláticas pasaron entre Sancho Panza y Juana Panza, su mujer, en tanto que el ama y sobrina de don Quijote le recibieron, y le desnudaron, y le tendieron en su antiguo lecho. Mirábalas él con ojos atravesados, y no acababa de entender en qué parte estaba. El cura encargó a la sobrina que mimara mucho a su tío, y que estuviesen alerta de que otra vez no se les escapase, contando lo que había sido menester para traerle a su casa. Aquí alzaron las dos de nuevo los gritos al cielo; allí se renovaron las maldiciones de los libros de caballerías, allí pidieron al cielo que confundiese en el centro del abismo a los autores de tantas mentiras y disparates. Finalmente, ellas quedaron confusas y temerosas de que se habían de ver sin su amo y tío en el momento que tuviese alguna mejoría; y sí fue como ellas se lo imaginaron.

Pero el autor de esta historia, aunque con curiosidad y diligencia ha buscado los hechos que don Quijote hizo en su tercera salida, no ha podido hallar noticia de ellas, al menos por escrituras auténticas; sólo la fama ha guardado, en las memorias de la Mancha, que don Quijote, la tercera vez que salió de su casa, fue a Zaragoza, donde se halló en unas famosas justas que en aquella ciudad hicieron, y allí le pasaron cosas dignas de su valor y buen entendimiento. Ni de su fin y acabamiento pudo alcanzar cosa alguna, ni la alcanzara ni supiera si la buena suerte no le deparara un antiguo médico que tenía en su poder una caja de plomo, que, según él dijo, se había hallado en los cimientos derribados de una antigua ermita que se renovaba; en la cual caja se habían hallado unos pergaminos escritos con letras góticas, pero en versos castellanos, que contenían muchas de sus hazañas y daban noticia de la hermosura de Dulcinea del Toboso, de la figura de Rocinante, de la fidelidad de Sancho Panza y de la sepultura del mismo don Quijote, con diferentes epitafios y elogios de su vida y costumbres.

Y los que se pudieron leer y sacar en limpio fueron los que aquí pone el fidedigno autor de esta nueva y jamás vista historia. El cual autor no pide a los que la leyeren, en premio del inmenso trabajo que le costó inquerir (investigar) y buscar todos los archivos manchegos, por sacarla a luz, sino que le den el mismo crédito que suelen dar los discretos a los libros de caballerías, que tan validos (acreditados) andan en el mundo; que con esto se tendrá por bien pagado y satisfecho, y se animará a sacar y buscar otras (historias), si no tan verdaderas, a lo menos de tanta invención y pasatiempo.

Las palabras primeras que estaban escritas en el pergamino que se halló en la caja de plomo eran éstas:

LOS ACADÉMICOS DE LA ARGAMASILLA (1), LUGAR DE LA MANCHA,
EN VIDA Y MUERTE DEL VALEROSO DON QUIJOTE DE LA MANCHA,

HOC SCRIPSERUNT:

EL MONICONGO (2), ACADÉMICO DE LA ARGAMASILLA, A LA SEPULTURA DE DON QUIJOTE

Epitafio

El calvatrueno(3) que adornó a la Mancha de más despojos que Jasón (4) decreta;  el jüicio que tuvo la veleta
aguda donde fuera mejor ancha,

el brazo que su fuerza tanto ensancha, que llegó del Catay hasta Gaeta,
la musa más horrenda y más discreta
que grabó versos en la broncínea plancha, el que a cola (más atrás) dejó los Amadises,
y en muy poquito a Galaores tuvo, estribando en su amor y bizarría, el que hizo callar los Belianises,
aquel que en Rocinante errando anduvo, yace debajo desta losa fría.

DEL PANIAGUADO, ACADÉMICO DE LA ARGAMASILLA,

In laudem Dulcineae del Toboso Soneto
Esta que veis de rostro amondongado,(gordo y tosco) alta de pechos y ademán brioso,
es Dulcinea, reina del Toboso,
de quien fue el gran Quijote aficionado.
Pisó por ella el uno y otro lado
de la gran Sierra Negra (sierra Morena), y el famoso campo de Montïel, hasta el herboso llano de Aranjüez (5), a pie y cansado. Culpa de Rocinante, ¡oh dura estrella!, que esta manchega dama, y este invito andante caballero, en tiernos años, ella dejó, muriendo, de ser bella;
y él, aunque queda en mármores escrito, no pudo huir de amor, iras y engaños.

