Capítulo LII. De
la pendencia que don Quijote tuvo con el cabrero, con la rara aventura de los
deceplinantes (disciplinantes), a quien dio felice fin a costa de su sudor
Mucho gustó a todos el cuento del cabrero; especialmente
al canónigo, que con extraña curiosidad notó la manera con que le había
contado, tan lejos de parecer rústico cabrero y cuan cerca de mostrarse
discreto cortesano; y así, dijo que había dicho muy bien el cura en decir que
los montes criaban letrados. Todos se ofrecieron a Eugenio; pero el que más
liberal (generoso) se mostró en esto fue don Quijote, que le dijo:
—
Por
cierto, hermano cabrero, que si yo me hallara posibilitado de poder comenzar
alguna aventura, enseguida me pusiera en camino porque vos la tuviérais buena
(solucionara su problema); que yo sacaría
a Leandra del monasterio, donde, sin duda alguna, debe de estar contra
su voluntad,a pesar de la abadesa y de cuantos quisieran estorbarlo, y os la
pusiera en vuestras manos, para que hiciérais de ella a toda vuestra voluntad,
pero guardando las leyes de la caballería, que mandan que a ninguna doncella se
le haga desaguisado alguno; aunque yo espero en Dios Nuestro Señor que no ha de
poder tanto la fuerza de un encantador malicioso, que no pueda más la de otro
encantador mejor intencionado, y para entonces os prometo mi favor y ayuda,
como me obliga mi profesión, que no es otra que favorecer a los desvalidos y
menesterosos.
Lo miró el cabrero, y, como vio a don Quijote de tan mal
pelaje y catadura, admiróse y preguntó al barbero, que estaba cerca de él:
—
Señor,
¿quién es este hombre, que tal talle (aspecto) tiene y de tal manera habla?
—
¿Quién
ha de ser —respondió el barbero— sino el famoso don Quijote de la Mancha,
desfacedor de agravios, enderezador de tuertos (ofensas), el amparo de las
doncellas, el asombro de los gigantes y el vencedor de las batallas?
—
Eso
parece —respondió el cabrero— a lo que se lee en los libros de caballeros
andantes, que hacían todo eso que de este hombre vuestra merced dice; aunque
para mí tengo, o que vuestra merced se burla, o que este gentil hombre debe de
tener vacíos los aposentos de la cabeza.
—
Sois
un grandísimo bellaco —dijo entonces don Quijote—; y vos sois el vacío y el
menguado, que yo estoy más lleno que jamás lo estuvo la muy hideputa puta que
os parió.
Y, diciendo y haciendo, cogió un pan que junto a sí
tenía, y dio con él al cabrero en todo el rostro, con tanta furia, que le
remachó las narices; pero el cabrero, que no sabía de burlas, viendo que le maltrataban claramente, sin tener respeto
a la alhombra (alfombra de hierba), ni a los manteles, ni a todos aquellos que
comiendo estaban, saltó sobre don Quijote, y, asiéndole del cuello con ambas
manos, no hubiera dudado ahogarle, si Sancho Panza no llega en aquel momento, y le agarrara por las espaldas dando con él
encima de la mesa, quebrando platos, rompiendo tazas y derramando y esparciendo
cuanto en ella estaba. Don Quijote,
que se vio libre, acudió a subirse sobre el cabrero; el cual, lleno de sangre
el rostro, molido a coces de Sancho, andaba buscando a gatas algún cuchillo de
la mesa para hacer alguna sanguinolenta venganza, pero estorbábanselo el
canónigo y el cura; pero el barbero hizo de suerte (se dio maña) que el cabrero
cogiera debajo de sí a don Quijote, sobre el cual llovieron tanto número de
mojicones, que del rostro del pobre caballero llovía tanta sangre como del suyo.
Reventaban de
risa el canónigo y el cura, saltaban los cuadrilleros de gozo, azuzaban los
unos y los otros, como hacen a los perros cuando en pendencia están trabados;
sólo Sancho Panza se desesperaba, porque no se podía soltar de un criado del
canónigo, que impedía que ayudase a su amo.
En resolución,
estando todos en regocijo y fiesta, salvo los dos aporreantes que se carpían
(arañaban), oyeron el son de una trompeta, tan triste que les hizo volver los
rostros hacia donde les pareció que sonaba; pero el que más se alborotó de
oírle fue don Quijote, el cual, aunque estaba debajo del cabrero, harto contra
su voluntad y más que medianamente molido, le
dijo:
— Hermano demonio, que no es posible que dejes de serlo,
pues has tenido valor y fuerzas para sujetar las mías, te ruego que hagamos
treguas, no más de por una hora; porque el doloroso son de aquella trompeta que
a nuestros oídos llega me parece que a alguna nueva aventura me llama.
El cabrero,
que ya estaba cansado de moler y ser molido, le dejó enseguida, y don Quijote
se puso en pie, volviendo asimismo el rostro adonde el son se oía, y vio a deshora (de improviso) que por un
recuesto (montículo) bajaban muchos hombres vestidos de blanco, a modo de diciplinantes (penitentes).
Era el caso que
aquel año habían las nubes negado su rocío
a la tierra, y por todos los lugares de aquella comarca se hacían procesiones,
rogativas y diciplinas, pidiendo a Dios abriese las manos de su misericordia y
les lloviese; y para este efecto la gente de una aldea que allí junto estaba
venía en procesión a una devota ermita que en un recuesto de aquel valle había.
Don Quijote,
que vio los extraños trajes de los diciplinantes, sin pasarle por la memoria
las muchas veces que los había de haber visto, se imaginó que era cosa de aventura,
y que a él solo tocaba, como a caballero andante, el acometerla; y confirmóle
más esta imaginación pensar que una imagen que traían cubierta de luto fuese
alguna principal señora que llevaban por fuerza aquellos follones y
descomedidos malandrines; y, como esto le cayó en las mientes, con gran
ligereza arremetió a Rocinante, que paciendo andaba, quitándole del arzón el
freno y el adarga, y en un punto le enfrenó, y, pidiendo a Sancho su espada,
subió sobre Rocinante y embrazó su adarga, y dijo en alta voz a todos los que
presentes estaban:
—
Ahora,
valerosa compañía, vereis cuánto importa que haya en el mundo caballeros que
profesen la orden de la andante caballería; ahora digo que vereis, en la
libertad de aquella buena señora que allí va cautiva, si se han de estimar los
caballeros andantes.
Y, en diciendo
esto, apretó los muslos a Rocinante, porque no tenía espuelas, y, a todo galope (trote), porque carrera
tirada (galope) no se lee en toda esta verdadera historia que jamás la diese
Rocinante, se fue a encontrar con los diciplinantes, aunque fueran el cura y el
canónigo y barbero a detenerle; pero no les fue posible, ni menos le detuvieron
las voces que Sancho le daba, diciendo:
—
¿Adónde
va, señor don Quijote? ¿Qué demonios lleva en el pecho, que le incitan a ir
contra nuestra fe católica? Advierta, mal haya yo, que aquélla es procesión de
diciplinantes, y que aquella señora que llevan sobre la peana es la imagen
benditísima de la Virgen sin mancilla; mire, señor, lo que hace, que por esta
vez se puede decir que no es lo que sabe.
(que no es lo que piensa)
Fatigóse en
vano Sancho, porque su amo iba tan puesto en llegar a los ensabanados y en
librar a la señora enlutada, que no oyó
palabra; y, aunque la oyera, no volviera, si el rey se lo mandara. Llegó, pues,
a la procesión, y paró a Rocinante, que ya llevaba deseo de aquietarse un poco,
y, con turbada y ronca voz, dijo:
—
Vosotros,
que, quizá por no ser buenos, os encubrís los rostros, atended y escuchad lo
que deciros quiero.
Los primeros que se detuvieron fueron los que
llevaban la imagen; y uno de los cuatro
clérigos que cantaban las letanías, viendo la extraña catadura de don Quijote, la flaqueza de Rocinante y
otras circunstancias de risa que notó y descubrió en don Quijote, le respondió diciendo:
—
Señor
hermano, si nos quiere decir algo, dígalo pronto, porque se van estos hermanos
abriendo las carnes, y no podemos, ni es razón que nos detengamos a oír cosa
alguna, si ya no es tan breve que en dos palabras se diga.
—
En
una lo diré —replicó don Quijote—, y es ésta: que enseguida dejéis libre a esa
hermosa señora, cuyas lágrimas y triste semblante dan claras muestras que la
lleváis contra su voluntad y que algún notorio desaguisado le habéis hecho; y
yo, que nací en el mundo para deshacer semejantes agravios, no consentiré que
un solo paso adelante pase sin darle la deseada libertad que merece.