DEL CAPRICHOSO, DISCRETÍSIMO ACADÉMICO DE LA ARGAMASILLA, EN LOOR DE ROCINANTE, CABALLO DE DON QUIJOTE DE LA MANCHA

Soneto

En el soberbio trono diamantino
que con sangrientas plantas huella Marte, frenético, el Manchego su estandarte tremola con esfuerzo peregrino.
Cuelga las armas y el acero fino
con que destroza, asuela, raja y parte:
¡nuevas proezas!, pero inventa el arte un nuevo estilo al nuevo paladino.
Y si de su Amadís se precia Gaula,
por cuyos bravos descendientes Grecia triunfó mil veces y su fama ensancha, hoy a Quijote le corona el aula
do Belona (6) preside, y dél se precia,
Nunca sus glorias el olvido mancha, pues hasta Rocinante, en ser gallardo, excede a Brilladoro y a Bayardo.(7)

DEL BURLADOR, ACADÉMICO ARGAMASILLESCO, A SANCHO PANZA

Soneto

Sancho Panza es aqueste, en cuerpo chico,
pero grande en valor, ¡milagro estraño!,
escudero el más simple y sin engaño
que tuvo el mundo, os juro y certifico.
De ser conde no estuvo en un tantico,
si no se conjuraran en su daño
insolencias y agravios del tacaño
siglo, que aun no perdonan a un borrico.
Sobre él anduvo -con perdón se miente- (se nombre)
este manso escudero, tras el manso
caballo Rocinante y tras su dueño
¡Oh vanas esperanzas de la gente,
 cómo pasáis con prometer descanso
 y al fin paráis en sombra, en humo, en sueño.


DEL CACHIDIABLO (8), ACADÉMICO DE LA ARGAMASILLA, EN LA SEPULTURA DE DON QUIJOTE

Epitafio

Aquí yace el caballero, bien molido y mal andante, a quien llevó Rocinante por uno y otro sendero.
Sancho Panza el majadero yace también junto a él, escudero el más fïel
que vio el trato de escudero.

DEL TIQUITOC (9) , ACADÉMICO DE LA ARGAMASILLA, EN LA SEPULTURA DE DULCINEA DEL TOBOSO

Epitafio

Reposa aquí Dulcinea;
y, aunque de carnes rolliza, la volvió en polvo y ceniza la muerte espantable y fea. Fue de castiza ralea,
y tuvo asomos de dama; del gran Quijote fue llama, y fue gloria de su aldea.

Éstos fueron los versos que se pudieron leer; los demás, por estar carcomida la letra, se entregaron a un académico para que por conjeturas los declarase.
Tiénese noticia que lo ha hecho, a costa de muchas vigilias y mucho trabajo, y que tiene intención de sacallos a luz, con esperanza de la tercera salida de don Quijote.

Forsi altro canterà con miglior plectio(10). 
Finis

1. Ni la de Alba ni la de Calatrava, ni de la aldea de D. Quijote.
2. Negro del Congo.
3. Persona vocinglera y alocada.
4. Jasón fue esposo de Medea  y jefe de los argonautas mitología griega).
5. Como D. Quijote no estuvo nunca en Aranjuez, se puede pensar que estos poemas no son de Cervantes.
6. Belona era la diosa de la Guerra para los romanos.
7. Son los caballos  de Orlando y de Reinaldos.
8. Así se conocía a un corsario argelino valiente y atrevido que fue uno de los capitanes de Barbarroja que, en la época de Carlos I, salteó, robando y despoblando varios lugares del reino de Valencia (Clemencín).  
9. Del italiano “ ticche tocche”, que significa tic tac.
10. Verso tomado del Orlando  furioso que Cervantes lo traduce en el capítulo I de la Segunda parte, así: Quizá otro cantara con mejor plectro (verso).
                           

NOTAS.