En estas razones, cayeron todos los que las oyeron que
don Quijote debía de ser algún hombre loco, y tomáronse (comenzaron) a reír de
muy buena gana; cuya risa fue poner pólvora a la cólera de don Quijote, porque,
sin decir más palabra, sacando la espada, arremetió a las andas. Uno de
aquellos que las llevaban, dejando la carga a sus compañeros, salió al
encuentro de don Quijote, enarbolando una horquilla o bastón con que sustentaba
las andas en tanto que descansaba; y, recibiendo en ella una gran cuchillada
que le tiró don Quijote, con que se la hizo dos partes, con el último tercio,
que le quedó en la mano, dio tal golpe a don Quijote encima de un hombro, por
el mismo lado de la espada, que no pudo cubrir el adarga contra villana fuerza,
que el pobre don Quijote vino al suelo muy mal
parado.
Sancho Panza, que jadeando le iba al alcance, viéndole caído, dio voces a su
moledor que no le diese otro palo, porque era un pobre caballero encantado, que
no había hecho mal a nadie en todos los días de su vida. Mas, lo que detuvo al
villano no fueron las voces de Sancho, sino el ver que don Quijote no bullía
(movia) pie ni mano; y así, creyendo que le había matado, con prisa se alzó la
túnica a la cinta (recogió las faldas a la cintura), y dio a huir por la
campiña como un gamo.
Ya en esto llegaron todos los de la compañía de don
Quijote adonde él estaba; y más los de la procesión, que los vieron venir
corriendo, y con ellos los cuadrilleros con sus ballestas, temieron algún mal
suceso, y hiciéronse todos un remolino alrededor de la imagen; y, alzados los
capirotes, empuñando las diciplinas, y los clérigos los ciriales, esperaban el
asalto con determinación de defenderse, y aun ofender, si pudiesen, a sus
acometedores; pero la fortuna lo hizo mejor que se pensaba, porque Sancho no
hizo otra cosa que arrojarse sobre el cuerpo de su señor, haciendo sobre él el
más doloroso y risueño (gracioso) llanto del mundo, creyendo que estaba muerto.
El cura fue conocido de otro cura que en la procesión
venía, cuyo conocimiento puso en sosiego el concebido temor de los dos
escuadrones. El primer cura dio al segundo, en dos razones, cuenta de quién era
don Quijote, y así él como toda la turba de los diciplinantes fueron a ver si
estaba muerto el pobre caballero, y oyeron que Sancho Panza, con lágrimas en
los ojos, decía:
— ¡Oh flor de la caballería, que con solo un
garrotazo acabaste la carrera de tus tan bien gastados años! ¡Oh honra de tu
linaje, honor y gloria de toda la Mancha, y aun de todo el mundo, el cual,
faltando tú en él, quedará lleno de malhechores, sin temor de ser castigados de
sus malas fechorías! ¡Oh liberal sobre todos los Alejandros (se refiere a
Alejandro Magno), pues por solos ocho meses de servicio me tenías dada la mejor
ínsula que el mar ciñe y rodea! ¡Oh humilde con los soberbios y arrogante con
los humildes, acometedor de peligros, sufridor de afrentas, enamorado sin
causa, imitador de los buenos, azote de los malos, enemigo de los ruines, en
fin, caballero andante, que es todo lo que decir se puede!
Con las voces y gemidos de Sancho revivió don Quijote, y
la primer palabra que dijo fue:
— El que de vos vive ausente, dulcísima Dulcinea,
a mayores miserias que éstas está sujeto. Ayúdame, Sancho amigo, a ponerme
sobre el carro encantado, que ya no estoy para oprimir la silla de Rocinante,
porque tengo todo este hombro hecho pedazos.
— Eso haré yo de muy buena gana, señor mío
—respondió Sancho—, y volvamos a mi aldea en compañía de estos señores, que su
bien desean, y allí daremos orden (pensaremos como) de hacer otra salida que nos sea de más
provecho y fama.
— Bien dices, Sancho —respondió don Quijote—, y
será gran prudencia dejar pasar el mal influjo de las estrellas que ahora corre.