174. Ropa interior usada por las mujeres, que era como una falda abierta por delante .

175. Otras veces la llama Mari Gutiérrez, Juana Panza, Teresa Cascajo o Teresa Panza.



miércoles, 2 de mayo de 2018

D.QUIJOTE PARA TODOS




Capítulo LI. Que trata de lo que contó el cabrero a todos los que llevaban a don Quijote


— « A tres leguas de este valle está una aldea que, aunque pequeña, es de las más ricas que hay en todos estos contornos; en la cual había un labrador muy honrado, y tanto, que, aunque es anexo al ser rico el ser honrado, más lo era él por la virtud que tenía que por la riqueza que alcanzaba. Pero lo que le hacía más dichoso, según él decía, era tener una hija de tan extremada hermosura, extraordinaria discreción, gracia y virtud, que el que la conocía y la miraba se admiraba de ver las extremadas cualidades con que el cielo y la naturaleza la habían enriquecido. Siendo niña fue hermosa, y siempre fue creciendo en belleza, y a la edad de diez y seis años fue hermosísima. La fama de su belleza se comenzó a extender por todas las circunvecinas aldeas, ¿qué digo yo por las circunvecinas no más, sino también a las apartadas ciudades, y aun llegó a las salas de los reyes, y por los oídos de todo género de gente; que, como a cosa extraordianria, o como a imagen milagrosa, de todas partes venían a verla?
Guardábala su padre, y guardábase ella; que no hay candados, guardas ni cerraduras que mejor guarden a una doncella que las del recato propio.

»La riqueza del padre y la belleza de la hija movieron a muchos, así del pueblo como forasteros, a que por mujer se la pidiesen; mas él, como a quien tocaba disponer de tan rica joya, andaba confuso, sin saber decidir a quién la entregaría de los infinitos que le importunaban. Y, entre los muchos que tan buen deseo tenían, fui yo uno, a quien dieron muchas y grandes esperanzas de buen suceso saber que el padre conocía quien yo era, el ser natural del mismo pueblo, limpio en sangre (cristiano Viejo), en la edad floreciente, en la hacienda muy rico y en el ingenio no menos acabado. Con todas estas mismas partes (razones) la pidió también otro del mismo pueblo, que fue causa de suspender y poner en balanza la voluntad del padre, a quien parecía que con cualquiera de nosotros estaba su hija bien empleada; y, por salir de esta confusión, determinó decírselo a Leandra, que así se llama la rica que en miseria me tiene puesto, advirtiendo que, pues los dos éramos iguales, era bien dejar a la voluntad de su querida hija el escoger a su gusto: cosa digna de imitar de todos los padres que a sus hijos quieren poner en estado: no digo yo que los dejen escoger en cosas ruines y malas, sino que se las propongan buenas, y de las buenas, que escojan a su gusto. No sé yo el que tuvo Leandra; sólo sé que el padre nos entretuvo a ambos (alegando) con la poca edad de su hija y con palabras generales, que ni le obligaban, ni nos desobligaba tampoco. Se llamaba mi competidor Anselmo, y yo Eugenio, para que sepais los nombres de las personas que en esta tragedia intervienen, cuyo fin aún está pendiente; pero bien se deja entender que será desastroso.

»En este tiempo, vino a nuestro pueblo un Vicente de la Rosa, hijo de un pobre labrador del mismo lugar; el cual Vicente venía de las Italias, y de otras diversas partes, de ser soldado. Se lo llevó de nuestro lugar, siendo un muchacho de doce años, un capitán que con su compañía por allí acertó a pasar, y volvió el mozo después de doce años, vestido a la soldadesca, pintado con mil colores, lleno de mil dijes de cristal y sutiles (delgadas) cadenas de acero. Hoy se ponía una gala (ropa) y mañana otra; pero todas sutiles (ingeniosas), pintadas, de poco peso y menos tomo (valor). La gente labradora, que de suyo es maliciosa, y dándole el ocio lugar es la misma malicia, lo notó, y contó punto por punto sus galas y preseas (joyas), y averiguó que los vestidos eran tres, de diferentes colores, con sus ligas y medias; pero él hacía tantas combinaciones e invenciones con ellas, que si no se los contaran, hubiera quien jurara que había hecho muestra de tener más de diez pares de vestidos y de más de veinte plumajes (sombreros). Y no (les) parezca impertinencia y demasía esto que de los vestidos voy contando, porque ellos forman una buena parte en esta historia.

»Se sentaba en un poyo que debajo de un gran álamo está en nuestra plaza, y allí nos tenía a todos con la boca abierta, pendientes de las hazañas que nos iba contando. No había tierra en todo el orbe que no hubiese visto, ni batalla donde no hubiese estado; había matado más moros que tiene Marruecos y Túnez, y entrado en más singulares desafíos, según él decía, que Gante y Luna, Diego García de Paredes (famosos guerreros) y otros mil que nombraba; y de todos había salido victorioso, sin que le hubiesen derramado una sola gota de sangre. Por otra parte, mostraba señales de heridas que, aunque no se veían, nos hacía entender que eran arcabuzazos dados en diferentes enfrentamientos militares. y a los mismos que encuentros y enfrentamientos militares. Finalmente, con una no vista arrogancia (mucha), llamaba de vos (172) a sus iguales y a los mismos que le conocían, y decía que su padre era su brazo, su linaje, sus obras, y que debajo de ser soldado, al mismo rey no debía nada. Añadiósele a estas arrogancias ser un poco músico y tocar una guitarra a lo rasgado (sin puntear las cuerdas), de manera que decían algunos que la hacía hablar; pero no pararon aquí sus gracias, que también la tenía de poeta, y así, de cada niñería que pasaba en el pueblo, componía un romance de legua y media de escritura.

»Este soldado, pues, que aquí he pintado, este Vicente de la Rosa, este bravo, este galán, este músico, este poeta fue visto y mirado muchas veces por Leandra, desde una ventana de su casa que tenía la vista a la plaza.
Enamoróla el oropel de sus vistosos trajes, encantáronla sus romances, que de cada uno que componía daba veinte traslados (copias), llegaron a sus oídos las hazañas que él de sí mismo había referido, y, finalmente, que así el diablo lo debía de tener ordenado, ella se vino a enamorar de él, antes que en él naciese presunción de solicitarla. Y, como en los casos de amor no hay ninguno que con más facilidad se cumpla que aquel que tiene de su parte el deseo de la dama, con facilidad se concertaron Leandra y Vicente; y, antes de que alguno de sus muchos pretendientes cayesen en la cuenta de su deseo, ya ella le tenía cumplido, habiendo dejado la casa de su querido y amado padre, que madre no tiene, y ausentádose de la aldea con el soldado, que salió con más triunfo de esta empresa que de todas las muchas que él se adjudicaba.

»Admiró el suceso a toda la aldea, y aun a todos los que de él noticia tuvieron; yo quedé suspenso, Anselmo, atónito, el padre triste, sus parientes afrentados, solícita la justicia, los cuadrilleros listos; tomáronse los caminos, escudriñáronse los bosques y cuanto había, y, al cabo de tres días, hallaron a la antojadiza Leandra en una cueva de un monte, desnuda en camisa, sin los muchos dineros y preciosísimas joyas que de su casa había sacado.
Volviéronla a la presencia del lastimado padre; preguntáronle su desgracia; confesó sin apremio que Vicente de la Roca la había engañado, y que bajo palabra de ser su esposo( 173) la persuadió que dejase la casa de su padre; que él la llevaría a la más rica y más viciosa ciudad que había en todo el universo mundo, que era Nápoles; y que ella, mal advertida y peor engañada, le había creído; y, robando a su padre, se le entregó la misma noche que había faltado; y que él la llevó a un áspero monte, y la encerró en aquella cueva donde la habían hallado. Contó también como el soldado, sin quitarle s+u honor, le robó cuanto tenía, y la dejó en aquella cueva y se fue: suceso que de nuevo puso en admiración a todos.

»Duro(difícil)) se nos hizo creer la continencia del mozo, pero ella lo afirmó con tantas veras, que fueron parte para que el desconsolado padre se consolase, no haciendo cuenta de las riquezas que le llevaban, pues le habían dejado a su hija con la joya que, si una vez se pierde, no deja esperanza de que jamás se cobre. El mismo día que apareció Leandra la despareció su padre de nuestros ojos, y la llevó a encerrar en un monasterio de una villa que está aquí cerca, esperando que el tiempo gaste alguna parte de la mala opinión en que su hija se puso. Los pocos años de Leandra sirvieron de disculpa de su culpa, a lo menos con aquellos que no les iba algún interés en que ella fuese mala o buena; pero los que conocían su discreción y mucho entendimiento no atribuyeron a ignorancia su pecado, sino a su desenvoltura y a la natural inclinación de las mujeres, que, por la mayor parte, suele ser desatinada y mal compuesta.