El canónigo y el cura y barbero le dijeron que haría muy
bien en hacer lo que decía; y así, habiendo recibido gran gusto (alegría) de
las simplicidades de Sancho Panza, pusieron a don Quijote en el carro, como
antes venía. La procesión volvió a ordenarse y a proseguir su camino; el
cabrero se despidió de todos; los cuadrilleros no quisieron pasar adelante, y
el cura les pagó lo que se les debía. El canónigo pidió al cura le avisase el
suceso de don Quijote (en qué quedaba), si sanaba de su locura o si proseguía
en ella, y con esto tomó licencia para seguir su viaje. En fin, todos se
dividieron y apartaron, quedando solos el cura y barbero, don Quijote y Panza,
y el bueno de Rocinante, que a todo lo que había visto estaba con tanta
paciencia como su amo.
El boyero unció sus bueyes y acomodó a don Quijote sobre
un haz de heno, y con su acostumbrada flema siguió el camino que el cura quiso,
y al cabo de seis días llegaron a la aldea de don Quijote, adonde entraron en
la mitad del día, que acertó a ser domingo, y la gente estaba toda en la plaza,
por mitad de la cual atravesó el carro de don Quijote. Acudieron todos a ver lo
que en el carro venía, y, cuando conocieron a su compatriota, quedaron
maravillados, y un muchacho acudió corriendo a dar las nuevas a su ama y a su
sobrina de que su tío y su señor venía flaco y amarillo, y tendido sobre un
montón de heno y sobre un carro de bueyes. Cosa de lástima fue oír los gritos
que las dos buenas señoras alzaron, las bofetadas que se dieron, las
maldiciones que de nuevo echaron a los malditos libros de caballerías; todo lo
cual se renovó cuando vieron entrar a don Quijote por sus puertas.
A las nuevas de esta venida de don Quijote, acudió la
mujer de Sancho Panza, que ya había sabido que había ido con él sirviéndole de
escudero, y, así como vio a Sancho, lo primero que le preguntó fue que si venía
bueno el asno. Sancho respondió que
venía mejor que su amo.
—
Gracias
sean dadas a Dios —replicó ella—, que tanto bien me ha hecho; pero contadme
ahora, amigo: ¿qué bien habéis sacado de vuestras escuderías?, ¿qué saboyana
(174)) me traes a mí?, ¿qué zapaticos a vuestros hijos?
—
No
traigo nada de eso —dijo Sancho—, mujer mía, aunque traigo otras cosas de más
momento (importancia) y consideración.
—
De
eso recibo yo mucho gusto —respondió la mujer—; mostradme esas cosas de más
consideración y más momento, amigo mío, que las quiero ver, para que se me alegre
este corazón, que tan triste y descontento ha estado en todos los siglos de
vuestra ausencia.
—
En
casa os las mostraré, mujer —dijo Panza—, y por ahora estad contenta, que,
siendo Dios servido (que si Dios quiere) de que otra vez salgamos en viaje a buscar aventuras, vos me veréis
pronto conde o gobernador de una ínsula, y no de las de por ahí, sino la mejor
que pueda hallarse.
—
Quiéralo
así el cielo, marido mío; que bien lo habemos menester. Mas, decidme: ¿qué es
eso de ínsulas, que no lo entiendo?
—
No
es la miel para la boca del asno —respondió Sancho—; a su tiempo lo verás,
mujer, y aun te admirarás de oírte llamar Señoría de todos tus vasallos.
—
¿Qué
es lo que decís, Sancho, de señorías, ínsulas y vasallos? —respondió Juana
Panza, que así se llamaba la mujer de Sancho, aunque no eran parientes, sino
porque se usa en la Mancha tomar las mujeres el apellido de sus maridos.
—
No te
acucies (agobies), Juana (175), por saber todo esto tan aprisa; basta que te
digo verdad, y cose la boca. Sólo te sabré decir, así de paso, que no hay cosa
más gustosa en el mundo que ser un hombre honrado escudero de un caballero
andante buscador de aventuras. Bien es verdad que las más que se hallan no
salen tan a gusto como el hombre querría, porque de ciento que se encuentran,
las noventa y nueve suelen salir aviesas y torcidas. Lo sé por expiriencia,
porque de algunas he salido manteado, y de otras molido; pero, con todo eso, es
linda cosa esperar los sucesos atravesando montes, escudriñando selvas, pisando
peñas, visitando castillos, alojando en ventas a toda discreción, sin pagar,
ofrecido sea al diablo, el maravedí.