»Encerrada Leandra, quedaron los ojos de Anselmo ciegos, al menos sin tener cosa que mirar que contento le diese; los míos en tinieblas, sin luz que a ninguna cosa de gusto les encaminase; con la ausencia de Leandra, crecía nuestra tristeza, se acababa nuestra paciencia, maldecíamos las galas del soldado y abominábamos del poco recato del padre de Leandra. Finalmente, Anselmo y yo decidimos dejar la aldea y venirnos a este valle, donde él, apacentando una gran cantidad de ovejas suyas propias, y yo un numeroso rebaño de cabras, también mías, pasamos la vida entre los árboles, dando vado (alivio) a nuestras pasiones, o cantando juntos alabanzas o vituperios de la hermosa Leandra, o suspirando solos y a solas comunicando con el cielo nuestras querellas.

»A imitación nuestra, otros muchos de los pretendientes de Leandra se han venido a estos ásperos montes, usando el mismo ejercicio nuestro; y son tantos, que parece que este sitio se ha convertido en la pastoral Arcadia, según está lleno de pastores y de apriscos, y no hay parte en él donde no se oiga el nombre de la hermosa Leandra. Éste la maldice y la llama antojadiza, caprichosa y deshonesta; aquél la condena por fácil y ligera; tal la absuelve y perdona, y tal la condena y vitupera; uno celebra su hermosura, otro reniega de su condición, y, en fin, todos la deshonran, y todos la adoran, y de todos se extiende a tanto la locura, que hay quien se queje de desdén sin haberla jamás hablado, y aun quien se lamente y sienta la rabiosa enfermedad de los celos, que ella jamás dio a nadie; porque, como ya tengo dicho, antes se supo su pecado que su deseo. No hay hueco de peña, ni margen de arroyo, ni sombra de árbol que no esté ocupada por algún pastor que sus desventuras a los aires cuente; el eco repite el nombre de Leandra dondequiera que pueda formarse: Leandra resuenan los montes, Leandra murmuran los arroyos, y Leandra nos tiene a todos suspensos y encantados, esperando sin esperanza y temiendo sin saber de qué tememos. Entre estos disparatados, el que muestra que menos y más juicio tiene es mi competidor Anselmo, el cual, teniendo tantas otras cosas de que quejarse, sólo se queja de ausencia; y al son de un rabel, que admirablemente toca, con versos donde muestra su buen entendimiento, cantando se queja. Yo sigo otro camino más fácil, y a mi parecer el más acertado, que es decir mal de la ligereza de las mujeres, de su inconstancia, de su doble trato, de sus promesas muertas, de su fe rompida (perdida), y, finalmente, del poco discurso (talento) que tienen en saber colocar sus pensamientos e intenciones » Y ésta fue la ocasión, señores, de las palabras y razones que dije a esta cabra cuando aquí llegué; que por ser hembra la tengo en poco, aunque es la mejor de todo mi apero. Ésta es la historia que prometí contaros; si he sido en el contarla prolijo, no seré en serviros corto: cerca de aquí tengo mi majada, y en ella tengo fresca leche y muy sabrosísimo queso, con otras varias y sazonadas frutas, no menos agradables a la vista que al gusto

NOTAS.


172. El vos era el tratamiento que se daba a los inferiores; mientras que para los iguales se usaba vuesa merced.

173. Hasta el concilio de Trento, el matrimonio de palabra, era legalmente válido.



miércoles, 25 de abril de 2018

D: QUIJOTE PARA TODOS





Capítulo L. De las discretas altercaciones que don Quijote y el canónigo tuvieron, con otros sucesos


¡Bueno está eso! —respondió don Quijote—. Los libros que están impresos con licencia de los reyes y con aprobación de aquellos a quien se remitieron, y que con gusto general son leídos y celebrados de los grandes y de los chicos, de los pobres y de los ricos, de los letrados e ignorantes, de los plebeyos y caballeros, finalmente, de todo género de personas, de cualquier estado y condición que sean, ¿habían de ser mentira?; y más llevando tanta apariencia de verdad, pues nos cuentan el padre, la madre, la patria, los parientes, la edad, el lugar y las hazañas, punto por punto y día por día, que el tal caballero hizo, o caballeros hicieron. Calle vuestra merced, no diga tal blasfemia (y créame que le aconsejo en esto lo que debe de hacer como discreto), sino léalos, y verá el gusto que recibe de su leyenda. Si no, dígame: ¿hay mayor contento que ver, como si dijésemos: aquí ahora se muestra delante de nosotros un gran lago de pez hirviendo a borbollones, y que andan nadando y cruzando por él muchas serpientes, culebras y lagartos, y otros muchos géneros de animales feroces y espantables, y que del medio del lago sale una voz tristísima que dice: ''Tú, caballero, quienquiera que seas, que el temeroso lago estás mirando, si quieres alcanzar el bien que debajo de estas negras aguas se encubre, muestra el valor de tu fuerte pecho y arrójate en mitad de su negro y encendido licor; porque si así no lo haces, no serás digno de ver las altas maravillas que en sí encierran y contienen los siete castillos de las siete hadas que debajo de esta negrura yacen?'' ¿Y que, apenas el caballero no ha acabado de oír la voz temerosa, cuando, sin pensarlo más, sin ponerse a considerar el peligro a que se pone, y aun sin despojarse de la pesadumbre de sus fuertes armas, encomendándose a Dios y a su señora, se arroja en mitad del bullente (hirviente) lago, y, cuando menos lo espera ni sabe dónde ha de parar, se halla entre unos floridos campos, con quien los Elíseos no tienen que ver en ninguna cosa? Allí le parece que el cielo es más transparente, y que el sol luce con claridad más nueva; ofrécesele a los ojos una apacible floresta de tan verdes y frondosos árboles compuesta, que alegra a la vista su verdura, y entretiene los oídos el dulce y no aprendido canto de los pequeños, infinitos y pintados pajarillos que por los intricados ramos van cruzando. Aquí descubre un arroyuelo, cuyas frescas aguas, que líquidos cristales parecen, corren sobre menudas arenas y blancas pedrezuelas, que oro cernido y puras perlas semejan; acullá ve una artificiosa fuente de jaspe variado y de liso mármol compuesta; acá ve otra a lo brutesco (grotesco) adornada, adonde las menudas conchas de las almejas, con las torcidas casas blancas y amarillas del caracol, puestas con orden desordenada, mezclados entre ellas pedazos de cristal luciente y de contrahechas esmeraldas, hacen una variada labor, de manera que el arte, imitando a la naturaleza, parece que allí la vence. Acullá de improviso se le descubre un fuerte castillo o vistoso alcázar, cuyas murallas son de macizo oro, las almenas de diamantes, las puertas de jacintos (170); finalmente, él es de tan admirable compostura que, con ser la materia de que está formado no menos que de diamantes, de carbuncos, de rubíes, de perlas, de oro y de esmeraldas, es de más estimación su hechura. Y ¿hay más que ver, después de haber visto esto, que ver salir por la puerta del castillo un buen número de doncellas, cuyos galanos y vistosos trajes, si yo me pusiese ahora a decirlos como las historias nos los cuentan, sería nunca acabar; y tomar luego la que parecía principal de todas por la mano al atrevido caballero que se arrojó en el ferviente lago, y llevarle, sin hablarle palabra, dentro del rico alcázar o castillo, y hacerle desnudar como su madre le parió, y bañarle con templadas aguas, y luego untarle todo con olorosos ungüentos, y vestirle una camisa de cendal (seda) delgadísimo, toda olorosa y perfumada, y acudir otra doncella y echarle un mantón sobre los hombros, que, por lo menos,  dicen que suele valer una ciudad, y aun más? ¿Qué es ver, pues, cuando nos cuentan que, tras todo esto, le llevan a otra sala, donde halla puestas las mesas, con tanto concierto (gusto), que queda suspenso y admirado?; ¿qué, el verle echar agua a manos, toda de ámbar y de olorosas flores destilada?; ¿qué, el hacerle sentar sobre una silla de marfil?; ¿qué, verle servir todas las doncellas, guardando un maravilloso silencio?; ¿qué, el traerle tanta diferencia de manjares, tan sabrosamente guisados, que no sabe el apetito a cuál deba de alargar la mano? ¿Cuál será oír la música que en tanto que come suena, sin saberse quién la canta ni adónde suena? ¿Y, después de la comida acabada y las mesas alzadas, quedarse el caballero recostado sobre la silla, y quizá mondándose los dientes, como es costumbre, entrar a deshora por la puerta de la sala otra mucho más hermosa doncella que ninguna de las primeras, y sentarse al lado del caballero, y comenzar a darle cuenta de qué castillo es aquél, y de cómo ella está encantada en él, con otras cosas que suspenden al caballero y admiran a los lectores que leen su historia? No quiero alargarme más en esto, pues de ello se puede colegir que cualquier parte que se lea, de cualquiera historia de caballero andante, ha de causar gusto y maravilla a cualquiera que la leyere. Y vuestra merced créame, y, como otra vez le he dicho, lea estos libros, y verá cómo le destierran la melancolía que tuviere, y le mejoran la condición, si acaso la tiene mala. De mí sé decir que, después que soy caballero andante, soy valiente, comedido, liberal, bien criado, generoso, cortés, atrevido, blando, paciente, sufridor de trabajos, de prisiones, de encantos; y, aunque hace poco que me vi encerrado en una jaula, como loco, pienso, por el valor de mi brazo, favoreciéndome el cielo y no siéndome contraria la fortuna, en pocos días me veré rey de algún reino, adonde pueda mostrar el agradecimiento y liberalidad que mi pecho encierra. Que, a fe mía,  señor, el pobre está inhabilitado de poder mostrar la virtud de liberalidad con ninguno, aunque en sumo grado la posea; y el agradecimiento que sólo consiste en el deseo es cosa muerta, como es muerta la fe sin obras. Por esto querría que la fortuna me ofreciese pronto alguna ocasión donde me hiciese emperador, por mostrar mi pecho haciendo bien a mis amigos, especialmente a este pobre de Sancho Panza, mi escudero, que es el mejor hombre del mundo, y querría darle un condado que le tengo  prometido desde hace muchos días, aunque  temo que no ha de tener habilidad para gobernar su estado.