Todas estas pláticas pasaron entre Sancho Panza y Juana
Panza, su mujer, en tanto que el ama y sobrina de don Quijote le recibieron, y
le desnudaron, y le tendieron en su antiguo lecho. Mirábalas él con ojos
atravesados, y no acababa de entender en qué parte estaba. El cura encargó a la
sobrina que mimara mucho a su tío, y que estuviesen alerta de que otra vez no
se les escapase, contando lo que había sido menester para traerle a su casa. Aquí alzaron las dos de nuevo los gritos
al cielo; allí se renovaron las maldiciones de los libros de caballerías, allí
pidieron al cielo que confundiese en el centro del abismo a los autores de
tantas mentiras y disparates. Finalmente, ellas quedaron confusas y temerosas
de que se habían de ver sin su amo y tío en el momento que tuviese alguna
mejoría; y sí fue como ellas se lo imaginaron.
Pero el autor de esta historia, aunque con curiosidad y
diligencia ha buscado los hechos que don Quijote hizo en su tercera salida, no
ha podido hallar noticia de ellas, al menos por escrituras auténticas; sólo la
fama ha guardado, en las memorias de la Mancha, que don Quijote, la tercera vez
que salió de su casa, fue a Zaragoza, donde se halló en unas famosas justas que
en aquella ciudad hicieron, y allí le pasaron cosas dignas de su valor y buen
entendimiento. Ni de su fin y acabamiento pudo alcanzar cosa alguna, ni la
alcanzara ni supiera si la buena suerte no le deparara un antiguo médico que
tenía en su poder una caja de plomo, que, según él dijo, se había hallado en
los cimientos derribados de una antigua ermita que se renovaba; en la cual caja
se habían hallado unos pergaminos escritos con letras góticas, pero en versos
castellanos, que contenían muchas de sus hazañas y daban noticia de la
hermosura de Dulcinea del Toboso, de la figura de Rocinante, de la fidelidad de
Sancho Panza y de la sepultura del mismo don Quijote, con diferentes epitafios
y elogios de su vida y costumbres.
Y los que se pudieron leer y sacar en limpio fueron los
que aquí pone el fidedigno autor de esta nueva y jamás vista historia. El cual
autor no pide a los que la leyeren, en premio del inmenso trabajo que le costó
inquerir (investigar) y buscar todos los archivos manchegos, por sacarla a luz,
sino que le den el mismo crédito que suelen dar los discretos a los libros de
caballerías, que tan validos (acreditados) andan en el mundo; que con esto se
tendrá por bien pagado y satisfecho, y se animará a sacar y buscar otras
(historias), si no tan verdaderas, a lo menos de tanta invención y pasatiempo.
Las palabras primeras que estaban escritas en el
pergamino que se halló en la caja de plomo eran éstas:
LOS
ACADÉMICOS DE LA ARGAMASILLA (1), LUGAR DE LA
MANCHA,
EN VIDA Y
MUERTE DEL VALEROSO DON QUIJOTE DE LA MANCHA,
HOC SCRIPSERUNT:
EL
MONICONGO (2), ACADÉMICO DE LA ARGAMASILLA, A LA SEPULTURA DE DON QUIJOTE
Epitafio
El
calvatrueno(3) que adornó a la Mancha de más despojos que Jasón (4)
decreta; el jüicio que tuvo la veleta
aguda donde
fuera mejor ancha,
el brazo que su
fuerza tanto ensancha, que llegó del Catay hasta Gaeta,
la musa más
horrenda y más discreta
que grabó
versos en la broncínea plancha, el que a cola (más atrás) dejó los Amadises,
y en muy
poquito a Galaores tuvo, estribando en su amor y bizarría, el que hizo callar
los Belianises,
aquel que
en Rocinante errando anduvo, yace debajo desta losa fría.
DEL
PANIAGUADO, ACADÉMICO DE LA ARGAMASILLA,
In laudem Dulcineae del Toboso Soneto
Esta que veis de
rostro amondongado,(gordo y tosco) alta de pechos y ademán brioso,
es Dulcinea,
reina del Toboso,
de quien fue
el gran Quijote aficionado.
Pisó por ella
el uno y otro lado
de la gran
Sierra Negra (sierra Morena), y el famoso campo de Montïel, hasta el herboso
llano de Aranjüez (5), a pie y cansado. Culpa de Rocinante, ¡oh dura estrella!,
que esta manchega dama, y este invito andante caballero, en tiernos años, ella
dejó, muriendo, de ser bella;
y él, aunque
queda en mármores escrito, no pudo huir de amor, iras y engaños.