Casi estas últimas palabras oyó Sancho a su amo, a quien dijo:

   Trabaje vuestra merced, señor don Quijote, en darme ese condado, tan prometido de vuestra merced como de mí esperado, que yo le prometo que no me faltará a mí habilidad para gobernarle; y, cuando me faltare, yo he oído decir que hay hombres en el mundo que toman en arrendamiento los estados de los señores, y les dan un tanto cada año, y ellos tienen cuidado del gobierno, y el señor se está a pierna tendida, gozando de la renta que le dan, sin preocuuparse de otra cosa;y así haré yo, y no repararé en pequeñeces, sino que enseguida me  apartare de todo, y  gozaré mi renta como un duque, y allá se lo hayan. (y allí me las den todas)

Eso, hermano Sancho —dijo el canónigo—, entiéndese en cuanto al gozar la renta; pero, al administrar justicia, ha de atender el señor del estado, y aquí entra la habilidad y buen juicio, y principalmente la buena intención de acertar; que si ésta falta en los principios, siempre irán errados los medios y los fines; y así suele Dios ayudar al buen deseo del simple como desfavorecer al malo del discreto.

   No sé esas filosofías —respondió Sancho Panza—; mas sólo sé que tan pronto tuviese yo el condado como sabría regirle; que tanta alma tengo yo como otro, y tanto cuerpo como el que más, y tan rey sería yo de mi estado como cada uno del suyo; y, siéndolo, haría lo que quisiese; y, haciendo lo que quisiese, haría mi gusto; y, haciendo mi gusto, estaría contento; y, en estando uno contento, no tiene más que desear; y, no teniendo más que desear, acabóse; y el estado venga, y a Dios y veámonos, como dijo un ciego a otro.

   No son malas filosofías ésas, como tú dices, Sancho; pero, con todo eso, hay mucho que decir sobre esta materia de condados.

A lo cual replicó don Quijote:

   Yo no sé que haya más que decir; sólo me guío por el ejemplo que me da el grande Amadís de Gaula, que hizo a su escudero conde de la Ínsula Firme; y así, puedo yo, sin escrúpulo de conciencia, hacer conde a Sancho Panza, que es uno de los mejores escuderos que caballero andante ha tenido.

Admirado quedó el canónigo de los concertados disparates que don Quijote había dicho, del modo con que había pintado la aventura del Caballero del Lago, de la impresión que en él habían hecho las pensadas mentiras de los libros que había leído; y, finalmente, le admiraba la necedad de Sancho, que con tanto ahínco deseaba alcanzar el condado que su amo le había prometido.