DEL
CAPRICHOSO, DISCRETÍSIMO ACADÉMICO DE LA ARGAMASILLA, EN LOOR DE ROCINANTE,
CABALLO DE DON QUIJOTE DE LA MANCHA
Soneto
En el
soberbio trono diamantino
que con
sangrientas plantas huella Marte, frenético, el Manchego su estandarte tremola
con esfuerzo peregrino.
Cuelga las
armas y el acero fino
con que
destroza, asuela, raja y parte:
¡nuevas
proezas!, pero inventa el arte un nuevo estilo al nuevo paladino.
Y si de su
Amadís se precia Gaula,
por cuyos
bravos descendientes Grecia triunfó mil veces y su fama ensancha, hoy a Quijote
le corona el aula
do Belona (6)
preside, y dél se precia,
Nunca sus
glorias el olvido mancha, pues hasta Rocinante, en ser gallardo, excede a
Brilladoro y a Bayardo.(7)
DEL
BURLADOR, ACADÉMICO ARGAMASILLESCO, A SANCHO
PANZA
Soneto
Sancho Panza
es aqueste, en cuerpo chico,
pero grande en valor, ¡milagro estraño!,
escudero el más simple y sin engaño
que tuvo el mundo, os juro y certifico.
De ser conde no estuvo en un tantico,
si no se conjuraran en su daño
insolencias y agravios del tacaño
siglo, que aun no perdonan a un borrico.
Sobre él anduvo -con perdón se miente- (se nombre)
este manso escudero, tras el manso
caballo Rocinante y tras su dueño
pero grande en valor, ¡milagro estraño!,
escudero el más simple y sin engaño
que tuvo el mundo, os juro y certifico.
De ser conde no estuvo en un tantico,
si no se conjuraran en su daño
insolencias y agravios del tacaño
siglo, que aun no perdonan a un borrico.
Sobre él anduvo -con perdón se miente- (se nombre)
este manso escudero, tras el manso
caballo Rocinante y tras su dueño
¡Oh vanas
esperanzas de la gente,
cómo pasáis con prometer descanso
y al fin paráis en sombra, en humo, en sueño.
cómo pasáis con prometer descanso
y al fin paráis en sombra, en humo, en sueño.
DEL
CACHIDIABLO (8), ACADÉMICO DE LA ARGAMASILLA, EN LA SEPULTURA DE DON QUIJOTE
Epitafio
Aquí yace el
caballero, bien molido y mal andante, a quien llevó Rocinante por uno y otro sendero.
Sancho
Panza el majadero yace también junto a él, escudero el más fïel
que vio el
trato de escudero.
DEL TIQUITOC
(9) , ACADÉMICO DE LA ARGAMASILLA, EN LA SEPULTURA DE DULCINEA DEL TOBOSO
Epitafio
Reposa aquí Dulcinea;
y, aunque
de carnes rolliza, la volvió en polvo y ceniza la muerte espantable y fea. Fue
de castiza ralea,
y tuvo
asomos de dama; del gran Quijote fue llama, y fue gloria de su aldea.
Éstos fueron
los versos que se pudieron leer; los demás, por estar carcomida la letra, se
entregaron a un académico para que por conjeturas los declarase.
Tiénese
noticia que lo ha hecho, a costa de muchas vigilias y mucho trabajo, y que
tiene intención de sacallos a luz, con esperanza de la tercera salida de don
Quijote.
Forsi altro canterà con miglior plectio(10).
Finis
1. Ni la de Alba ni la de Calatrava, ni de la aldea de
D. Quijote.
2. Negro del Congo.
3. Persona vocinglera y alocada.
4. Jasón fue esposo de Medea y jefe de los argonautas mitología griega).
5. Como D. Quijote no estuvo nunca en Aranjuez, se
puede pensar que estos poemas no son de Cervantes.
6. Belona era la diosa de la Guerra para los romanos.
7. Son los caballos
de Orlando y de Reinaldos.
8. Así se conocía a un corsario argelino valiente y
atrevido que fue uno de los capitanes de Barbarroja que, en la época de Carlos
I, salteó, robando y despoblando varios lugares del reino de Valencia
(Clemencín).
9. Del italiano “ ticche tocche”, que significa tic
tac.
10. Verso tomado del Orlando furioso que Cervantes lo traduce en el
capítulo I de la Segunda parte, así: Quizá otro cantara con mejor plectro
(verso).
NOTAS.
174. Ropa interior usada por las mujeres, que era como
una falda abierta por delante .
175. Otras veces la llama Mari Gutiérrez, Juana Panza,
Teresa Cascajo o Teresa Panza.