Ya en esto, volvían los criados del canónigo, que a la venta habían ido por la acémila del repuesto, y, haciendo mesa de una alfombra y de la verde yerba del prado, a la sombra de unos árboles se sentaron, y comieron allí, porque el boyero no perdiese la comodidad de aquel sitio, como queda dicho. Y, estando comiendo, a deshora oyeron un recio estruendo y un son de esquila, que por entre unas zarzas y espesas matas que allí junto estaban sonaba, y al mismo instante vieron salir de entre aquellas malezas una hermosa cabra, toda la piel manchada de negro, blanco y pardo. Tras ella venía un cabrero dándole voces, y diciéndole palabras a su uso, para que se detuviese, o al rebaño volviese. La fugitiva cabra, temerosa y despavorida, se acercó a la gente, como buscando protección, y allí se detuvo. Llegó el cabrero, y, asiéndola de los cuernos, como si fuera capaz de discurso y entendimiento (de hablar y entender), le dijo:

   Ah cerrera, cerrera (171), Manchada, Manchada, y cómo andáis vos estos días de pie cojo! ¿Qué lobos os espantan, hija? ¿No me diréis qué es esto, hermosa? Mas ¡qué puede ser sino que sois hembra, y no podéis estar sosegada; que mal haya vuestra condición, y la de todas aquellas a quien imitáis! Volved, volved, amiga; que si no tan contenta, a lo menos, estaréis más segura en vuestro aprisco, o con vuestras compañeras; que si vos que las habéis de guardar y encaminar andáis tan sin guía y tan descaminada, ¿en qué podrán parar ellas?

Gustaron las palabras del cabrero a los que las oyeron, especialmente al canónigo, que le dijo:

   Por vida vuestra, hermano, que os soseguéis un poco y no os apresureis en volver tan pronto esa cabra a su rebaño; que, pues ella es hembra, como. vos decís, ha de seguir su natural instinto, por más que vos querais impedirlo . Tomad este bocado y bebed una vez, con que templaréis la cólera, y en tanto, descansará la cabra.

Y el decir esto y el darle con la punta del cuchillo los lomos de un conejo fiambre, todo fue uno. Tomólo y agradeciólo el cabrero; bebió y sosegóse, y luego dijo:

   No querría que por haber yo hablado con esta alimaña (animal domestico) tan en serio, me tuviesen vuestras mercedes por hombre simple; que en verdad que no carecen de misterio las palabras que le dije. Rústico soy, pero no tanto que no entienda cómo se ha de tratar con los hombres y con las bestias.

   Eso creo yo muy bien —dijo el cura—, que ya yo sé por experiencia que los montes crían letrados y las cabañas de los pastores encierran filósofos.

   A lo menos, señor —replicó el cabrero—, acogen hombres escarmentados; y para que creáis esta verdad y la veais con claridad, aunque parezca que sin ser rogado (invitado) me convido, si no os enfadáis por ello y queréis, señores, escucharme un momento, os contaré una verdad que acredite lo que ese señor (señalando al cura) ha dicho, y la mía.

A esto respondió don Quijote:

   Por ver que tiene este caso un no sé qué de sombra de aventura de caballería, yo, por mi parte, os oiré, hermano, de muy buena gana, y así lo harán todos estos señores, por lo mucho que tienen de discretos y de ser amigos de curiosas novedades que suspendan, alegren y entretengan los sentidos, como, sin duda, pienso que lo ha de hacer vuestro cuento.
Comenzad, pues, amigo, que todos escucharemos.

   Saco la mía (me retiro) —dijo Sancho—; que yo a aquel arroyo me voy con esta empanada, donde pienso hartarme por tres días; porque he oído decir a mi señor don Quijote que el escudero de caballero andante ha de comer, cuando se le ofreciere, hasta no poder más, a causa que  les suele suceder  entrar  por una selva tan intricada que no aciertan a salir de ella en seis días; y si el hombre no va harto, o bien proveídas las alforjas, allí se podrá quedar, como muchas veces se queda, hecho carne momia.(momificada)

   Tú estás en lo cierto, Sancho —dijo don Quijote—: vete adonde quisieres, y come lo que pudieres; que yo ya estoy satisfecho, y sólo me falta dar al alma su refacción (alimento moderado), como se la daré escuchando el cuento de este buen hombre.

   Así las daremos todos a las nuestras —dijo el canónigo.

Y luego, rogó al cabrero que comenzase lo que prometido había. El cabrero dio dos palmadas sobre el lomo a la cabra, que por los cuernos tenía, diciéndole:

   Recuéstate junto a mí, Manchada, que tiempo nos queda para volver a nuestro apero.

Parece que lo entendió la cabra, porque, en sentándose su dueño, se tendió ella junto a él con mucho sosiego, y, mirándole al rostro, daba a entender que estaba atenta a lo que el cabrero iba diciendo, el cual comenzó su historia de esta manera:

NOTAS:

170. Piedras preciosas del color de esta flor.

171. Amiga de andar por los cerros.